Trece

Llevaban viajando tres días e Isobel apenas había visto a Marc en todo ese tiempo.

Estaba rodeada por los hombres del rey, cuyo uniforme era diferente al de los otros soldados, y el carro en el que viajaba era cómodo.

Margaret, una de las doncellas de Ceann Gronna, viajaba como su acompañante e iba sentada frente a ella, con los ojos muy abiertos mientras contemplaba el paisaje a través de los huecos de las lonas de cuero que cubrían el vehículo.

¿Con la intención de esconderla del mundo? Isobel había advertido las miradas de los hombres, que tenían los ojos puestos en la cicatriz de su mejilla cuando la bajaron al gran salón en Ceann Gronna.

Marc estaba allí con un grupo de soldados, junto a la chimenea, y por primera vez lo había visto en compañía de otros. Él la miró como si fuera una desconocida, y los recuerdos de la noche anterior se esfumaron en un instante.

Los hombres del rey que habían bajado al salón con ella se acercaron a él, y a Isobel le sorprendió la deferencia con que le hablaban mientras ella esperaba. Marc no la miró ni un segundo mientras hablaba de los planes para el viaje hacia Edimburgo.

Había insistido en que llevase el vestido gris y el sobrevestido azul del día anterior, y la sensación de la falda larga contra las piernas le había molestado desde que había bajado las escaleras.

Le habría gustado ponerse los pantalones y la túnica, y debería haberse trenzado el pelo. En su lugar, había permitido que la doncella le arreglase el pelo, porque Marc se lo había pedido, y llevaba su sombrero circular con el cordón atado por debajo de la barbilla.

Todo era extraño. Incluso el salón de Ceann Gronna le parecía diferente sin los estandartes del clan Dalceann y con los muebles cambiados de sitio. No vio ninguna cara conocida, salvo la de un joven junto a la puerta de la cocina, con expresión de preocupación al verla, pues pensaría que era una mujer de camino hacia la muerte. Una muerte tras una noche en el paraíso. Solo con pensarlo los músculos de su abdomen se tensaban con deseo.

Ese deseo hizo que se le sonrojaran las mejillas, pero al ver la mirada de indiferencia que le dirigió Marc, giró la cabeza.

Ella misma se lo había buscado. La idea le molestaba, incluso cuando él hizo gestos para que se acercara.

—Iréis en el carro con vuestra doncella, lady Dalceann, y los soldados de David os vigilarán. Acamparemos a última hora de la tarde y proseguiremos con nuestro viaje mañana al amanecer, pues el rey está ansioso por veros en Edimburgo.

Ella simplemente asintió. «Ansioso por decapitarme y utilizarme como ejemplo de lo que les ocurre a los disidentes», pensó.

Vio la verdad en los ojos de todos. Si hubiera tenido su cuchillo, tal vez hubiera terminado con todo allí mismo, pero Marc se lo había quitado la noche anterior tras abandonar su cama, con el calor de su semilla aún dentro de ella, sin haber tomado precauciones.

La había utilizado. Isobel ni siquiera reconocía a la mujer en la que se había convertido.

—Llevadla fuera —ordenó Marc sin compasión alguna.

Isobel sintió el brazo de un soldado en su codo, guiándola, y cuando sus dedos le rozaron el lateral del pecho, no se apartó.

Una prisionera y una renegada. Los derechos de esas mujeres eran prácticamente inexistentes a efectos jurídicos. Lady Isobel Dalceann, la última de un clan que no se había molestado en seguir las ordenanzas y las leyes.

Si Isobel hubiera tenido cualquier otro aspecto, aquello habría sido mucho más fácil, pensó Marc, y contuvo la necesidad de clavarle un cuchillo en la espalda al hombre cuyas manos estaban tocando partes de su cuerpo que sobrepasaban todas las barreras.

Con sus labios carnosos, sus ojos oscuros y su melena, Isobel Dalceann parecía una princesa llegada de Anjou. Deseaba que no tuviera tantas curvas y que la sensualidad que resultaba evidente en sus ojos no fuera tan lasciva.

—En ninguna de las canciones se decía que Isobel Dalceann fuera tan guapa —de pie junto a él, Glencoe pronunció las palabras que los demás estaban pensando.

—Salvo por la cicatriz —añadió Mariner—, aunque creo que eso añade misterio. Entrará en la corte de Edimburgo como una reina y el rey quedará encandilado, recordad mis palabras. ¿Habíais visto alguna vez a una mujer como ella?

Todos los que habían oído la conversación negaron con la cabeza, y Marc comenzó a sentirse inquieto. Había pensado que solo él estaba embelesado con ella, pero allí incluso los soldados casados admitían que tenía encanto.

Entonces se le ocurrió otra cosa. Tal vez pudiera salvarse en el mundo de la corte, donde admiraban las cosas bonitas por encima de todo lo demás.

Sin embargo, no pudo evitar sentirse culpable. ¿Habría echado a perder sus oportunidades al acostarse con ella? Temía que el rey pudiera ver la verdad en la cara de Isobel cuando le preguntara por su relación con él.

Más mentiras.

Maldijo en voz baja. Nunca antes había sido descuidado. Nunca había sufrido por una mujer a la mañana siguiente, y aún le quedaban tres días y tres noches hasta llegar a Edimburgo.

Si tuviera algo de honor, la dejaría en paz y ayudaría al rey a concertarle un matrimonio que fuese ventajoso y efectivo. Aquella idea hizo que se dirigiese hacia la puerta y les gritase órdenes a sus hombres antes de salir fuera y ver cómo Isobel entraba en un carro especialmente preparado para transportar prisioneros.

Como si hubiera sabido que estaba allí, Isobel se dio la vuelta y se quedó quieta; una mujer atrapada por los caprichos de la guerra. Tenía la falda agarrada con las manos, lo que realzaba la curva de su trasero, y Marc experimentó un deseo tan fuerte que se preguntó si ella podría verlo incluso desde la distancia. El camino que habían recorrido juntos quedaba reducido a aquel preciso instante; cien personas a su alrededor observándolos y un rey al que habría que adular para que fuese amable.

No podía poner en peligro todo aquello con su propio deseo egoísta. Isobel descubriría exactamente quién era cuando llegaran a Edimburgo. Le vinieron a la cabeza las caras de todos aquellos a los que había matado, igual que le pasaba en las noches en las que era incapaz de dormir. Un soldado que se había abierto camino en la vida a través de la sangre y la guerra, lejos de la caridad de los demás.

Un hijo bastardo.

Su apellido ni siquiera era suyo. Se lo había puesto el lord que le había entrenado como escudero en Bretaña.

La única manera en que podría salvar a Isobel Dalceann sería dejándola marchar. Agarró la empuñadura de su daga con fuerza y maldijo en el idioma de su difunta madre.

La noche cubrió el paisaje con su manto, y por una vez parecía que el cielo iba a mantenerse despejado y que las hogueras no se apagarían bajo la lluvia. La tienda que Isobel compartía con su doncella era amplia y cómoda; estaba hecha de cuero grueso e impermeable, y tenía una pila de pieles extendidas para poder dormir.

Solo les quedaba un día para llegar a la ciudad. Al día siguiente se enfrentaría al rey y conocería su destino. Marc de Courtenay no se había acercado a ella desde que salieran de Ceann Gronna; aunque lo había buscado con la mirada entre las columnas de soldados, no estaba por ninguna parte.

Deseaba preguntar por él, saber si iba a ir a verla para tranquilizarla con su presencia. Pero no apareció y ella no preguntó.

Se alejó de la tienda en dirección a una hoguera que había encendido un soldado y respiró aliviada. El aire de la tienda estaba viciado y había empezado a dolerle la cabeza. Al día siguiente a esa misma hora tal vez estuviera muerta, con su cabeza clavada en una estaca en las murallas del castillo como advertencia para aquellos que pensaran en desobedecer al rey.

El brillo de una espada a la luz de la luna le alertó de la presencia de otra persona de pie junto a los arbustos. Supo quién era por el torrente de deseo que recorrió su cuerpo y por el rubor inesperado de sus mejillas.

—Necesito hablar contigo, Isobel.

Marc de Courtenay dio un paso al frente y el fuego iluminó su cara. Llevaba una ropa muy distinta a la que le había visto llevar en la fortaleza. Se trataba de una túnica azul y dorada con un lobo negro bordado. Aquella imagen le resultaba familiar, y trató de recordar dónde la había visto antes. Marc parecía peligroso y amenazador; la espada y la daga parecían formar parte de su personalidad como nunca antes. También le preocupaba su manera de dirigirse a ella, con un tono formal y distante, de modo que simplemente asintió con la cabeza, porque no se atrevía a hablar.

—Llegaremos a Edimburgo en torno a mediodía y seguramente el rey te convoque en la corte. David te preguntará por tu lealtad. Te exigirá total servidumbre. Te aconsejo que se la ofrezcas sin tener en cuenta cuáles sean tus alianzas.

Inmediatamente supo a lo que se refería.

—¿Te refieres a las alianzas que hay entre nosotros?

—Sí. Yo solo puedo protegerte hasta un punto. El resto tendrás que hacerlo tú sola.

—¿Cómo? —se había dejado llevar completamente por la conversación—. ¿Cómo diablos voy a hacer eso? —parecía como si nunca se hubieran acostado juntos.

—Eres hermosa, Isobel. La mujer más hermosa que pisará jamás Edimburgo, y David es un hombre lo suficientemente inteligente para entender el poder de negociación de tanta belleza.

Sonaba cansado, y el tono derrotista de sus palabras resultaba sorprendente. El mensaje que estaba transmitiéndole también era preocupante.

—¿Me usaría como una ramera con la que comerciar con aquellos que quieran pagar?

—No —Marc le estrechó la mano y se la llevó al pecho. Isobel pudo sentir la tensión de su cuerpo en sus huesos—. Como ramera no, pero sí como esposa.

—¿Como tu esposa?

Le soltó la mano como si le hubiera quemado y dio un paso atrás.

—Hay cosas que no te he contado, Isobel. Cosas que quizá debería haber dicho...

—¿Estás casado?

—Eso no —su voz sonaba suave contra el viento de la noche—. Pero soy un soldado cuya existencia es tan precaria como la tuya, un soldado que sobrevive bajo la voluntad cambiante de los reyes.

Isobel no entendía bien lo que estaba diciendo.

—¿Quién te paga?

—Felipe de Francia. Estoy aquí para asegurarme de que se cumpla la Alianza Auld entre Escocia y Francia como mi señor desea.

—¿Y aun así viniste a Ceann Gronna como comandante de David?

—Toda promesa política requiere mucha sangre inocente. Es un hecho —ni siquiera se estremeció al decirlo, su rostro era una máscara de indiferencia.

—¿Por qué estás contándome esto ahora?

—Porque dentro de un día te lo contarán los demás, y quería que lo supieras por mí.

—¿Defenderías una causa aunque pensaras que es injusta?

—Siempre hay dos lados en cada pelea, Isobel.

—¿Y tú has elegido el más lucrativo? Como Ceann Gronna.

Al ver que no respondía, ella le hizo una propuesta.

—Trabaja para mí entonces. Deja que te pague en oro para ordenar a tus hombres que dejen de vigilar las mazmorras —no podía negociar su propia libertad, pues sabía que, con los soldados del rey acompañándolos, ya era demasiado tarde para eso, pero tal vez pudiera salvar a su clan.

Marc negó con la cabeza.

—No puedo.

—¿Entonces la noche que pasamos juntos no significó nada? ¿Soy solo una mujer a la que venderás al mejor postor?

—No, Isobel, eres una mujer a la que protegeré haciendo justo eso.

Ella echó la mano hacia atrás y le abofeteó con tanta fuerza que se hizo daño en la palma. Él no se movió un centímetro, y una marca roja apareció en su mejilla.

—Eres un cobarde por esconderte tras esa mentira, Marc de Courtenay, y yo sería estúpida si aceptara tu protección —todo lo que había entre ellos se había roto en mil pedazos.

Por un momento pensó que diría algo para explicar sus actos, pero continuó hablando como si nada hubiese ocurrido, con el rostro impasible.

—Le entregaremos tu oro a David como garantía. Si sabes de la existencia de más, sería apropiado estimular su apetito mientras finges no saber dónde está. Cualquier cosa de valor es una manera de ganar tiempo. Recuerda eso.

—¿Así que este es el final del tiempo que hemos pasado juntos?

—No, en absoluto —Marc la agarró y la besó con rabia, buscando con su lengua lo que ella intentaba negarle. Isobel sintió sus manos en la nuca, sujetándola mientras la besaba, y después sus dientes en el labio inferior antes de soltarla.

—Quédate en la tienda, Isobel. No es seguro que estés aquí sola.

Y desapareció. Lo único que quedó fue el sonido de sus pasos alejándose.

Isobel se llevó los dedos temblorosos a la garganta y sintió su pulso acelerado por la promesa de todo lo que Marc no le había ofrecido, y no podía reconciliar al hombre que la había salvado en Ceann Gronna con el soldado que decía ser.

Marc se apoyó contra el tronco de un olmo y sintió la corteza clavándosele en la espalda como una penitencia.

Isobel le conmovía con su valentía y su belleza. Le dio un golpe a una rama, esta cayó al suelo y él pisoteó las hojas hasta que no quedó nada.

Como él.

No debería haberla besado, sabía que no debería haberlo hecho, pero la tristeza de sus ojos le había resultado insoportable, de modo que había sucumbido.

Por primera vez en su vida se sentía asustado, pues si alguien le hacía daño a Isobel...

No. No pensaría así. Tenía que encontrar la manera de mantenerla a salvo, sin importar lo mucho que le costara. La vio volver a entrar en la tienda y se quedó observando durante varias horas pasada la medianoche.

Mariner lo encontró en torno a las tres.

—Pensé que os encontraría por aquí.

Marc ladeó la cabeza y escuchó mientras el otro hablaba.

—Esa mujer tiene la capacidad de colarse bajo vuestros huesos. Me parece que es por su soledad y su coraje, aparte de su aspecto. Su padre debía de ser un bastardo. Los hombres están apostando sobre cuánto tiempo tardará en hechizar al rey.

—Espero que las probabilidades sean bajas.

—Muy bajas. Creo que todos están un poco enamorados de ella.

—Apenas les ha dirigido la palabra.

—Pero el mito de los Dalceann es fuerte, y ella no hace nada para cambiar eso. Todos hablan de su habilidad con la espada. Han hecho falta dos asedios y una campaña para tomar Ceann Gronna, y eso es de admirar. Edimburgo la recibirá como recibiría el agua un hombre recién salido del desierto.

«Como yo», pensó Marc apretando los puños.

—Glencoe cree que el rey la casará con algún barón rico que nunca podrá controlarla. Dice que sería una pena ver a lady Isobel Dalceann enjaulada por un malentendido.

Marc se incorporó al oír eso. No soportaba imaginársela en brazos de un hombre que nunca se preocuparía por ella tanto como él.

Pero no debía pensar así. No era para él. No era para él. Su deber era mantenerla a salvo y después marcharse. Eso era lo único que podía esperar.

La oscuridad del cielo era infinita cuando levantó la mirada; la estrella de Sirio era la más brillante de todas.

Se prometió a sí mismo que recordaría a Isobel con esa estrella los años que le quedaran por vivir; desde Burdeos o desde los campos de batalla de las partes más peligrosas de Francia. Y rezaría cada noche para que ella fuera feliz.

—Montaré guardia hasta el amanecer —la voz de Mariner irrumpió en sus pensamientos. Sabía que necesitaba algunas horas de descanso para enfrentarse al día siguiente, de modo que le dejó con su vigilia y se fue a la cama.