Quince
Margaret, su doncella, le trenzó el pelo y se lo sujetó con un broche de oro.
Todo lo que llevaba puesto se lo habían prestado para el festín de por la tarde. El vestido rojo, el cinturón de seda azul oscuro y la sobrevesta a juego. Se lo habían dejado todo en la habitación sin explicación alguna, y ella sabía que el rey esperaría que se lo pusiera.
Se miró al espejo sabiendo que sus opciones eran pocas. Sabía que tenía que confundir a la corte para poder sobrevivir, y esa noche interpretaría el papel de la belleza desconsolada que había ido allí para mostrar el arrepentimiento de su familia por desobedecer al monarca.
La mujer que le devolvió su reflejo era una completa desconocida. Incluso le habían disimulado la cicatriz de la mejilla con una crema hecha de arcilla, y el sombrero con velo que llevaba añadía altura a su persona.
Solo los ojos eran suyos, atentos a todo lo que pasaba a su alrededor. Suavizó su mirada y añadió un toque de confusión para interpretar su papel.
¿Marc de Courtenay estaría presente? ¿Podría conversar con él? ¿La miraría y sabría que todo era pura fachada? Era la persona que mejor la comprendería en el mundo.
Su Lobo de Burdeos.
Sonrió al pensarlo, porque intentar domesticarlo sería destruirlo. Lo supo sin pensarlo, pues aquella amenaza latente era parte de lo que le atraía hacia él.
Lady Helen Cunningham había sido designada como su acompañante, y la mujer se mostraba tremendamente generosa con sus cumplidos.
—Llamaréis la atención de todos los caballeros de la corte que busquen esposa, querida —le dijo suavemente—. Me sorprendería que no se arrodillaran al instante y declarasen sus sentimientos.
Isobel sonrió, porque era lo que se esperaba de ella y porque aquello era justo lo que no quería.
—No, no —se apresuró a decir lady Helen—. No mostréis emociones que puedan estropear el gran trabajo que ha hecho mi doncella con vuestra mejilla. La arcilla lleva aceite, pero se resquebrajará con la presión.
Isobel asintió con la cabeza y se preguntó si la acción de comer no tendría el mismo efecto, pero no dijo nada. Se moría de hambre y los aromas de las cocinas llevaban colándose en su habitación toda la mañana.
—Vendrá todo el mundo. Los hombres más guapos de Escocia. Por lo que he oído, sir Marc de Courtenay es al que prefieren todas las mujeres, pero al no tener tierras, ni título familiar, no puede ser uno de los candidatos del rey David. Y además tiene reputación de ser ingobernable, aunque corren rumores de que su padre podría ser de las altas esferas.
Aquello despertó el interés de Isobel por la conversación, pero desgraciadamente lady Helen cambió de tema.
—Pero basta de fantasear. Los hermanos McFadden son más que apropiados, y el último de los McQuarry está buscando esposa. Siempre me ha parecido un joven taciturno, pero las tierras de la familia son extensas y fértiles.
McQuarry. Se le puso el vello de punta solo con pensar en su apellido mientras seguía a lady Helen por el pasillo hacia el gran salón. Su acompañante era una chismosa, pero su afición a la charla podría resultar útil para encontrarle el sentido a aquella corte.
Ella no parecía guardarle ningún rencor a los Dalceann por su intransigencia, lo cual era una ventaja.
Al oír a un grupo de personas charlando, Isobel se sintió nerviosa como nunca. Imaginaba que sería por la novedad del lugar, y deseó nuevamente que Marc de Courtenay estuviese a su lado.
Isobel Dalceann entró en la sala como una reina, con la cabeza bien alta y un vestido carmesí diseñado para realzar la oscuridad de su pelo y de sus ojos, así como sus curvas.
Todos callaron mientras ella ocupaba su asiento en la mesa del rey. Tenía la espalda muy recta y la cara impasible, y desde la distancia Marc no veía la cicatriz. Era una pena, pues el maquillaje ocultaba un rasgo que la definía. Diferente. Valiente. Original.
Él se sentó al otro extremo de la misma mesa, junto a la puerta. Era una costumbre que tenía, adquirida por una vida de peligro, y no se movió cuando vio que Isobel le buscaba con la mirada.
David pidió silencio y le indicó a Isobel que se levantara. Ella parecía una mujer más que agradecida a su señor por la oportunidad de poder demostrar su valía en una corte decidida a temerla, y su belleza resplandecía como el sol. Marc celebró aquella táctica; estaba usando su docilidad femenina como un arma afilada como cualquier espada.
—Lady Isobel Dalceann viene a Edimburgo como mi invitada. Una mujer perjudicada por las historias que han circulado sobre ella.
Isobel agachó la cabeza. Su actitud desafiante se había convertido en vergüenza. Si Marc no la hubiera conocido, hasta él se habría dejado engañar por su interpretación.
—Deseo que en las próximas semanas lady Dalceann se prometa a alguno de los lores de mi corte —prosiguió el monarca—, para que la fortaleza de Ceann Gronna en Fife pueda seguir defendiendo a Escocia bajo mi tutela.
Todos comenzaron a murmurar a su alrededor. Los caballeros más jóvenes, sentados a una mesa a su izquierda, estaban diciendo lo que pensaban todos los hombres solteros de la sala.
—Si pudiera llevármela a la cama, jamás me apartaría de ella.
—Si pudieras llevártela a la cama, necesitarías mucho más dinero del que tienes y una fortaleza que fuera al menos tan grande como Ceann Gronna.
—¿Crees que David está enamorado de ella?
—¿Quién no lo estaría? Tiene la cara de un ángel.
—Y el cuerpo de una sirena.
—Ya basta de conjeturas, muchachos —dijo mientras se sentaba un hombre mayor al que Marc no había visto antes—. El rey David elegirá a un marido para ella, y no será como nosotros, recordad mis palabras.
¡Ni como él! Aquella realidad hizo que Marc agarrara una jarra de cerveza y se la bebiera de un trago.
Pero el rey no había terminado.
—Por favor, decidnos, lady Dalceann, ¿qué atributos os resultan atractivos en un marido?
Isobel escudriñó la habitación con sus ojos oscuros y, cuando se giró ligeramente, sus miradas se encontraron. ¿Habría sabido desde el principio que estaba allí? Marc se inclinaba a pensar que sí.
—Sinceridad y lealtad, mi señor —contestó. Era un mensaje tan poderoso entre ellos que Marc sintió su fuerza en todo su cuerpo. Eran las cosas que no le había dado. Apartó la mirada y la sala estalló en gritos y risas mientras Stuart McQuarry alzaba su copa.
—Por lady Dalceann —dijo—. Que elija bien.
—¿Entonces estáis mostrando interés, milord? —preguntó David.
—Desde luego que sí, mi señor.
Otras voces empezaron a gritar lo mismo, y Marc se sintió sobrepasado por la ira que había estado consumiéndole toda la noche. Dejó la jarra sobre la mesa y salió de la habitación. Caminó por los pasillos del castillo hasta llegar al patio, desde donde se veía toda la ciudad de Edimburgo a sus pies.
Colocó las manos sobre la piedra y sintió una impotencia que no había experimentado en su vida mientras recordaba el roce de Isobel contra su cuerpo.
Le vio marchar por entre los demás caballeros. No había dicho su nombre, pero Isobel deseaba con toda su alma que lo hubiera dicho y que el rey David hubiera tenido en cuenta la proposición.
Por otra parte tenía que actuar con cautela y cuidar su apariencia. Su vestido era ajustado en las partes de su cuerpo más provocativas, una artimaña del rey para cazar al barón más rico. De pronto se sintió harta de todo, de aquel juego de política y dinero, mientras el único hombre que podría haber defendido Ceann Gronna para siempre desaparecía por la puerta.
—Habéis creado todo un alboroto, lady Dalceann —dijo el conde de Carr, sentado a su lado—. Y un nuevo problema. ¿Cómo podrá nuestro rey elegir un pretendiente por encima de los demás y mantener la paz?
—Yo preferiría no tener pretendientes, milord —respondió ella.
—¿Porque vuestro padre y vuestro marido os llevaron por el mal camino? Os entiendo.
De pronto le vino a la cabeza la cara de Alisdair, un hombre lógico, razonable y sensato. Permitir que difamaran su nombre en la corte del rey para ayudar a su causa no le parecía justo, así que apretó los dientes. Pero el movimiento hizo que se le despegara el maquillaje reseco de la piel. Cayeron pequeñas piezas sobre el mantel y dejaron ver la verdad. Se quitó el resto con la mano sin apartar la mirada de la cara del conde. De hecho disfrutó con la consternación de los que estaban a su lado.
Ella era esa: la última líder de Ceann Gronna ofrecida al mejor postor. Quería hacerles ver a los súbditos de David qué era lo que tanto deseaban. La cicatriz que le había dejado la espada de su padre no era más que una parte; las duras palabras que le había gritado mientras intentaba asesinarla eran mucho más difíciles de borrar.
—Maldigo a tu madre por conducir a la muerte al único hijo que he tenido, y te maldigo a ti por parecerte a ella —para entonces Ian ya le tenía agarrado del cuello, y le había ahorrado a ella tener que oír más.
Sin embargo, el corte de la mejilla había logrado que se pareciera menos a la mujer que odiaba, y más al hombre que él era. Furiosa. Temperamental. Desconfiada.
La gente de la corte había estado pendiente y ella se había sentido cuidada y atendida, casi como las plantas que Alisdair cultivaba en los invernaderos de la fortaleza cuando el clima era frío. No podía culparlos por las miradas de asombro que le dirigían.
Cuando terminaron de comer y el rey se retiró, Isobel dejó el cuchillo frente a ella y se dirigió hacia las ventanas del otro extremo de la sala.
—Si permanecéis cerca de otra mujer en una ocasión como esta, eso hace que sea mucho más fácil buscar una excusa para ignorar las insinuaciones no deseadas de los hombres.
Isobel se dio la vuelta y vio a la mujer mayor que había hablado. Era alta y delgada, con una melena rubia y rizada que le caía por la espalda.
—¿Perdón?
—No es apropiado que estéis aquí sola, lady Dalceann. Y menos en vuestra situación.
—¿Mi situación?
—La situación de una mujer que no está enamorada de ninguno de los candidatos que el rey le ofrece. Eso os convierte en el hazmerreír.
Isobel controló la necesidad de sonreír. Poca gente en la corte era tan sincera.
—Pero perdonadme, soy lady Catriona, la hija del conde de Roseta, uno de los mayores defensores del rey David.
—Entonces probablemente no deberíais estar hablando conmigo.
La mujer la ignoró por completo.
—Los padres son responsables de muchas cosas. Mirad mi caso, por ejemplo. Mi padre me casó con un hombre que tenía veinte años más que yo y luego se preguntaba por qué yo empecé a tener amantes. Vos podríais hacer lo mismo dados los edictos de David, pues hay que decir que la política convierte en rameras a las mujeres más inteligentes.
De nuevo Isobel intentó no sonreír. Se sentía tremendamente aliviada de haber encontrado a una mujer que no se mostrase cohibida ni censuradora en su presencia. ¿Sería lady Catriona tan directa siempre?
—No sé si la habilidad de contradecir los planes de los hombres es algo que haya que aplaudir aquí —Isobel intentó hablar en voz baja mientras negaba con la cabeza.
—Me dejan sola porque era la esposa de un hombre poderoso y soy la hija de otro. Os dejan sola a vos porque nadie aquí está seguro de vuestras intenciones. Puedo verlo en sus caras. La corte está en vilo esperando a ver cuál es vuestro próximo movimiento.
—Estoy prisionera, milady. Hay poco que yo pueda controlar.
No tenía ni idea de cuáles eran los verdaderos contactos de aquella mujer, y Marc le había ordenado que fuese con cuidado y no confiase en nadie.
—El mito os ayuda, por supuesto. El infierno tiene sus propias supersticiones.
—¿Perdón?
—El diente que De Courtenay os quitó del cuello. Se suponía que debíais desaparecer en una nube de humo cuando eso ocurriera. Ha sido muy inteligente por su parte utilizar la magia.
En ese momento Marc volvió a entrar en el salón; su altura hacía que fuese fácil distinguirlo.
—Ahí tenéis a un hombre capaz de lograr que una mujer no sea infiel, lady Dalceann. Sin embargo es posible que sir Marc no sea todo lo que parece ser. Se dice que su padre era un lord escocés que viajó a la corte de Burdeos y engendró un hijo con una pariente del rey francés. Basándome en esa información, su padre hasta podría haber sido mi marido.
Algo en el tono de su voz hizo que Isobel desconfiara.
—¿Quién era...?
—Cameron McQuarry. El viejo conde de Huntworth. Yo me convertí en su segunda esposa cuando la madre de sus hijos falleció. Yo podría compartir esta información con De Courtenay, por supuesto, pero me parece que sería mucho más juicioso si viniera de vos.
—¿De mí? Pero si apenas lo conozco —el corazón empezó a acelerársele.
—Oh, vamos, lady Dalceann. Me parece que sois mucho más sincera que todo eso. Además, sir Marc estuvo en vuestra cama en Ceann Gronna, y los rumores dicen que no se oyeron gritos de disgusto.
—¿Habéis preguntado por mí? —el peligro en la corte real tenía muchas caras, y no debía fiarse ni siquiera de una aristócrata de buena familia.
—No, es De Courtenay quien me intriga —respondió lady Catriona.
—La política de la diplomacia no tiene lugar para un hombre de la guerra que podría reclamar erróneamente un apellido familiar que nunca fue suyo. ¿Stuart McQuarry sospecha lo mismo?
—Es un hombre listo, lady Dalceann, así que imagino que la idea se le habrá pasado por la cabeza. Sobre todo porque De Courtenay se parece mucho al viejo conde.
—¿Y el viejo conde reconoció a De Courtenay como su retoño?
Catriona McQuarry frunció el ceño.
—No hay una respuesta, lady Dalceann, sino cien medias verdades. Entregadle a De Courtenay este sello. Preguntadle si lo reconoce —lady Catriona se quitó un anillo que llevaba en el dedo y se lo entregó con disimulo—. Y sabed también que De Courtenay observa todos y cada uno de vuestros movimientos. Si por casualidad el anillo se perdiera y cayera en manos equivocadas, yo negaré habéroslo dado, igual que negaré haber tenido esta conversación.
Sin más, se alejó hacia un grupo de hombres que la recibieron con cariño. Amantes, tal vez, dado lo que había dicho, o simplemente conocidos.
La información que acababa de recibir hizo que se mostrara nerviosa por miedo a que los demás vieran lo que ella ahora imaginaba. Marc podría haber matado a su propio hermano al atravesar a Archibald McQuarry con su espada en Ceann Gronna. Miró hacia el grupo donde se encontraba, pero él no le dirigió la mirada ni una sola vez.
Stuart McQuarry no se mostró tan reticente. Se acercó a ella poco después de que lady Catriona se hubiera marchado, e Isobel sintió el mismo desprecio que había sentido por su hermano.
—Lady Dalceann —deslizó la mirada por su vestido y se detuvo a la altura de sus pechos durante más tiempo del apropiado—. Creo que es justo que sepáis que las demás damas de la corte odian a lady Catriona por ser una chismosa que va por ahí contando falsedades.
Isobel apretó con fuerza el anillo que tenía en la mano y guardó silencio.
—Con tan solo unas semanas antes de que el rey elija un candidato, me parecía oportuno hablar con vos sobre mi situación. Soy el último de los McQuarry.
«El último tal vez no», dijo una voz en su interior.
—Mi castillo se encuentra en las colinas de Stirling, en una propiedad cinco veces más grande que la vuestra, y mi familia tiene influencia sobre el rey. Siendo uno de vuestros candidatos, disfrutaría de la oportunidad de conoceros mejor.
Su aliento olía a mentira rancia, si acaso se podía atribuir a un olor una emoción. E incluso allí, en la corte, a diez metros de Marc de Courtenay, sintió miedo, y se agarró el sombrero para que McQuarry no intentase darle la mano.
Por primera vez vio que Marc miraba hacia allá.
—El rey David me ha dado permiso para llevaros a caballo hacia el oeste de Edimburgo. Tal vez podríamos hacer el viaje mañana.
Isobel negó con la cabeza e intentó parecer desconcertada.
—No. Hay una cosa importante que tengo que hacer, pero ahora mismo no recuerdo qué es —el despiste en una mujer siempre era una ventaja, porque los hombres lo esperaban y se mostraban indulgentes.
—Entonces al día siguiente...
De nuevo volvió a negar.
—Una amiga me ha pedido que la acompañe a ver a su madre. No podría decepcionarla.
Catriona McQuarry regresó junto a ella en el momento justo.
—Lo siento, lady Isobel. Quería haber vuelto antes, pero me han entretenido. Huntworth —le ofreció la mano al conde y la apartó en cuanto pudo. La frialdad del saludo pareció convencer a Stuart McQuarry de que era mejor marcharse—. Hay que evitar a ese hombre a toda costa —dijo lady Catriona cuando se quedaron las dos solas.
—Lo sé.
—Bien. Entonces sentémonos y finjamos que tenemos muchísimas cosas de las que conversar. Eso le mantendrá alejado, y a los otros también.
Marc vio que Huntworth abandonaba la habitación, y pasó cerca de Isobel y de Catriona McQuarry para hablar con Dougal MacDonald, un hombre al que había conocido en Burdeos diez años atrás.
Había visto que Catriona le entregaba algo a Isobel oculto bajo la manga de su vestido. Aquel movimiento tan intrigante le inquietaba.
—Lady Isobel Dalceann es preciosa —dijo MacDonald al ver la dirección de su mirada—. He oído que hay muchos nombres en la lista de candidatos para casarse con ella. El de Huntworth es el que suena con más fuerza.
—¿Vuestro nombre también está en la lista? —preguntó Marc antes de dar un trago a su copa.
—No. Yo soy demasiado mayor para este juego, pero si Stuart McQuarry es quien se queda con lady Isobel, temeré por su seguridad, pues el conde se parece mucho a su padre.
Fue una advertencia serena, y Marc asintió con la cabeza.
—Por lo poco que sé de ellos, creo que toda la familia está podrida.
—Torwood, el castillo familiar en Stirling, es maravilloso. Pocos barones podrían tener esa fortaleza.
Torwood. Su madre había escrito ese mismo nombre en la portada de su Biblia, que había heredado él. Marc siempre se había preguntado por qué estaba allí, aunque su tía nunca se lo había explicado con claridad. De hecho, al enseñarle la Biblia una de las veces que estaba en Burdeos mientras se entrenaba como escudero, su tía había arrancado la página y la había lanzado al fuego.
—Tu madre era una mujer que se dejaba engañar por una cara bonita. Intenta no ser tan confiado como ella —le había dicho.
Para entonces, Marc ya había perdido la fe en la bondad de los demás; su entrenamiento bajo la tutela de Felipe era duro y cruel. Jamás le mostró a su tía una carta que había encontrado doblada en la parte de atrás de esa misma Biblia, otra vez con ese nombre escrito bajo un escudo con tres estrellas azules sobre un fondo blanco.
—¿El viejo McQuarry sigue vivo?
MacDonald lo miró extrañado.
—No. Murió a manos de un escudero descontento, si no recuerdo mal. Todos sus hijos parecen igual de violentos.
Marc se dio cuenta de que Stuart McQuarry estaba acercándose, de modo que puso fin a la conversación.
También vio que Isobel lo observaba atentamente desde el otro extremo de la habitación.
Torwood. Deseaba con todo su corazón que aquella palabra no le uniera al linaje de los McQuarry.
Dos horas más tarde, Marc se encontraba en el exterior del castillo, en la parte donde se encontraban los aposentos de lady Dalceann. Se apoyó en un árbol bajo su ventana y observó para asegurarse de que no le ocurría nada, igual que había hecho durante todo el trayecto desde Ceann Gronna.
Ella no lo vería, claro, pero resultaba agradable saber que estaba allí, escuchando los mismos sonidos que él: el canto de un pájaro nocturno, un perro ladrando en la colina, los últimos juerguistas saliendo de una taberna y dando gritos producto del alcohol.
Se imaginó los sonidos de la fortaleza de Ceann Gronna, el mar incansable contra las rocas. Blasfemó y se preguntó por qué aquel castillo le atraía tanto, pues había viajado mucho a lo largo de su vida y rara vez había contemplado con nostalgia lo que dejaba atrás.
Aquella noche se sentía sin patria y sin hogar; el estigma de su nacimiento parecía magnificarse allí, rodeado de personas con una larga historia familiar.
Su linaje también podría estar relacionado con aquella ciudad, pensó mientras recordaba el nombre de Torwood, que despertaba su curiosidad más allá de la negación inicial.
El destello del acero cerca de su sien hizo que se girase, y logró esquivar la embestida de una espada al tiempo que desenvainaba su daga. El arma impactó en el hueso y un hombre cayó al suelo. Acto seguido otros tres se le echaron encima.
Eran los hombres de McQuarry. Reconoció sus caras mientras se defendía de su ataque; aquellos lores de ciudad no eran rivales para un hombre curtido durante años en un sinfín de batallas.
Ni siquiera se molestó en quitarles las armas. Recuperó su cuchillo, lo limpió de sangre con la sobrevesta de uno de sus asaltantes y regresó al interior del castillo.