Tres
Isobel Dalceann se había ido cuando Marc volvió a despertarse. El dolor de cabeza inminente que había advertido durante la noche se había convertido ahora en una maldición palpitante.
Simon parecía estar tan mal como él, y temblaba del mismo modo que había temblado el marinero de El Havre la noche anterior, con los ojos tan rojos como la sangre.
Los dos escoceses estaban sentados junto al fuego, calentándose las manos.
—¿Hay agua? —le preguntó Marc al más joven de los dos.
—Eso depende de quién la quiera —respondió el que se llamaba Ian mientras levantaba un brazo para detener al otro.
Angus, así lo había llamado Isobel Dalceann. El joven se parecía mucho a Ian. Tal vez fueran parientes.
—Mi amigo está ardiendo...
—Entonces un baño en el océano le vendrá bien —Ian se levantó y caminó hacia ellos con malicia.
—Ayer vi un arroyo cerca de aquí. Eso le vendría mejor.
Ian frunció el ceño y cambió de tema completamente.
—La insignia del brazalete que te quitamos, ¿qué significa?
—La compré en una ciudad al norte de Francia. Tal vez denote un parentesco o el reconocimiento de alguna propiedad.
—O tal vez estés aquí espiando para el rey.
—Felipe VI de Francia está demasiado ocupado con sus propios problemas como para preocuparse por los de Escocia.
—Yo estaba hablando de David, rey de Escocia.
—Como proveedor de ropa de calidad recién llegado desde Bretaña, dejo la política para aquellos que la entienden.
Marc reforzó su acento y se encogió de hombros para quitarle importancia. La indiferencia era su propia defensa. Eran los pequeños gestos los que hacían que una persona se creyera una mentira, y no los grandilocuentes. ¿Hacía cuánto tiempo que había aprendido aquello? Se puso en pie con dificultad.
—¿Ropa como esa sobrevesta que llevas? —preguntó Angus con interés.
—Desde luego —el terciopelo escarlata de la prenda brillaba con la luz de la mañana—. ¿Dónde está la mujer?.
Marc intentó no mostrar interés por la respuesta, pero supo que no lo había conseguido cuando el otro le dio un puñetazo en la cara. Se tambaleó, recuperó el equilibrio y desde su ceja izquierda resbaló un hilillo de sangre que tiñó su mundo de rojo, mientras resurgía el instinto de soldado que había en él.
—Isobel Dalceann no es nada tuyo. He visto cómo la mirabas con la luz del fuego en los ojos y el deseo en las entrañas.
El escocés sacó un cuchillo mientras hablaba; Marc le dio una patada y lo lanzó al suelo. Los años de práctica hacían que fuese una tarea tan fácil que podría haberlo hecho en sueños. Cuando el hombre quedó tendido en el suelo, inconsciente, él se giró y vio que el más joven se había marchado y había dejado el odre con agua en el camino. Marc colocó las palmas de las manos sobre la tierra del camino y escuchó los sonidos alejándose en el silencio. Probablemente iría en dirección a la fortaleza. Isobel Dalceann ya le había dicho que estaba a menos de dos días andando hacia el oeste.
Edimburgo estaba en la misma dirección, en una bahía fortificada, a unos cuatro días a pie, y Simon no estaba en condiciones de lograrlo.
Agarró el cuchillo de Ian, presionó la hoja contra la cuerda de su muñeca y empezó a deslizarla de un lado a otro para romperla. Cuando se liberó cortó las cuerdas de Simon. Sintió un terrible dolor en el brazo al moverlo y vio cómo la sangre se extendía por el vendaje y goteaba desde sus dedos. Presionó la herida con fuerza y miró a su alrededor. Habían dejado una ballesta y una manta. Le indicó a Simon que las recogiera, él anudó las cuerdas cortadas para formar una más larga y ató a Ian al tronco de un árbol.
No estaba muerto.
Una parte de él sabía que debía cortarle el cuello allí mismo, en la soledad del claro, lejos de las miradas de los demás, pero Isobel Dalceann había sonreído a aquel escocés como una amiga, y sintió una reticencia incómoda, la necesidad de complacer.
Simon estaba tosiendo de manera alarmante y respiraba de forma entrecortada.
—Esto-toy helándo-dome.
Marc sabía que la realidad era lo contrario, pues había sentido su piel ardiendo al desatarlo. Le quitó la túnica y la manta y se dirigieron hacia el arroyo que habían cruzado el día anterior cerca de la playa. Los temblores de su amigo habían empeorado y se habían convertido en unos espasmos que disminuyeron un poco cuando Marc lo metió en el agua y lo mantuvo ahí.
—Dios —murmuró cuando la sangre de su brazo se extendió por el agua y Simon comenzó a llorar.
Isobel se mordió el labio inferior y pensó en el momento en que su vida había cambiado, de una cosa a otra y sin oportunidad de que fuera distinto.
Se llevó la mano a la cara y recorrió la cicatriz que se perdía en el pelo bajo su oreja izquierda. Si hubiera podido retroceder dos años lo habría hecho, y si hubiera podido retroceder cinco más, mucho mejor.
¡Tantos malditos años de guerra! Estaban grabados en su rostro como las arrugas de la edad. Alisdair muriendo a manos de su padre, e incluso mientras abandonaba este mundo su marido había rogado clemencia y perdón, hasta que la sangre resbaló por la comisura de sus labios. El padre de Isobel siempre había sido un hombre inestable y ella había pasado gran parte de su juventud esquivando sus golpes. La odiaba porque James se había ido y se había quedado ella, una hija que se parecía demasiado a la traidora de su esposa.
La rabia que crecía a veces en su interior le cortó la respiración y tuvo que detenerse junto a un árbol y agachar la cabeza para controlar el pánico.
Siempre ocurría así, de manera inesperada y violenta; todos los arrepentimientos de una vida canalizados en un momento horrible sin sentir jamás consuelo alguno.
Palpó el anillo de plata que llevaba en el dedo y se sintió mejor. Por dentro del anillo, Alisdair había grabado la palabra «Fe». En su momento se había preguntado si se refería a la fe en Dios o a la fe en él. Ahora utilizaba la palabra para guiar su vida. Fe en que lo que hacía fuese justo. Fe en proteger a aquellos que aún quedaban en Ceann Gronna. Fe en los viejos derechos sobre la propiedad de la tierra y los clanes.
Miró hacia el oeste. Las nubes oscurecían el horizonte y la lluvia caía con más fuerza que durante la noche.
Los senderos que conducían a su hogar estarían embarrados y serían difíciles de recorrer, y el tiempo que tardaría en llegar a la fortaleza sería el doble en esas condiciones.
Se había marchado hacía ya cuatro horas y el sol estaba alto. Tenía que volver y asegurarse de que sacasen a los desconocidos de las tierras de los Dalceann. Con determinación sombría se dio la vuelta para caminar contra el viento.
Vio en la distancia al de ojos verdes y a su amigo, a unos tres kilómetros de donde habían acampado, pero Angus e Ian no iban con ellos. Inclinó la cabeza hacia un lado y escuchó.
¿Dónde diablos estaban sus hombres? ¿Por qué habían permitido que aquellos desconocidos recorrieran el camino hacia Edimburgo sin ayuda?
James se había quitado la sobrevesta escarlata y ahora la llevaba del revés, y el satén oscuro del forro se mezclaba con el color de los árboles. El que se llamaba Simon iba colgado de su brazo. Su cojera era pronunciada y resultaba más un estorbo que otra cosa.
Con cuidado, Isobel se escondió entre la maleza y los observó mientras se acercaban. James fue el primero en verla. Tenía la venda blanca manchada de sangre coagulada y llevaba el brazo levantado contra el pecho.
Cuando James le dirigió una sonrisa, ella tuvo que contener una súbita e inexplicable necesidad de tocarlo.
—¿Dónde están los demás?
—El más alto está atado en el claro donde hemos dormido...
—¿Vivo? —cuando James asintió, Isobel experimentó un profundo alivio—. ¿Y Angus?
—Huyó... hace varias horas.
Su cara a la luz del día era más angulosa de lo que recordaba; vio el cuchillo de Ian bajo su cinturón.
James se fijó en las palomas que había capturado en la pendiente de Alamere Creagh y después la miró a la cara. Isobel vio que fruncía el ceño antes de girar la cabeza.
Isobel Dalceann era como el intervalo entre un relámpago y un trueno, cuando el mundo contenía la respiración a la espera de lo que estaba por pasar. Una mujer distinta al resto, incomprensible e impredecible.
Deseó que por un momento pudiera ser amable, vulnerable o tierna, que sonriera o negara con la cabeza como hacían las personas que se sentían inseguras, que se acercara y le ofreciera consuelo a Simon.
Pero no hizo ninguna de esas cosas después de indicarles que la siguieran; no eran más que subalternos detrás de ella, rodeados por un bosque denso que los protegía de las ráfagas de lluvia. Los pájaros muertos colgaban de su hombro como un mal presagio.
A él le dolía horriblemente el brazo y el peso de Simon le hacía tambalearse. Hasta un tonto se habría dado cuenta de que, si no divisaban pronto un pueblo, estaría sentenciado. E Isobel Dalceann estaba lejos de ser tonta.
Descendieron por unas enormes dunas de arena hasta llegar a una bahía con un arroyo rodeado de flores y mariposas.
—Ponlo ahí —dijo ella finalmente cuando Simon hizo gestos de que no podía continuar. Extendió su manta y se arrodilló a su lado.
Isobel pasó la mano por la pierna herida y sintió la hinchazón bajo la palma. El calor de la infección la sorprendió.
La noche anterior aquel hombre no había mostrado síntomas de lesión alguna, salvo por el frío del océano en los huesos, y maldijo para sus adentros al ser consciente de su descuido. Debería haberlo atendido hacía horas, cuando el daño era menor y los temblores no se habían apoderado de él.
Con un movimiento rápido de su daga, abrió la tela rasgada del pantalón desde la ingle hasta la rodilla. La carne hinchada de la parte superior del muslo estaba machada, y supo al instante que no podría hacer nada más.
Se inclinó sobre su pecho para comprobarle el pulso.
—¿Puedes ayudarlo? —había un tono en la voz de James que no había oído antes.
—La ayuda adopta muchas formas —Isobel se cuidó de no sonar emotiva en su respuesta mientras le administraba agua al enfermo. Ya podía sentir la vibración de la muerte en su pecho, reverberando contra su brazo; el augurio de un final que estaba cerca—. Mi padre decía que la ayuda era solo monetaria, pero mi marido insistía en lo contrario. Era un hombre muy espiritual antes de morir. Pero tu amigo necesita otro regalo, y ayudar a alguien a pasar a la otra vida con facilidad tiene también su recompensa.
Vio el brillo momentáneo de la rebeldía en los ojos verdes de James antes de que pudiera disimularla. Ocultó ella también su propia pena y colocó la mano en el cuello del moribundo para tomarle el pulso, más débil y más errático que antes.
Sabía que seguiría oyéndola, que aún sería consciente de cómo el mundo se desvanecía a su alrededor, y deseaba que comprendiera la música inherente a un lugar del que sus cenizas formarían parte para siempre.
—El olor del mar siempre está presente en Fife. Estamos acostumbrados a él, acostumbrados a vivir con el viento y sus llamadas. Los pájaros también nos llaman, los zarapitos y los pardillos; cantan en los abedules, en las hayas y en los pinos. Y más hacia el oeste, Benarty protege los cielos y reúne las nubes.
Su tierra, con unos confines dibujados con sangre y con pasión infinita. Allí la naturaleza protegería a Simon, lo abrazaría en su seno. Aquellas eran las viejas leyes de la muerte, las reglas que habían sido olvidadas en el nuevo reino de Escocia porque ahora los hombres miraban hacia adelante, nunca hacia atrás.
Debería estar insensibilizada hacia la muerte, ser inmune a la pérdida, pero no era así, y hasta la muerte de un hombre al que había conocido hacía menos de un día le provocaba un gran desconsuelo.
¿Había estado casada? La idea le dejó petrificado mientras ella hablaba de los arroyos, las montañas y las flores en primavera. Como una canción de los vivos para los oídos de los muertos, una oración para pasar a la otra vida sin dolor. Sus ojos permanecían secos.
Un regalo, había dicho, y así era; la ausencia de angustia, de pánico o de alarma. Simon simplemente cerró los ojos y no volvió a moverse mientras ella invocaba un camino hacia el Cielo y hablaba de un buen hombre llamado Alisdair con el que debería encontrarse allí.
Cuando la muerte comenzó a enfriar el cuerpo de su amigo, Isobel se puso en pie y estuvo a punto de perder el equilibrio. A Marc le hubiera gustado ofrecerle su ayuda, pero no sabía si la aceptaría o no.
Se miraron el uno al otro y los pocos metros que los separaban parecieron convertirse en kilómetros.
—¿Qué era Simon para ti?
—Un amigo.
—¿Y el otro? Al que te aferrabas en el mar.
—Guy. Mi primo.
—Entonces tienes la bendición del cariño de los demás.
¡El cariño de los demás! No tenía ni idea. Marc se quedó callado mientras ella orientaba a Simon hacia el océano.
—Los espíritus miran hacia el este en busca de su hogar.
—No he leído eso en ninguna Biblia —comentó él.
—Algunas cosas no se leen. Simplemente se saben —arrancó helechos y demás plantas pequeñas para formar un camino de acceso cómodo al mar.
Esperó a que hubiera terminado antes de acercarse y estrecharle la mano. Cuando miró hacia abajo, vio que tenía las uñas en carne viva y que llevaba una alianza matrimonial.
—Gracias.
Ella no se apartó, pero se quedó muy quieta. De cerca sus ojos tenían un brillo puro y dorado, y Marc intentó no quedarse mirando su cicatriz.
—¿Cuánto tiempo estuviste casada?
Isobel rompió el contacto bruscamente con un tirón. ¿Acaso no había nada sencillo con aquella mujer? Su pelo había escapado de los confines de la cinta que llevaba en la cabeza, y los pantalones se le habían caído hasta las caderas, de modo que podía verse su piel desnuda allí donde se le había levantado la túnica.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintitrés.
—Pareces más joven.
—¿De verdad? —por primera vez desde que conociera a Isobel Dalceann, detectó la incertidumbre femenina y tuvo una extraña sensación.
Isobel le había rescatado y le había cosido la herida del brazo sin estremecerse, y aun así cuando le hacía un cumplido se sonrojaba como una adolescente. Las contradicciones que había en ella resultaban asombrosas.
—Envolveremos a tu amigo con una manta y lo dejaremos así hasta que llegue la ayuda.
—¿Ayuda?
—Angus traerá a los demás.
—¿Esta noche?
—Puede ser —recogió un puñado de palos de la playa y formó con ellos una pila. La cicatriz de su mano podía verse perfectamente con la luz del crepúsculo, y Marc volvió a preguntarse quién le habría hecho eso.
—¿La fortaleza de la que hablas es de tu familia?
—Sí. Desde hace mucho tiempo. Los Dalceann han gobernado las tierras alrededor de Ceann Gronna durante siglos.
—¿Así que la corona te otorga directamente la propiedad?
La sospecha iluminó su rostro y oscureció sus ojos.
—¿De dónde has dicho que eras exactamente?
—No lo he dicho.
—Pero no de Edimburgo.
—No. De Burdeos.
Colocaron la yesca en la hoguera y él encendió el fuego con el pedernal.
Isobel desplumó las palomas y las ensartó en un palo que previamente había afilado con su cuchillo. Sujetó el palo con dos pilas de piedras sobre las llamas, que ya eran más brasas que fuego.
Había añadido otras bayas que él no reconocía y cuya piel se partía con el calor. Todo lo que hacía demostraba destreza, competencia y conocimiento del entorno.
—¿A qué te dedicabas en Francia?
—A muchas cosas.
—¿Y ser soldado era una de esas cosas?
Él se quedó callado. No sabía nada sobre las inclinaciones de la causa de los Dalceann, salvo que existía un antiguo título patriarcal, de modo que debía ser cauteloso. Al fin y al cabo el descontento en Escocia había llegado hasta Francia, y el poder de David en el campo siempre había sido endeble. Eduardo III de Inglaterra tenía el apoyo de Edward Balliol, y los caprichos de las leyes de clanes siempre habían dependido de las lealtades.
Además, la cabeza le daba vueltas de un modo alarmante, y el calor de las llamas le hizo apartarse.
Si se hubiera sentido con más fuerza, podría haberse adentrado en la oscuridad y caminar hacia el oeste siguiendo el estuario, pero los temblores que habían asaltado a Simon empezaban a apoderarse de él también. Apretó los dientes, tragó saliva y cerró los ojos para recuperar el equilibrio.
Isobel advirtió que James rara vez contestaba a una pregunta.
También vio que le sudaba la frente y que tenía las mejillas sonrojadas por el calor. Sin duda era por la herida.
Debía quitarle el vendaje y lavársela una y otra vez con agua muy caliente y la esencia del ajo que tan cuidadosamente había almacenado en Ceann Gronna.
Pero allí, al aire libre, sin más materiales que los que ya había usado, se preguntaba si no sería mejor dejarlo hasta el día siguiente, cuando llegaran a la fortaleza.
Si fuese una curandera adecuada, tal vez podría haber hecho la llamada, pero la guerra le había robado muchos años de su vida, y era cierto lo que Ian había dicho; tenía más experiencia en el arte de matar.
Aun así tenía valeriana y la medicina especial de Inglaterra para evitar que se retorciera y se hiciera daño. Tendría sed y los polvos no tenían ningún sabor. Palpó con los dedos los papelitos de hierbas que llevaba en el bolsillo de la túnica. James era un hombre grande, así que la dosis sería alta. Aunque no tan alta como para matarlo.
Sonrió al ver que estaba mirándola.
—Iré a por agua fría del arroyo antes de la cena.
La lluvia sonaba lejana. Marc la sintió en la cara cuando ladeó la cabeza, pero el cielo desde el que caía estaba borroso y vacío.
Isobel Dalceann estaba sentada mirándolo, con la carne olvidada sobre el fuego. Él debería haberse acercado para apartarla de las llamas, pero sentía que la mano le pesaba mucho, demasiado como para molestarse.
Cerró los ojos y volvió a abrirlos, separando los párpados de manera que permitiera entrar más luz.
—¿Cómo te sientes? —preguntó ella.
—¿Cómo debería sentirme?
—¿Cansado?
Entonces lo comprendió.
—¿Me has echado algo en el agua? —intentó incorporarse, pero le fallaron las rodillas y cayó hacia un lado. Ella ni siquiera parpadeó mientras lo observaba—. ¿Por qué? —fue lo único que pudo decir. Sentía los labios demasiado entumecidos para hablar.
—Porque eres un desconocido —respondió ella—, y porque todo es peligroso.
Marc tomó aliento y cerró los ojos. ¿Sería una pócima letal? El corazón se le aceleró y comenzó a sudar. Debería haber estado más en guardia, pensó mientras maldecía su propia idiotez.
—No vas a morir —le dijo ella—. Es un opiáceo de valeriana. Es suave a no ser que te resistas.
Era una advertencia tranquila. Marc estuvo a punto de hablar, pero sentía que la oscuridad le llamaba y su mundo se desvanecía.
Le puso una manta bajo la mejilla a modo de almohada y otra sobre los hombros. Pasó los dedos bajo su nariz y se sintió aliviada al notar su respiración. No lo había matado, e inconsciente su prisionero sería mucho más fácil de proteger.
Ya podía oírlos acercándose por entre los árboles; la luz que había visto reflejada en las colinas hacía horas le había hecho ser consciente de su presencia.
Angus los guiaría y buscaría venganza. Ojalá James hubiera sido sincero al decir que había dejado a Ian con vida, porque si no...
Negó con la cabeza mientras se guardaba la daga en el interior de la manga. Últimamente no confiaba en nadie, pues el edicto de David, que apelaba a la confiscación de las tierras de los Dalceann, hacía que todo estuviese poco claro. Al fin y al cabo había que reemplazar a los vasallos problemáticos por otros más dóciles, y había muchos que aspiraban a apoderarse de Ceann Gronna.
Tal vez también aquel hombre. Se fijó en la cara de James.
Parecía mucho más suave dormido que despierto. Le habían roto la nariz en el pasado, y eso le había dejado un pequeño bulto a un lado. Su ropa aún le preocupaba, pues la sobrevesta de terciopelo estaba bien cosida, y la túnica que llevaba debajo era de algodón de buena calidad. Por primera vez vio una cicatriz que tenía en la palma de la mano, peligrosamente cerca de las venas de la muñeca.
No era una herida pequeña. Se imaginaba lo mucho que debía de haber sangrado y lo difícil que habría sido frenar la hemorragia. Además, parecía hecha a propósito. Como la marca de un sacrificio.
Pero ya oía las voces y poco más de cien metros de distancia.
Se colocó frente a él y observó el camino por el que aparecerían sus hombres, al otro lado del claro.
Andrew fue el primero en llegar, seguido de Angus. Ambos buscaban a Ian.
—Tu hermano está en el claro donde os dejé, Angus —dijo.
—Él le ha hecho daño. El que vino del mar. Le dio una patada con las manos atadas y lo tiró al suelo. Si lo ha matado...
—Dice que no.
Angus miró a James y se dirigió hacia él con su intención escrita en el rostro.
—No —dijo Isobel, levantó el cuchillo para que pudiera verlo y Angus se detuvo.
—Soy un Dalceann...
—Y él está dormido.
—¿Drogado? —preguntó Andrew.
—Sí. La herida le produce dolor. Se la he limpiado y cosido, pero sigue sangrando.
—¿Y el otro?
—Ha muerto hace unas horas. El frío del mar se apoderó de él como el hielo.
Una docena de soldados de Ceann Gronna apareció en el claro mientras hablaban.
—No quiero que a este hombre le ocurra nada. Lo enviaremos por barco a Edimburgo con los marineros del embarcadero y dejará de ser una molestia para nosotros.
—No —dijo Angus, dando vueltas de un lado a otro frente al fuego—. No es uno de los nuestros. Yo digo que lo matemos aquí mismo y nos libremos de cualquier amenaza.
En respuesta Isobel se arrodilló junto a James. Se remangó, se hizo un corte en la palma de la mano y le hizo otro a él justo debajo de la extraña marca de la muñeca. Juntó las dos heridas y aspiró el olor de la sangre.
—Hécate, Cerridwen, madre oscura, acógenos. Hécate, Cerridwen, danos de nuevo la vida.
El juramento de lealtad y compromiso resonó en el claro.
—¿Vas a protegerlo para siempre? —preguntó Andrew.
Ella negó con la cabeza, sabiendo que James era su enemigo.
—No. Pero juro por todos los dioses de este lugar que lo protegeré por ahora.