CAPÍTULO V

EL DISTRITO DE MUCONDOCUA.— MEJOR CARÁCTER DE LOS INDÍGENAS. —TRAVESÍA DEL BUBEHÓ.—LAS MONTAÑAS DE SAGARA.—COSTUMBRES DE LOS NATURALES.

La Mucondocua nos condujo al distrito de Kadetamaré, que era en otro tiempo un lugar donde las caravanas se aprovisionaban de víveres y ganados, cosa excepcional en los cantones del Sagara.

Apenas nos instalamos envié en busca de víveres, pero no se encontró nada, y los mismos indígenas que vienen de Rumuma, a donde han ido a buscar grano, dijeron a nuestros emisarios que había hambre en el país.

El 25 reiniciamos la marcha, remontando el valle de Mucondocua, que en mi opinión no podía estar regado por el curso superior del Kindani.

Este valle está rodeado por una franja de picos agudos, en los que puede verse al ganado paciendo, distinguiéndose el humo de algunos emplazamientos. Penetrados por el frío que reina durante la noche y mojados por la escarcha que cubre las altas hierbas, atravesamos algunos campos de sorgho y de tabaco, mientras los indígenas, asustados, huían de una montaña a otra.

Al amanecer del día siguiente algunos de nuestros hombres, conducidos por Vuazira, se dirigieron a las montañas para buscar víveres. Ninguno de ellos llevaba armas, con el fin de inspirar más confianza a los indígenas, pero volvieron al mediodía con las manos vacías. Según dijeron, los montañeses habían huido, declarando que tenían la costumbre de matar a todos los hombres libres que, apartándose del camino, ponían el pie en su territorio, pero que aquella vez la vida de los infractores sería respetada. Sin embargo, Ambarí, uno de los esclavos de Ben-Selim, contó la aventura de una manera completamente distinta: a la aparición de nuestros hombres el grito de guerra había resonado de aldea en aldea, y todos los indígenas, incluso las mujeres y los niños, habían presentado batalla. Nuestros valientes, en vez de entrar en las chozas, se habían precipitado en los juncales, bajando tan rápidamente la montaña que muchos tenían el cuerpo y los miembros desgarrados por las espinas.

Verdadero jardín en otro tiempo, la sierra de Mucondocua es hoy teatro de luchas sangrientas y de pillaje continuo. La violencia y la crueldad de los agresores han transformado el carácter de los habitantes, que se han vuelto crueles a su vez, y han aprendido a vengar en los débiles los males de que han sido víctimas.

El 27 de Agosto, a pesar de las crecientes dificultades, nos pusimos en marcha.

El 29 llegamos a Rumuma, que es un lugar de parada bastante favorable, a causa de la relativa abundancia de provisiones. Aquí vimos a los indígenas por primera vez bajar en gran número de sus montañas con volatería, cabritos, carneros y terneras, y con grandes cestas llenas de maíz, habas y otras hortalizas. Aquí pasamos dos días.

Al llegar a Marenga-Mkhali encontramos las primeras colmenas. Suspendidas de las ramas de los árboles cuyo follaje es espeso, deben a su forma el nombre de mazinga (cañón) que les han dado las gentes de la costa. Se trata, en efecto, de cilindros de madera cerrados en los dos extremos con hierba y barro, y provistas en el centro de una abertura ovalada.

Llegados a Marenga-Mkhali descubrimos el territorio que habitan los humbas, cuyo oficio es la rapiña. Esto hizo que nuestros belutchistanos estuviesen al acecho.

El 4 de Setiembre entramos en el valle de Inengé, donde debíamos descansar. Situado al pie del Rubého, cuyo nombre significa paso tortuoso, forma el tercer escalón de la cordillera del Sagara. La temperatura es la misma que la de Rumuma: un horno durante el día, y una nevera durante la noche.

Los habitantes de las aldeas cercanas se apresuraban a venir a cambiar sus granos y sus bestias por perlas y tela. Por primera vez, desde que nos separamos de la costa, pudimos comprar miel, manteca y, cosa todavía más preciosa, leche fresca y cuajada. Se necesita haber estado sometido al régimen prolongado del sorgho y del maíz, acompañados en las grandes ocasiones con un plato de judías cocidas en agua sola, para comprender la alegría que produjo entre nosotros la vista inesperada de aquellas vasijas de leche, manteca y miel, cuya aparición hizo época en nuestro viaje.

A la mañana siguiente llegaron cuatrocientos cargadores que se dirigían hacia la costa, bajo la dirección de Isaben-Hidji y de otros tres negociantes árabes, que cambiaron con nosotros algunos favores. Hidji y sus compañeros carecían de tela y no podían, en consecuencia, alimentar a su gente. Les dimos tres piezas de percal americano, y en recompensa nos regalaron tres libras de arroz blanco como la nieve, y algunas libras de sal, a la que añadieron una cabra, a cambio de un poco de tabaco y de asafétida. Esta planta, preparada no sé cómo, se aplica sobre las heridas, y tomada como remedio elimina muchas dolencias, según dicen.

Ben-Hidji y sus compañeros, no sólo tuvieron la bondad de suspender su marcha para encargarse de los preparativos de nuestra travesía del Rubého, sino que además me proporcionaron algunos favores más. Me dieron consejos para impedir la deserción, indicándome los lugares en que ésta es contagiosa; me proporcionaron preciosas noticias sobre el país de Ugogo y de Ujidji, pusieron a mi disposición su casa de Cazé, y reprendieron a nuestro guía por su pereza, recordándole que todas las noches debía rondar el Kraal de una empalizada y llevar, según la costumbre, el agua y la leña. También reprocharon a Kidogo que permitiese a sus hombres cargar nuestros asnos con sus bultos, y a los belutchistanos que se quejasen continuamente de la comida.

Estos árabes nos dejaron el 6 de Setiembre. Les pedí con éxito que no extendieran la noticia de nuestros sufrimientos, y los vi alejarse con cierta tristeza. Gracias a ellos, habíamos oído al menos una vez palabras de simpatía, experimentando con ellas un consuelo real.

Faltaba ahora franquear el Rubého. Temblorosos por la fiebre, sobrecogidos por el vértigo, y aturdidos por la debilidad, mirábamos con estupor aquel sendero perpendicular, cortado por rocas, raíces y matorrales. Finalmente, reuniendo todo nuestro valor, comenzamos el día 10 la subida de ese paso, calificado por algunos como terrible.

Mientras trepábamos penosamente, pues el suelo faltaba a veces bajo nuestros pies, la sed, la fatiga y la tos nos obligaban a cada momento a echarnos para descansar. El grito de guerra resonaba de una montaña en otra, y numerosos indígenas, armados con arcos y flechas, lanzas y mazas, aparecían por todas partes y cubrían todos los caminos.

Eran los humbas, que esperaban el paso de la caravana con la intención de cortarle el camino, aunque finalmente aprovecharon la ocasión para realizar escarceos sobre las aldeas de Inenge y apoderarse de sus ganados.

Parándonos a cada momento, y a fuerza de agarrarnos a quienes nos conducían, llegamos a la cima del terrible paso después de seis horas de marcha, deteniéndonos en medio de plantas aromáticas y de arbustos llenos de savia, cuya frescura es efecto del rocío.

Ante nuestros ojos se desplegaba un panorama espléndido, que nos estremecía en cierto modo, poniendo ante nuestra vista los peligros que habíamos tenido que vencer para llegar hasta allí.

Lleva aquel lugar el nombre de Gran Rubého, por oposición a la cresta siguiente, y en él nos vimos obligados a detenernos. El capitán Speke estaba verdaderamente enfermo, y la intensa fiebre que le devoraba le produjo un delirio que duró dos días, y cuya violencia era tal que hizo necesario que le quitásemos sus armas. Afortunadamente, la fiebre cedió el día 12, y el enfermo, envuelto en la plenitud de su conocimiento, fue el primero en pedir que nos pusiéramos en camino.

El día 15 una sabana nos dejó al borde de un abrupto descenso, desde el cual se descubría, más allá de las rocas, matorrales y de las crestas peladas de las montañas, la meseta del país de Ugogo, con el desierto que la precede. Este primer golpe de vista no llama la atención, pues nada indica la exuberante fecundidad de las tierras tropicales. El país tiene un aspecto salvaje y parece que aquella naturaleza no debe alimentar más que seres feroces.

A las dos de la tarde del 17 volvió la caravana a ponerse en marcha y nos dirigimos al Noroeste, siguiendo la falta de una cresta irregular. Las pendientes y plataformas de plantas aromáticas se sucedían rápidamente, y terminamos entrando en el canal superior del Maudama o Dungomaro, literalmente el Valle del diablo.

El 18 seguimos la corriente del río que riega el valle, apartándonos de él en diferentes sitios para evitar los grandes peñascos que nos cerraban el paso, y alcanzamos la parte inferior de su lecho, donde los arroyuelos permanentes que recogían el agua de las montañas, riegan la magnífica y exuberante vegetación que tapiza su fondo.

A medida que nos aproximábamos a la llanura las dificultades aumentaban y la escena se hacía más pintoresca: el torrente se estrechaba, y corría entre rocas de sienita gris y rosa mezclada con cuarzo blanco.

Poco a poco el desfiladero se ensanchaba, y las vertientes pedregosas eran reemplazadas por orillas cubiertas de gomeros, y el Dungomaro, transformado en apacible corriente, serpentea entre la llanura, dirigiendo sus aguas hacia el Sur.

Al mediodía, después de volver un brusco recodo del sendero, percibí una tienda que se elevaba sobre la margen derecha del río, al abrigo de un enorme sicomoro. En medio de una llanura completamente estéril, aquel paraje era encantador, cubierto de hierba y de mimosas cuyo follaje se desplegaba en forma de paracaídas, y extendiendo sobre el suelo una sombra transparente que temblaba al soplo de la brisa.

Era conveniente detenerse allí, y así lo hice.

Las montañas de Sagara son de primer orden en el Este de África: a decir verdad constituyen la única cadena importante que se encuentra en la línea que hemos seguido; pero si se las considera en el conjunto del sistema terrestre, se encuentran bastante bajas en la escala orográfica. Efectivamente, su altura media, medida por la ebullición del agua, no es superior a los mil setecientos metros sobre el nivel del mar; pero es necesario añadir que estas montañas encierran picos cuya elevación puede pasar de los dos mil metros.

Como se habrá deducido de lo anterior, la cadena del Sagara se divide en tres crestas paralelas que separan llanuras longitudinales.

Después del monótono verdor que te fatiga la vista desde la costa, la mirada reposa con alegría sobre los colores vivos y variados que revisten esta comarca. El subsuelo que los torrentes y grietas permiten atisbar se compone de granito, y de esquita o gres verdoso y oscuro, cuya poderosa estratificación, bruscamente levantada, rompe a veces la corteza del suelo.

Donde la montaña permanece oculta por un manto de bosque espeso, la roca desgarra la costra de humus o tierra vegetal que la cubre, y el gres y el cuarzo se muestran a la vista.

Del mismo modo, en las zonas subterráneas por las que discurre agua, los gomeros espinosos y las mimosas cubren completamente las mesetas y las pendientes del lugar. En estas florestas encantadoras y revestidas con todo el lujo de la naturaleza tropical, se cree continuamente estar atravesando el claro de una selva, ya que el viajero ve siempre ante sí un bosque espeso; pero los árboles se apartan a su paso, la sombra se aleja, y cuando brilla el sol de un hermoso día, la escena es a la vez extraña e imponente. El suelo, de un color rojo sombrío, elevado hasta la mitad de los troncos de los árboles por las galerías de las hormigas blancas, opone su matiz peculiar y esencialmente africano al color claro del follaje, cuya delicadeza es tal que permite entrever el vivo azul o el oro resplandeciente de un cielo puro.

El Sagara es el país de las flores. Al perfume delicioso del jazmín, y a la fuerte y vivificante fragancia de una especie de salvia que se extiende por la llanura, se unen las suaves emanaciones de las mimosas, cuyas flores están suspendidas como borlas de oro en las ramas cubiertas de follaje.

El tamarindo, que crece por todas partes en estado salvaje, es aquí un árbol gigantesco. El baobab se transforma en habitáculo, y a la sombra del sicomoro, árbol que pulula por la vertiente occidental de la cadena, podría abrigarse un regimiento.

Dos grandes líneas o senderos, seguidos por las caravanas, atraviesan el Sagara de Oriente a Occidente; la Mucondocua en la parte septentrional y la Kiringahuana en la meridional.

Los habitantes de las partes inferiores de esta comarca sufren enfermedades de la piel, llagas ulcerosas y todas las miserias que infectan los valles. Los que residen en las alturas son más fuertes y tienen mejor aspecto; pero padecen sin embargo de disentería y de afecciones del pecho.

En los lugares elevados, los hombres son altos, robustos y fornidos, y su barba es más poblada que la de los otros indígenas; pero en los terrenos bajos la raza degenera y sus individuos parecen tan degradados como los indígenas del Khutu. Turbulentos y vocingleros, tienen más violencia que valor: con su arco y sus flechas en la mano, se ocultan entre los juncales para sorprender a los rezagados, y lejos de asaltar el grueso de la caravana, prefieren mantenerse a la defensiva, como medio más seguro de provocar el ataque.

El color de su piel es de matices muy diversos: se encuentran individuos que son casi negros, y otros que tienen un color de chocolate oscuro; de todos modos, yo no puedo atribuir esta variedad a los efectos de la temperatura y de la diferencia de nivel entre las regiones que habitan.

Algunos se afeitan la cabeza; otros llevan la chucha de los árabes, especie de mechón más o menos grande; por último, entre estos indígenas hemos visto por primera vez en estos parajes el antiguo peinado de los egipcios, es decir, los cabellos levantados sobre la frente y cayendo hasta los ojos guardando toda su longitud, y distribuidos en una multitud de mechones retorcidos, compuestos cada uno de dos ramales enlazados. Los tirabuzones, lisos y duros, les impiden confundirse, y su masa forma en torno a la cabeza una cortina que baja hasta la nuca.

Sólo los jefes llevan la cabeza cubierta con un bonete o un turbante.

Algunas cicatrices lineales y confusas, practicadas entre las cejas y las orejas, forman el signo característico de la tribu, y algunos individuos, sobre todo en el Este de la montaña, se liman los dientes en punta.

El traje de los hombres consiste en un pedazo de tela, que cuando van de viaje reducen a la más simple expresión, a fin de que no incomode al andar. Esta tela es un percal azul oscuro, o bien un lienzo crudo teñido de amarillo. De todos modos, la lana es el privilegio de la riqueza, ya que la mayoría viste un jubón corto de fibras de baobab, y pieles curtidas de carnero o de cabra. Esta especie de manto se sujeta sobre el hombro por medio de una cuerda o simplemente anudando las extremidades, y se le deja flotar a merced del viento, quedando descubierta casi la mitad del cuerpo. Cuando van de viaje y empieza a llover, se quitan esta prenda, la doblan con cuidado y la colocan entre la espalda y la carga que llevan, de suerte que al llegar al kraal el viajero cuidadoso puede tener un vestido seco.

Entre las mujeres, las que pertenecen a las familias más ricas llevan la tobe, pieza de tela de cuatro metros de longitud, que pasa por debajo de los brazos, cubre el pecho y viene a sujetarse sobre la cadera. Las indianas azules y los percales a cuadros se emplean con preferencia a cualquier otra tela.

La mayoría de las mujeres se viste con una saya de piel, corta y grasienta, aunque decente, y con un justillo de la misma materia, que se sujeta en el cuello y baja hasta la cintura. El niño se lleva a la espalda sostenido por una banda ancha, también de piel.

Entre las clases más pobres el traje de los hombres y de las mujeres se reduce a una estrecha túnica, que llega apenas a la mitad del muslo, hecho con una especie de estera que se fabrica en la costa con las fibras del datilero salvaje y en el interior con las del baobab.

Así como todos sus congéneres, los indígenas del Sagara van siempre adornados con chucherías y cuerda de latón, y el peso y número de estas joyas indica la riqueza y la respetabilidad de sus poseedores.

Cada aldea está gobernada por un simple jefe, bajo la soberanía más nominal que efectiva del mutua, o gobernador del distrito. El tráfico de esclavos es una de las fuentes que alimentan su tesoro, y de ahí viene naturalmente que se encuentren muchos indígenas del Sagara en los mercados de Zanzíbar.

El mutua está además muy favorecido por el tributo sobre la caza, ya que todo elefante que viene a morir en su distrito, aunque haya sido herido en otro, le pertenece en propiedad, con la única condición de distribuir entre sus funcionarios, pequeños regalos de tela y quincalla, dejándose la carne para las gentes de la aldea, y vendiendo el marfil a las caravanas.