Dos

El pescado y el conejo estaban bien cocinados y, aunque aquel a quien Isobel llamaba Ian les hubiese servido una porción muy pequeña, ella le había indicado que les sirviera un plato lleno, con un pedazo de pan negro para mojar en la salsa.

El marinero no había comido nada, tenía la cabeza colgando hacia el pecho de un modo preocupante.

Marc vio que la mujer acercaba una manta y le tumbaba encima con cuidado. También vio que no volvió a atarlo, sino que le dejó libre. Para morir en la noche sin grilletes, suponía. Tal vez existiera alguna tradición en aquella parte del mundo que decía que un hombre debía encontrarse con su creador sin ataduras.

Después de terminar de acomodarlo, se acercó a él, le aflojó el nudo de las muñecas y le indicó que se acercara al fuego.

Había una botella de whisky esperando y ella le indicó que bebiera. La melancolía de su mirada le hizo pensar que no había sido su intención hacer aquello, y bebió todo lo que pudo antes de que le quitara la botella. Le agradó sentir el calor del alcohol por la garganta y se sintió más calmado.

Iba a necesitarlo. Isobel ya había sacado su cuchillo.

—Tengo que quitarte la piel afectada.

Marc ni siquiera había contestado antes de que ella vertiera whisky sobre la herida, que fue como si el fuego le quemara la piel.

Las llamas le daban a sus ojos un tono dorado y sus dedos se movían con destreza sobre el cuchillo. Marc vio que tenía otra cicatriz que iba desde la base de su dedo meñique hasta el pulgar, pasando por encima de los nudillos. Se preguntó si se la habría hecho al mismo tiempo que la que tenía en la cara.

—Si te estás quieto, mejor.

El mensaje estaba claro. Si se movía, la agonía sería mayor.

Marc deseaba tener un pedazo de cuero que poder morder, pero ella no se lo ofreció y él no iba a pedírselo.

—¿Tienes experiencia en el arte de la curación?

Al oír la pregunta, los dos hombres que tenía detrás empezaron a carcajearse.

—En el arte de matar, más bien —murmuró uno de ellos.

Vio que Isobel agarraba el cuchillo con más fuerza, un movimiento casi imperceptible que sugería una rabia cien veces su tamaño. Confiaba en que también significara que era cuidadosa y que tenía experiencia. En ese momento era lo único que podía esperar. Y le sorprendió cuando volvió a hablar.

—Por experiencia sé que las curanderas son mujeres que poco se preocupan por las cosas corrientes. Las respeto por su manera de ganarse la vida en un mundo que, de lo contrario, estaría abocado a la locura.

—¿Así que no estás hecha de esa pasta? —preguntó Marc.

—Las brujas y las hadas nacen en las familias que continúan con la tradición.

Cuando Isobel levantó el cuchillo hacia la luz, las lamas se reflejaron en la plata.

—¿Pero tu familia era diferente? —de pronto quería saber algo de ella. Distraída por su dolor y su agonía, tal vez respondiera a su pregunta.

Pero permaneció callada, con los labios apretados, mientras le cortaba la piel. Marc sintió que las náuseas que le habían acompañado desde el rescate en la playa ascendían por su garganta como una bilis.

—Dios todopoderoso.

—¿Así que eres un hombre religioso?

—¿Si dijera que sí, eso ayudaría a mi causa?

—¿Con tu dios o conmigo? —preguntó ella. Presionó el cuchillo sobre el tejido vivo y vio cómo la sangre llenaba la herida.

Marc tragó saliva.

—Tienes arena y suciedad en la herida y hay que limpiarla.

—¿Grano a grano? —se estremeció visiblemente y ella se detuvo un segundo para mirarlo con actitud desafiante mientras él giraba la cabeza y quedó tan cerca de él que podía sentir el calor de su aliento.

Marc estaba temblando y se odiaba a sí mismo por ello, pero, incluso aunque se agarró el codo con la mano para pegar el brazo al costado, no pudo controlar los temblores.

El miedo, pensó; un mal por el que los hombres morían igual que morían de frío. Después miró hacia el marinero tumbado sobre la manta y vio que había dejado de respirar.

—Nos ha dejado mientras yo te echaba whisky en el brazo —las palabras de Isobel Dalceann no albergaban el menor rastro de pena, aunque hubiera estado cuidando de él—. No habría podido aguantar el día de mañana, así que nuestro señor en su sabiduría le ha hecho ir por otro camino.

Marc se dio cuenta de dos cosas al oír sus palabras. Era una mujer espiritual y también práctica. Por alguna extraña, razón ambas mujeres resultaban tranquilizadoras.

Sin embargo, el dolor empezaba a luchar contra el entumecimiento provocado por el whisky, así que se quedó quieto y se dedicó a contar.

Para cuando llegó a cien y ella colocó el cuchillo sobre el fuego, sabía que iba a vomitar.

Isobel apartó la mirada y no vio cómo vomitaba, aunque se había prometido a sí misma que lo haría. Pero aquel hombre de ojos verdes era... cautivador. No había otra palabra para definirlo.

Mientras no pareciese que fuese a caerse al suelo y mancharse la herida de tierra, esperaría; al fin y al cabo la paciencia siempre había sido una de sus grandes virtudes.

—¿Has terminado? —desearía haber transmitido algo de empatía en la pregunta, pero los demás estaban observándola y les resultaría extraño.

El hombre asintió y se enderezó. Aún temblaba, aunque no con el fervor de antes.

—La cataplasma que he preparado te calmará el dolor —¿por qué había dicho eso?

El desconocido sonrió levemente.

—¿Me atrevo a albergar la esperanza de que el Ángel de la Agonía tenga su punto débil?

—La aguja que usaré para coserte no es la mejor que tengo.

—¿Y dónde está la mejor?

—Se perdió en la piel de un paciente que no tenía tiempo para seguir sentado.

—Qué pena. No por él, sino por mí.

Inesperadamente Isobel se rio como si todo en su vida estuviese bien.

Ian se puso en pie y se acercó con sigilo.

—¿Has bebido más whisky del que has usado con él, Izzy? —preguntó mientras levantaba la botella.

Isobel se la arrebató, la dejó en el suelo y sacó de su bolsa un cuenco de barro. Allí llevaba plantas medicinales secas, pero lo que buscaba era la tripa enrollada y limpia de un cordero.

Agarró el intestino con los dedos y deseó que el desconocido se desmayase y no fuese consciente de lo que ocurriría después, pues ni todo el alcohol del mundo podría aliviar su dolor.

Con la aguja sostenida sobre el fuego, sumergió la tripa en agua hirviendo con ajo antes de enhebrarla. Un gitano que había conocido en Dundee le había enseñado los procedimientos médicos más básicos y ella jamás había olvidado las reglas. Calentarlo todo hasta el punto de ebullición y tocar lo menos posible. Alisdair le había comprado unos fórceps de plata en Edimburgo después de casarse, pero los había perdido mientras intentaba proteger Ceann Gronna. Igual que había perdido a Alisdair. Deseó tener aquel pequeño instrumento en su poder en aquel momento para facilitarle la tarea.

El brazo de su paciente brillaba a la luz del fuego, y sus músculos, definidos por las llamas, se tensaron cuando se acercó.

—Si te tensas, te dolerá más.

Él sonrió y dejó ver unos dientes blancos y sanos. Isobel deseó que hubiera sido feo o viejo.

—Es difícil relajarse cuando tu aguja parece más propia de un zapatero que de un médico.

—La piel de todos los animales tiene más o menos las mismas propiedades —le clavó la aguja con decisión, pero él no se movió. Ni un centímetro. Nunca antes había tenido un paciente capaz de quedarse tan quieto, y sabía por experiencia lo mucho que dolía aquello.

Comenzó a coserle la herida. La sangre comenzó a brotar por la intrusión y él acercó la otra mano para limpiársela, pero Isobel le detuvo.

—Es mejor dejar que brote hasta que te ponga la cataplasma —no quería tener que repetirle que la limpieza era necesaria.

Él asintió; tenía la respiración acelerada. Le sudaba el labio superior, y podía apreciarse con claridad la barba de un día, aunque giró la cabeza cuando percibió que estaba observándolo.

—Esta mujer parece una bruja. No sé si deberíamos confiar en ella —dijo su amigo en francés, pero el de ojos verdes simplemente se rio.

—Bruja o no, Simon, dudo que el médico de la corte hubiera podido hacer algo mejor.

¿La corte? ¿Se estaba refiriendo a Edimburgo o a París?

Flexionó el brazo cuando Isobel terminó y frunció el ceño cuando le tiraron los puntos.

—Será mejor que no lo muevas.

—¿Durante cuánto tiempo?

Isobel se encogió de hombros, sacó los polvos de las plantas medicinales y los mezcló en la palma de la mano con saliva. ¿Un día o una semana? Había visto a hombres blandir una espada al día siguiente y otros en cambio eran incapaces de volver a vestirse por sí solos. Le colocó el brazo, puso la pasta marrón sobre la herida y la cubrió con una gasa.

—Mañana sabrás si se pudre.

—¿Y si lo hace?

—Entonces mis esfuerzos habrán sido en vano y perderás el brazo o la vida.

—La elección de Hades.

—Bueno, los dioses del mar te han permitido salir del océano, así que tal vez el dios de la curación les siga la corriente.

Se sintió aliviada cuando el desconocido se apartó.

A Marc le dolía todo; el brazo, la cabeza y la garganta. La lluvia no dejaba de caer y de mojarlos.

Durmió de manera irregular, acurrucado bajo la manta como un niño, y se despertó cuando la luna empezaba a menguar, antes del amanecer. Isobel Dalceann estaba sentada con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Llevaba el pelo recogido bajo un sombrero, de manera que las gotas de lluvia caían desde el ala y resbalaban por su chaqueta de lana. Con una mano contaba las cuentas de un rosario de ébano, y a juzgar por cómo movía los labios sin hacer ruido, debía de estar recitando algún salmo ancestral. No podía apartar los ojos de una mujer que tenía el cuchillo sobre las rodillas, dispuesta a quitar una vida después de haber pasado la noche intentando salvar otra.

—Sé que estás despierto.

Marc no pudo evitar sorprenderse.

—Es difícil dormir con la posibilidad de perder el brazo.

—¿Cómo te encuentras?

—Dolorido.

—¿Pero no enfermo?

Negó con la cabeza.

—Entonces supongo que no perderás el brazo después de todo.

—Tu trato con los pacientes deja bastante que desear.

Ella sonrió.

—Ian tenía la esperanza de que ya hubieras muerto. Lanzamos al otro hombre al mar y le gustaría hacer lo mismo con vosotros.

—Soltadnos y nos iremos hacia donde digáis.

—El problema de eso es que conocéis nuestros nombres y nuestras caras, y hay mucha gente que nos haría daño aquí, en los ancestrales territorios de caza del clan Dalceann.

—¿Y si diésemos nuestra palabra de honor de guardar silencio?

—Las palabras de honor tienen tendencia a dejar de ser necesarias para la supervivencia cuando uno vuelve a estar a salvo.

—¿Entonces por qué nos habéis salvado?

Ella se quedó mirándole la muñeca.

—¿El oro? —Marc se incorporó hasta quedarse sentado y sintió un intenso dolor en el brazo—. No teníais manera de saber que llevábamos oro antes de rescatarnos.

—Pero albergábamos la esperanza —contestó ella con una sonrisa que dejó ver sus dientes blancos.

—¿Solo eso?

Ella permaneció entre las sombras de los árboles, con las piernas contra el pecho y una manta alrededor de los hombros.

—Un barco partió de la fortaleza de Ceann Gronna hace dos semanas hacia el sur con una docena de nuestros hombres. Ian, Angus y yo vinimos para ver si regresaban. Pensamos que el barco podría haberse hundido —dejó de contar las cuentas del rosario y cambió de idioma sin apenas alteración en el tono—. Hoy has hablado con tu amigo sobre un médico en la corte. ¿De qué corte sois?

Marc se quedó asombrado.

—¿Hablas francés?

—Con fluidez. Mi madre era de Amberes.

—Podría haber sido más sensato no revelar esa información.

—¿Y utilizarla como arma? —asomaron los hoyuelos en cada mejilla cuando se llevó los dedos a la boca. Por primera vez desde que la conocía vio a la mujer coqueta que podría haber sido en otra vida—. ¿Por qué iba a necesitar un arma? Tu amigo apenas puede caminar y tú tienes el brazo atado. ¿Eres diestro?

—Sí.

—Entonces esperemos que tengas práctica con el otro brazo para ahuyentar al enemigo.

—¿Por qué? ¿Están cerca?

—Estás cara a cara con el enemigo.

—Una mujer que me ha salvado la vida dos veces no puede clasificarse como enemiga.

—Los enemigos más astutos son aquellos que conoces y en quienes confías.

Sabía que hablaba por experiencia, pero, dado que empezaba a haber confianza entre ellos, no deseaba mencionarlo y arruinar la conversación.

Además, allí, en mitad del bosque, con los cantos de los pájaros que tampoco dormían, tenía una sensación de camaradería que jamás había experimentado con una mujer.

—¿Cómo te llamas? —la pregunta llegó tras varios segundos de silencio, y Marc vaciló. ¿Cuántas cosas debía contarle? Optó por la cautela.

—James.

—Yo tenía un hermano con el mismo nombre.

Marc advirtió que hablaba en pasado.

—Mi madre se lo llevó con ella cuando abandonó a mi padre. Yo tenía seis años. Él tenía tres. El barco que usaron para escapar zozobró cerca de Kincraig Point y los dos se ahogaron.

Isobel levantó la cabeza y Marc vio sus ojos observándolo a la luz de la luna. ¿Por qué su madre no se la llevó a ella? No le gustó tener que hacer la pregunta, pero ella respondió de todos modos.

—Los enemigos pueden actuar bajo la apariencia del amor igual que del odio, y en mi experiencia todos los padres tienen sus hijos favoritos.

—Dios. ¿Tenías más hermanos?

—Haces demasiadas preguntas —respondió ella poniéndose en pie y estirándose. Pudo verle el contorno de un pecho bajo la túnica.

Estaba convirtiéndose en un hombre al que no reconocía.

Tal vez fuese el mareo después de sus cuidados el que le hacía desear a una mujer que podría igualmente tirarlo al mar al día siguiente.

Pero había algo en ella, con su pelo largo y negro; era una mujer distinta al resto. Ningún hombre de los que conocía se habría aventurado a entrar en un mar frío y embravecido.

También se preguntaba cuánto tiempo llevaría viviendo así, al margen de la sociedad y de las costumbres de las demás mujeres.

Sus compañeros de viaje dormían al otro lado del claro y sus ronquidos se mezclaban con los de Simon. Junto a ellos había un odre de whisky y una selección de cuchillos y ballestas.

Enemigos. Por todas partes.

Pensó en lo inesperado de los acontecimientos del día. Un hombre muerto, Simon a salvo y él con el brazo cosido por una mujer que parecía un ángel herido.

Con un suspiro cerró los ojos y se quedó dormido.

Le oía respirar tranquilo después de que el sueño le venciera.

Estaba tumbado con el brazo sano bajo la cabeza a modo de almohada, y las gotas de lluvia se alojaban en su pelo como pequeñas joyas. Era un enigma aquel James, con sus ojos verdes cautelosos, su brazalete dorado y aquella necesidad por asegurarse de que todos a su alrededor estuvieran a salvo. Había oído al marinero y al hombre llamado Simon hablar de cómo los había rescatado de entre las cuerdas y las velas en el naufragio del barco, y de cómo había regresado a buscar al resto. Los hematomas por todo su cuerpo indicaban que la tarea no había sido fácil, y su actitud vigilante incluso a pesar del dolor era implacable.

Isobel maldijo para sus adentros y apretó los puños mientras le oía respirar; el sonido resultaba tranquilizador en mitad de la noche. Era aquella tranquilidad la que la había llevado a hablar de su madre, un tema del que no había hablado con nadie en toda su vida. En sus veintitrés años. Le parecía mucho más.

James. No le pegaba aquel nombre. Demasiado correcto para un hombre con ese aspecto. Demasiado ortodoxo y remilgado. Deseaba que se despertara para poder hablar con él de nuevo, con la lluvia protegiendo sus palabras de los oídos ajenos, pero el día había sido agotador y se alegraba de que por fin se hubiese dormido.

Ella no podía dormir porque tenía demasiadas cosas en la cabeza, demasiados recuerdos; la tristeza de su madre y la furia de su padre al descubrir que su esposa había escapado a través de una de las cuevas subterráneas de Ceann Gronna. Había gritado y pataleado en lo alto de las almenas durante las horas que duró la tormenta, y cuando Isobel fue a intentar ayudarlo, la apartó de su lado entre gritos. Tales recuerdos le provocaban melancolía; ella era una niña pequeña y no tenía culpa del egoísmo de sus padres.

Necesitaba alejarse de aquel desconocido con sus preguntas, que provocaban confidencias que jamás le había contado a nadie. Ian no les haría daño, pues ella se había asegurado de que comprendiese las consecuencias si no lograba protegerlos.

Con cuidado de no despertar a nadie mientras recogía sus cosas, levantó una rama y desapreció como un fantasma en la frondosidad del bosque.