Nueve

Marc se había sentido como un adolescente controlado por su libido, sin ningún sentido común y con mucho que perder. Apuró la cerveza de la jarra de peltre que tenía delante y después otra más.

¿Isobel Dalceann lo habría hecho deliberadamente? ¿Habría utilizado los hechizos que, según los rumores, tan bien se le daban para hacerle creer que era una sirena capaz de proporcionarle el placer que ansiaba?

Una promesa incumplida y vacía que se reía de él desde la distancia. Su cuerpo estaba tenso de excitación mientras se movía por el banco de madera.

—¿Habéis domesticado a la arrogante bruja Dalceann, De Courtenay? —preguntó Huntworth al sentarse a su lado con expresión de beodo—. ¿Sabe ya que su vida no vale nada aquí?

—Sí, lo sabe —Marc tenía que ser cuidadoso en sus respuestas, pues Archibald McQuarry era conocido por usar la fuerza y la violencia.

—Entonces tráela al gran salón y danos la oportunidad de jugar un poco. Si muere durante el juego, dudo que a David le importe.

—Sí, podríamos matarla. Sería algo fácil y Dios sabe que lo merece. Pero he oído hablar de riquezas en Ceann Gronna que aún no hemos encontrado. Tal vez sea mejor mantenerla con vida hasta que las encontremos.

—¿Qué tipo de riquezas?

—Oro —sacó un puñado de joyas que había encontrado en su habitación y las colocó sobre la mesa, pues la promesa de semejante riqueza siempre servía para persuadir a los hombres.

Tanto Huntworth como Glencoe se levantaron y comenzaron a examinar el botín. Marc supo que los había convencido cuando la lujuria de sus ojos fue reemplazada por la codicia, una emoción mucho más maleable.

—¿Entonces ella sabe de dónde procede? —preguntó McQuarry con avaricia.

—Estoy seguro de que sí —Marc se entretuvo mordisqueando un hueso de ternera y mojando el pan en la salsa del plato antes de continuar—. Si me concedéis unos días más con ella...

—Hecho —contestó Glencoe por los dos—. Parte del botín para David y parte para nosotros, ¿verdad?

La procesión de sirvientas que llegaron de la cocina con más comida también ayudó a su causa. Un par de ellas le dirigieron una mirada y le ofrecieron algo más que pan y carne. Marc ignoró su interés y observó mientras McQuarry le metía la mano a la más guapa por debajo de la falda antes de sentarla sobre su regazo y darle un beso.

Marc sonrió, porque ese comportamiento se promovería, y mientras los hombres estuvieran entretenidos en esos juegos, no se acordarían de lady Isobel Dalceann.

Incluso allí, a cien metros de su habitación, seguía atrayéndolo con su canto y con sus labios prometedores.

Respiró profundamente y comprendió que la cuerda sobre la que caminaba se estrechaba incluso a plena luz del día. El oro le proporcionaría algo de tiempo, pero tenía que llevar a lady Dalceann a Edimburgo si realmente quería protegerla.

Huntworth era su mayor problema. Si veía a Isobel a la luz del día, Marc sabía que habría problemas, pues incluso con la ropa de chico y sucia, su belleza era innegable.

Miró a su alrededor para ver dónde estaban sus hombres en relación a los otros. Un grupo estaba sentado en la parte de atrás del salón, y otro a un lado. Los soldados de McQuarry estaban agrupados en torno a la mesa larga que se extendía desde la parte delantera, y eran rebeldes. ¡Otra preocupación!

La lluvia caía sobre la fortaleza; no era una llovizna ligera, sino una fuerza feroz que se oía contra las ventanas de los muros orientales del salón. Hacía frío para la época del año en la que estaban. Esperaba que la manta que le había dejado a Isobel fuese lo suficientemente cálida y que ella se hubiese quedado en su habitación.

Enviaría a otro grupo a vigilarla, y en cuestión de una hora saldría a dar un paseo por el campo para buscar un lugar seguro al que poder ir si era necesario.

Isobel esperó a ver si Marc regresaba; al ver que no, se incorporó sobre la cama con esfuerzo, intentando que las cuerdas de las muñecas no se tensaran más.

Le sorprendía no estar muerta todavía, y que Marc de Courtenay no se hubiera cansado ya de la tensión sexual entre ellos y le hubiese puesto fin.

Aquel deseo, aquella mirada en un hombre, no era algo nuevo para ella. Incluso en Ceann Gronna, en los últimos años había tenido que ir con cuidado. Lo que era nuevo era su propia reacción, la dureza de sus pezones, su falta de aliento cuando Marc la miraba con aquellos ojos verdes como el musgo de un arroyo en la montaña. Aunque lo odiaba, su cuerpo se sentía atraído hacia él.

No le había hecho daño. Había dormido en el suelo. Le había dado agua cuando se la había pedido, y le había oído ordenarles a sus hombres al marcharse que no dejaran entrar ni salir a nadie.

Protección.

Algo embriagador dadas sus circunstancias.

Colocó la cabeza contra la puerta y escuchó. Se oían voces al otro lado. Los guardias que Marc había colocado allí. Al menos estaba a salvo por el momento. Respiró aliviada, regresó a la cama y se tapó con la manta como si fuera una tienda de campaña para protegerse del frío.

En su mente veía a Andrew moribundo, y oía los gritos de Ian cuando la espada le había atravesado el estómago. No sabía lo que les había ocurrido a los demás. Todos muertos. Ochenta hombres y mujeres muertos en un abrir y cerrar de ojos a manos de un ejército demasiado fuerte. Debería haberlos mandado lejos y haberse quedado ella sola en las almenas hasta no poder resistir más. Debería haber quemado todo lo valioso que había en el castillo semanas antes, al ser consciente de la fuerza que se acercaba desde Edimburgo.

¡Muchas alternativas mejores que la que había escogido finalmente!

Había fracasado y ahora ella también moriría. Tal vez morir lentamente fuese un justo castigo por todas las vidas que había perdido en su afán de proteger la fortaleza. Al fin y al cabo era hija de su padre, tan codiciosa como lo había sido él.

La pena que le subió por la garganta hizo que se girase contra la almohada para amortiguar sus sollozos.

Unas voces la despertaron a primera hora de la tarde; voces furiosas al otro lado de la puerta. Se oyeron golpes y choques de espada.

Isobel se incorporó y miró a su alrededor en busca de muebles que poner frente a la puerta. Vio el enorme arcón situado al otro lado de la habitación. Con dificultad, empujó el mueble con los hombros hasta colocarlo como un centinela.

Se oyeron más gritos y después un golpe en la puerta. Isobel controló la necesidad de responder y se mantuvo callada. Si era Marc, entraría sin más. Las cuerdas de las muñecas se le clavaban en la piel mientras intentaba desesperadamente soltarse.

—¿Lady Dalceann?

Era una voz que no reconocía. Permaneció callada, contando los segundos.

El hacha la sorprendió. Eran unos golpes fuertes que iban astillando la puerta de roble.

Isobel se apartó de la puerta, se puso de rodillas y agarró una de las patas del taburete que había destrozado el día anterior. Con un arma se sentía mejor; no importaba que fuese imposible de manejar con las manos atadas a la espalda.

Las tablas de su lado de la puerta eran fuertes y aún aguantaban, pero no tardarían mucho tiempo en ceder también.

—¿Qué queréis? —preguntó, y eso hizo que el ataque cesara. Oyó que al otro lado de la puerta pedían silencio. Tal vez eso le diera algo de tiempo.

¿Dónde estaba Marc de Courtenay? ¿Por qué no aparecía?

—Deseamos hablar con vos.

—¿Sobre qué? —no había nada de miedo en sus palabras.

—Los soldados Dalceann que están en las mazmorras. ¿Queréis que vivan o que mueran?

Una táctica diferente. Mucho más peligrosa.

—¿Quién sois? Dadme vuestro nombre —exigió furiosa, intentando no pensar en la muerte del resto de su clan. Según sus cálculos, tenía unos dos minutos antes de que la puerta cediese. Se acercó a la ventana y miró hacia abajo. A veinte metros estaba el patio interior de la fortaleza; una muerte rápida frente a una lenta, y tenía tiempo suficiente para tomar impulso y saltar.

Colocó el hombro derecho contra la madera de la ventana y empujó, pues al otro lado de la puerta habían comenzado de nuevo los hachazos y los gritos.

¡Ahora! Tenía que saltar antes de que entraran, antes de tener una muerte lenta y dolorosa.

La tablilla de madera de la ventana cedió y la lluvia comenzó a mojarle la cara. Ya no había ninguna barrera entre el otro mundo y ella, solo dejarse llevar.

Abrió la boca para sentir el agua de la lluvia y dejó que resbalara por su lengua. En ese instante la puerta se abrió y entraron los que estaban al otro lado.

Al darse la vuelta, vio a cinco soldados, todos mirándola.

El hombre que iba delante era bajo y enjuto, y llevaba un cuchillo en la mano izquierda.

—Lady Dalceann, en efecto sois una belleza. No me extraña que De Courtenay no quiera compartiros.

—Si os acercáis, saltaré —dijo ella.

En ese momento un látigo se le enredó en la pierna y tiró de ella. Al perder el equilibrio cayó al suelo con fuerza.

Se abalanzaron sobre ella antes de que pudiera intentar levantarse, le rasgaron el vestido de algodón y después tiraron de los nudos de su camisa interior.

Isobel mordió una mano que pasó por delante de su boca, hundió los dientes en la palma sucia y fue recompensada con una bofetada. Le cortaron los pantalones con un cuchillo y sintió el aire frío en las nalgas. Unas manos le separaron las piernas y unas uñas se le clavaron en la piel.

No tenía ninguna posibilidad.

Mientras se retorcía para intentar soltarse, el hombre bajo y enjuto se desnudó; sus intenciones eran evidentes en su miembro erecto y enrojecido.

Isobel gritó con un último esfuerzo, pero incluso eso fue amortiguado con un trapo en la boca. La agarraron del pelo y tiraron de ella hacia la cama.

Marc había pasado la primera hora de la tarde fuera, ayudando a mover los cuerpos de los soldados caídos en la batalla, guardándolos en un granero que no habían arrasado, cerca de donde tenían montadas las tiendas. Estaba mojado y cansado, las caras de los difuntos le hacían pensar en lo absurdo de todo aquello. Su vida siempre había se había desarrollado entre guerra y muerte. ¿Cuántas veces había rezado por el alma de aquellos caídos en la batalla? ¿Cuántas veces más tendría que hacerlo? Sentía todos y cada uno de sus veintinueve años en los huesos mientras caminaba hacia Ceann Gronna bajo una lluvia que no cesaba.

Unos gritos le alertaron de que algo pasaba cuando empezó a subir la escalera de caracol. Al darse cuenta de que el altercado parecía proceder de la habitación de Isobel Dalceann, comenzó a correr.

Desenfundó la espada mientras corría al oír un grito de mujer por encima de las demás voces.

La puerta estaba destrozada en mitad del pasillo. A un lado yacía su teniente con un corte en la sien. Uno de sus hombres estaba arrodillado a su lado para prestarle ayuda, y los otros tres estaban metidos en una pelea más allá del pasillo con los subordinados de Huntworth.

En la habitación, Marc vio a Archibald McQuarry y sus compinches medio desnudos en torno a la cama. Isobel Dalceann estaba tumbada sola, abierta de piernas sobre el colchón, desnuda y con un moratón en un ojo. Le habían metido los restos de la camisa en la boca y llevaba las manos atadas. Tenía el labio inferior hinchado y ensangrentado, y los arañazos de sus hombros indicaban lo brutos que habían sido al llevarla a la cama.

—¿Qué diablos estáis haciendo, McQuarry? —preguntó furioso.

—Lo mismo que vos hicisteis anoche, imagino, De Courtenay. Disfrutando del botín de la guerra.

—Aún no he terminado con ella.

—Entonces poneos a la cola.

—Oh, creo que no.

Con un movimiento rápido volcó el arcón frente a la puerta para bloquear la salida.

Cinco hombres. McQuarry era fácil. Le desgarró el cuello al conde antes de que pudiera hablar y este cayó al suelo moribundo.

El hombre del hacha fue el siguiente. Se lanzó hacia él y Marc sintió el impacto de su espada contra el acero, pero el hacha era un arma primitiva y poco ligera, de modo que el soldado se reunió con su señor en el suelo antes de que pudiera volver a atacarle.

Quedaban tres hombres, todos con espadas. Mientras Marc se apartaba de la cama para que lo siguieran, vio que Isabel se incorporaba sobre la cama con los ojos llenos de miedo.

El sonido del choque de las espadas retumbaba en la habitación. Marc tenía la pared a su espalda, lo que impedía que le rodearan.

Había hecho aquel baile miles de veces. Atacar, apartarse, bloquear, confundir. Sería una victoria fácil.

Minutos después se hizo el silencio.

Bajó su espada, rompió los restos de madera de la ventana y miró hacia abajo, donde se había arremolinado una multitud. Por suerte entre ellos estaban algunos de sus hombres.

—Decidle a lord Glencoe que el conde de Huntworth ha muerto —gritó alzando el hacha contra la lluvia—. Y decidle que ahora yo estoy al mando de la fortaleza.

Al ver a otro de sus tenientes, lanzó el hacha por la ventana y vio cómo giraba mientras caía; era una declaración de intenciones.

—Mariner, recoge las armas de cualquiera que pueda desobedecerme y después trae a mi puerta a un grupo en quien confíes. Los que obedezcáis mis órdenes seréis recompensados, lo juro por el rey David, pues él me ha concedido la soberanía. Huntworth ha intentado romper la confianza de nuestro rey al robar algo que no le pertenecía, y ha pagado el precio de semejante traición.

Estiró el brazo y levantó su espada.

—Los que estéis conmigo, levantad vuestra espada —todos gritaron y levantaron la mano—. ¿Y los que estéis contra mí?

Silencio.

Por primera vez en diez minutos, Marc respiró aliviado y se giró hacia Isobel.

—No te haré daño.

Se acercó cuando ella asintió y le quitó la mordaza de la boca. Aguardó hasta que recuperó el aire entre grandes bocanadas y jadeos.

—Date la vuelta.

Isobel obedeció y se volvió. Lo poco que le quedaba de ropa no le tapaba nada. Cuando le cortó las cuerdas de las muñecas, estiró los brazos.

A Marc le hubiera gustado acercarse y abrazarla para consolarla, pero no era el momento ni el lugar, y además seguía existiendo peligro por todas partes. De modo que levantó la manta del suelo con la espada y la colocó en sus brazos.

—Cúbrete —gruñó. Las veces del exterior sonaban cada vez con más fuerza, y pudo oír los gritos de sus propios hombres—. Y ponte detrás de mí, porque aún no estamos a salvo.

Seguía viva, y lo que pensaba que iba a ocurrirle no había sucedido. Tragó saliva y saboreó de nuevo la sangre del labio inferior. Suponía que era de uno de los golpes del hombre llamado McQuarry, y se alegraba de tener la manta otra vez encima.

Con Marc en la habitación, sentía menos miedo, aunque se mantuvo agarrada al extremo de la cama porque, por un momento, todo le dio vueltas.

—Será mejor que no te desmayes.

Levantó la cabeza y vio que estaba mirándola.

—No lo haré —la inquietud reemplazó a la debilidad e Isobel se puso en pie.

—Bien. Toma el cuchillo que hay en el rincón y escóndelo bajo la manta. Si alguien se te acerca, mátalo.

—¿Aunque sea uno de tus hombres?

—A cualquiera.

Isobel tragó saliva y comprendió lo que esa respuesta debía de significar para él. Se cruzaron sus miradas. La sangre de la herida que Marc tenía junto a la oreja le daba a su pelo rubio un tono rosado, pero enseguida se dio la vuelta cuando el arcón situado en el marco de la puerta comenzó a moverse.

Varios hombres entraron en la habitación. Todos llevaban espada. El primero de ellos inclinó la cabeza en señal de respeto y comenzó a hablar.

—Glencoe os espera en el gran salón, milord. Dice que contáis con su lealtad y con la de sus hombres.

—¿Y los soldados de Huntworth?

—Algunos se han marchado a Edimburgo. Otros esperan vuestras órdenes. Nunca fue un líder muy popular.

—Bien.

—Mis hombres están limpiando la habitación de McQuarry mientras hablamos. Aún le queda una puerta en pie.

—Lady Dalceann y yo nos retiraremos ahí de inmediato, si me muestras el camino.

El hombre asintió y se echó a un lado para que pasaran. Marc rodeó a Isobel con un brazo y la condujo hacia la puerta con la espada desenfundada.

—Trae el arcón —le ordenó al soldado más joven.

Subieron por la escalera hasta la habitación de la madre de Isobel, una estancia que apenas se había usado desde que ella se marchó.

Había pilas de armas frente a la puerta. Imaginó que serían de McQuarry, e intentó no mirarlas.

Cuando entraron, Marc cerró la puerta, apoyó la espalda en la madera y cerró los ojos. La luz de la ventana se reflejaba en la hoja de su espada y formaba un arco iris en el techo. Rojo, púrpura, amarillo y azul. Ella contó los colores mientras él permanecía en silencio, respirando profundamente. Su cansancio era tan evidente que le llevó a decir algo.

—Gracias por tu ayuda.

Marc abrió los ojos al oír sus palabras.

—El juramento de sangre que hicimos en el claro cerca de Kirkcaldy funciona en ambas direcciones.

El tono que empleó la dejó callada mientras digería su afirmación. Sus palabras eran ciertas. Eran enemigos que habían jurado protegerse mutuamente.

—En Edimburgo le han puesto precio a tu cabeza y a todos les gustaría ganar esa recompensa. Harás bien en recordarlo.

—¿Todos incluido tú?

Antes de que se diera la vuelta, Isobel vio la verdad en sus ojos. ¡Incluido él!

—Si pagan la recompensa en oro, creo que ya has sido bien recompensado.

—Hablas del tesoro escondido en tu habitación, ¿verdad? —Marc esperó a que asintiera antes de continuar—. Lo tengo yo solo porque la codicia tiene por costumbre corromper la moralidad, y es una herramienta útil a la hora de pagar a los hombres para que miren hacia otro lado. Puede que necesites esos incentivos para sobrevivir.

—Con esa actitud, no me extraña que el trono de David esté débil.

—Pero lo suficientemente fuerte para apoderarse de Ceann Gronna.

—Solo gracias a tu mentira.

Marc le agarró la muñeca con fuerza.

—Las palabras inapropiadas pueden ser tan peligrosas como la punta afilada de una espada en compañía de quienes puedan sentirse ofendidos.

—¿Entonces cuáles son las palabras adecuadas?

—¡Las palabras de gratitud y de conformidad!

—Sería más fácil la muerte.

Marc blasfemó en francés.

—¿Crees que con una cara como la tuya los hombres no se pelearán por el opiáceo de la lujuria? ¿No comprendes que las curvas de tu cuerpo podrían saciar el desconsuelo que sienten muchos estando lejos de casa? ¿Crees que le permitirían a una mujer conocida como la némesis de los comandantes de David dictar las normas de su cautiverio bajo las órdenes de un ejército triunfador?

—Un ejército de brutos. Han saqueado Ceann Gronna y los hombres con los que he vivido toda mi vida están muertos o prisioneros. ¿Por qué voy a creer ahora que me protegerás?

—Porque acabo de hacerlo.

Le soltó la muñeca como si su piel estuviese en llamas y ella intentó respirar con normalidad. Ya nada tenía sentido. Deseaba hacerle daño y al mismo tiempo deseaba abrazarlo. Estaban a menos de medio metro de distancia, un pequeño espacio entre lo que decían y lo que sentían. Su cuerpo ardía de deseo bajo la manta, anhelando una caricia que pudiera arrebatarle el miedo y el odio y convertirlos en algo mucho más potente.

—Me encargaré de que estés a salvo. Al menos créeme en eso.

Sus palabras sonaban sinceras, sin artificio ni falsedad; era un hombre al límite de su paciencia, y aun así le concedía su protección sin importar lo que pudiera costarle.

La confesión mitigó su rabia y encendió aquella necesidad tan familiar que siempre sentía en su presencia. Marc encendía algo en su interior de un modo que Alisdair nunca había logrado; estaba de nuevo dividida entre la promesa de amor eterno que le había hecho a su marido moribundo y el calor del que acababa de salvarla.

—¿Tienes esposa?

La pregunta le hizo fruncir el ceño, aunque negó con la cabeza.

—Yo una vez tuve un marido que me amaba. Alisdair. Se llamaba Alisdair. Era mi primo segundo. Un buen hombre. Pensé que nuestro matrimonio duraría para siempre.

Tragó saliva, porque ni siquiera esas palabras sinceras eran capaces de aliviar el dolor de la necesidad que comenzaba a invadirle, a pesar de todo lo que había sucedido. Había sido una buena esposa mientras estaba casada con Alisdair, pero la vida continuaba y ella hacía lo posible por sobrevivir.

—No deseo eso otra vez. No es amor lo que busco esta noche.

—¿Entonces qué es lo que buscas?

—Quiero que me abracen tan fuerte que los demonios de mi cabeza se marchen. Quiero que me toquen con cuidado y con honor. Y con deseo compartido —añadió mientras los ojos de Marc se encendían. Deseaba verdad, integridad y sinceridad. Deseaba sentir su fuerza. Seguía siendo su enemigo, pero aun así era un hombre que se había enfrentado a sus propios soldados para rescatarla—. Quiero esto —abrió los dedos, dejó caer la manta y se quedó quieta, con el aire acariciando su cuerpo desnudo.