Cuatro
Estaba desnudo.
Lo supo igual que supo que estaba a salvo.
Isobel Dalceann estaba allí, en las sombras, más allá de la luz de las velas, observándolo con sus ojos oscuros.
—Agua —fue lo único que pudo decir.
Ella se acercó y Marc vio que tenía un ojo hinchado y un hematoma en la mejilla.
—¿Quién te ha pegado?
—Me he caído —contestó ella.
No se lo creyó, y tampoco comprendió la cautela que había en sus ojos ni que le pasara un paño húmedo por el pecho.
—Es agradable.
Se le puso la piel de gallina con el frío y vio que Isobel tenía una venda en la mano. Otra herida. Intentó estirar el brazo para tocársela, pero ella le detuvo.
—Debes descansar. Se te ha infectado el brazo y ahora solo la fuerza puede salvarte.
¿El brazo? Recordó el mar. Recordó el barco hacia Edimburgo. Recordó la ola que los había hecho zozobrar, las cuerdas y las velas enredadas, la gente gritando por todas partes.
Había liberado a todos los que había podido con su cuchillo. Simon. Guy. Etienne y Raoul. Pero entonces un pedazo del mástil de madera, roto por la fuerza del viento y de las olas, se le había caído encima.
Le dolía. Desde el hombro hasta la punta de los dedos. Tenía el brazo vendado, y la venda estaba impregnada con algo que olía a cebolla podrida y a hierbas. No podía moverse.
—¿La mano con la que se blande la espada?
—Ian dice que los vendedores de tejidos no necesitan un arma así —respondió ella.
—¿Entonces lo habéis encontrado, en el claro?
—Estaba en muy malas condiciones con los nudos que le hiciste. Habría tenido una muerte lenta si no hubiéramos llegado a tiempo.
—¿Lenta como esta?
Las pupilas de Isobel se dilataron. Siempre era señal de fuertes emociones. Marc cerró los ojos. Ella creía que moriría pronto. Tal vez esa misma noche, pensó al ver la cruz dorada que colgaba sobre su cama.
Recordó entonces otras palabras. Un antiguo cántico a la luz del fuego. Isobel Dalceann le había hecho un corte en la mano y la sangre de ambos se había mezclado en un juramento de protección. ¿Estaría volviéndose loco también?
El brillo de la vela le dolía a pesar de que los párpados le ardían por la fiebre.
—¿Dónde estoy?
—En Ceann Gronna. Mi fortaleza de los acantilados, frente al mar, cerca de Elie.
El mar estaba cerca, y podía ver la luna en la ventana a través del hueco entre la cortina y la piedra. Ya no estaba llena.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Tres días.
Dejó escapar el aliento y sintió las náuseas en el estómago. Ni siquiera en Burdeos, cuando una flecha le había perforado la armadura y se le había clavado en la espalda, había estado tan enfermo.
—¿Entonces tú has cuidado de mí?
La enfermedad. La habitación estaba invadida por la enfermedad. Cuencos, trapos y frascos de medicina colocados sobre la mesa. Su ropa estaba lavada y doblada en una silla de madera decorada con pintura bermellón. Deseó poder levantarse y hacerse cargo de la situación, pero los músculos de su cuerpo no obedecían sus órdenes.
Indefenso. La palabra le producía escalofríos.
—Mientras dormías has hablado en francés sobre batallas y muerte. Menos mal que ninguno de aquí te entiende.
Marc apartó entonces la mirada de sus ojos, pues vio en ellos una pregunta para la que no tenía respuesta.
«¿Eres el enemigo?».
«Lo fui en otro tiempo», quiso decirle. ¿Pero ahora?
Debería haberse mantenido en silencio, debería haber tenido la boca cerrada incluso mientras deliraba. Llevaba consigo demasiados secretos.
—Cuando te encuentres mejor, te enviaremos por barco hacia Edimburgo.
—¿Mejor? —la palabra le sorprendió. Entonces Isobel pensaba que sobreviviría a aquel calvario. El alivio le hizo estirar el brazo y agarrarle la mano. Solo como gesto de gratitud. El frío de su piel le hizo darse cuenta de lo caliente que estaba.
Isobel se quedó quieta, escuchando los sonidos nocturnos de una fortaleza que dormía al margen de esa habitación. Su habitación. Sus dedos eran fuertes como su cuerpo, y tenía las yemas ásperas por el trabajo.
Sintió que se relajaban mientras volvía a quedarse dormido, pero no le soltó la mano, aunque debería haberlo hecho. No se apartó de su lado y se quedó observándolo.
Marc. Había dicho que su nombre era ese cuando ella le había llamado James. En sus delirios había dicho también otras cosas que la habían hecho alegrarse de estar a solas.
Un guerrero. Lo comprendía ahora gracias a las demás marcas de su cuerpo. No había tenido una vida fácil ni segura.
Había hablado de algunas cosas que ella no comprendía, y otras que sí entendía.
Cosas como la soberanía otorgada a David, rey de Escocia, y la ambición de Felipe de Francia. De modo que era hombre de un rey. Si Ian o Andrew hubieran oído sus palabras, ya estaría muerto y no sería más que un recuerdo inerte flotando en el mar embravecido de más allá de Ceann Gronna.
¿Por qué lo protegía?
Recorrió con la mirada su cuerpo, masculino y hermoso, y se apresuró a cubrirlo con una sábana de lino.
Se apartó el pelo de la cara para aliviar aquel súbito calor, sintió la marca de la cicatriz y frunció el ceño.
Rota por culpa de la confianza. No volvería a ocurrir.
Blasfemó, se apartó del desconocido y se acercó a la ventana para contemplar el mar a la luz de la luna.
Segundos más tarde, los golpes en la puerta la sacaron de sus pensamientos.
Andrew estaba allí, con una jarra de cerveza en una mano y los restos de un mendrugo de pan en la otra.
Se acercó a Marc y le puso un dedo en el cuello antes de regresar a la puerta.
—Veo que sigue inconsciente. Creo que necesitarás ayuda. El cautivo está lejos de recuperarse y tú tienes ojeras.
—Aun así va progresando lentamente —le dijo Isobel—. Un día o dos y estará listo para viajar.
—A Edimburgo, entonces. ¿Crees que es apropiado?
—No ha visto la fortaleza ni sus estructuras internas. Tampoco sabrá de la existencia de los túneles ni de la entrada desde el mar. Solo conoce esta habitación. Le vendaremos los ojos cuando se marche para que no vea nada.
—Siempre se ve algo, Isobel, y a mí no me parece un comerciante textil.
Andrew frunció el ceño. Isobel supuso que se debía a su preocupación por la seguridad de la fortaleza de Ceann Gronna y de aquellos que vivían dentro. Una preocupación lógica, y aun así...
—Si lo matamos a sangre fría seremos tan malos como aquellos que vienen a expulsarnos.
Andrew se rio.
—Cuando David envíe este verano al próximo barón para intentar saquear la fortaleza, pensarás de manera diferente.
—¿Así que tú lo matarías, como quiere Ian?
—Matarlo no, pero sí expulsarlo. Pasado mañana, aunque no haya mejorado. ¿Me lo prometes?
Sintió el escozor en el corte de la mano cuando se la estrechó a Andrew. La mejilla derecha aún le dolía debido a la bofetada que Angus le había dado en el claro tras haber invocado la protección.
Probablemente estuviese justificado. Ni ella misma se reconocía, pues durante muchos años habían expulsado sin excepción a cualquier desconocido que se adentrara en las tierras de los Dalceann.
¿Por qué no también a Marc?
¿Por qué no envolverlo ya en una manta y enviarlo hacia el oeste? Podría intentar sobrevivir igual que habían hecho los demás, y si Dios creía conveniente dejarlo vivir, ¿quién era ella para dejar entrar al peligro en su hogar?
El hogar de Ceann Gronna. Recordaba cuando, de niña, su padre había remodelado la chimenea de la sala, enterrando hierro bajo la piedra para preservarlos a todos.
E irónicamente los actos de su padre los habían llevado a aquel desastre cuando este se había enfrentado al rey en Edimburgo y había exigido que los terrenos que rodeaban la fortaleza fuesen para siempre propiedad de los Dalceann. No había hecho caso a ninguno de los argumentos que Alisdair le había presentado, y se había instalado en una postura sin salida. Los ejércitos que le habían seguido hasta casa contaban con pocos soldados, y no le había resultado difícil deshacerse de ellos, pero para entonces ya estaban al margen de la ley. Rendirse supondría la muerte para todos ellos. A Isobel en cambio la estrategia siempre se le había dado bien.
A los veinte años había planificado la defensa frente a los dos siguientes ataques. Ahora estaban al borde del acantilado, alejados del mundo, y ningún otro gran vasallo del rey había intentado arrebatarles las tierras. Durante dos veranos enteros.
Hasta el momento la magia del hogar de la chimenea se había mantenido. Salvo para Alisdair. Pero hasta sus huesos estaban enterrados allí, junto a la muralla, protegidos por los enormes muros de piedra.
La inexpugnable fortaleza de Ceann Gronna, propiedad del clan de los Dalceann.
—No podremos aguantar por siempre, Isobel. El nuevo gobierno tiene sus defensores.
Ella asintió, pues no podía ignorar la verdad. Cuando llegase el momento, algunos de los Dalceann abandonarían la fortaleza por mar. Las tierras del sur ya estaban preparadas. Se trataba de una estratagema distinta, posible gracias a las baratijas y joyas que habían encontrado en el barco francés que se había hundido dos años antes. Aún quedaban algunas escondidas en las paredes de su habitación, por si acaso surgían problemas. Había sido idea de Alisdair.
—Si este desconocido es tan propenso a la violencia como Ian cree, entonces sería mejor encadenarlo en el calabozo y encerrarlo bajo llave.
—Hablas como si yo no pudiera dominarlo en caso de que se pusiera nervioso, Andrew.
—¿No podrías o no querrías, Isobel? Hay una diferencia.
Su voz sonaba dubitativa, y a Isobel le entristecía. Andrew siempre había sido el padre que el suyo propio no había sido; un hombre de moral fuerte y sentido común.
Isobel oyó un gemido tras ella y se dio la vuelta.
—Pensaré en tus palabras, Andrew, lo prometo.
Se alegró cuando Andrew asintió sin más y la dejó sola para poder atender al desconocido de ojos verdes.
Marc creía que Isobel había dicho algo sobre túneles en el mar, y sobre una entrada desde el agua, pero estaba de nuevo junto a él, con la mano en su frente para bajarle la fiebre, así que guardó la información en su cabeza para recordarla en otro momento.
Le dolía el brazo, y el dolor se extendía hasta el cuello y el pecho. El agua que Isobel le ayudó a beber estaba aromatizada con una hierba cuyo nombre desconocía.
La puerta tenía una llave en la cerradura y había cuerda en la estantería de un pequeño armario. En la pared que había junto a la cama colgaba un trapo de lana. Cosas todas ellas que podría utilizar para escapar en caso de necesitarlo. Pero aún no. Se sentía débil y mareado.
—Tienes que recuperar las fuerzas —le dijo ella, pero sonaba enfadada—. Pues mi protección tiene sus límites, Marc.
Marc sonrió levemente. No porque le hiciera gracia, sino por lo absurdo de la situación. ¿Cuándo antes había tenido que depender de alguien? ¿Y cuántas personas habían dependido siempre de él? Además, Isobel sabía su nombre. Probablemente la fiebre le habría soltado la lengua.
—¿Tu gente me mataría aquí?
Ella asintió.
—Por mucho menos de lo que imaginas.
—¿Y tú? ¿Estás en peligro por mi culpa?
Cuando Isobel no contestó, Marc blasfemó y recordó la noche en el bosque. Levantó la mano derecha y señaló la herida.
—¿Tu sangre y la mía?
—El espíritu protector ha de honrarse como es debido. Está escrito.
—Es muy útil saber eso.
—Hablas como si no te lo creyeras.
—¿Creérmelo? —el caos y las batallas eran lo único que había conocido durante mucho tiempo. Pero Isobel olía a menta y a jabón, y a algo más que no podía identificar.
Cerró los ojos para poder reconocerlo y puso sus sentidos en la parte de su piel que estaba en contacto con su melena, suave como una pluma.
¡Esperanza!
La palabra cayó sobre él con la fuerza de una espada; él, que había guiado ejércitos enteros en nombre del rey contra los grandes enemigos de Francia durante toda su vida. Sin confiar en nadie.
Tal vez fuera la enfermedad la que le volvía vulnerable, o la mezcla de su sangre con la de ella, que le daba ganas de confesar.
Se preguntó qué haría ella si supiera quién era realmente.
En aquella habitación. En una fortaleza que albergaba tras sus paredes el mismo peligro contra el que durante tanto tiempo había luchado. Cerró los ojos para impedir que Isobel viera lo que había dentro de él, fermentando en la mentira, y se alegró al sentir que abandonaba la habitación.
Isobel había visto la mirada en sus ojos y necesitaba pensar. Había visto el peligro y la amenaza. Pero no hacia ella, pensó mientras bajaba por las escaleras. Había cerrado la puerta y se había llevado consigo la llave para que no entrara nadie.
Estaba de nuevo a salvo.
Se tocó el anillo de plata que llevaba en el dedo y recordó al hombre que lo había puesto allí. Amable. Dócil. Alisdair había clamado contra la negativa de su padre a permitir que David administrase su reino como quisiera, y le había advertido de los peligros a los que se enfrentaría si decidía exigir autoridad sobre las tierras de los Dalceann.
Todas sus advertencias se habían hecho realidad, salvo la de perder la vida intentando lograr que su padre cambiase de opinión.
Isobel maldijo en voz baja.
«Escucha a tu corazón, Isobel», le había dicho su marido una y otra vez, tumbados los dos en la cama. «La educación normanda del rey David está cambiándolo todo en Escocia, y solo aquellos que puedan cambiar con ella podrán sobrevivir».
Se dio una palmada en el muslo y se apoyó en una pared para estabilizarse.
Sola.
¿Por qué aquel día esa soledad le resultaba peor de lo habitual?
Era por culpa de aquel desconocido.
Todo se reducía a él. A su piel bajo sus dedos mientras le secaba la frente. A su aliento en la cara cuando se había inclinado hacia él para mirar aquellos ojos verdes.
Su cuerpo estaba marcado por la guerra y las batallas. ¡No se lo había contado a nadie!
Tampoco había revelado la existencia del anillo de plata que había encontrado en el bolsillo de su sobrevesta, grabado con el escudo del rey David.
Un día más y se desharía de él. Lo juraba por el alma de Brighid, su diosa celta, guardiana del fuego sagrado y patrona de las mujeres.
Isobel Dalceann volvió a su lado cuando el sol ya estaba a punto de ponerse, y llevó consigo una especie de puré hecho de pan mojado en leche. Marc lo devoró como si fuera su última comida y después se sintió más fuerte.
—Gracias.
De nuevo. Parecía que últimamente no hacía más que estar en deuda con aquella mujer.
Isobel le quitó importancia a su agradecimiento y respondió con otra pregunta.
—¿Eres uno de los hombres de David?
Marc imaginaba que había encontrado el anillo. Debería haberse deshecho de él cuando había tenido la oportunidad, pero ese anillo tenía un valor sentimental para él y no había querido hacerlo.
—Lo fui en otra época —respondió.
—¿Y ahora?
—Hace tiempo que no trabajo para él.
Isobel se apartó y Marc supo que se había equivocado.
—Entonces lo conociste personalmente.
Tenía el ceño fruncido. Estaba pensando. Casi podía ver cómo funcionaba su cerebro.
—Mi madre era de la Casa de los Valois de Burdeos. David, rey de Escocia, me dio el anillo cuando vivió allí.
—¿Bajo la protección de Felipe VI?
De modo que sabía de política. Marc asintió con la cabeza.
—¿Entonces eres amigo del rey? —las palabras cayeron en el silencio de la habitación. Aquella conversación le tachaba de... ¿qué?
Al notar que Isobel suspiraba, supo que no había querido oír aquella verdad. Habría sido mucho más fácil tratar con un simple soldado, o con un marinero. Aun así, en vista de toda la ayuda que le había prestado, le resultaba difícil mentir.
—Muchos aquí, en Ceann Gronna, ya han muerto por la ambición de David —dijo ella con voz seca.
—Y puedo prometerte que no es mi deseo causarle dolor a nadie de aquí.
Isobel volvió a maldecir, una blasfemia más propia de un hombre. Los pantalones que llevaba se ajustaban a su trasero y, a pesar de la enfermedad, Marc sintió que su cuerpo reaccionaba.
—Si fuera más valiente, te cortaría el cuello como sin duda tú quieres cortárselo a Ian.
—¿Entonces qué te detiene?
—Esto —respondió, se inclinó hacia él y lo besó. No de manera suave, sino con un deseo carnal que le sobresaltó. Sintió que le mordía el labio inferior antes de introducir la lengua, sintió el deseo y la pasión feroz. Sintió sus dedos en la cara y en el cuello, después pellizcándole los pezones. Cuando hubo terminado, se apartó y se quitó su sabor de la boca con la mano sana—. Hay pocas cosas que le impidan a una mujer tomar a un hombre.
Deslizó la mirada hacia su erección, que era perfectamente visible a través de la sábana de lino que le cubría.
—Los hombres se aferran a la premisa de la autocomplacencia mucho más que las mujeres. Una caricia suave por aquí, un susurro por allá, la estimulación de la carne con unos dedos hábiles...
Era una bruja. Marc apartó la mirada porque todo lo que decía era cierto y porque la necesidad de tener un orgasmo allí mismo, delante de ella, era abrumadora.
Marc no le había devuelto el beso. Aquella certeza le recorrió las venas e hizo que se apartara. Si un hombre se hubiera tomado tantas libertades con ella, tal vez lo hubiera matado con el cuchillo que siempre llevaba guardado en la manga.
Pero parecía estar muy cómodo, en silencio, aguardando a que ella hablara, con las manos abiertas sobre la cama, como si el asunto no le hubiera alterado en lo más mínimo.
«Tal vez sea la mezcla de nuestra sangre, que me ha contaminado», pensó antes de que él empezara a hablar.
—¿Cuánto hace que murió tu marido?
—Hará dos años en primavera.
—¿Has estado con otro hombre desde entonces?
La pregunta le sorprendió porque había contado sus meses de celibato cada noche desde la tormenta.
La sola idea le daba vergüenza. Una mujer que pudiera sacrificarlo todo a cambio de pasión. Y sabía cuáles eran las obligaciones que la mantenían allí, frente al mar, alerta ante posibles enemigos.
No había olvidado la promesa que le había hecho a su marido el día de su muerte, el día que había intentado sacarle la flecha de su padre, clavada en su cuerpo.
—Siempre tendrás mi corazón, Isobel —le había dicho Alisdair mientras la sangre le llenaba la boca—. ¿Podría yo llevarme el tuyo?.
Isobel se había llevado sus manos al pecho. A veces aún podía sentirlas ahí.
Abandonada a los veintiún años y sin esperanza de volver a experimentar la pasión porque los hombres de su clan reunidos en torno a su marido moribundo habían oído su plegaria y la respuesta de ella.
—Sí —había dicho a pesar del dolor, y había sido fiel a esa respuesta en todo momento. Hasta ahora, que el poder de la lujuria se había apoderado de ella. Le alegraba haber visto la erección de aquel extraño bajo la sábana, porque al menos una parte de su cuerpo la deseaba tanto como ella a él.
Seguía excitado, y no hizo nada por ocultarlo, tumbado allí, como un regalo que no tuviera intención de ofrecerle.
—Si dejara mi semilla dentro de ti y engendraras un hijo, no creo que estuvieras a salvo aquí.
«La razón y la lógica», pensó ella mientras negaba con la cabeza. Deseaba algo completamente diferente. Su marido Alisdair había sido el maestro de la razón y de la lógica, y a veces lo único que ella había deseado era un poco de abandono desenfrenado.