Diecisiete

La falta de sueño empezaba a pasarle factura con un dolor de cabeza. Las tres noches montando guardia frente a la puerta de los aposentos de lady Isobel Dalceann estaban a punto de convertirse en cuatro, y el hueco en el árbol sobre el que estaba sentado en mitad de los jardines ya no le parecía tan cómodo como la primera noche. Pero Isobel corría un gran peligro durante la madrugada, cuando el castillo dormía y aquellos que quisieran hacerle daño tenían más facilidad para colarse entre las sombras.

Se apartó el pelo de la cara y se masajeó la sien. Unas pocas horas más y sería más seguro. Unas pocas horas más y podría dormir.

Al ver la sombra de una persona en la penumbra, se incorporó y salió del jardín con el cuchillo preparado, aunque le sorprendió ver que era la propia Isobel Dalceann la que le llamaba.

Llegó hasta ella corriendo.

—¿Qué diablos estás haciendo fuera de tu habitación?

—Buscarte —respondió ella con el pelo revuelto y las mejillas sonrojadas—. Hoy no estabas en la corte. He visto a Mariner y le he preguntado por qué.

—No debería haberte dicho nada —Marc miró a su alrededor, pero nada se movía. Tomó aliento e intentó calmarse mientras ella hablaba.

—¿Podemos hablar?

—Aquí no.

—¿Entonces en mi habitación?

Su cuerpo se tensó ante esa petición. La deseaba tanto que apenas confiaba en sí mismo para estar a solas con ella, pero una conversación en el interior sería mucho más segura.

—Por favor.

Aquel ruego le convenció, y la siguió escaleras arriba hasta su habitación. Se aseguró de que la puerta estuviese bien cerrada y se apoyó en ella.

—Tenías razón —dijo Isobel—. La corte es más peligrosa cuando la gente desconfía de ti. Otra vez piensan que soy una bruja. Incluso David me vigila ahora.

—¿Una bruja? —repitió él con una sonrisa—. Entonces puede que eso te ayude. La magia negra hace que los que creen en ella se vuelvan cobardes.

—¿Tú crees en ella?

Negó con la cabeza.

—Soy un soldado y ya hay bastante brujería en eso.

Sus miradas se encontraron. Marc encontraba consuelo en su fuerza.

—Si yo desapareciera sin más, ¿David castigaría a los que quedan en Ceann Gronna por eso?

¿Cuántas veces se había hecho él esa misma pregunta y no había hallado respuesta? Si hubiera sabido con seguridad que el rey se mostraría Benevolente, se habría llevado a Isobel de Edimburgo cuanto antes. Pero no lo sabía con seguridad.

—No podría vivir si el apellido Dalceann desapareciera por culpa de mi libertad. No podría caminar sobre las tumbas de aquellos a los que quería.

—Aún hay tiempo para hacer que el rey cambie de opinión antes de que ordene el compromiso, e incluso un solo día puede cambiar las cosas en la política de la corte.

—¿Entonces le ves una salida a esto? ¿A nosotros?

Nosotros. Cuánto deseaba que hubiese un nosotros.

—Siempre hay una manera de conseguir lo que deseas. Se ha organizado un viaje a Dunfermline a finales de semana como descanso para la comitiva real. Huntworth utilizará ese viaje para intentar matarme.

—¿Cómo sabes todo eso?

—He guiado ejércitos por toda Europa y he vivido con reyes. Toda corte tiene su propio sistema de espionaje, y esta no es una excepción.

—¿Cómo intentará matarte?

—En el agua. Probablemente utilice la bruma de verano para esconderse.

—Entonces hay que informar al rey de esa traición antes de que pueda ocurrir.

Marc echó la cabeza hacia atrás y se carcajeó.

—No, Isobel —dijo finalmente cuando recuperó el aliento—. Debemos concederle a Stuart McQuarry todas las oportunidades posibles para desacreditarse a sí mismo.

Era tan guapo, con la luz de la luna reflejada en la barba incipiente de sus mejillas. Mariner le había dicho aquel día que Marc estaba vigilando sus aposentos por las noches para asegurarse de que estuviera a salvo. Su protector. Su salvador. No recordaba haberse sentido así en compañía de ningún otro hombre antes, y ahora el miedo de perderlo a manos de un loco le provocaba náuseas.

Dio un paso al frente y le estrechó la mano. Su fuerza y su calor le proporcionaban consuelo frente a la verdad que acababa de contarle; algo raro y preciado en una corte llena de mentiras.

—McQuarry debe de creer que hay algo de verdad en las palabras de Catriona para querer matarte.

Marc colocó los dedos sobre su pecho y ella le observó. La fina seda de su camisón era lo único que la separaba de la desnudez. Si el rey iba a casarla a su conveniencia, aprovecharía el tiempo que le quedase para comprender todo aquello que no olvidaría jamás.

—Aquí y ahora, olvidémonos del mundo. Solos los dos.

Sintió la palpitación entre sus piernas y deslizó la mano hacia su ingle para agarrar su erección.

—Ohh, amor —susurró él en respuesta—. No deberíamos, pero...

La besó, y sus palabras cedieron paso al deseo y a la necesidad.

Marc de Courtenay le provocaba algo que Alisdair nunca le había provocado. Era su fuerza y su seguridad, y su manera de enfrentarse a la vida.

—Te deseo —le dijo él mientras la arrastraba hacia su cuerpo, apoyado en la pared—. Te deseo cuando me levanto por las mañana, y te necesito cuando me duermo por las noches.

Le levantó los brazos y el camisón de seda cayó al suelo. Deslizó la mirada por su cuerpo mientras sus pechos aguardaban sus caricias.

¿Qué tipo de magia ejercía sobre ella? ¿Qué fuerza los atraía y los hacía encajar a la perfección como un guante? Sentía los músculos tan débiles que apenas podía estar de pie.

«Sé exactamente lo que tengo que hacer. Sé cómo amar a un hombre hasta el fondo de mi corazón».

Estuvo a punto de decirlo. A punto de dejar ir las palabras para crear un nuevo vínculo entre ellos, pero no se atrevió.

Abrió las piernas para recibir su mano y se dio la vuelta entre sus brazos.

El calor que sentía bajo la piel era el que precedía al éxtasis, sabiendo lo que había sucedido antes y anticipando lo que vendría después.

Las caricias de Marc en las nalgas fueron suaves, e Isobel cerró los ojos simplemente para sentir la fuerza de su erección y su aliento en la mejilla. El olor de un hombre que no usaba los aromas de los que muchos hombres en la corte se enorgullecían.

Era solo Marc contra su cuerpo, y después dentro de ella, acercándola al éxtasis, sofocando sus gemidos con la boca mientras la embestía.

Alcanzó el clímax aunque intentó detenerlo, sus músculos se tensaron y ella aguantó la respiración un instante antes de dejarse llevar y sentir la plenitud.

Consumida y saciada, solo sentía libertad.

Mon Dieu —de pronto Marc se quedó quieto, el control que Isobel siempre veía en sus ojos desapareció y él la miró mientras derramaba su semilla en su interior.

Lo mantuvo ahí, apretando sus músculos con fuerza, anhelando la posibilidad de todo lo que él no le había dado antes, mirándolo directamente a los ojos para dejarle ver cómo se sentía. No le dejó apartarse ni un centímetro. La luz de la luna entraba por la ventana e iluminaba su desnudez mientras una lágrima solitaria resbalaba por su mejilla. Marc se la secó con la lengua antes de apoyar la frente en la pared.

—Dios, Isobel.

—Te quiero.

Isobel no había querido decir esas palabras, pero le salieron de todas formas, como si fueran ladrones que le robaran toda voluntad.

Vio entonces la rendición en los músculos de sus hombros mientras respiraba y respondía con su propio cuerpo.

Una hora más tarde, Marc yacía agotado junto a ella en la cama, abrazándola mientras dormía y disfrutando de su aliento cálido contra el brazo.

No recordaba otra mujer en la que hubiera dejado su semilla por voluntad propia, y aquella idea le hizo abrazarla con más fuerza, pues él mejor que nadie comprendía cuál era el lugar de un hijo bastardo nacido fuera del matrimonio.

Isobel había dicho que le quería, en un último momento de placer, susurrado en su oído mientras resurgía del reino de la sensualidad.

Él no podía decirle lo mismo, todavía no, cuando tanto el rey como los barones la acosaban con diversos planes, ya fuera para la fortaleza o para ella misma. Isobel no era más que un peón en un juego cuyas reglas tenía que observar con cuidado para poder ganar.

Pero era suya. Nunca la dejaría ir.

Sintió que su respiración cambiaba y supo que se había despertado.

—¿Qué hora es?

Marc miró por la ventana y comprobó la posición de la luna.

—Cerca de las tres, imagino.

Sabía que no podía quedarse allí mucho tiempo más.

—Quédate una hora más.

No era una pregunta. Isobel se incorporó sobre los codos y lo miró con el pelo revuelto y nada que cubriese su desnudez. Marc creía que no la había visto nunca tan guapa como en aquel momento.

¡Suya!

Sonrió, porque por primera vez en su vida había conocido a una mujer que no jugaba con él cuando lo miraba directamente a los ojos y se lo ofrecía todo.