Cinco

Estaba vestido cuando Isobel entró en su habitación a la mañana siguiente, sentado a un lado de la cama y mirando hacia la puerta.

A plena luz del día, su comportamiento de la noche anterior le parecía inapropiado y absurdo. Además, se sentía cansada y dolorida por haber tenido que pasar la noche en un catre junto a la sala, reviviendo su error, incapaz de dormir mientras una excitación no deseada se colaba dentro de ella.

Los besos de Alisdair nunca habían desatado tanto poder, no habían sido más que versiones tibias de los de un hombre que ni siquiera le había devuelto el beso. La sangre se acumuló en sus mejillas y ella odiaba esa reacción, una tontería irracional más propia de una doncella insulsa. Se estiró e intentó adoptar una expresión de indiferencia.

—Hoy tienes mejor aspecto.

Él sonrió y se le marcaron las arrugas en torno a los ojos.

—¿Está documentado en algún lugar que un beso es la más potente de todas las medicinas?

Su clemencia en vista de su falta de modales resultaba aliviante.

—¿Andrew ha venido a verte esta mañana?

—Desde luego. Le parecía que prolongar mi estancia aquí un día más podría ser excesivo.

—Es un buen hombre... —quiso decir más, pero él levantó la mano.

—Un buen hombre que tiene miedo. Todos aquí lo tienen. Lo noto cuando hablas de las tierras de los Dalceann y de los que os las quieren arrebatar.

Ella se rio forzadamente.

—Un hombre recién llegado de Burdeos no puede desear verse envuelto en nuestros asuntos.

Aquella sería la última conversación entre ellos. No quería que se marchara con la promesa de algo de lo que sin duda se arrepentiría cuando llegase a Edimburgo. Una hora más y se habría ido. Sonriendo, probablemente. Fanfarronearía cuando llegase a la ciudad y les contase a sus amigos que una mujer le había besado; una mujer feroz con una cicatriz en la cara y ropa de hombre.

Pero aun así no podía abandonarlo.

Sacó el cuchillo de Marc de la cesta, se lo entregó y vio cómo lo colocaba entre los pliegues de la sobrevesta de terciopelo situada al otro extremo de la cama. Solo unas escasas posesiones rescatadas del mar.

—Yo misma lo he afilado. Si pudieras mantenerlo oculto para que nadie más lo viese, te lo agradecería.

Marc se puso en pie mientras ella hablaba, y su altura volvió a sorprenderla, pues rara vez los hombres medían más que ella.

—Santo Dios, Isobel —era la primera vez que usaba su nombre, y su acento le confería una belleza especial. Tragó saliva cuando él le dio la mano y deslizó el índice por el corte que se había hecho en la palma—. Eres como un pájaro enjaulado aquí en Ceann Gronna. Tienes un plumaje precioso, pero con las alas atadas. Ven conmigo a Edimburgo y lucha conmigo por la causa de los Dalceann.

A Isobel se le aceleró el corazón.

—No. Eso no es posible.

Pensó en la furia de David ante la intransigencia de los Dalceann, y en los hombres que había enviado para que se casaran con ella al percibir que el vacío de poder era peligroso para la defensa de su propio reino tras la muerte de Alisdair. Los barones y los magnates que habían llegado a Fife más tarde, por orden de su rey, solo ansiaban la fortaleza de Ceann Gronna y un matrimonio de conveniencia y sin amor con la señora de esas tierras.

—Pero sí te pediría un favor. Hay una venda en la cesta. ¿Te la pondrías en los ojos sin protestar cuando Andrew y sus hombres vengan a buscarte?

—¿Para mantener intactos los secretos de este lugar?

Isobel no pudo más de asentir con la cabeza y rezar para no estar firmando su sentencia de muerte, para que Andrew mantuviese su promesa de dejarlo ir sano y salvo.

—Si digo que sí, ¿podría pedirte algo yo también? —se quedó mirándola a los ojos y ella no pudo apartar la mirada—. ¿Podrías besarme otra vez?

Isobel se dio la vuelta, pensando que estaba riéndose de ella, burlándose de la cicatriz que a la luz del día se veía perfectamente. Pero en cambio la agarró con suavidad, se acercó y la besó sin vacilar.

Besaba como lo haría un guerrero, tomando lo que necesitaba sin preocuparse por lo que pensaría la sociedad, y la tímida respuesta de Isobel fue consumida por el deseo. Un deseo que se alojó en su vientre y en su sexo como una vieja certeza. Alisdair había sido un hombre dulce, su amor de la infancia, y su pasión siempre había estado limitada por la razón, la lógica y una cierta reserva. Marc la besaba con la elegancia de un noble mezclada con el poder de un caballero; deslizando la boca sobre su cuello y más abajo, hasta estimularle el pecho con la lengua.

Ella no podía apartarse, no podía decirle que parase. Lo único que deseaba era seguir. Ladeó la cabeza, entornó los párpados y sintió sus músculos duros bajo los dedos.

Le clavó las uñas y notó que se estremecía, pero deseaba marcarlo antes de que se marchara, deseaba que recordara que la había besado y que ella lo había permitido, consumida como estaba por el deseo.

Cuando terminó, Marc le presionó la cara contra su pecho; tenía el corazón desbocado y las esperanzas de Isobel resurgieron con aquella ausencia de control.

Deseaba decirle que se quedara para siempre, en sus brazos, en aquella fortaleza, en esa habitación, apartado del resto. Deseaba decirle que, bajo las cicatrices y la ropa de hombre, había una mujer que llevaba demasiado tiempo sin un hombre. Deseaba llorar como lo había hecho cuando era joven, lamentándose de lo injusto de su vida, perdida en la política, en la avaricia y en la guerra por culpa de la pretensión de unos padres que nunca se habían preocupado por su bienestar.

Pero decir todo aquello sería deshonrar su historia como una Dalceann, deshonrar su amor por Andrew, por Ian, por Angus y por todos aquellos hombres y mujeres que habían estado a su lado, luchando contra la ira de su padre y la de un monarca que había estado ausente demasiado tiempo.

De modo que al final no dijo nada, porque era más fácil hacer eso y porque así él se alejaría de Ceann Gronna y del asedio de la próxima primavera.

Otro verano más y habría acabado.

David había perdido la paciencia y estaba recuperando fuerzas. Había oído rumores de boca de los bardos que atravesaban las provincias de Fife, Strathearn y Menteith cantando para poder comer.

Pensó entonces que ni siquiera conocía el nombre completo de su desconocido de ojos verdes; un hombre que había entrado en su vida gracias a un mar embravecido y que saldría de ella de nuevo por culpa de la voluntad caprichosa de los monarcas.

Pero se le había acabado el tiempo, porque Andrew estaba subiendo por las escaleras. Reconocía sus pasos sobre la piedra, seguidos de los de sus hombres. Se apartó y se colocó al otro extremo de la habitación cuando entraron.

—Morag te busca en la cocina, Isobel. Le he dicho que te enviaría allí cuando te viera.

Sabía lo que estaba haciendo; dándole una excusa para abandonar la habitación antes de que le vendaran los ojos a Marc y se lo llevaran. Vio la cuerda que Andrew llevaba en las manos y el cuchillo de su cinturón, lo suficientemente afilado para cortarle el cuello a un hombre como si fuera mantequilla. Tragó saliva, negó con la cabeza y se quedó quieta.

—Podemos hacer esto por las buenas o por las malas —dijo Andrew volviéndose hacia el hombre al que había ido a buscar—. Pero estarás en ese ferry con destino a Edimburgo mañana, sea como sea.

—Siempre y cuando siga vivo —respondió Marc—. ¿Ian nos acompañará?

—No. Ya es suficientemente difícil atravesar el campo sin necesidad de buscar venganza.

—Gracias.

Marc se puso la sobrevesta. El terciopelo rojo parecía algo desgastado tras el lavado concienzudo al que lo había sometido la lavandera, y uno de los galones del hombro estaba caído. El cuchillo no estaba por ninguna parte, y a Isobel le sorprendió la habilidad de Marc, pues sabía que el arma debía de estar allí. Resultaba algo tranquilizador, en caso de que fuesen a atarle las muñecas.

Isobel sacó la venda de la cesta, se la ofreció y vio cómo se la ponía en los ojos antes de que Andrew lo comprobase.

¡No volvería a verla nunca!

La idea le produjo un dolor punzante, pero se quedó quieta mientras lo sacaban de la habitación, con la mano puesta en el brazo de Andrew para que le guiase. No miró atrás ni vaciló.

En la ventana del rellano del primer piso, Isobel se detuvo y esperó hasta que los vio salir por la puerta del piso de abajo, seguidos ahora de más hombres. Sus voces le llegaban desde la distancia.

Cuando Isobel estaba a punto de darse la vuelta para marcharse, Marc cayó al suelo, pues uno de los soldados Dalceann le había puesto la zancadilla. Con las manos atadas no pudo amortiguar el golpe y se dio con la cabeza en el suelo de piedra.

Cuando le pusieron en pie de manera brusca, Isobel blasfemó, pues incluso en la distancia pudo ver que se le había levantado la venda de los ojos y todos los secretos de Ceann Gronna estaban al descubierto.

Andrew, que como de costumbre pensó con rapidez, se apresuró a recolocarle la venda antes de que los demás se dieran cuenta. Marc tenía las manos llenas de sangre.

Las opciones de Isobel se limitaban. Si corría tras él para intentar curarle la herida, ¿estaría a salvo? ¿O correría más peligro? Tal vez Andrew tomase el camino fácil y decidiera matarlo para asegurarse de que no hablase más de la cuenta a pesar de sus plegarias. Isobel ya podía imaginarse la opinión de Ian al respecto.

Aguantó la respiración y contó en silencio.

Uno.

Dos.

Tres.

Segundos en los cuales Marc seguía vivo. Los soldados comenzaron a andar de nuevo y él no se detuvo. Volvió a colocar los dedos en el brazo de Andrew, moviendo los labios como si estuviera hablando. Se preguntaba qué estaría diciendo.

La incertidumbre y el peligro podían verse reflejados en el rostro de unos hombres desesperados que conducían al enemigo hacia la muralla. En cuanto atravesaran la barbacana, dejaría de verlo, pues al otro lado esperaban los caballos. Isobel tomó aire, aguantó la respiración y sintió un intenso dolor en la boca del estómago.

¡Seguía vivo!

Santo Dios, había esperado sentir un cuchillo en las costillas mucho antes de sentir el aire frío del mundo exterior en la cara, o el olor de los caballos.

Probablemente fuese cosa de Andrew. Cuando se había caído al suelo, no había esperado volver a levantarse, pero tampoco había imaginado poder ver los secretos de la fortaleza de los Dalceann.

Ni siquiera los castillos en Francia estaban tan protegidos, con sus almenas defensivas y sus muros circulares concéntricos. Sintió admiración a pesar del dolor.

Estaba sangrando mucho. Palpó con la lengua la lesión en el labio; era una herida profunda.

Cuando la reja de la puerta se cerró tras ellos, Andrew le quitó la venda y la luz inundó sus ojos.

—Te limpiaremos cuando lleguemos al arroyo del valle. Ahora mismo parece que hayas estado peleando durante una semana entera.

Marc no dijo nada, simplemente se fijó en las ondulaciones del terreno frente al castillo. Fosas, agujeros y zanjas. Por primera vez vio lo cerca que estaba el mar; la muralla exterior estaba justo al borde de los acantilados.

La entrada del estuario de la que había hablado Isobel cuando le había dado por inconsciente debía de estar allí también, en alguna parte, probablemente dentro del promontorio de tierra que sobresalía en el medio.

Inexpugnable.

A no ser que se conociera bien el lugar. Al notar el interés de Andrew, se dio la vuelta y sonrió.

—Tuve suerte al sobrevivir a un mar así —dijo. Cualquier tema con tal de disimular su interés por las estructuras fortificadas de Ceann Gronna.

—Aquí están los caballos —la voz de su captor sonaba frustrada por el largo viaje que los esperaba, y Marc se alegró de que le hubieran dado su propio caballo en vez de tener que compartir la silla con otro.

Se preguntó cómo se le daría a Isobel Dalceann montar a caballo, y se respondió con su propia impaciencia.

Probablemente montar a caballo se le daría igual de bien que nadar.

¡Y qué besar!

—Santo Dios —murmuró cuando Andrew le desató las manos y le advirtió que se comportase. Se subió al caballo y se aferró a las riendas con manos doloridas para poder mantener el equilibrio incluso galopando.

Isobel sostenía en la palma de la mano el anillo de plata de David II, que tenía en la parte interior el sello de los herreros que lo habían forjado.

Todo lo que Marc llevaba consigo era de gran valor: la ropa, el brazalete, la daga con joyas incrustadas y aquel anillo, que tenía el estandarte real pulido por el tiempo.

—¡Ya basta!

Su propia voz rompió el silencio que le rodeaba mientras apartaba su arcón del lugar donde se encontraba habitualmente.

Empujó con cuidado la losa que había detrás y vio cómo giraba sobre su eje. Limpió el polvo que cayó al suelo con el trapo húmedo del aguamanil, pues su marido siempre había insistido en que lo hiciera así.

En el compartimento oculto de detrás estaban el oro y las joyas apilados en un montón.

¡El oro francés y dos monedas que no había visto antes allí!

Sintió miedo al darse cuenta de que habían quebrantado la seguridad. Jamás debería haber abierto el compartimento secreto con otra persona en la habitación, aunque hubiera creído que estaba inconsciente.

Blasfemó al ver la facilidad con que habían invadido su intimidad y rebuscó en el interior.

¿Qué faltaba? Examinó el tesoro y vio que no se habían llevado nada, simplemente habían añadido cosas. Agarró las monedas de plata y leyó las inscripciones en francés.

Marc.

¿Qué más cosas sabría? Recordó que la venda se le había descolocado al caer al suelo, y se acordó también de la conversación que había mantenido con Andrew cuando pensaba que él estaba inconsciente. Tal vez lo hubiera escuchado todo.

Ella había hablado de la entrada por mar y del saqueo de Ceann Gronna.

Listo. Demasiado listo. Un hombre de dos reyes, con cicatrices de muchas batallas que lo demostraban.

Deslizó el dedo por sus labios y maldijo en voz baja. ¿Habría sido capaz de distraerla a propósito con aquel beso para que dejara escapar a la serpiente del Edén?