Ocho

Los temblores le sorprendieron, pues Isobel no solía permitir que las emociones gobernaran sus actitudes como le estaba pasando en aquel momento.

Todo su cuerpo temblaba. No tenía ningún control sobre ello.

Se agarró al taburete y se incorporó con el brazo sano. Después caminó hasta su cama y se sentó. Le dolía la cabeza, y además se había mordido el labio inferior y podía notar el sabor a sangre.

¿Qué estaría ocurriendo fuera? ¿Los habrían matado a todos? ¿Enterrarían a Andrew?

La angustia le hizo tragar saliva y paladear el sabor amargo del recuerdo.

Traicionada y desamparada, el futuro se abría ante ella con incertidumbre. Había oído que colgaban a la gente como ella, o que los destripaban en lugares públicos.

Llevó los dedos hacia la moneda de plata del cuello, pero se detuvo.

Aquel regalo había desaparecido junto con sus sueños, sus estúpidos sueños de amor.

En alguna ocasión había imaginado que Marc se acercaba a caballo entre la niebla para salvarla, ¿y ahora?

Era el comandante del rey al que habían elegido porque conocía bien Ceann Gronna. Catorce días y la fortaleza había desaparecido. Juró que pagaría por semejante traición.

¿Cómo?

Comenzó a pensar, pero entonces se le ocurrió otra cosa y se acercó apresuradamente a la piedra de la pared tras la que se ocultaba su caja fuerte.

¡Se habían llevado el oro!

Había sido Marc, estaba segura de ello; el tesoro sería una buena recompensa por saquear la fortaleza de los Dalceann.

¡Traidor y codicioso!

La decepción que sustituyó a la rabia fue suficiente para hacerle lanzar el taburete contra la pared y derribar el aguamanil al mismo tiempo. Quedó hecho pedazos en el suelo, e Isobel disfrutó del sonido de la cerámica crujiendo bajo sus botas.

Marc regresó cuando empezaba a anochecer, pues las tareas de guerra después de la victoria le habían llevado más tiempo del que pensaba.

Había reemplazado la moneda que le había quitado del cuello con un diente que había encontrado en la casa de un orfebre en Edimburgo. Era justo el tipo de diente que invocaría la magia de una hechicera, porque además el broche tenía grabadas unas palabras en un idioma antiguo. Revelaría su existencia cuando llegara el momento. En la corte del rey Felipe le habían enseñado el arte de la teatralidad, y era fácil manipular las supersticiones.

Isobel estaba dormida cuando entró. Había dejado su cota de malla arrugada al pie de la cama, y el suelo estaba lleno de pedazos de cerámica azul. Metió todos los que pudo bajo la cama mientras se acercaba para despertarla.

Isobel abrió los ojos al instante y lo miró con odio. La chimenea estaba vacía, y hacía tanto frío en la habitación que podía ver su propio aliento.

Toda aquella situación hacía que se sintiese consumido por la culpa, pero aun así se obligó a sacar la cuerda de dentro de su chaqueta.

Isobel se incorporó al verla, pero era demasiado tarde. Le ató la muñeca antes de que pudiera resistirse, y sin esfuerzo le dio la vuelta para atarle las dos manos a la espalda.

Entonces ella se quedó quieta, jadeando. Marc notó que tenía las manos en el contorno de sus nalgas.

—Eres mi prisionera y la enemiga del rey. Un mal movimiento y...

«No puedo salvarte». Había estado a punto de decirlo. Pensar en ese error hizo que se tensara.

—Y moriré —concluyó Isobel, y se humedeció los labios secos con la lengua.

La piel de su cuello parecía pálida en la noche inminente, y el pulso le latía acelerado bajo la piel. Marc colocó un dedo allí y escuchó. La piel estaba demasiado caliente y el pulso era demasiado rápido. Se fijó entonces en la herida de su brazo. ¿Cuántas horas llevaría así?

No era tan fácil como había imaginado, pensó mientras le rasgaba la manga y aplicaba un ungüento que siempre llevaba consigo.

Después se puso en pie, se quitó la sobrevesta y la túnica y se quedó solo con las calzas. Vio en los ojos de Isobel lo que ella pensaba que haría después. Era fácil jugar a ser un villano con una mujer así.

—Puedo atarte a la cama también, si es necesario —dijo.

Al imaginársela atada, aunque en otras circunstancias más agradables, su cuerpo se excitó y supo que Isobel había visto el movimiento porque empezó a patalear.

—No —la palabra sonó tan aterradora que blasfemó en voz baja. Si sus hombres hubieran entrado en la habitación y la hubieran visto así, dudaba que hubiera podido contener su reacción, pues Isobel Dalceann era muy hermosa.

Se alegró cuando ella se quedó quieta, pues la camisa se le había resbalado hasta el pecho mientras se retorcía y, con las manos atadas, no podía recolocársela. Con cada movimiento el pezón era más visible.

—Estate quieta.

El poder del cuerpo de Isobel le enfurecía, así que la tapó con una manta que había sobre el arcón para cubrir la tentación.

Era una bruja incluso atada y herida. Todo lo que había oído sobre ella era cierto.

La violaría esa noche, en la oscuridad. A Isobel la idea le producía náuseas. Ya se había quitado la ropa, y la excitación que revelaban sus calzas dejaba clara la dirección que habían tomado sus pensamientos.

Isobel tiró de la cuerda bajo la manta, lo que resultó inútil, pues solo sirvió para apretar más los nudos en vez de aflojarlos. Se imaginó cómo le quitaría los pantalones y la penetraría por detrás, para que no pudiera verle la cara, y rompería así la escasa confianza que quedaba entre ellos.

¿Por qué había soñado con él? ¿Por qué había albergado la esperanza de que acudiese en su ayuda con un ejército? Su traición hacía que todo fuese peor.

Intentó controlar su respiración para que Marc no advirtiese lo asustada que estaba y vio que arrancaba un tapiz de la pared y lo extendía en el suelo junto a la puerta. Recordaba haberlo tejido cuando era más joven, antes de que la guerra llegase a Ceann Gronna.

¿Qué pretendía hacer con eso? Vio que dejaba el cuchillo y la espada junto al tapiz. Había limpiado ambas armas y las había engrasado con aceite después para conservarlas. Junto a ellas había otro trozo de cuerda, que parecía más fuerte que la que tenía atada a las muñecas.

Dobló cuidadosamente la túnica, se tumbó, colocó los brazos detrás de la cabeza a modo de almohada y cerró los ojos. Su cuerpo en la penumbra parecía firme y bronceado, e Isobel vio que la cicatriz que había descubierto anteriormente en Ceann Gronna, cuando estaba enfermo, recorría el lateral izquierdo de sus costillas.

¿Sería un truco? Se giró para verlo mejor y el roce de la manta hizo que volviese a abrir los ojos y la mirase.

—No te muevas de la cama, Isobel.

Su voz indicaba que no se trataba de una advertencia vacía. Parecía cansado, mayor, y las arrugas en torno a sus ojos eran más profundas de lo que ella recordaba.

¿Así que no dormiría encima de ella ni le haría pagar el precio que todos los vencedores les hacían pagar a las mujeres?

¿No la obligaría a dormir en un camastro en el suelo con el viento de finales de primavera soplando con fuerza?

La manta bajo la que ella se encontraba era cálida, y su cama era suave. La almohada le permitía descansar a pesar de tener las manos atadas. Marc el traidor no tenía nada encima salvo la túnica que acababa de quitarse, y que utilizaba como colcha.

Se hizo el silencio en la habitación, mientras fuera se oían las voces de los soldados que permanecían en las murallas.

¡No eran sus hombres ni sus aliados! Al pensar en el asedio y saqueo de su hogar, Isobel se giró hacia la pared. Andrew había muerto. Se quedó muy quieta mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas y eran absorbidas por la funda de algodón de la almohada; un recordatorio húmedo de lo que había perdido y nunca podría recuperar.

Marc sabía que Isobel estaba llorando. Lo veía en el temblor de sus hombros y en la ligera vibración de la manta.

¡Demasiados hombres habían muerto! No podía dejar de revivir en su cabeza la última mirada de aquel a quien llamaban Andrew. Un buen hombre. Un hombre amable. Un hombre que le había acompañado campo a través hasta dejarlo sano y salvo en el ferry hacia Edimburgo.

Si hubiera podido salvarlo lo habría hecho, pero, de no haber seguido con la amenaza, no habría podido salvar a Isobel.

Rezó para que Andrew entendiera su sacrificio allá donde estuviese su espíritu. En esa lógica encontró la absolución.

—Entraste por los túneles del mar, ¿verdad?

La pregunta le sorprendió media hora más tarde, pues aunque no se había dormido, pensaba que ella había logrado descansar.

—Desde luego.

—¿Entonces cómo te llaman en la corte del rey David II?

—Marc de Courtenay.

—¿Y James? ¿Eso también era mentira?

—No, es mi segundo nombre.

—Jamás debería haberte sacado del mar, Marc James de Courtenay. Andrew me suplicó que te tirase desde lo alto de la muralla al mar. Decía que eras peligroso y que Ceann Gronna estaría mejor sin ti. Si le hubiera hecho caso, tal vez seguiría vivo.

—Si no te hubiera capturado yo primero, habrían sido otros, y lo creas o no les hubiera preocupado mucho menos que a mí tu bienestar.

Marc pensaba en Glencoe y en Huntworth, y en la conversación que había tenido que soportar con ellos a primera hora de la tarde. Ellos pensaban que el botín de la guerra había que compartirlo, y la belleza de Isobel Dalceann no le hacía ningún favor. No, con su melena negra hasta la cintura y sus ojos brillantes se la imaginaba de mano en mano de los comandantes como si fuese un hueso. Solo dando órdenes había logrado que ella estuviese allí con él, aún a salvo, pues la autoridad de sus actos había silenciado sus protestas.

No sabía por cuánto tiempo podría mantenerla a salvo, pues al día siguiente se plantearían nuevas preguntas, y sus hombres no eran tantos como los soldados de los otros. En la sala no había dejado con vida a ninguno de los hombres de McQuarry, pero a través de las ventanas alguien podría haber visto algo que pusiera en peligro el plan.

—¿Hay agua? —preguntó ella con voz derrotada y asustada.

Marc se puso en pie y agarró el odre.

—Incorpórate.

Lo hizo con dificultad, y su vestido retorcido dejó ver sus curvas de mujer. Cuando vio dónde estaba mirando, le mantuvo la mirada. Sus pezones estaban oscuros en la penumbra, coronando unos pechos firmes y generosos. Bebió solo un poco de agua y, cuando terminó, levantó la barbilla.

—Desátame, Marc. Por favor —tenía los párpados entornados y los labios entreabiertos—. Entonces tal vez encontremos una manera de disfrutar de esta noche, porque puede que yo nunca llegue a ver el día de mañana. Al fin y al cabo hubo un tiempo en que pensé que yo te gustaba...

Marc estuvo a punto de dejarse engañar cuando ella arqueó la espalda hacia atrás.

La promesa en su rostro era seductora. «Tómame si te atreves», parecía decir, aunque había de tener en cuenta otra verdad. Casi podía sentir sus dedos en la empuñadura de su cuchillo mientras se lo clavaba en el pecho.

Rompió el contacto visual, se puso en pie y se apartó de la cama. Abrió una de las ventanas para refrescarse con el viento.

—Dios, casi has conseguido que te crea —se clavó las uñas en la piel desnuda de los brazos y recibió el dolor con satisfacción—. Y eso habría sido un gran error.

La expresión de Isobel había cambiado por completo. En sus ojos podía verse un odio desgarrado.

—Traidor. Te mataré cuando tenga la oportunidad. Juro que lo haré, Marc el traidor.

Él se rio, aunque no era su intención, se dio la vuelta y vio que se había tapado con la manta hasta el cuello.

El rugido del mar ascendía por el acantilado, olas caprichosas de un océano infinito, y las nubes provenientes del reino de Noruega parecían densas y frías. Al día siguiente llovería, lo que traería consigo nuevos problemas.

Resguardados en el interior del castillo, los soldados invasores se impacientarían.

Habría que mantener a lady Isobel Dalceann en su habitación hasta que el clima mejorase, y él pasaría mucho tiempo allí con ella. Aunque la sola idea le agotara.

—Duérmete —le dijo mientras volvía a tumbarse sobre el tapiz—, porque para enfrentarte al día de mañana necesitarás todo el descanso posible.

Isobel pensó en su padre, en Alisdair y en los días pasados de verano en los que no sabía cómo matar a un hombre ni utilizar su cuerpo a su favor.

El enfado por su estúpido intento de seducción le impedía dormir. No era apta para algo así, con la cicatriz en la cara y la ropa de chico. Le dolía el brazo; era una palpitación constante que se hacía más insoportable por no poder estirarlo. Tenía los labios secos.

Marc respiraba profundamente. Había advertido que su respiración se volvía regular hacía más de una hora, y desde entonces no había cambiado de posición. Estaba dormido. Las armas que tenía a su lado llamaban su atención, y la silueta del acero afilado aún era visible, incluso en la oscuridad de la noche.

Se acercó al borde de la cama y entonces se detuvo.

Nada.

Se quitó la manta y se incorporó muy lentamente. Bajó los pies por el lateral del colchón hasta casi tocar el suelo.

—Un paso más y usaré la cuerda.

La tranquilidad de sus palabras le hizo dar un respingo, pues resultaba más amenazador que si hubiera dado un grito. El frío se le metía hasta los huesos con un sigilo que resultaba molesto.

Abandonaría su lucha para volver a sentir la lana de la manta sobre los hombros. Se abrazó a sí misma para intentar retener el poco calor que le quedaba. Los temblores de las piernas le llegaban hasta el estómago y se colaban en sus palabras.

—¿Qué me-me ocu-currirá ma-mañana?

—Con suerte lo mismo que hoy. El santuario de esta habitación y la posibilidad de estar aislada deberían permitirte un descanso.

—¿Descanso de qué?

—Tu fortaleza está en desacuerdo con el rey. Según creo, a los traidores no se les conceden segundas oportunidades.

—Aunque yo te la diera...

—Si les cuentas a los de fuera algo de carácter personal, entonces no podré impedir que te maten.

—¿Y querrías hacerlo?

—El asesinato a sangre fría no tiene cabida en un sistema de justicia.

—¿Y qué me dices de la traición?

—¿Hablas de mis actos o de los decretos de las nuevas leyes de la propiedad? En mi opinión, ambas están unidas.

«Demasiado listo», pensó Isobel. Si contestaba que sí a cualquiera de las dos, se condenaría.

—¿Llevas en Escocia muy poco tiempo y aun así crees conocer la historia de Fife?

Se puso en pie mientras hablaba.

—Regresas a Ceann Gronna con tus falsas ideas de valentía y fe, siendo un hombre que muerde la mano de aquellos que le ayudaron. No, peor aún. Un hombre que golpea con su espada en la cabeza a un buen hombre fingiendo respaldar la ley causante de esta resistencia.

Isobel vio que Marc se levantaba y formaba una barrera frente al cuchillo y la espada. Llevaba el torso descubierto y las calzas se le habían bajado ligeramente.

Su belleza era inequívoca e indiscutible. Isobel no soportaba que aquello apaciguara su ira y frenara su odio. Lo único que deseaba era recuperar la furia.

De pronto pensó que Marc y ella se parecían; ambos defendían ideas que ya no eran sostenibles. Nadie podía ganar allí. En la lucha por la supervivencia, Ceann Gronna caería piedra por piedra en manos de un rey que jamás la había merecido.

La desesperanza le pisaba los talones a la impotencia. Catorce días de lucha para llegar a aquel punto muerto, personal y sin interés. Andrew y los demás no deberían haber muerto por una rebelión tan absurda.

Se quedó muy quieta y resopló.

—¿Qué hace falta para llegar a un acuerdo contigo?

—¿Un acuerdo por tu vida?

Isobel se carcajeó porque la pregunta resultaba muy banal.

—Mi vida ya ha acabado. Son las vidas de los que quedan en Ceann Gronna las que me gustaría salvar.

—¿Con qué?

—Con oro. Más del que puedes imaginar.

—¿Aquí?

—Mucho más que el que había en el compartimento secreto.

—¿Hay otros compartimentos?

Ella se quedó callada, observando cómo los engranajes de su mente daban vueltas hasta que habló.

—Tal vez sea suficiente para un rey endeudado.

—¿Salvar a todos los que quedan en Ceann Gronna?

Él asintió.

«Dios», pensó Marc. Podía funcionar. Al fin y al cabo el oro tenía su propio idioma, y si lo que Isobel prometía era cierto...

—¿Dónde están? La gente que sigue viva en el castillo.

—Están en las mazmorras, custodiados por mis hombres.

—¿Entonces quiénes son los otros que han venido contigo?

—Huntworth y Glencoe —Isobel palideció considerablemente y Marc supo que había atado cabos, pero estaba cansado de mentirle.

—¿Huntworth? ¿Uno de los comandantes que ya había venido antes?

—No, su hermano, Archibald McQuarry. Tú mataste al primer lord.

—Entonces no tengo razón para caerle bien.

Se sentó sobre la cama. Tenía el vestido manchado de sangre seca.

Casi había amanecido. Los trinos de los primeros pájaros ya circulaban por el aire, por encima de los sonidos del mar. El pelo le caía hasta las caderas, acariciando la sábana que la cubría. Con los labios carnosos y aquella nariz respingona, le recordaba a un cuadro que había visto en el palacio real de Felipe. No era un ángel, sino una sirena lujuriosa que persuadía a los hombres para hacer cosas que no deseaban hacer.

Deseaba poder desnudarla y poseerla en esa misma habitación, con todo el tiempo del mundo para hacerle entender el peligro, la esperanza y la manera en que un hombre podía proteger a una mujer.

Para siempre.

Se imaginó sus dedos acariciándole el vientre, deslizándose hacia abajo. Se imaginó su calor y la humedad entre sus piernas. Se imaginó sus gritos de placer mientras la penetrara.

—Isobel —dijo su nombre y ella levantó la mirada como si supiera lo que estaba pensando.

Se hizo el silencio entre ellos. Se quedaron mirándose, cautivados el uno con el otro, compartiendo la certeza de la muerte, la alegría de seguir vivos y la atracción de algo más fuerte, más primitivo.

Los pezones de Isobel se endurecieron bajo su mirada. Tenía los hombros estirados hacia atrás y seguía con las manos atadas. Sería fácil de poseer. Marc supo que se sentía igual que él cuando su respiración se aceleró.

Su prisionera. Su derecho. Faltaba una hora aproximadamente para que amaneciese el nuevo día, y la puerta estaba cerrada y asegurada.

Un coito sería suficiente para arrebatarle el poder que esgrimía con sus artimañas de mujer y dejarla impotente, pues rara vez se acostaba con una mujer una segunda vez.

Pero las lágrimas de Isobel le detuvieron. Resbalaban por sus mejillas y caían sobre su vestido manchado. No hizo nada por ocultarlas, y tras la oscuridad de su mirada Marc vio el dolor del que solo él era responsable.

Blasfemó, apartó su camastro de la puerta, recogió sus armas y abandonó la habitación.