Diez
Isobel sabía que Marc veía las marcas de otras manos sobre su piel. Por un segundo pensó que se daría la vuelta asqueado, pero no lo hizo, y el silencio creciente albergaba en su interior un entendimiento terrible.
Viva. Todavía. Después de que casi la violaran. Apartó esa idea de su cabeza y se centró en el momento.
Aquí. Ahora. Con él.
Ofrecer su cuerpo para olvidar lo que había estado a punto de suceder.
Se quitó lo poco que le quedaba de la camisa interior y la dejó caer al suelo para que no quedara nada escondido.
Sus pezones se erguían, erectos y orgullosos, hacia él.
—Nunca he aprobado la idea de violar a las prisioneras.
—No es una violación lo que te ofrezco —se agarró el pecho derecho con la mano y se acarició el pezón con el pulgar. Observó triunfante como el miembro de Marc cobraba vida—. Pero el sexo tiene la capacidad de hacer olvidar, y eso es lo que te pido esta noche. Olvidar lo que ha pasado... lo que podría haber pasado si no hubieras aparecido.
Al ver que no se movía, decidió contárselo todo.
—Soñé contigo cuando te marchaste de aquí. Me preguntaba en la oscuridad cómo sería tocarte y que me tocaras. A veces, cuando no podía dormir, me imaginaba justo esto.
Marc dejó la espada, se acercó y le cubrió la mano con la suya. El calor de su piel espantó al frío. Ella era alta, pero él lo era más. Por primera vez en toda su vida tuvo que levantar la barbilla para mirar a un hombre, y cuando Marc deslizó el índice por la cicatriz de su mejilla, la sorpresa le robó la respiración.
—Dime quién te hizo esto.
Muy pocos habían mencionado su cicatriz, y ninguno le había tocado la cara en el lugar donde la espada le había rasgado la piel.
¿Debía contarle lo que no le había contado nunca a nadie? ¿Debía permitirle saber que no era solo la política la que había llevado al saqueo de la fortaleza, sino también la codicia? Sí, y el oro se reía de los hombres avariciosos.
—Fue mi padre. El oro provenía de un barco francés que se hundió a pocos kilómetros al oeste de Ceann Gronna, y quiso quedárselo.
—¿Para enfrentarse al rey?
—No. Para desaparecer sin dejar rastro. Cuando intentamos impedírselo, se volvió en nuestra contra. Si moríamos, nadie más tendría por qué saberlo.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Ian le rompió el cuello y lo lanzó al mar cerca de Kincraig Point. Pero la flecha de mi padre ya había atravesado mortalmente a mi marido.
—Dios, Isobel.
Ella negó con la cabeza para fingir indiferencia.
—No me compadezcas. Es lo último que deseo de ti.
Él sonrió inesperadamente y ella sintió que el calor de su mano le llegaba hasta el corazón. Era la mano de un guerrero, fuerte y áspera. Cuando Marc deslizó el pulgar por la piel sensible de la cicatriz, ella tomó aire y aguantó la respiración.
¿Qué sucedería después?
Todo su mundo estaba reducido a aquella caricia. La gloria del sexo la impulsaba hacia delante.
No quería algo suave y tierno. No deseaba ninguna de esas cosas después de lo que había sucedido. Deseaba algo primario y carnal. Deseaba sentir tanto que no quedara espacio para el miedo que había experimentado tumbada en su cama, mientras sus enemigos la manoseaban y buscaban lo que no deseaba darles.
Su rabia culminó en un sollozo inesperado y rasgado. Se agarró a sus antebrazos musculosos y le clavó las uñas en la piel.
El odio y el miedo tenían una fuerza sorprendente.
—Tómame, Marc. Hazme olvidar —susurró, consumida por el deseo como si fuera un opiáceo para la memoria.
Isobel desnuda era la mujer más hermosa que jamás había tenido el placer de contemplar. Su miembro se levantó palpitante ante la promesa de lo que se le ofrecía.
Solo lujuria.
Ella se había asegurado de que lo supiera. Su erección crecía y ahogaba todas las razones por las que no debería hacer aquello, por las que no debería poseerla y poner fin a lo que había entre ellos.
¡Pero no podía! El calor de su piel le llamaba. Agachó la cabeza, le rodeó un pezón con los labios y succionó. Oía el sonido de la sangre palpitando en sus oídos, mezclado con los gemidos de Isobel, que estiró los brazos y le colocó las manos en la nuca para mantenerlo ahí.
En ella.
El sabor de su piel, el olor a sexo, el abandono; no había límites. Se estremeció cuando ella le tiró del pelo y le rodeó las piernas con las suyas para pedirle otras cosas.
Marc levantó la cabeza y vio que, de cerca, sus ojos eran limpios y brillantes, y estaban cargados de deseo.
—Nunca te haría daño.
—Lo sé —susurró Isobel, se humedeció los labios con la lengua y entonces se besaron.
Marc siempre había mantenido el control con las mujeres, siempre se guardaba cosas que no quería darles a pesar de sus plegarias. Pero allí no había nada oculto ni enmascarado. No había dudas ni reticencias.
En la habitación solo había lugar para las sensaciones; el olor de Isobel, su tacto, la promesa de su boca. Nada tenía sentido, enredados ambos en aquella estancia, por encima de unos soldados que estarían encantados de ver su sangre derramada.
Debía estar empuñando su espada, sin dejarse distraer por nada. Sin embargo blandía otra arma, su miembro erecto y palpitante entre los dos.
Colocó las manos en sus nalgas y sintió los arañazos en su piel.
«Tómame», le había dicho, y era lo que pensaba hacer.
La levantó del suelo y la tumbó sobre la cama cubierta de pieles. Su piel era blanca en contraste con la de las mantas. Cuando Isobel abrió las piernas ante él, se sintió atraído por el particular aroma del sexo.
No se parecía en nada a Alisdair cuando se quitó los pantalones y su miembro apareció ante ella. Su marido había sido un hombre pequeño y delgado, y su afición por el sexo siempre había sido dudosa. No recordaba una sola noche que la hubiera deseado realmente. Prefería siempre succionarle los pezones hasta que le irritaba la piel.
A veces, cuando le convencía para disfrutar de otra manera, él prefería terminar lo antes posible. Solía darle la vuelta para que no pudiera verlo, y apagaba también todas las velas.
Nunca la había mirado como estaba mirándola Marc en aquel momento, con deseo y admiración en los ojos. Cuando él se humedeció el dedo con saliva y le acarició el pezón, Isobel experimentó un escalofrío de placer incontrolable.
Sus muslos eran fuertes y estaban adornados con vello oscuro. Isobel estiró los brazos, lo tocó y acarició su piel firme hasta que él blasfemó y le guio los dedos hasta su miembro. Colocó las manos alrededor de las suyas y las mantuvo ahí, presionando suavemente sobre su erección ardiente.
A Isobel le gustaba ver su vulnerabilidad mientras lo tocaba, saber que la deseaba tanto como ella a él.
Se inclinó hacia delante, introdujo la punta de su miembro en la boca y le oyó maldecir. Marc dejó caer las manos, ella empezó a acariciar su erección con la lengua y cerró los ojos para sentir y dejarse llevar.
Era muy fácil controlar a un hombre. Marc respiraba aceleradamente, echó la cabeza hacia atrás y gimió.
Isobel no había hecho eso antes, nunca se había metido el miembro de un hombre en la boca, aunque por las noches en la cama, después de que Alisdair hubiera terminado, soñaba con ello.
Marc se apartó aunque ella pensase que podría alcanzar el orgasmo, que podría dejar su semilla en su boca para saborearla y recordarlo cuando se hubiera ido.
—Dios —dijo con voz rasgada—. Dios —repitió mientras se pasaba una mano por el pelo, y un brillo de desconfianza oscureció sus ojos verdes.
Incertidumbre.
A Isobel no podía importarle ver cosas en su cara que no deseaba ver. Lo único que importaba era liberarse de aquello que la mantenía rígida y tensa. Quería sentirlo entre sus piernas, deseaba borrar el terror anterior, la impotencia y la debilidad. Necesitaba recuperar el poder. Necesitaba dar lo que deseaba dar y a quien deseaba dárselo. Dominar la situación.
—Por favor —no había querido decir eso, y aun así lo hizo, al tiempo que levantaba las caderas. Hundió los dedos en el colchón como si fueran garras.
«¡Si se marcha ahora, le odiaré!», pensó.
Pero no se fue, y le susurró palabras de consuelo mientras se inclinaba hacia sus caderas. Con la mano derecha le agarró el pelo para mantenerla quieta.
Isobel no podía apartarse. Aquello era justo lo que deseaba: maestría y habilidad. Nada de dolor, pero tampoco compasión. Solo quería sentir a un hombre contra su cuerpo.
—La batalla por Ceann Gronna ha salido como Dios ha querido, Isobel, pero tal vez con el botín de después puedan salvarse algunas cosas, ¿verdad?
—Cosas como esta —Isobel apenas reconocía su propia voz, rasgada por el deseo, y se retorció cuando Marc acarició con los dedos los pliegues entre sus piernas—. ¿Marc? —pronunció su nombre como una pregunta, con las piernas separadas para que pudiera encontrar el camino que los otros no habían descubierto y borrara el terror de su recuerdo.
—Mírame —dijo él de pronto—, y dime que esto es lo que deseas de mí.
—Sí.
Todo su cuerpo temblaba. El dolor de la espera era más de lo que podía soportar.
Cerró los ojos y notó que Marc introducía un dedo en su interior para dilatarla, mientras con otro dedo estimulaba un punto que le produjo un escalofrío de placer.
¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo sabía aquello? Comenzó a intensificar el ritmo hasta que se apoderó de su cuerpo, guiándola hacia el éxtasis, hasta que explotó en mil pedazos y se dejó llevar por las sacudidas de placer.
Y después nada, salvo un ligero eco de dolor.
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas, pero no se las secó ni tampoco abrió los ojos. No quería verlo todavía, ni permitir que el mundo irrumpiese en aquel momento perfecto.
Aquel era su secreto, un secreto que nunca antes había descubierto sobre sí misma. Un don. Algo que no podía comprender.
Sintió que Marc se apartaba de la cama y se dirigía hacia la puerta. Lo observó con los párpados entornados, intentando comprender sus sentimientos, pero su rostro era inexpresivo mientras se ponía los pantalones.
No le había complacido. No le había permitido penetrarla hasta que estuviera saciado y los demonios que acosaban al hombre se hubieran calmado.
Alisdair le había hablado de eso en una ocasión, cuando ella le había preguntado por aquella obsesión por sus pechos en vez de su entrepierna. Él le había explicado que los demonios poseían a quienes utilizaban el pecado de la lujuria como bálsamo, y que los pensamientos impuros no debían alentarse.
Deslizó una mano por su vientre y después por la humedad que tenía entre las piernas.
Nunca antes había sentido algo así. ¿Sería como esas mujeres licenciosas de la noche? ¿Acaso Marc la consideraba una de ellas y por eso iba a abandonarla? No habían pasado ni cinco minutos después de tanto placer y ya lo deseaba de nuevo, deseaba sentir sus dedos entre las piernas otra vez.
El portazo hizo que se girase hacia la almohada para no ver la habitación vacía.
Marc sentía la rabia crecer en su interior mientras caminaba por el pasillo hacia las murallas exteriores.
Necesitaba aire fresco para calmar el deseo que le consumía, que le había hecho perder su habitual control y anhelar cosas que nunca llegarían a pasar.
Una familia.
Una esposa con la que pudiera envejecer.
Un hogar que no fuera saqueado en la batalla y un monarca que le recompensara con un poco de tranquilidad.
Él era sir Marc de Courtenay, el primer comandante de unos reyes que se movían en el mundo de la guerra. Era un bastardo en dos cortes y un hombre que conocía suficientes secretos de ambos como para destruir naciones.
No podría tener lo que deseaba, no había armisticio, ni serenidad a la vista, tampoco una familia y un hogar. Todas esas cosas le habían sido arrebatadas hacía tiempo; primero al nacer, cuando su madre no había logrado sobrevivir al parto. Después al ser enviado como aprendiz de un hombre que no tenía reparos en pegar a un niño hasta que sangrara.
La guerra y las batallas le habían devuelto su lugar, al frente de unos soldados que harían cualquier cosa que les pidiera, incluso en los momentos más caóticos.
Tenía la mano derecha en la empuñadura de la espada mientras caminaba. Otra costumbre.
Sus dedos recordaban el suave tacto de los pliegues de Isobel, y la humedad que había palpado cuando había alcanzado el éxtasis. Se llevó la mano a la nariz para capturar la esencia que quedaba allí.
Podría haberse quedado, pero su orgasmo le había producido vergüenza e incomodidad. ¿Acaso había gritado por otra pérdida, menos brutal que los intentos de McQuarry por someterla, aunque igual de efectiva?
Recordaba su silencio y su vulnerabilidad, y todas las demás cosas que Isobel Dalceann nunca había sido antes de la toma de Ceann Gronna.
Derrotada. Capturada. Sometida. Vencida.
Las lágrimas sobre su mejilla derecha no habían hecho más que magnificar el lugar donde su propio padre había intentado matarla.
No debería haberse aprovechado de su deseo de esa forma. Debería haberla metido en la cama y dejar que se despertara por la mañana sin la tentación de odiarlo por la incertidumbre que le había permitido ver.
Isobel Dalceann era una mujer de sangre caliente, con sus pechos generosos y las piernas más largas que había visto jamás en cualquier mujer con la que se hubiera acostado.
Mujeres sin cara, ahora que la había visto a ella. Negó con la cabeza. Allí estaba de nuevo, aquel hechizo que volvía loco de deseo a un hombre. Se apoyó en la pared y fantaseó con la idea de regresar y poseerla por su propio placer, sin preliminares, solo con la esperanza de habérsela quitado de la cabeza al día siguiente.
Sí, el desequilibrio del sexo le seducía con sus posibilidades. Isobel podría estar bajo su cuerpo en menos de un minuto, retorciéndose bajo sus embestidas mientras él se liberaba de aquella tensión que hacía que le palpitase la sangre en las sienes. Ella incluso lo deseaba, por el amor de Dios. Empezó a sudarle el labio superior. Su cuerpo, excitado, no parecía estar dispuesto a calmarse, y él estaba cansado de luchar por mantenerse donde estaba y no darse la vuelta.
Isobel. Bajo su cuerpo. Sus ojos llenos de deseo y consentimiento. Sus pechos firmes mientras él la conducía con su sexo al mismo lugar al que la había conducido con los dedos.
¡Tan fácilmente! Pero no podía destruirla más.
Se le aceleró la respiración y, mientras caminaba hacia el gran salón, decidió tomar un poco del whisky que habían encontrado en las bodegas de Ceann Gronna.