Catorce
Isobel mantuvo la cabeza alta y las manos quietas mientras esperaba junto a Marc de Courtenay una audiencia con el rey.
Había por lo menos cien personas de la corte de Edimburgo mirándola. Ella no los miraba directamente, sino que miraba por encima de sus cabezas para no ver lo que suponía que vería.
Odio y desprecio.
Había oído los gritos de rabia dirigidos hacia ella mientras ascendían a pie por la colina de Edimburgo hacia el castillo, con casas altas a cada lado y un olor que no se parecía a nada que hubiese olido antes.
Allí, en el castillo, Isobel no recordaba haber estado tan asustada en toda su vida.
Junto a ella, Marc estaba muy quieto. La guerra y la batalla caminaban con él como sus acompañantes. El verde de sus ojos era del mismo color que ella imaginaba que sería la amenaza.
Le vinieron a la cabeza imágenes de cuando le había hecho el amor, pero era como si se tratara de un hombre completamente diferente. Nadie allí dudaría de su fuerza ni de su habilidad para enfrentarse al peligro. Vio ese mismo pensamiento en los ojos de los espectadores cuando finalmente se dignó a mirar.
De modo que ella no era la única que había ido a Edimburgo como extranjera. Se preguntaba si él también podría sentir el temor de la gente, aunque la expresión de su rostro indicaba que no le importaba. Era un hombre solitario a las órdenes del rey Felipe. Un hombre definido por su trabajo. Todo su cuerpo parecía bajo control.
Finalmente un mensajero se acercó y se abrieron las puertas situadas en un extremo de la habitación.
En el interior, a la cabeza de una sala llena de gente, Isobel pudo distinguir el trono del rey.
David II, rey de Escocia, no era un hombre alto ni particularmente guapo, pero sus ojos tenían la capacidad de dar órdenes, y en ese momento estaban puestos en su persona.
—Lady Isobel Dalceann, milord —dijo una voz—. La jefe del clan Dalceann en la fortaleza de Ceann Gronna, y sir Marc de Courtenay, El Lobo de Burdeos.
¿El Lobo de Burdeos?
Isobel había oído ese nombre muchas veces cuando era más joven. ¿El Lobo de Burdeos era Marc de Courtenay? ¿Un hombre cuyas campañas a lo largo y ancho del mundo habían sido el tema de las canciones de los bardos y trovadores durante una década?
Un hombre curtido en la batalla y el derramamiento de sangre. ¿Sería eso lo que había intentado contarle la noche anterior? Aquel era el hombre que rara vez hacía prisioneros. El hombre que ganaba dinero por todas las almas que se llevaba. Ella no era nada comparada con él.
Sentía que apenas podía respirar. No se atrevía a mirarlo mientras el rey David seguía hablando.
—De vuelta en casa tras una campaña de éxito, parece. ¿Tenéis algo que decir al respecto, De Courtenay?
—Desde luego, señor —dijo Marc con una reverencia, y después comenzó a hablar con voz pausada y firme—. Ceann Gronna es una fortaleza que ahora está en manos de la corona escocesa. Los últimos de sus soldados están bajo custodia en las mazmorras. Glencoe y yo hemos llegado desde el norte esta mañana. El conde de Huntworth, Archibald McQuarry, murió a golpe de espada tras incumplir las normas del tratado e intentar robar el oro que iba a ser vuestra recompensa, milord.
—¿Y dónde está el oro ahora?
—Está aquí, a vuestra disposición.
Isobel le vio colocar a sus pies un saco especialmente diseñado con asas y refuerzos de cuero. Sabía que la carga sería pesada, pero a juzgar por cómo lo levantaba parecía tan ligero como una pluma. Isobel apretó los dientes e hizo todo lo posible por parecer una doncella sin nada que decir.
—¿Han arrasado la fortaleza?
—No. Sigue intacta, milord.
—Entonces es un tesoro que añadir a mi colección, De Courtenay. Bien hecho.
—La jefa del clan Dalceann, lady Isobel, también ha venido al castillo, señor. Viene con el peso de los actos de su padre sobre sus hombros, pues fue Donald Dalceann quien empezó la rebelión que ha destruido Ceann Gronna, sin darle a su hija alternativa, salvo la de intentar salvar a su gente.
—Da un paso al frente —la voz de David no daba pie a la desobediencia cuando le hizo gestos para que se acercara, e Isobel intentó por todos los medios comportarse como lo que Marc acababa de decir; la hija asediada de un padre descuidado—. No parecéis una bruja. No tenéis la apariencia de alguien que haya vendido su alma al diablo. ¿Qué decís vos, De Courtenay?
—Yo digo que es una mujer que ha sido engañada por los hombres de su entorno. Digo que las historias que circulan sobre ella en Edimburgo son falsas y que lleva la marca del engaño de su padre en la mejilla. También digo que en su cuello encontré esto —sacó una cadena y la sostuvo en el aire. De ella colgaba un diente amarillento incrustado en un broche—. Cuando se lo quité, no desapareció en una nube de humo como algunos creían, señor. Esta baratija no era más que el diente de algún animal marino que encontró en las playas cercanas a Ceann Gronna. Se lo quedó para recordar el poder de aquello que hay bajo el agua. Nada más. Lady Isobel Dalceann se presenta ante vos hoy con dolor en su corazón por los problemas que os ha causado su fortaleza, y con la esperanza de que una mayor cantidad de oro sea suficiente para haceros comprender su arrepentimiento y permitirle declarar su lealtad a vuestra causa.
—Vuestras palabras son fuertes, sir Marc —el rey se puso en pie y se acercó a ella. Isobel le sacaba media cabeza. Intentó hacer una reverencia de manera apropiada y no le miró directamente, como le habían aconsejado.
Sin embargo, cuando el rey le levantó la barbilla, no le quedó más remedio que mirarlo a los ojos. El miedo la mantenía inmóvil.
—Es de una belleza admirable. Un tesoro valioso. Sería una pena perder una cosa tan bonita.
Isobel tragó saliva. ¿Significaba eso que mandaría ejecutarla?
Marc, sin embargo, no había terminado su alegato.
—Cuando me enviasteis a Fife, prometisteis una recompensa si regresaba triunfante. Lo que deseo es que lady Isobel Dalceann pueda mostrar su lealtad a la causa de Escocia y a vuestro reinado, señor.
David se quedó quieto, observando a Marc de cerca y pasándose los dedos por la barba que cubría su barbilla. Finalmente se dirigió a ella.
—Sir Marc se toma muchas molestias por defender vuestra actitud, lady Dalceann. ¿Es eso lo que realmente deseáis?
—Así es, señor —respondió ella con una voz temblorosa que no soportaba.
—¿Me juráis lealtad a mí y a mi corte?
—Lo juro, mi señor.
—Muy bien. Te quedarás aquí, en la casa de los Bruce, durante un mes. Si pareces sincera y obediente, te casaré con alguno de mis barones. Si no...
Dejó abierta la otra opción.
—De Courtenay, siempre estaré en deuda con vuestro señor, Felipe de Francia, por enviaros en mi ayuda. Ofreceré un festín en el castillo mañana en honor a la victoria. Espero que asistáis.
Chasqueó los dedos y Marc y ella fueron conducidos hacia una puerta situada a la izquierda, antes de que otro grupo de gente se acercara a ver al rey.
Isobel sentía a Marc a su lado, sentía el roce de su sobrevesta contra la de ella, pero cuando se detuvo para que pasara delante de él, el momento se desvaneció.
Cuando llegaron a la siguiente puerta, un sirviente del rey le indicó a Isobel que le siguiera.
—¿Será seguro? —le preguntó a Marc en voz baja; su discusión del día anterior había quedado olvidada bajo el peso de la corte.
—Por el momento —respondió él—. Pero no bajes la guardia.
Entonces desapareció y ella se quedó sola, caminando por los pasillos del castillo en compañía de su sirviente y dos doncellas de la corte que la seguían, ambas vestidas con ropa mucho más elaborada que la suya.
Marc regresó por las antesalas con paso firme. Había visto el modo en que Isobel le había mirado al oír su apodo.
El Lobo de Burdeos.
Normalmente el epíteto servía para mantener la distancia de los demás, pues las leyendas que circulaban sobre él le volvían temible.
Pero con Isobel solo había visto rabia.
También había visto la mirada de sorpresa en su rostro cuando había sacado el diente colgado de la cadena. Pero había que manejar las mentiras con cuidado, y por experiencia sabía que usar parte de una mentira siempre hacía que los hechos resultasen mucho más creíbles. La gente deseaba que le explicaran el mito, y la mejor manera de hacer eso era con la teatralidad de las medias verdades.
Medias verdades para salvarle la vida a Isobel, ¿pero permitir que se casara con uno de los barones de David? Intentó asimilar ese posible resultado, pero no lo consiguió.
Le dolía la cabeza por la complejidad de la situación. Tenía poca influencia allí, salvo una reputación de ser buen luchador y un parentesco no reconocido con Felipe de Francia.
No era suficiente para pedir la mano de Isobel en matrimonio. Era un bastardo medio francés. Nunca había formado parte de la sociedad escocesa e Isobel necesitaba eso si quería sobrevivir allí.
Esperaba que David fuese fiel a su promesa de protección y que en la casa de los Bruce no hubiese ningún asesino que pudiera sacar beneficio con la muerte de una disidente, a pesar de la indulgencia del rey.
Madeline.
El nombre de su esposa surgió sin previo aviso diez años después de su asesinato. También había creído que ella estaba a salvo. El viento en los pasillos del castillo silbaba contra la piedra de las paredes, igual que en Burdeos, cuando había encontrado el cuerpo sin vida de su esposa, embarazada de un bebé que nunca nacería.
Madeline. Dulce y dócil. Confiada y amable. Toda esa bondad había acabado por matarla.
El corazón duro de Isobel Dalceann era parte de la razón por la que se sentía atraído por ella. No se dejaría engañar por la traición y podía pelear mejor que muchos hombres.
Sonrió. Con ella a su lado probablemente pudiera gobernar el mundo.
Un grupo de hombres que caminaba en la otra dirección se detuvo para dejarle pasar. Marc reconoció la cara de Stuart McQuarry, el nuevo conde de Huntworth, que tenía la misma mirada maliciosa que su hermano.
Con otros diez a su alrededor, en un lugar público, McQuarry dio un paso al frente.
—Puede que creáis que podéis engañar a David para proteger a lady Dalceann, De Courtenay, pero dos miembros de mi familia han muerto en la fortaleza de Ceann Gronna y no se ha hecho justicia. Creedme, alguien va a pagar por ello.
—Isobel Dalceann está bajo la protección de David. Tened cuidado con vuestras acusaciones, o puede que no queden hermanos Huntworth.
—¿Eso es una amenaza?
Marc negó con la cabeza.
—No, es un hecho. El rey no tolera a aquellos que quieren hacer daño a sus invitados.
—Esa bruja ha venido aquí a engañarlo. Probablemente apuñale a alguien antes de que acabe la semana, dada su reputación.
—Entonces dejad que ella misma se desacredite. No tiene sentido que os sacrifiquéis por una causa que ya está perdida.
La atmósfera pareció cambiar a su alrededor. Muy sutilmente. ¿Acababa de concederle más tiempo a Isobel, o simplemente se lo había arrebatado? Tendría que advertirle, claro, y también habría que vigilar al grupo que tenía delante. Memorizó sus caras para futuras referencias. La corte en Escocia albergaba tantas intrigas como en Francia, y a él siempre se le había dado bien esquivar las amenazas. Sin embargo, McQuarry no había terminado.
—Puede que otros os teman, De Courtenay, pero yo no soy uno de ellos, y solo se tolerará durante cierto tiempo a un intruso enviado por el rey francés.
—Estoy de acuerdo.
Con una sonrisa, Marc dio un paso atrás para dejarles pasar. Eran hombres de poco criterio y menos diplomacia, pero por experiencia sabía que aquellos que se sentían marginados siempre eran peligrosos. Recordó entonces la flecha que había estado a punto de acabar con su vida en Ceann Gronna. ¿Sería la traición un rasgo innato en los hijos de McQuarry?
Agarró la empuñadura de su daga mientras los veía marchar.