Doce

Otra vez.

Estuvo a punto de decirlo, y su cuerpo se despertó ante esa promesa.

Otra vez, y otra, y otra.

Era inquietante que su corazón deseara algo que su cabeza sabía que estaba mal, pero allí estaba, imparable. Al fin y al cabo era hija de su padre, y no había nada de razonable en una actitud que solo serviría para humillarla, teniendo en cuenta que él no pensaba traicionar a su monarca.

—Eso te encantaría.

Disfrutaba viendo la incertidumbre de aquel caballero de la guerra, que tenía los signos de la batalla escritos en su cuerpo en forma de cicatrices. Le había visto luchar y sabía que su habilidad en el arte de la guerra debía de ser famosa en todo el mundo, pues su manera de mover la espada no se parecía a nada de lo que hubiera visto hasta el momento. Era hombre del rey, pero también era su propio hombre. Cuando hablaba de política y de la vida en la corte, no prometía lealtad, solo planteaba preguntas.

¿Cómo habría sido capaz de ocultar semejante intemperancia en Burdeos y también en Escocia?

Le faltaba algún dato, pensó Isobel mientras él deslizaba el dedo por su oreja para distraerla. Había una verdad que no estaba revelándole.

—¿Puedes prometerme una cosa, Isobel, aunque ahora sea difícil de entender?

Tenía las pupilas dilatadas, y por un segundo Isobel experimentó un miedo que no conocía límites.

En Edimburgo Marc se iría con otras mujeres de buena familia y buenos modales; mujeres sin cicatrices en la cara y sin padres que se atrevieran a cuestionar a los reyes.

—¿Puedes prometerme que confiarás en mí cuando estemos en Edimburgo, aunque no comprendas las razones de mis actos? La protección es un camino muy estrecho y, si te sales de él... —se detuvo—. Solo puedo ayudarte si confías en mí.

«Confianza».

Era una palabra muy hermosa que se rompía con facilidad. Isobel había confiado en la protección de su padre y en la libido de Alisdair. Había confiado en el amor de su madre y en el sentido común de la ley. Había confiado en que los muros de Ceann Gronna resistieran las invasiones durante todas las primaveras que le quedaran por vivir.

Vio que Marc estaba esperando una respuesta.

—Andrew siempre decía que Edimburgo es el lugar de las mentiras. ¿La confianza que me pides es otra de ellas?

Marc le apretó los dedos con fuerza.

—Incluso una falsedad bien ejecutada puede ser suficiente para salvarte.

—¿De David?

Él frunció el ceño y la estrechó entre sus brazos.

—En cualquier corte siempre hay más de un hombre poderoso, Isobel. A veces es solo cuestión de encontrarlo.

—¿Pero tú me ayudarás a hacer eso?

—Te ayudarás a ti misma si comprendes que a los reyes hay que tratarlos con cautela, y que la lealtad y la fidelidad son solo palabras.

—Pareces experimentado en el arte de la conveniencia.

Marc no respondió y, sin soltarla, apoyó la espalda en un tapiz de lana que colgaba de la pared.

—Te deseo, Isobel. Te deseo entera esta vez, pero no como peón ni como rehén para exigirle cosas al rey. Tampoco te deseo como la jefa del clan que quiere salvar a sus hombres ofreciendo su cuerpo en sacrificio.

Presionó su erección contra su vientre y ella sintió el deseo que lo invadía.

—Te deseo esta noche, lejos de la guerra y de la muerte, tumbada en la cama con la luna sobre tu cuerpo.

—Sí —susurró ella, y el mundo se detuvo. Las horas de oscuridad entre aquel momento y el amanecer aparecían cargadas de promesas.

Libertad y placer. ¿Alguna vez en su vida había sentido la anticipación de ambas cosas? ¡Y qué fugaces serían!

Marc se quitó la túnica y ella deslizó los dedos por los contornos firmes de su torso.

Hermoso.

Odiaba la atracción que le producía aquella simetría tan perfecta, sobre todo dada la ausencia de simetría en su propio rostro mientras inclinaba la cabeza para saborear la piel de su hombro. Sabía a sal, a humo y a seguridad.

—Cuando te saqué del mar pensé que eras un dios —confesó—. Y me pregunté si podrías ser real.

Él le acarició la mejilla con los dedos.

—Ahora sabes que sí lo soy.

Deslizó la otra mano hacia abajo y la colocó sobre sus nalgas, e Isobel experimentó los mismos sentimientos que antes, todas esas ideas con las que había soñado despierta en la cama.

Se le aceleró el corazón con la esperanza de poder repetirlo. Contuvo el aliento y eso le permitió la tranquilidad que necesitaba para simplemente sentir: su aroma en la nariz, los latidos firmes de su corazón bajo las caricias, su deseo creciente reflejado en su excitación evidente.

Aquel era el paraíso que había buscado durante tanto tiempo, aquel sentimiento silencioso sin distracciones entre dos almas que buscaban alcanzar la plenitud.

La euforia hizo que se sonrojara.

¿Sería posible que aquello fuese algo más que lujuria, más que la unión momentánea de sus cuerpos? Se le desorbitaron los ojos con aquella pregunta, pues ninguno de los dos había hablado de algo más. Lo único que era real era el fuego de la guerra.

Negó con la cabeza. No podía importarle. Con miles de días de batallas a sus espaldas y la posibilidad de algo maravilloso ante ella, decidió aceptarlo. Separó los muslos para dejar paso a sus dedos y arqueó el cuello al sentir sus caricias.

Su melena negra cayó como una cortina sobre sus brazos mientras él palpaba su humedad e introducía los dedos en su interior sin esfuerzo.

Las sirenas de Circe no tenían nada que envidiar a la sensualidad de Isobel. Era como el fuego y el agua en sus brazos, retorciéndose de placer bajo el efecto de sus dedos.

Marc blasfemó, porque no podía contener por más tiempo aquello que había estado intentando contener. Un encuentro sexual limitado. Empezó a sudarle la frente y perdió todo el control que se había prometido a sí mismo. No podía rechazarla.

Esa noche Isobel sería suya.

La levantó, le puso las piernas sobre sus muslos y se colocó de forma que la gravedad la lanzara sobre él. Sintió sus músculos alrededor de su miembro, tensos y húmedos. La penetró hasta el final y se apartó para volver a hacer lo mismo otra vez.

No podía parar, notar su humedad le excitaba más, el movimiento de sus pechos contra su torso, sus pezones erectos. La deseaba hasta quedarse sin aliento, hasta que los demonios de su interior le dejasen en paz.

No existía nada salvo ella y sus gemidos mientras la embestía una y otra vez, cada vez con más fuerza, acercándose al clímax, hasta que finalmente explotó y derramó su semilla en su interior.

No podía apartarse, no podía comprender qué acababa de suceder, por qué el control del que siempre presumía había quedado hecho pedazos. El corazón le latía desbocado en la garganta mientras pronunciaba sus palabras de agradecimiento.

—Muchas gracias —susurró mientras caían los dos sobre la cama, enredados el uno en el calor del otro

Isobel cerró los ojos y lo sintió dentro de ella todavía, preso de la tensión de sus músculos mientras ella disfrutaba de la plenitud del sexo.

La tierra se había movido. Recordaba que tres semanas antes, cuando el ejército del rey se acercaba a Ceann Gronna, le preocupaba no conocer nunca lo que ahora ya conocía.

Marc había dejado su sello en ella, su semilla dentro de su cuerpo. Deseaba aferrarse y saborear el momento, saber que una pequeña parte de él llevaba consigo la esperanza de un hijo, su hijo, concebido en una habitación después de la guerra.

—Debería apartarme —dijo él.

—No —Isobel le mantuvo inmóvil con la presión de sus muslos, obligándole a quedarse mientras el aire frío calmaba el calor de sus cuerpos.

—Si sigues haciendo eso, no me haré responsable de lo que pueda ocurrir a continuación, Isobel.

Le colocó una mano en el muslo, e Isobel pudo ver la cicatriz de su antebrazo. Estiró la mano y acarició la marca con el dedo.

—¿Cómo ocurrió esto?

—Era un niño sin vigilancia —respondió él, y se retorció para ocultar la lesión.

—Hay muchas cosas que no sé de ti.

Marc se estiró y la miró con sus ojos verdes.

—Pero hay muchas otras que sí sabes, mi amor —dijo con una sonrisa que le produjo un cosquilleo en su interior. ¿Mi amor? ¿Sería algo que había dicho sin pensar o algo que realmente sintiera?

Isobel empujó con las caderas hacia él y sintió que su miembro crecía de nuevo en su interior.

—Sí —susurró mientras él se daba la vuelta y se colocaba encima, con el peso apoyado en los codos—. Sí —repitió ella, y Marc le agarró la melena para mantenerla prisionera.

Se quedó mirándola mientras crecía dentro de ella, penetrándola todo lo posible hasta que se relajó.

Esa era la razón de ser de su cuerpo, aquel deseo abundante que brotaba de dentro, y cuando Marc encontró su pezón con la mano y se lo estimuló al mismo tiempo que la penetraba, ella se olvidó de la inhibición y gritó de placer.

—No pares, Marc. No te atrevas a parar.

Comenzó a temblar cuando Marc le levantó las caderas, y llevada por la pasión le clavó las uñas en la espalda mientras él le estimulaba aquel punto mágico entre las piernas.

Se quedó sin respiración cuando el torrente de placer que unía su cuerpo al de él explotó en un deseo primario sin barreras.

Lo deseaba dentro de ella, anclado al deseo y a la pasión. Sentía cómo algo florecía en el interior de su vientre mientras ella se retorcía entre sacudidas de placer.

Marc se apartó cuando ella se lo permitió, pero colocó sus dedos en el lugar que había dejado vacío, como si fueran pequeños precursores de un encuentro inacabado.

Se sentía agotada y saciada. Si un enemigo hubiese entrado por la puerta en ese momento, no podría haber movido un solo músculo. Relajada, aguardó a ver cuál era el siguiente paso de aquella lección amorosa con la que hasta entonces solo había podido soñar.

Marc debía marcharse, pues había sentido sus músculos tensos y apretados, y sabía que, si seguía, al día siguiente estaría dolorida. Pero su cuerpo no obedecía a su cabeza, y su miembro le pedía más mientras él se inclinaba y le estimulaba un pezón con la boca.

Por el momento Isobel Dalceann era suya. Durante aquella noche, en la costa salvaje del estuario, con las torres de Ceann Gronna reflejadas en un mar que llegaba hasta Europa, Isobel era su conquista, obediente y servicial. No recordaba haber tomado a una mujer tres veces seguidas, pero en su interior resurgió el calor y sus dedos comenzaron a moverse.

Sintió su aliento en la piel, sintió cómo su mano se deslizaba hasta su miembro erecto y lo guiaba desde atrás.

En cuestión de segundos la tenía de rodillas, con la melena cayendo sobre la colcha y sus pechos moviéndose con sus embestidas. En esa ocasión cambio el ritmo, primero deprisa y después despacio, con movimientos vacilantes que hacían que ella le rogase cuando se apartaba.

Estaba húmeda, y su humedad resbalaba por su miembro, acercándole al éxtasis. Cuando ella empezó a jadear, Marc se derramó en su interior una vez más y después se dejó caer encima de ella, sin importarle su peso.

El sudor y el olor a sexo llenaban la habitación. Marc deseaba quedarse allí para siempre, con ella debajo, con el mundo esperando fuera y varias horas antes de que amaneciera.

Solo con Isobel.

Solo existía ella.

Las sombras se apoderaban de la habitación mientras ella yacía aprisionada sobre la cama.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, hasta que resbalaron por su mejilla y cayeron sobre la colcha. Eso era lo que se sentía al ser utilizada por un hombre que comprendía el poder del sexo. Sin excusas, ni paños calientes. Sin delicadeza tampoco. Marc le había dado todo y le había quitado todo.

Otra lágrima más. Y pensar que ella había sido la promotora de aquel encuentro para poder escapar. Antes no comprendía la belleza inherente al sexo, y ahora sí.

Marc le había descubierto su propio cuerpo. Jamás se había sentido tan excitada como con él, y aquel placer aliviaba las tensiones de tantos días de asedio.

Cuando Marc se apartó, ella se volvió hacia él para mirarlo, pues no quería romper el vínculo que había entre ellos. Estiró la mano y entrelazó los dedos con los suyos.

—Mi marido no disfrutaba con mi cuerpo —dijo.

Él se rio y le apretó los dedos con fuerza.

—Entonces debía de ser un eunuco, si dejó pasar la oportunidad de amarte por completo.

—Creo que pensaba que era vergonzoso obtener placer en el lecho marital —nunca le había contado a nadie eso. Esperó una respuesta.

—¿Era un buen marido en otros aspectos?

—Sí —con una simple palabra se despojó de toda la culpa—. Era mi amigo.

—Entonces eras afortunada.

La llamada de uno de los guardias en la torre oeste los sobresaltó, y ambos aguardaron el grito de respuesta.

Se produjo segundos más tarde. La fortaleza se iba a dormir y todas las puertas estaban cerradas.

—¿Qué ocurrirá con Ceann Gronna?

—Será entregada a uno de los barones fieles a David a cambio de una cantidad de dinero que, imagino, irá a parar a las arcas reales.

—¿Entonces ya no será de los Dalceann?

—Pocas familias aguantan para siempre en sus dominios, Isobel. Da gracias de que la fortaleza no haya sido arrasada y que la gente de aquí siga viva.

—Doy gracias —se incorporó sobre los codos y lo miró a los ojos—. Tengo que darte las gracias a ti, Marc.

Él negó con la cabeza.

—Cuando llegues a Edimburgo, no me darás las gracias por nada.

—La actitud de mi padre no era responsabilidad tuya.

—Puede que no, pero tu bienestar sí lo es.

—¿Porque soy tu prisionera?

Marc volvió a reírse.

—Mucho más que so, sí.

Le colocó la otra mano en la nuca y tiró suavemente de su cabeza para darle un beso en los labios.

—No digas nada más —susurró él cuando Isobel se disponía a hablar, y la besó de nuevo para saborear su esencia.

Cuando ella se relajó, Marc le dio la vuelta bajo su cuerpo y aquellas cosas maravillosas volvieron a empezar.