CAPÍTULO IV
ENFERMEDADES EN EL ZUGOMERO.—LOS PERSONAJES DE LA CARAVANA.—AIRE SANO EN LAS ALTURAS.—LA VIRUELA.—DESERCIÓN E INSURRECCIÓN DE LOS BELUTCHISTANOS.—LA MOSCA VENENOSA.
Obligados a esperar la llegada de veintidós cargadores que nos habían prometido, para completar nuestra caravana, pasamos cerca de quince días en el Zungomero, la comarca más pestilente que jamás he conocido.
Emplearé estas desagradables vacaciones para describir a mis lectores algunas características de los principales personajes de nuestra caravana.
Ben-Selim, puesto a nuestro lado como guía por el sultán de Zanzíbar, era hijo de un árabe y de una mujer del litoral. Su padre fue gobernador de Quiloa, y él mismo había sido jefe del puerto de Saadani. Es un holgazán, pero está acostumbrado a la autoridad, y no le falta astucia.
Mabruki, de quien he hablado como mi servidor, ha sido esclavo de un jefe árabe, que me prestó sus servicios por veinticinco francos mensuales. Es el tipo verdadero del negro: frente baja, ojos pequeños, nariz aplastada, y ancha y poderosa mandíbula, dotada de esa fuerza muscular que caracteriza a los más voraces carniceros.
Es a la vez el más feo y coqueto de la banda, y va siempre cargado de adornos. Su carácter es detestable, y de un exceso de cólera u orgullo cae a veces en un exceso de servilismo y abatimiento. Perezoso y torpe, rompe todo cuanto toca, y he tenido que prohibirle que se ocupe de otra cosa que no sea cuidar los asnos y levantar las tiendas. Bombay, el escudero de Speke, es quien me ha procurado ese tesoro. Me admiraba verles a ambos desafiar al sol del mediodía, y dormir tranquilamente en las noches más frías, sin otra precaución contra el rocío que un fuego mal apagado. Conmovido de piedad, arrojé en mala hora sobre sus espaldas dos chaquetones ingleses cuyo contacto causó un negro influjo. Aprendieron a quedarse acostados por la mañana, y desde entonces, cuando se les obligaba a salir, ya no lo hacían sin ir cuidadosamente abrigados, por temor a la humedad, y en cada parada se alejaban del grupo para que nadie los llamase a trabajar.
Nuestros dos jóvenes de Goa habían entrado a mi servicio en Bombay, mediante el sueldo mensual de veinte rupias, unos cuarenta y siete francos, y a pesar de sus defectos tenían también algunos méritos. Valentín tenía toda la destreza manual y prontitud de espíritu que caracterizan al indio: le bastaron algunos días para conocer la lengua del país lo necesario como para hacerse comprender, y también aprendió a servirse del cronómetro y del termómetro lo bastante como para sernos útil. Desgraciadamente, su charla impedía que nos fiásemos de sus cálculos.
Gaetano tiene cuidados inteligentes para un enfermo, y demuestra un desprecio absoluto del peligro. Lo mismo recorre una selva durante la noche que se arroja en medio de una disputa de indígenas para separar a los combatientes, logrando transformar casi siempre su cólera en alegría.
En cuanto a nuestro djemadar o jefe de la escolta, no tiene más que un ojo. Según el proverbio sánscrito, la lealtad de un tuerto es tan rara como la fidelidad de una coqueta, y Mallok justifica el refrán. Tiene hermosas facciones, a pesar de estar picado de viruelas; pero su ojo no mira nunca a derechas, y su expresión inspira desconfianza. El primero para el placer y el último para el combate, grita continuamente sin embargo que prefiere batirse a comer. Desplegó al principio una gran actividad, pero al cabo de algunos días su celo se había convertido en mal humor, y éste se transformó en insubordinación a medida que nos alejábamos de Zanzíbar. No obstante, se volvió humilde y sumiso cuando regresábamos, y se separó de mí vertiendo lágrimas de cocodrilo.
El jefe de los ocho esclavos que nos servían de intérprete y de guías se llamaba Kidogo, y tenía gran influencia sobre sus compañeros, que le admiraban y temían. Por lo demás, era un hombre de superioridad real. Natione magis quam ratione barbarus[14], tenía una fijeza de resolución que, en medio de aquellos africanos de espíritu cambiante, le hacía semejante a un sabio que se impone a sus discípulos. Su dignidad consistía en no volver nunca sobre sus palabras; sus más pequeñas frases habían de tener fuerza de ley, y poseía una gran estimación de sí mismo, cualidad preciosa que hace independiente al hombre y le permite gozar libremente de sus facultades.
¿Cómo emplearon el tiempo nuestros hombres durante tan larga detención?
Dispersos por las aldeas vecinas, donde la inundación retenía a un millar de viajeros, bebían cerveza, fumaban cáñamo y se querellaban sin cesar, provocando quejas continuas por su insolencia y brutalidad. Por el contrario, los dos goenses, dominados por la fiebre, no podían quedarse fuera, y fue necesario admitirlos en la casa, ya de por sí demasiado llena de palomas, ratones e insectos.
Finalmente, cargados de esperar a los veintidós cargadores que no llegaban, preparamos unos despachos, que debían ser entregados al esclavo de confianza de un mercader de la costa instalado aquí como agente del jefe de Caolé. Éste hombre cumplió su promesa y los objetos que le habíamos encargado llegaron intactos a su destino.
Por último, la expedición dejó el Zungomero el 7 de Agosto de 1857. Víctimas de la fiebre, tanto el capitán Speke como yo estábamos tan débiles que apenas podíamos tenernos sobre los asnos.
Del Zungomero central al primer escalón de las montañas de Sagara, hacia las cuales nos dirigíamos, se cuentan cinco horas de marcha, y antes de haberlas andado perdimos de vista el último cocotero.
Al mediodía nos alejamos de la orilla del Mgéta, franqueando la primera meseta de las montañas, meseta que se eleva noventa metros sobre el nivel de la llanura.
Ninguna voz humana, ningún vestigio de estar habitado; el infernal tráfico de esclavos y los males que engendra han convertido estos lugares en un desierto recorrido únicamente por animales salvajes. Sin embargo, el clima era allí mucho más saludable, y las frescas brisas de las montañas operaron en todos nosotros un efecto maravilloso. La fuerza y la salud nos volvieron inmediatamente, y los goenses se vieron también libres de la fiebre.
El 9 de Agosto dejamos nuestro campamento, y al día siguiente nos cruzamos con una caravana que había perdido cincuenta de sus miembros, muertos por la viruela. Los restos de estos desgraciados, que encontrábamos en nuestro camino, traían a la imaginación imágenes horribles. Habían muerto allí mismo, en el lugar en que les faltaron las fuerzas: ninguna aldea quiso recibirlos, ningún amigo se detuvo para socorrerlos, y una vez caídos en tierra, permanecieron solos y moribundos hasta que el buitre, el cuervo, la hiena o el chacal terminaron con su agonía.
Como era de esperar, el contagio había espantado a muchos de nuestros hombres, que se quedaron atrás, y probablemente se escondieron entre los juncales, pues a pesar de nuestras pesquisas no los volvimos a encontrar.
Los cadáveres se multiplicaban en el camino, y nuestros musulmanes volvían los ojos profiriendo a media voz una exclamación de disgusto. Uno de nuestros cargadores, viejo y decrépito, derramaba abundantes lágrimas.
Desde la cima de un cerro en el que pasamos la noche a la entrada del paso de Goma, hemos tenido la oportunidad de gozar de un inmenso horizonte. A lo lejos, en los pliegues cubiertos de bosques de las montañas, se veían las aldeas de muchas tribus sagarianas. Sus habitantes poseen muchos granos y ganados; pero una triste experiencia les ha enseñado a alejarse de los extranjeros, y no han dejado huella de las poblaciones que en días más felices se encontraban en las orillas del sendero.
El día 12, debiendo pasar el desfiladero de Goma, había decidido, de acuerdo con Kidogo, que los cargadores partirían primero y que, después de haber depositado su carga en la cima de la montaña, volverían para guiar los asnos. El sol estaba ya en el horizonte, y como no habían aparecido, nos pusimos en marcha, deteniéndonos en lo alto de la colina despoblada, al pie de la cual corría un riachuelo.
A nuestra salida de Khutu se había distribuido a todo el mundo víveres para tres días, que era lo que tardaríamos, según decían, en ganar Muhama, donde nos sería fácil aprovisionarnos. Cada cual, según su costumbre, había consumido sus raciones lo más rápidamente posible, de forma que el quinto día iba a concluir, y Muhama se encontraba todavía a una jornada de distancia. Así pues, el 13 de Agosto nos pusimos en marcha al amanecer y subimos el último escalón del Paso, cuya vertiente, poco rápida, nos permitió franquearla.
Aquel día Kidogo nos llevó demasiado lejos e hicimos alto en el lecho de un torrente seco, en el que nos acostamos sin comer ni beber, después de una jornada de veinticuatro kilómetros.
El 14, al rayar el día, nos pusimos en marcha bajo una violenta lluvia, y volviendo sobre nuestros pasos llegamos después de dos horas a Zonhué, una pequeña aldea donde deberíamos haber acampado la víspera. Enviamos enseguida a buscar víveres, que tardaron en llegar y resultaron escasos además.
Una rebelión, que fue seguida por la deserción de soldados belutchistanos, hizo de Zonhué una de nuestras estaciones más críticas.
Cuando los hombres del djemadar me hubieron librado de su presencia, hice llamar a los hijos de Ramjí, cuya opinión me era conocida. Yo sabía por Ben-Selim que no hablaban mal de mí y que sólo se quejaban de mi violencia, mientras que los belutchistanos, en sus conversaciones privadas, me trataban de la manera más injuriosa que podían. Enterados de la situación, los esclavos juraron con entusiasmo que permanecerían fieles; pero aquella misma tarde, reunidos por Kidogo, convinieron secretamente en seguir el ejemplo de los belutchistanos en cuanto se les presentase la ocasión. Yo no me enteré de este detalle hasta algunos días después, pero aunque lo hubiera sabido entonces, de nada me hubiera servido.
En el caso de que nuestra escolta nos hubiera abandonado, el capitán Speke y yo estábamos resueltos a enterrar nuestros efectos y a confiarnos a nuestros cargadores, pero afortunadamente la anunciada tempestad se contentó con rugir tan solo.
El día siguiente, 17 de Agosto, íbamos a cargar los asnos cuando apareció el djemadar seguido de Darvaych y de Musa. Se aproximaron a mí con las orejas bajas, me besaron la mano con ardor y me suplicaron que les diese una licencia en toda regla, declarando que en vez de abandonar a su jefe, habían sido abandonados por él. Esta petición no tenía más que una respuesta, y espoleando a mi asno me alejé sin decir una palabra.
El camino descendía por una cuesta prolongada, guarnecida de matorrales y regada por varios cursos de agua que se inclinaban hacia el Oeste. Al mediodía, desfallecido y sin fuerzas, me tendí en el arenoso suelo de Nullah-Muhama, y conservando a mi lado a Vuazira y Mabruki, ordené a los demás que se reuniesen con la caravana, para traerme una hamaca en cuanto descargasen.
Acababan de partir cuando distinguí a nuestros desertores, cargados con todos sus fardos. Llevándome detrás de una laguna, demostraron un vivo arrepentimiento, y multiplicando sus excusas solicitaron mi perdón.
A las tres, no llegando la hamaca, volví a montar en mi asno, y no me detuve hasta llegar a Muhama. Allí permanecimos tres días, pues a causa de las dificultades que ofrece el aprovisionamiento de una caravana, la duración de las paradas no baja de este tiempo, durante el cual entramos en relación con tres caravanas que habían sido terriblemente maltratadas por la viruela, y que partieron antes que nosotros.
Los víveres necesarios para el viaje fueron recogidos con gran trabajo, pues los habitantes habían escondido toda su cosecha. Finalmente, el 21 de Agosto nos dispusimos a franquear la llanura longitudinal que inclinándose al Oeste separa el Rufuta, primer escalón de la cordillera, de la segunda meseta, llamada Mucondocua.
Después de haber pasado aquella llanura abrasada, entramos en un país terrible, donde corre un río que lleva el mismo nombre de la sierra, en cuyas orillas fuimos atacados por la tsetse, lo que acabó con nuestra paciencia. El territorio habitado por esta mosca, indígena del África austral, había sido limitado por el doctor Livingstone a las regiones situadas al sur del Zambece, pero también la encontramos aquí, y es probable que se halle aún más al Norte. Es difícil adivinar por qué la naturaleza ha colocado esta calamidad en un país eminentemente propio para la agricultura y cría de ganados, aunque quizá lo haga para excitar su genio en busca de una solución. Tal vez algún día, en la época en que esta tierra fecunda adquiera valor, se introduzca en ella algún pájaro que destruya la tsétsé, haciéndole a África uno de los regalos más preciosos de cuantos podría recibir.