Dieciséis

Isobel no podía dormir a causa del miedo por todo lo que había sucedido en los últimos días.

Desde su decreto, veinte pretendientes se habían presentado ante ella por mediación de un monarca que solo deseaba casarla cuanto antes y devolverla a Ceann Gronna con el problema de la fortaleza resuelto de una vez por todas.

Las caras de todos los que habían pedido su mano se mezclaban en la oscuridad de la noche. Algunos eran hombres buenos y amables. Algunos como Huntworth le ponían la piel de gallina cada vez que intentaban tocarla con cualquier pretexto.

Ninguno la hacía sentir como Marc de Courtenay, y ese era el problema. Ya no deseaba solo una unión política o pragmática, aunque el premio que recibiese a cambio fuese Ceann Gronna y su gente. No, lo único que deseaba era volver a sentir lo que había disfrutado con Marc, esas largas horas llenas de placer.

Movió las piernas al recordarlo y metió los dedos entre sus muslos, aunque un ruido en el exterior de su ventana hizo que aguantara la respiración y escuchase con atención. Las hojas arañaban la ventana con el viento como hacían desde que ella estaba allí, y el sonido lejano de voces no le preocupaba, pues el castillo tenía actividad hasta altas horas de la madrugada.

Pero había alguien ahí fuera. Lo sentía en los huesos.

Agarró la daga que le había robado a un soldado en el gran salón sin que este se diera cuenta. El arma resultaba tranquilizadora, y además se había dedicado a afilarla contra la pared de piedra.

Salió de la cama y se acercó a la ventana. No vio ninguna sombra extraña y se relajó ligeramente, pero dio un respingo segundos más tarde cuando la cerradura de su puerta comenzó a vibrar.

Alguien estaba intentando entrar. ¿Para matarla? No gritó. Era perfectamente capaz de enfrentarse a ello con el arma en la mano y el elemento sorpresa de su lado.

El intruso entró en la habitación menos de diez segundos más tarde y ella le puso la daga en el cuello, dispuesta a degollarlo sin dudar.

—Soy yo.

—Dios. Podría haberte matado.

—Bien —Marc se giró para mirarla y, cuando Isobel vio la marca roja en su cuello en el lugar donde había presionado con el cuchillo, supo lo cerca que había estado de cometer un error.

—¿Por qué no te has defendido?

—La puerta no estaba cerrada y no quería alertar a los guardias.

Se fijó en su daga, sacó un pañuelo de debajo de su túnica y lo abrió.

—Esta es una segunda opción —le dijo—. No sabía que ya tuvieras una.

Su cuchillo era más largo que el que ella tenía, pero igual de afilado.

—No dejes que McQuarry se acerque a ti estando sola.

Con la luz de la luna iluminando su rostro, Isobel supo lo que quería decir. Con un ojo morado y la mejilla magullada, Marc de Courtenay parecía un soldado herido.

—Cuatro soldados me han asaltado esta noche junto al castillo. He visto que eran del grupo de Huntworth.

—¿Te han dejado escapar?

—Les he obligado.

La soledad que había sido su única compañera durante tantos días se apoderó de ella, y se dio la vuelta para no dejarle ver lo que sabía que vería en sus ojos. Guardó la daga bajo la almohada y tomó aliento antes de volverse hacia él de nuevo.

—¿Cómo has llegado hasta aquí sin ser visto?

—Los pasillos están llenos de sombras. Me he aprovechado de eso.

—Si te encuentran...

No le dejó terminar.

—No me encontrarán. He oído que han indultado a tus hombres en la fortaleza bajo la promesa de que se queden en Fife y no vuelvan a rebelarse, salvo en el nombre del rey. Creo que David los dejará allí hasta que regreses a Ceann Gronna.

El alivio hizo que Isobel se sintiera mareada. Era todo cosa de Marc, claro. Nadie más en el mundo hacía que aflorasen sus emociones de esa forma.

—David quiere que el castillo esté a pleno rendimiento en el equinoccio de otoño, así que tus candidatos esperan una boda a finales de verano.

—No, no hay ninguno aquí con quien desee casarme.

Marc levantó un dedo y lo colocó sobre su labio inferior para silenciarla.

—Shhh.

Oyeron gente pasar por el pasillo junto a ellos, juerguistas que alargaban las celebraciones del día hasta bien entrada la noche. Cuando se hizo el silencio de nuevo, Marc habló en voz baja.

—¿Catriona McQuarry te ha dado algo hoy en el salón?

Isobel sonrió. Debería haber sabido que Marc habría visto el intercambio, pues incluso cuando no estaba mirando se daba cuenta de las cosas.

Se acercó a la cama y sacó el anillo de debajo del colchón.

—Esto. Me pidió que te dijera que tu padre bien podría ser el viejo conde de Huntworth. ¿Lo reconoces?

El sello del anillo brillaba a la luz del fuego.

—Yo nací de los últimos alientos de mi madre, como resultado de una breve aventura con un hombre con el que jamás debería haberse acostado. ¿Qué le hace pensar a lady Catriona que podría ser él?

—Decía que te pareces a él.

Marc negó con la cabeza y le devolvió el anillo.

—Si luchara mis batallas con tan pocas pruebas, jamás habría ganado una.

Isobel sabía que quería marcharse. Ya estaba mirando hacia la puerta, escuchando atentamente los sonidos del exterior.

—¿Volverás a venir?

Parecía distante e incómodo.

—Lo intentaré.

Isobel deseaba estirar la mano y acariciarle la cara, magullada en la pelea. Deseaba pedirle que se quedara a pasar la noche, hasta que amaneciera, y que la abrazara como había hecho en Ceann Gronna.

Pero Marc ya estaba abriendo la puerta y ordenándole que la cerrara detrás de él.

La telaraña crecía en torno a Isobel; primero la amenaza de ser una insurgente y ahora una nueva, pues las tres estrellas azules sobre fondo blanco estaban grabadas en su memoria como un tatuaje.

¿El conde de Huntworth? Marc no podía dejar de darle vueltas a esa posibilidad. Todo lo que había oído de Cameron McQuarry era malo; se trataba de un hombre violento y temperamental.

¿Y por qué Catriona McQuarry le había mostrado el anillo a Isobel y no a él?

Y también estaba el mensaje que había encontrado en su puerta la primera noche después de su regreso: «vigila tus espaldas y no hagas preguntas».

¿Preguntas sobre su padre o preguntas sobre Isobel Dalceann? Había puesto a Mariner a vigilar las escaleras que conducían a su habitación cuando él no estuviera allí, y solo había visto a un hombre alto pasar. ¿Alto y delgado como lady Catriona, que se disponía a entregar un mensaje que más tarde enfatizaría con la entrega del anillo?

Ya nada tenía sentido.

Nada salvo la sensación de que, cuando Isobel Dalceann estaba entre sus brazos, sus ojos oscuros parecían prometérselo todo.

La lista de enemigos aumentaba a su alrededor y no sabía exactamente quiénes eran. De pronto otro pensamiento surgió en su cabeza. ¿Acaso su presencia en la vida de Isobel representaría un peligro que acabaría con su vida igualmente?

Como con Madeline. Había muerto a manos de un hombre que le odiaba a él. ¿Podría ocurrir lo mismo en Escocia?

Un dolor agudo perforó una parte de su pecho que había permanecido años dormida.

Era hora de descubrir quién había sido exactamente el viejo conde de Huntworth.

Isobel se arrodilló frente a la pila de agua bendita de la capilla del castillo y rezó. Nadie más parecía usar aquella habitación. Las velas estaban encendidas a su alrededor y esparcían su fuerte aroma por la sala.

Por tanto le sorprendió oír una voz que la sacó de sus oraciones.

—Pensé que estaríais aquí —lady Catriona entró y se sentó en uno de los bancos—. ¿Conseguisteis enseñarle el anillo a De Courtenay?

—Así es, aunque él no había visto ese escudo antes.

—¿Os lo dijo así?

El tono de sus palabras era preocupante. Isobel buscó en su vestido y le devolvió el anillo.

—¿Vuestro marido os habló de Marc alguna vez?

—No, a mí no. No era de los que disfrutaban conversando. Estuve casada con él cinco años, y se me hicieron una eternidad. No tenéis idea de lo horrible que es un matrimonio que os degrada, lady Dalceann, pues vuestro marido era un incompetente, pero amable. Yo tenía veintidós años cuando mi padre me envió a Stirling, y casi treinta cuando él finalmente murió. No es venganza lo que busco, sino justicia. Yo miro a Marc de Courtenay y pienso que debería tener la oportunidad de saber de dónde viene.

Por primera vez desde que conociera a Catriona McQuarry, Isobel vio miedo tras su valentía.

—¿Por qué creéis que podría estar emparentado si no existen pruebas?

—Yo no he dicho que no existieran. A veces, cuando el viejo conde creía que nadie le veía, sacaba una caja llena de recuerdos. El apellido De Courtenay aparecía en todos ellos.

—¿Dónde está esa caja ahora?

—En Torwood, la finca de Huntworth, imagino. No soy bien recibida allí y no creo que Stuart McQuarry vaya a localizarla por mí.

—Pero creéis que Marc podría demostrar que es un McQuarry si la encontrara.

La otra mujer asintió.

—Sé que te gusta, Isobel, y siendo el hijo perdido de esa familia, tal vez podría presentarse como candidato para casarse contigo. Me recuerdas a mí hace muchos años, y creo que si hubiera habido alguien a mi alrededor que pudiera haberme ayudado, ahora sería una persona diferente. Más feliz.

Le dio vueltas al anillo en el dedo y este brilló a la luz de las velas.

—Mi hijastro, Stuart McQuarry, es un adversario peligroso, y habrás de tener cuidado en tu búsqueda de respuestas. Yo no podré volver a hablar contigo a solas porque, si Huntworth me viera, se aseguraría de que no volviera a hablar con nadie nunca más.

—¿Te mataría?

Sus ojos se llenaron de fuego.

—Cuando Marc de Courtenay atravesó a Archibald McQuarry con su espada en la fortaleza de Ceann Gronna, la mitad de mis problemas se resolvieron. Por eso estoy en deuda con él.

—Si yo puedo ayudar en algo...

Catriona no le dejó terminar.

—Ya me has ayudado, porque en ti veo a una mujer que no se dejará someter a la voluntad de los hombres. Es mi refugio.

Hubo otra reunión en el castillo la tarde siguiente, y Marc de Courtenay se sentó a la mesa principal junto a ella.

Isobel no pudo disimular su sorpresa cuando le mostraron su asiento. Además, Marc iba vestido con una ropa que no le había visto llevar antes; una túnica rojiza de terciopelo con un cinturón de cuero con joyas incrustadas. El dibujo del lobo aparecía bordado en el pañuelo del cuello.

En compañía de los demás, Isobel se sentía menos segura de su relación, pues la intimidad de sus citas nocturnas quedaba relegada allí a la formalidad y a los modales. No había nada de complicidad ni de cercanía cuando él la miró.

—Espero que estéis a gusto en el castillo, lady Dalceann —dijo.

—Desde luego, sir Marc. Me han dado una bienvenida muy calurosa —en los bancos de la sala, la gente los observaba. Isobel comprendía que estaba interpretando un papel allí, el de una mujer presentada en la corte por un comandante. Solo política y guerra, nada de amor.

Amor.

Se sonrojó al pensarlo, pues lo único que deseaba hacer era entrelazar los dedos con los suyos y no soltarlos jamás.

Cuando Marc levantó su pedazo de pan, ella vio que llevaba un anillo grabado con dos leones y varias flores de lis. El escudo de los Valois. Había visto un dibujo en un manuscrito en la capilla de la fortaleza. ¿Por qué iba a llevarlo entonces en compañía de otro rey si lo que significaba era falso?

Se le ocurrió de pronto otra cosa. Tal vez no fuera falso. Y otro pensamiento más surgió en su cabeza. El día anterior le había dicho que no reconocía el escudo de los Huntworth, aunque también podía haber sido una mentira.

Deseaba contarle sus sospechas y la confesión de Catriona McQuarry, pero no era el momento ni el lugar. Allí eran los invitados de David en su castillo, donde una palabra de más podría tener consecuencias.

—Vuestras hazañas en Francia son legendarias, sir Marc. ¿Habéis participado en los torneos de Burdeos?

Era una pregunta vacía, pero fue lo único que se le ocurrió, pues el hombre que tenía sentado al lado estaba escuchando su conversación.

—Una o dos veces, aunque hace ya muchos años.

La rubia Anne de Kinburn, sentada más allá de la mesa, se rio como se reían a menudo las mujeres allí, con gran artificio y ninguna gracia.

—Podéis contar con mis favores para cualquier torneo, sir Marc —dijo—. ¿Cuánto tiempo os quedaréis en Edimburgo?

Su piel de alabastro y la promesa de su escote se veían con aquel corpiño de corte bajo. Era una mujer que sabía exactamente cómo usar sus atributos. Por primera vez en toda su vida, Isobel deseó conocer aquellos trucos femeninos mientras observaba la conversación.

—Regresaré a Francia antes de que empiece el invierno, lady Anne.

—¿A luchar otras batallas?

Él asintió.

—Felipe también tiene enemigos.

—Pero al menos habéis acabado con uno de los de David, milord, pues la fortaleza de Ceann Gronna por fin es leal. Debe de ser un alivio para vos poder volver al rebaño, ¿verdad, lady Dalceann?

¿Anne de Kinburn podía estar haciéndole aquella pregunta con total inocencia? Había perdido su fortaleza y a muchos de sus hombres con ella. La sangre teñía los adoquines de piedra.

—Alivio no es la palabra que yo usaría, lady Anne.

—¿Entonces tal vez gratitud, lady Dalceann?

Isobel permaneció callada y, al fijarse en los ojos verdes de Marc, vio la advertencia.

—Soltadme —una voz se alzó sobre las demás en la sala, e Isobel vio a Catriona McQuarry intentando soltarse la mano de una hombre alto y corpulento.

El hombre parecía no hacerle caso mientras la arrastraba de su asiento y la llevaba hacia la puerta. Todos a su alrededor la ignoraron y observaron la escena con la indiferencia de aquellos que no querían verse implicados en un escándalo.

—Catriona McQuarry siempre está haciendo una escena —observó Anne de Kinburn mientras mojaba un pedazo de pan en la salsa que quedaba en su plato.

—Creo que un hombre fuerte podría hacerle mucho bien. Tal vez sea ese.

Los demás se rieron.

Isobel advirtió que el hombre le estaba dejando marcas en el antebrazo a Catriona. Incluso el trovador que tocaba el arpa en el otro extremo de la sala dejó de tocar.

Catriona era una mujer que no había cultivado su fuerza física y no conocía los trucos que hasta el más pequeño de los adversarios podría utilizar para liberarse. No, no atacó como debería haber hecho.

Sin pensárselo dos veces, Isobel se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.

—Lady Catriona os está diciendo que desea que la soltéis.

Cuando el hombre la ignoró, ella se acercó y le retorció el otro brazo, como le había enseñado Ian en Ceann Gronna Entre gritos de dolor, el hombre se giró hacia atrás, se le enredaron los pies en las patas de un banco y acabó cayendo al suelo de nalgas.

Catriona estaba temblando, y agarró a Isobel del brazo como si el mundo dependiera de ello.

—Nadie debería obligaros a ir donde no queréis, lady Catriona.

Se hizo el silencio, de modo que Isobel le dio la mano y la sacó de la habitación.

—Dios —Marc blasfemó en voz baja al ver la escena que tenía ante él, pues Isobel acababa de darle a Huntworth todas las razones del mundo para odiarla. Sabía que ese hombre era uno de los subalternos de McQuarry, aunque Isobel no lo supiera, y el silencio de la sala comenzaba a romperse con conjeturas susurradas mientras la corte intentaba encontrarle el sentido a todo aquello.

—¿Acaso lady Dalceann no teme el castigo? —preguntó Anne de Kinburn.

—Creo que podría hacerle frente si eso sucediera —contestó el hombre que Marc tenía al lado.

—Catriona McQuarry no ha sido la misma desde su matrimonio. ¿Qué le ha hecho Isobel Dalceann a MacDougal en el brazo?

—Tal vez sea la brujería, pues nunca había visto una reacción semejante con un movimiento tan pequeño.

Todos los asistentes miraban hacia la puerta con la esperanza de que Isobel reapareciera. Marc se recostó en su silla intentando controlar la ira que sentía. ¿Acaso Isobel Dalceann nunca tenía en cuenta su propia seguridad y tenía que ser siempre él quien la rescatara?

Un murmullo de alarma sobrecogió a la habitación. Imaginaba que debía de ser el tipo de sensación que experimentaban los ratones en un campo de maíz cuando un halcón hambriento sobrevolaba en busca de su cena.

Isobel Dalceann era tan hermosa como letal, y la llave que le había hecho al hombre que acosaba a lady Catriona era algo que él nunca había visto. El hombre seguía sacudiéndose la mano minutos después, con los dedos rojos y rígidos.

Marc deseaba reírse y seguir a Isobel, pero sabía que eso levantaría las sospechas que tanto deseaba evitar. La gente tenía que percibir su indiferencia si quería serle de ayuda a Isobel en Edimburgo.

De modo que levantó su copa y se giró hacia la mesa.

—Por la valentía —dijo para brindar, con la esperanza de que sus palabras pudieran convertir la agitación en respeto.

—Stuart sabe que te di el anillo —dijo Catriona, sentada en la cama, mientras intentaba recomponerse—. Debo de tener razón. Seguro que hay algún tipo de relación entre los McQuarry y De Courtenay que no quieren que se sepa —había pasado al menos una hora y ella seguía temblando.

—Nadie te hará daño, Catriona, porque no lo permitiré.

Una angustia renovada inundó la habitación.

—Es diferente entre nosotras, ¿no te das cuenta? Yo antes era como tú, y ahora...

—Pero si tú eres valiente. Pocas mujeres se habrían arriesgado a sufrir la ira de los McQuarry al enseñarme el anillo.

La esperanza resurgió en los ojos de la otra mujer, confiriéndole una gran belleza.

—Había olvidado lo que era la esperanza hasta que llegaste a Edimburgo, Isobel, pero por el momento creo que me retiraré a la casa de mi padre en Escocia. Ya no estoy segura en Edimburgo, aunque, si necesitas un lugar de refugio, serás bien recibida allí.

—En este momento estoy bajo la voluntad del rey, pero tal vez con el tiempo...

A Isobel le gustó la manera en que le apretó la mano justo antes de que un sirviente del rey entrara en la habitación y le dijese a Catriona que le acompañase a ver a David. Isobel imaginaba que un monarca gobernaba bien sabiendo todo lo que ocurría en su corte, y esperaba que la influencia del padre de Catriona fuese suficiente para garantizarle seguridad.

Marc estaba esperando fuera, apoyado en la pared, con dos hombres del rey observándolo con interés en la distancia. Se apartó de la pared cuando la vio.

—¿Queréis dar un paseo, lady Dalceann?

La mirada de su rostro la desconcertó. El hombre indiferente y distante del castillo había desaparecido.

Frente a ella veía ahora una furia apenas contenida y unos músculos de la mandíbula apretados.

A Isobel le alegró que el jardín estuviera vacío cuando llegaron. Un viento fresco agitaba sus faldas, y tuvo que sujetarlas con las manos mientras esperaba a que él hablara.

—Hay ciertas normas en una corte real que conviene tener en cuenta. Una de ellas es no enfurecer a quienes tengan el poder de hacerte daño.

—Hablas de Catriona McQuarry, sin duda. Ese hombre estaba arrastrándola en contra de su voluntad y...

Marc no le dejó terminar.

—Ese hombre era uno de los secuaces de Stuart McQuarry, y la seguridad en Edimburgo reside en aparentar ser justo la persona que no eres.

Con el sol reflejado en su pelo, no parecía en absoluto el señor de la guerra en torno al que todos allí caminaban de puntillas, lo cual venía a demostrar su teoría.

De pronto Isobel empezó a sentir que no podía seguir haciendo esfuerzos para comprenderlo.

—¡Y qué bien se te da eso a ti! No serás un Huntworth, pero el viejo conde tenía una caja de recuerdos con tu apellido en todos ellos. No tendrás sangre real, pero el anillo que llevas tiene el escudo de la familia Valois de Burdeos. Un comerciante textil. Un soldado. Un traidor. Un amante. Un mercenario del rey, incluso aunque la ley te parezca injusta —se carcajeó, pero la risa sonó forzada y quebradiza—. Eres tantas cosas, Marc de Courtenay, que se te ha olvidado quién eres realmente.

—Oh, sé perfectamente quién soy. Soy un bastardo. Mi madre se dejó encandilar por un extraño que después abandonó Francia y la dejó morir de vergüenza. Se llamaba Beatrice y era prima segunda del rey, demasiado inocente para comprender que las palabras y las acciones de un noble escocés eran falsas. Ese es el tipo de hombres al que te enfrentas aquí, Isobel. Hombres que solo quieren aprovechar su oportunidad sin importarles a quién arruinen en el proceso. Verán tu aislamiento y se alegrarán. Eres un blanco fácil, pues tu padre era un disidente enloquecido y tu fortaleza ha sido el tema de muchas historias.

¡Un mito y muchos rumores! A Isobel le decepcionaban sus argumentos.

—Entonces moriré luchando con la justicia de mi lado.

Marc negó con la cabeza.

—No. Morirás poco a poco, como Catriona McQuarry o como mi madre, porque los hombres como Huntworth no se manchan las manos con estos asuntos.

—El rey ya sabrá que el subalterno de Stuart McQuarry le ha hecho daño a Catriona. Su padre también es poderoso.

—Y puede que te haga caso durante un rato, hasta que el dinero le vuelva sordo.

—¿McQuarry le sobornaría para casarse conmigo?

—Sin ninguna duda. Y la corte te recordará como la mujer Dalceann a la que un lord poderoso tuvo que enseñarle una lección sobre las obligaciones de una esposa.

—No te creo.

—Pregúntale entonces a lady Catriona.

Isobel se apartó de él para intentar entender lo que acababa de decirle.

Las intrigas de su fortaleza en Fife no eran nada comparadas con Edimburgo, y todo lo que Marc decía empezaba a cobrar sentido.

Era una principiante en los juegos a los que Marc llevaba años jugando en el escenario de los reyes y en los teatros de la guerra, y entonces comprendió en un segundo lo que había hecho.

Le había implicado a él en todo aquello. No era de extrañar que estuviese furioso.

—Entonces te libero de cualquier obligación para conmigo, Marc.

Marc la agarró del brazo con fuerza.

—Menuda mentira, Isobel. Sabes bien que no podemos liberarnos de lo que hay entre nosotros.

A lo lejos, se acercaba un grupo de gente por un camino, y por encima, en lo alto de las murallas, los guardias estarían observándolos sin duda. Edimburgo tenía ojos y oídos en cada esquina. No podían seguir hablando.

—Mantén tu cuchillo a mano y no te adentres en los lugares oscuros del castillo.

Sin más, Marc despareció por la puerta que conducía hacia el patio exterior. Isobel vio la luz del sol reflejada en su figura mientras se abría paso a través de un grupo de lores y damas.