Dieciocho
Le había dicho a Marc de Courtenay que le quería y apenas lo había visto desde entonces, perdida en el torbellino de eventos de la corte y la insistencia de David en que ella estuviera presente en todos.
Había sido un error decir aquello, lo supo desde el momento en que pronunció las palabras.
«Te quiero».
Dios. Dos palabras que le habían hecho huir.
Marc no había vuelto a decirle nada más sobre el viaje de aquel día en barco a Dunfermline, aunque sabía que ella acompañaría al rey y a su comitiva. Sus propias fuentes le habían informado de que Marc sería el último en zarpar en compañía de sus hombres. La información se la había dado un muchacho al que había pagado bien. Mariner había sido muy franco con las noticias, lo cual planteaba otra cuestión. Sabía que, si los hombres de De Courtenay hubieran querido mantener el secretismo, jamás hubieran dicho nada, lo que significaba que McQuarry debía de estar al corriente de los movimientos de Marcus igual que lo estaba ella.
Helen Cunningham se mostraba insegura y nerviosa, pues la idea de viajar por mar le producía dolor de cabeza.
Isobel había llevado consigo algunas de las hierbas con las que en una ocasión había drogado a Marc en el bosque, y resultó fácil ofrecerle a su acompañante algo de beber para calmar su miedo.
Diez minutos más tarde, Helen estaba profundamente dormida. Isobel le envió un mensaje al rey diciendo que su acompañante no se encontraba bien y que consideraba que lo mejor sería pasar el día con ella mientras se recuperaba.
Sonrió mientras se ponía la ropa de hombre que había llevado consigo, con un sombrero calado hasta las orejas y un poco de carbón de la chimenea en la cara. Parecía un joven que no tenía medios para bañarse, y la niebla blanquecina del mar ayudaba a pasar desapercibida.
¡Perfecto!
Sin mirar atrás, Isobel salió de la habitación y bajó a la orilla haciéndose pasar por un chico con una facilidad que le otorgaban los años de experiencia llevando pantalones.
Nadie se fijó en aquel joven que pasó junto a las embarcaciones que trasladaban a la comitiva real al otro lado de la bahía. No era más que un espectador interesado cuya figura se perdió después entre la niebla de primera hora de la mañana.
Marc debería haber sabido que una excursión de la corte real nunca podía salir como había sido planeada, y supo que tenía problemas cuando lady Anne de Kinburn, su marido y otra pareja se acercaron para suplicarle que los llevara a Dunfermline, pues habían perdido el barco anterior.
No quedaban embarcaciones en el muelle, así que no podía negarse sin levantar las sospechas que más tarde surgirían si Huntworth no llevaba a cabo su plan. Así que los sentó en la parte trasera del barco, junto a la pila de cuerdas y velas en la popa, bien alejados de los remeros que había elegido por su fuerza.
El barco era pequeño, pero se gobernaba con facilidad, y con diez de sus hombres a bordo, y todos armados, no creía que fuese difícil hacer frente a un posible asalto.
—Por supuesto, yo sabía que deberíamos haber bajado antes, pero pensé que la niebla lo retrasaría todo.
El marido de Anne de Kinburn no parecía muy contento.
—Si hubieras tardado alguna hora menos en arreglarte el pelo, Anne, tal vez habríamos llegado a tiempo.
La discusión continuó hasta que estuvieron en mitad del estuario, a una media hora de distancia de la otra orilla.
Pero entonces, cuando la bruma se hizo más densa y el mar empezó a embravecerse, estallaron los problemas.
Isobel veía a Marc de pie con sus solados a cuatro metros de distancia, pero su silueta estaba borrosa a causa de la niebla. Se sentía excitada y asustada mientras se ajustaba el sombrero y recolocaba la lona bajo la que se había escondido. Al hacerlo vio la pequeña cicatriz en la palma de la mano.
Protección. Unidos el uno al otro como el mar a la orilla, dos partes de un todo. Agarró su cuchillo con fuerza y entornó los párpados para intentar distinguir la silueta de alguna embarcación que se acercara.
Apareció de la nada pocos segundos más tarde y se estrelló contra ellos sin el menor reparo.
Isobel sintió el golpe y oyó el sonido de la madera rompiéndose por la presión.
Salió de su escondite bajo la lona y se encontró cara a cara con Anne de Kinburn, que dio un grito ahogado mientras su marido y sus amigos permanecían en los asientos que les habían asignado.
Con el cuchillo en la mano se abrió paso hacia la proa, donde el barco había sufrido más daño y donde se encontraba Marc con sus hombres, todos con la espada preparada.
—Manteneos agachados —les gritó a Anne y a su grupo—, e idos hacia la parte de atrás.
El grupo hizo exactamente lo que les decía, entre los gritos y sollozos de las dos mujeres.
Los hombres de McQuarry aparecieron como un enjambre, saltando a la cubierta del barco con la seguridad de unos marineros acostumbrados al oleaje del mar. Isobel se deshizo del primero que se le acercó, utilizando el movimiento de las olas para desequilibrarlo.
Marc gritó y ella levantó la mirada; otro asaltante se acercaba por un lado. Sin apresurarse le clavó el cuchillo en el muslo y le vio caer también al agua.
Toda la proa del barco estaba llena de hombres peleando; el sonido de las espadas al chocar resultaba ensordecedor en la quietud de la mañana.
Vio que Marc se acercaba hacia ella luchando, con las mismas estocadas certeras que le había visto dar en Ceann Gronna. Solo dejaba muerte a su paso.
Cuando llegó junto a ella, la agarró del brazo y la colocó tras él para protegerla.
—¿Cómo diablos has llegado aquí?
Isobel no tuvo tiempo de contestar, pues otra embarcación surgió de la niebla, acercándose a toda velocidad hacia ellos. Stuart McQuarry iba al timón, gritando órdenes. Marc la rodeó con un brazo cuando la otra embarcación los golpeó, pero perdió el equilibrio cuando los restos de un remo que habían volado por los aires se le clavaron en la carne.
Le habían herido, la sangre que resbalaba por su antebrazo estaba manchando a Isobel, cuyo sombrero había salido volando con el impacto.
No podía creer que estuviera allí, en peligro mientras el bastardo de Huntworth los atacaba. Anne de Kinburn estaba gritando, dando vueltas de un lado a otro hasta caer al mar como una medusa gigante, con la falda amarilla inflada en contraste con el gris del océano.
Mariner también había caído; Marc esperaba que fuese producto de la colisión y no de la estocada de una espada. Más allá en el agua otros dos miembros del grupo de Kinburn luchaban por mantenerse a flote mientras el océano intentaba tragárselos.
Marc no había anticipado el segundo barco y no estaba preparado; él, que siempre anticipaba cualquier contingencia a la cabeza de los ejércitos, no había logrado hacerlo allí.
¿Por qué?
Porque había centrado toda su atención en Isobel al verla en peligro. No quería soltarla todavía. Deseaba mantenerla detrás de él, a salvo, protegida de toda la brutalidad de su alrededor. Si ella moría, él moriría también. Era así de simple. Isobel Dalceann, con su valentía y su energía, le había arrebatado el corazón.
—Yo también te quiero —dijo mientras le giraba la cabeza para darle un beso rápido en los labios.
Vio que Isobel abría los ojos con sorpresa mientras su sangre empezaba a teñirle la túnica y el ruido a su alrededor se volvía insoportable.
Un breve momento de amor en un escenario cargado de odio en mitad de una batalla. Sonrió porque, con todo lo que había pasado, le parecía apropiado decirlo en mitad de aquel caos.
Y entonces Isobel desapareció. Saltó por la borda y se alejó nadando para salvar a Anne de Kinburn.
La quería. La había besado delante de todos y sus palabras eran sinceras. Isobel sentía la felicidad en todas las partes de su cuerpo. Lo veía ahora con su espada, como si fuera un experto entre principiantes. Qué fácil hacía que pareciera todo.
—Por favor, que no le pase nada —susurró, pues no quería perderlo ahora que al fin le había declarado sus sentimientos... No, no pensaría en eso.
Llegó hasta Anne y tiró de ella para sacarla a la superficie y sujetarle la cara por encima del agua.
—Estate quieta y te llevaré de vuelta al barco —ordenó mientras se impulsaba con un brazo hacia la embarcación. Para su sorpresa, Anne le hizo caso, y tardaron pocos segundos en alcanzar el casco de madera del barco.
—Quédate agarrada al casco. Será más seguro. Aguanta mientras voy a por los demás.
—Mi ma-marido —dijo Anne a pesar del castañeteo de sus dientes.
Isobel se alejó nadando de nuevo. La niebla hacía que fuese difícil distinguir a los demás, pero sus gritos ayudaban a localizarlos.
Marc no podía ver a Isobel por ninguna parte y empezaba a temer por ella. Huntworth estaba a pocos metros de distancia y sus hombres estaban agotados por la batalla. El segundo barco estaba parado en mitad del mar, en un ángulo que sugería que estaba llenándose de agua a toda velocidad. Quedaban ocho soldados del enemigo contra sus seis hombres. Tenían las de ganar. Avanzó directo hacia Stuart McQuarry para enfrentarse a él.
—Esto es por mi hermano, De Courtenay, por haber derramado su sangre en Ceann Gronna.
Marc se carcajeó.
—Oh, era hombre muerto mucho antes de eso. Fue un blanco fácil con toda su pretensión y su codicia. ¿Tal vez sea un rasgo de familia?
El otro resopló.
—Vienes a Escocia con la protección del rey de Francia y te abres camino en nuestra corte como un impostor y un bastardo —le atacó con la espada y Marc frenó el golpe con la suya. No deseaba matarlo aún, pues necesitaba saber algunas cosas.
—Algunos aquí dicen que mi padre era un conde escocés. ¿El tuyo, quizá?
Sonrió al ver que su oponente se ponía rojo de ira.
—Lady Catriona ha hablado demasiado, sin duda, con sus verdades dudosas y su realidad tergiversada —Stuart McQuarry se detuvo para tomar aliento.
Marc aguardó. La verdad estaba cerca, podía sentirlo. Solo tenía que lograr que siguiera hablando.
—Ella dice que hay pruebas.
Huntworth tenía los ojos desorbitados por la rabia.
—Mi padre pagó a tu tía para mantenerte alejado de nosotros; eras un recuerdo que no queríamos que llamase a nuestra puerta algún día. Y el plan funcionó hasta que Felipe te envió aquí y comenzaste a husmear.
—¿Así que eres mi hermano?
—No. Tu primo. Quinlan, el hermano pequeño de mi padre, quería que estuvieras con nosotros, pues tenías contacto con la corte real francesa. Él era la oveja negra de la familia.
—¿Así que lo mataste?
—Alguien tenía que librar al apellido Huntworth de convertirse en el hazmerreír. Archibald y yo decidimos hacerlo.
Marc blasfemó. Ya era suficiente. Había oído bastante.
—Entonces diles a tus hermanos y a tu padre que has fracasado cuando llegues al infierno.
Con un golpe certero hundió su espada en el corazón de su primo y vio como sus ojos perdían el brillo.
Segundos más tarde todo acabó cuando el último esbirro de Huntworth cayó por la borda para ser engullido por las fauces del océano.
Uno de sus hombres tenía a Anne de Kinburn y estaba tirando de ella para subirla a cubierta. Su marido y el amigo de este también estaban allí, con la ropa empapada de agua. Sin embargo, la otra mujer había desaparecido, y también Isobel.
Habían pasado diez minutos desde que saltara por la borda.
—¡Isobel! —gritó su nombre y aguardó una respuesta. Los demás en la embarcación hicieron lo mismo. La niebla era cada vez más densa y no podía ver ninguna silueta.
—Isobel.
Silencio.
Se quitó los zapatos, saltó al agua y rodeó el barco a nado para comprobar que no estuviera agarrada al casco e incapaz de responder.
Pero no había nada, de modo que se alejó nadando con dolor en los brazos a causa del frío y de los trozos de madera que se le habían clavado en la piel.
No podía creerlo.
—Isobel. Isobel. Isobel —gritó hasta quedarse casi sin voz. Las olas eran cada vez más grandes y lo zarandeaban de un lado a otro. Siguió nadando de un lado a otro con la esperanza de encontrarla, y por primera vez en su vida lloró. Sus lágrimas calientes se mezclaban con la sal del mar mientras resbalaban por sus mejillas.
Al perder a Guy no había experimentado nada parecido, nada comparado con aquel dolor desgarrador que le ahogaba. Apretó el puño y lo agitó en el aire mientras gritaba con rabia.
El barco salió de la niebla y él se agarró al casco. Con un movimiento rápido subió a cubierta y empezó a darles órdenes a los remeros.
Anne de Kinburn estaba llorando. Mariner se había recuperado del golpe en la cabeza, pero no tenía muy buen aspecto. El resto de sus hombres estaban sentados y atentos a cualquier señal de vida que pudieran ver en el agua.
Cuatro horas más tarde sabía que la había perdido. El agua del estuario estaba tan fría que era imposible que alguien sobreviviera a esa temperatura durante tanto tiempo.
Ya nada tenía sentido; la manga de su túnica manchada de sangre, su falta de aliento y el sol que al fin asomaba entre la niebla y llenaba el océano de nada.
Otro barco había acudido en su ayuda y se había llevado a Anne, a su marido, a su amigo y a Mariner con algunos de sus hombres.
Sin embargo él se negó a abandonar la embarcación y los remeros accedieron a seguir buscando.
Al caer la noche supo que no podía seguir buscando, y con un inmenso pesar les ordenó que regresaran al muelle del que habían zarpado hacía diez horas.