Seis
—Si deseas un poco de calor esta noche, Marc, mis aposentos no están lejos de los tuyos.
La promesa en los ojos de la sensual duquesa de Kinburn hizo que Marc diese un paso atrás.
—No tengo intención de matar a vuestro marido si descubriera lo que hacéis, lady Anne —dijo soltándole los dedos de su manga—. Y tampoco tengo tiempo. Nuestro rey está esperando para hablar conmigo en su cámara.
—Oh, pero si llevas un mes entero en Edimburgo, y pasas las noches solo, por lo que he oído. Sin duda ha de haber alguna mujer que llame tu atención —se inclinó hacia delante para ofrecerle una vista completa de su escote.
Era preciosa, pero la idea de acostarse con ella no le atraía en lo más mínimo. Resultaba preocupante, pensó Marc mientras atravesaba con decisión las antecámaras del rey.
Hacía un mes que había desembarcado. Un mes desde que viera a Isobel Dalceann con terror en los ojos mientras le entregaba la venda con manos temblorosas.
Marc había guardado silencio sobre el tiempo que había pasado en la fortaleza de Ceann Gronna porque en el laberinto político de Escocia había descubierto hasta dónde estaba dispuesto a llegar David con tal de acallar a los barones que no jurasen lealtad a la corona.
Como había hecho el clan Dalceann.
Menos de una hora después de llegar a la corte escocesa, ya había oído que mencionaban el nombre de la injuriosa cacique de Ceann Gronna.
«La incasable Isobel con la horrible cicatriz en la cara». Se preguntaba lo cerca que habría estado de ella la persona que había hecho circular ese rumor, pues después de mirarla a los ojos uno comprendía la profundidad de todo lo que ella era y la desfiguración de su rostro pasaba a un segundo plano.
Sintió rabia por esos comentarios superficiales al pasarse el dedo por la cicatriz de la mano derecha. Un juramento de protección hecho con sangre era un arma de doble filo, pues podía sentir el fantasma de Isobel recorriendo con él los pasillos del poder y riéndose. De él y de ellos, impulsada por el viento del mar, que alborotaba su melena y hacía que cobrara vida.
Dios. Como recuerdo Isobel era mucho más real para él que las numerosas mujeres de la corte que intentaban llamar su atención, y eso le preocupaba.
—Sir Marc —el rey David estaba sentado ante él en una silla con bordados de oro. En la mano sostenía un documento que le llegaba hasta el regazo.
Junto a él estaban el conde de Huntworth y lord Glencoe, ambos con una copa de vino en la mano. Cuando un sirviente le ofreció una a él, Marc supo que se trataba de vino renano, muy caro.
—Señores —hizo una reverencia. Al fin y al cabo los reyes eran muy arrogantes y él tenía suficiente práctica como para saber que, aunque fuesen amigos, debía ir con cuidado.
—Estaba diciéndoles a Glencoe y a Huntworth que la ley feudal y la ley patriarcal tienen sus propios motivos de enfrentamiento.
—Como suele ocurrir con las dobles lealtades —respondió Marc, pues la propiedad de las tierras rivales siempre era tema de conversación en una corte sometida a los derechos de un rey elegido por Dios.
Se preocupó al pensar en los estatutos de soberanía de los Dalceann. En Edimburgo se hablaba de Isobel Dalceann y de su fortaleza desde su llegada.
Esa mujer era una bruja y una hechicera según unos, y según otros se dedicaba a robarles a los hombres su voluntad. Había oído hablar también de las campañas organizadas en su contra y de los diversos asedios infructuosos.
«Es obra del maligno», se decía cuando otro comandante regresaba a casa con las manos vacías y el espíritu roto. Lady Dalceann estaba aliada con el demonio y con las fuerzas de la oscuridad. Al fin y al cabo ya había enterrado a un marido, y era bien sabido que su padre nunca había estado cuerdo. Una bruja hechicera. Una ocultista que practicaba la nigromancia y que había obtenido su poder del mismísimo Satán. Algunos decían que era el diablo el que le había marcado la cara en mitad de la noche, mientras ella dormía soñando con él.
Se decía también que llevaba uno de sus dientes colgado del cuello. Otros le habían contado que ese era su talismán, del que sacaba su poder, y que si se lo quitaban no quedaría nada de su cuerpo terrenal. Se convertiría en humo y regresaría al reino que la había engendrado.
Marc almacenaba esa información mientras los demás describían a la mujer que se había adentrado nadando en un mar embravecido en mitad de la tormenta para rescatar a unos viajeros perdidos.
Víctima de tanta ira y superstición, no era de extrañar que Isobel Dalceann estuviese sola y desconfiara de todos. Marc no le había dicho nada de ella al rey.
Secretos y mentiras.
En Burdeos le habían educado en la falsedad, de modo que no le resultaba difícil ocultar esa información. No recordaba un momento en que le hubiera mostrado a alguien una emoción que no deseara mostrar. A veces se miraba en el espejo y veía la máscara de lo que se esperaba de él.
Apretó la copa hasta casi romperla y recuperó de nuevo el control.
—Hay que enseñarles una lección. La incautación es el castigo por semejante desobediencia —David adoptó la actitud de un monarca indignadísimo.
—Y la muerte —añadió Archibald McQuarry con sed de venganza en sus palabras.
Marc había oído que el hermano del conde de Huntworth había muerto en el asedio a Ceann Gronna dos veranos atrás, y se dio cuenta de que había algo más en juego que el simple cumplimiento de la ley.
Dejó cuidadosamente su copa en una mesa.
—Habláis del clan Dalceann, supongo —dijo, y su voz sonó exactamente como deseaba.
—Desde luego que sí —respondió el rey—. No podemos permitir que los vasallos de la fortaleza de Ceann Gronna hagan lo que quieran, pues los barones del norte están nerviosos. Una sensación de incertidumbre o de pérdida de poder monárquico en Edimburgo podría incitarlos a reforzar sus posiciones.
Equilibrio de poderes. En la corte escocesa de David II y en la corte francesa de Felipe VI, el poder tenía la capacidad de dividir a algunos hombres casi tanto como de unir a otros.
Avaricia, codicia y deseo.
Marc sintió que le dolía la cicatriz de la espalda y la herida del brazo le picaba.
Una nueva batalla, y en esa ocasión con el nombre de un monarca débil y desesperado en juego. David se aseguraría de no perder, y la fortaleza de los Dalceann sería saqueada como advertencia para los demás de los peligros inherentes a la desobediencia a la corona.
La topografía del terreno de Ceann Gronna no sería suficiente para salvarla. Las catapultas serían numerosas en una misión en la que la corona escocesa no podía permitirse fracasar.
—Os marcharéis en primavera con un ejército de doscientos hombres. Vos dirigiréis al ejército, de Courtenay, y ellos dos serán vuestros comandantes. Eso es lo que deseo.
La cara larga de Huntworth indicaba que aquel plan distaba mucho de satisfacerle.
—Desde luego —respondió Marc, y alzó su copa para brindar—. Por la victoria.
—Y por el fin de esa bruja Dalceann y de sus seguidores anárquicos.
Marc se terminó el vino y sonrió.
Isobel estaba en lo alto de la torre, contemplando el agua plateada. El estuario estaba tranquilo aquel día.
Era casi primavera. Los serbales que rodeaban la puerta de la capilla ya empezaban a tener brotes.
En pocas semanas ya estarían allí. Los hombres de David. Doscientos, si los rumores resultaban ser ciertos; gobernados por los mejores comandantes del rey.
Isobel apretó los dientes con tanta fuerza que se hizo daño en la mandíbula.
Pero Ceann Gronna tenía también sus secretos, y los preparativos para la batalla habían sido largos y minuciosos. El suministro de agua nunca podría ser envenenado, pues procedía de debajo de la tierra, y gracias al mar el castillo no podría ser rodeado. Pero había otros puntos débiles que un líder fuerte podría advertir. Una torre de asedio podría permitirles a los atacantes realizar un asalto directo sobre las almenas, y además podrían vaciar el foso con facilidad gracias a la pendiente.
Incluso el mar podría actuar en su contra si alguno descubría la existencia de los túneles.
¡Marc!
Era culpa suya que Marc estuviese enterado de la existencia de los túneles. ¿Se lo habría contado a alguien? ¿Sería consciente de los planes de asedio? ¿Seguiría en Escocia o habría vuelto a Burdeos con Felipe VI?
Desde abajo le llegaron los gritos de los niños, que jugaban felices con pelotas y palos. Sus madres estarían cerca, observando, embarazadas de otros niños del clan que necesitaban la protección que su apellido les concedía.
Su protección.
La protección de Isobel Dalceann. La jefa del clan Dalceann ahora que su marido había muerto, y hasta que pudieran encontrar a otro.
Marc. De nuevo su nombre apareció en su memoria en contra de su voluntad. Intentó ignorar el torrente de deseo que crecía en su interior y le endurecía los pezones.
—Merci aux saints —esas palabras resultaron gratificantes, e Isobel levantó una mano para sentir el viento frío entre sus dedos.
El invierno los había protegido, pero pronto acabaría, y en su lugar acecharía el peligro bajo el clima templado de los días más largos.
Vendrían. Sabía que vendrían desde la costa del sur para atravesar el estuario por Queensferry. Desde ahí se dirigirían hacia el este hasta llegar a Drumeldrie y Kalconquhar, antes de bajar hacia Ceann Gronna, que se alzaba orgullosa sobre el promontorio frente al mar. Y nadie iría a ayudarlos.
¡Nadie!
Estaban marginados por el miedo de una corona descontrolada y una desobediencia imprudente. Su padre había sido un hombre temperamental e insensato, y durante años aquellos que habitaban la fortaleza habían estado pagando el precio de sus decisiones apolíticas. Ya no podían cambiarlo, pues las desavenencias habían ido demasiado lejos como para esperar una simple reprimenda, y hasta cierto punto eso también era culpa de ella.
Dos años atrás, cuando Alisdair y su padre murieron, ella podría haber cambiado la situación, podría haber convencido a un clan cansado de castigos para que se rindiera, pero la ruina llevaba consigo una resistencia inherente que se negaba a permitir que les arrebataran sus propiedades.
Todo o nada, habían gritado sus soldados al darles a elegir, y habían levantado todos la mano en señal de acuerdo.
Todo o nada.
Estaba atrapada.
Estaba segura de que, cuando llegase el siguiente invierno, no quedaría nada.
Acarició la moneda que llevaba colgada de una cadena al cuello. La moneda de Marc. Escondida. Le había ordenado al herrero que le hiciera un agujero en el medio, y la había llevado así desde que Marc se marchara. A veces la sentía y acariciaba con los dedos las palabras y los números, y el dibujo de un rey a caballo que no era el suyo.
—¡Ayuda! —susurró—. Por favor, ayúdame.
Un ruego inútil, aunque tranquilizador. Le dolía el corazón por lo que no podría ser, por su clan, por su castillo, por la historia del apellido Dalceann, que había habitado aquellas tierras desde el inicio de los tiempos.
Estaba tan furiosa que temblaba.
Al oír su nombre en el viento se dio la vuelta y vio que Andrew se acercaba hacia ella con el sombrero en la cabeza y una venda en la muñeca.
—Angus ha dicho que estarías aquí, observando. Me ha dicho que te traiga esto para que no pases frío.
Le entregó una manta de lana y esperó mientras se la ponía sobre los hombros.
—Si el tiempo sigue así, hasta las grandes máquinas de guerra podrán cruzar el estuario —dijo ella, y lo miró a los ojos sin estremecerse.
—Cristina, Euen y Donald me han preparado un lugar arriba con ellos, Isobel. Estoy más que preparado para lo que venga.
Al oír el nombre de sus hijos y de su esposa, muertos en el incendio durante el segundo asedio, Isobel sintió una nueva ira en su interior. Deseó haber respondido con la misma actitud, habiendo perdido ya a Alisdair tras entregarle su corazón, pero la moneda de plata le quemaba en el pecho con su propia sensación de pérdida.
No se había acostado con un hombre y sentía la fuerza de la tierra en su interior. No se había quedado embarazada ni se le habían llenado los pechos de leche. No había viajado al oeste más allá de Dunfermline ni había tomado un barco hasta un lugar lejano.
¡No era suficiente para morir!
La cicatriz que atravesaba su mejilla le escocía ante aquel desperdicio, y palpitaba con su propio ritmo. Sabía que Andrew habría visto ese movimiento, pero se había convertido en un experto a la hora de no darse cuenta. Si ella hubiera sido el tipo de mujer que disfrutaba con el contacto con los demás, tal vez le hubiera puesto los dedos en el brazo para darle las gracias, pero no era ese tipo de mujer. Cuando se calmó un poco, comenzó a hablar de nuevo.
—Estamos tan preparados como podemos estarlo. Ian tiene a los hombres practicando en las dianas todos los días y no suelen fallar.
—Las provisiones también han llegado. Tenemos carne en salazón y verduras para tres meses.
Tres meses. Nunca aguantarían tanto ante semejante ataque.
Observó a Andrew y vio la verdad bajo sus palabras. Estaba en sus ojos, en su postura y en la venda ensangrentada cuya existencia no había explicado.
—¿Qué ha ocurrido?
—Siempre es prudente arrancar de raíz las actitudes derrotistas.
—¿Y lo has hecho?
—Me estoy haciendo viejo, Isobel, y los años de vida de los que he disfrutado empiezan a actuar en mi contra. Aquí hay hombres que son jóvenes y que ansían vivir todo lo que no podrían vivir si...
Se detuvo y sus palabras se perdieron en el viento.
¿Si?
¡Más bien cuando!
Ella estaba allí haciendo justo lo mismo que hacían esos soldados. Soñar con tener más.
La moneda yacía contra su piel, pero en presencia de Andrew no se atrevía a tocarla. El tema de Marc permanecía latente como una maldición tácita.
—Y el grupo que enviamos a ver a los Lindsay... ¿ha regresado ya?
Él negó con la cabeza.
—No creo que logremos ninguna alianza de última hora, ni siquiera con tu soborno, Isobel.
Isobel sonrió ante eso.
—Si el oro nos hubiera ayudado...
—Aún hay tiempo de que algunos se marchen. Los barcos están en buen estado para navegar.
—Por supuesto. Las mujeres y los niños deben marcharse. Si queda espacio después de ellos, entonces entrarán los ancianos.
—Y tú, Isobel. ¿Qué pasa contigo?
—Ceann Gronna es mi hogar.
—¿Y si te capturan y no te matan? En Edimburgo te odian, y los castigos para los que se declaran en contra de David son severos.
—No me llevarán viva. No temas por eso.
Andrew maldijo en voz alta, algo que rara vez hacía.
—Le pido a nuestro señor que no les pongamos fácil la toma de la fortaleza. Cada uno de nosotros ha de matar a diez de los suyos.
Isobel asintió y lo miró directamente a los ojos.
—Yo también quiero estar en las almenas. Quiero luchar con vosotros.
No había hecho eso antes. En los otros asedios ella había sido la que se encargaba de la defensa de la fortaleza desde dentro. Pero Andrew le había enseñado los pormenores de la batalla, y en aquella ocasión tenía que estar allí, espada en mano, luchando a muerte.
Se sintió aliviada cuando Andrew asintió, pues ya no era necesario seguir intentando ocultar sus intenciones. Ya le había encargado al armero que diseñara un casco y una cota de malla para ella; tenía un arco poderoso, casi tan alto como ella, hecho de tejo.
Si no entraban en los túneles que conducían hacia el mar, entonces tendrían una oportunidad, pues los muros concéntricos de Ceann Gronna eran gruesos y fuertes; aquellos más altos estaban construidos para defender a los más bajos.
El corazón se le aceleró. ¿Se atrevía a albergar la esperanza de sobrevivir a aquello?
¡Doscientos hombres! A veces soñaba que aparecía un emisario del rey a caballo y les ofrecía clemencia. Si lograban resistir aquella embestida una vez más, ¿podría ocurrir?
En el horizonte divisó el polvo que señalaba el regreso del grupo enviado a ver al cacique de los Lindsay.
—¿Quieres recibirlos junto a mí? —le preguntó a Andrew mientras se dirigía hacia los peldaños que conducían a la sala principal.
Sir Marc de Courtenay estaba sentado en el comedor del castillo real de Edimburgo, contemplando la escena que tenía ante él.
Varios lores con sus damas, ataviadas todas con suma elegancia, cenaban en diferentes mesas cubiertas con manteles de lino blanco.
El rey estaba sentado a su lado, riéndose a carcajadas mientras lord Glencoe contaba la historia de dos escuderos y sus perros. Marc había dejado de escuchar hacía varios minutos.
La última cena. La última noche antes de partir hacia Fife al día siguiente, para intentar tomar la fortaleza de Ceann Gronna.
Las bandejas que tenía ante él ofrecían sopa y pollo, anguila y lamprea, ganso asado, faisán, cisne y pasteles. El plato del que comía era de oro y su copa estaba llena de vino.
Pero no podía calmarse. No podía reírse escuchando las cosas que los partidarios del rey le harían a esa bruja Dalceann.
El peligro hacía que se le coagulase la sangre mientras masticaba carne de ganso sin saborearla. La idea de la guerra hacía tiempo que había dejado de producirle algo que no fuera un sabor agridulce en la boca.
—Probablemente estemos aquí de vuelta, disfrutando de otro banquete, antes de mediados de verano —dijo Archibald McQuarry con seguridad en la voz, sin hacer mención al fracaso que le había costado la vida a su hermano mayor. Era un hombre amargado y estirado, al que Marc no tenía en buena estima.
—Entonces vos tenéis experiencia con este tipo de campañas —le dijo Marc, sabiendo perfectamente que no era así.
El otro negó con la cabeza y levantó su copa.
—Vuestra experiencia en la guerra no tiene rival, y sois el preferido del rey —pronunció aquellas palabras con cierta maldad y estupidez; era un hombre que odiaba a cualquiera que hubiera prosperado en la vida gracias al trabajo duro y la perseverancia.
Marc sabía que era el vino el que hablaba, así como la pretensión intrínseca que parecía separar a la nobleza del populacho. Por sus venas también corría la sangre de un lord, pero una docena de batallas le habían librado de semejante vanidad. Una parte de él se alegraba de que le hubieran asignado a dos hombres a los que podría manipular fácilmente. De ese modo lo que tenía que hacer sería mucho más fácil. Captó la mirada de David, que a su vez lo agarró del brazo antes de levantar la copa de la que bebía.
—Por sir Marc de Courtenay, enviado para ayudar a Escocia gracias a la Alianza Auld, uno de los mejores caballeros que jamás hayan luchado bajo mi estandarte.
Todos aplaudieron y silbaron. Qué fácil era moldear las opiniones de los hombres.
—Y por el rey Felipe VI de Francia, que os ha permitido abandonar el ejército en Burdeos para venir a ayudarnos.
De nuevo la multitud gritó enfervorizada hasta que David pidió silencio.
—El hombre que arranque el diente del diablo del cuello de Isobel Dalceann será bien recompensado. Recordad mis palabras. Quiero que se derrame su sangre por el suelo de Ceann Gronna, como advertencia para todos aquellos que planeen secretamente rebelarse contra mí.
El séquito se puso en pie ante semejante retórica y todos juntos marcaron con los pies el ritmo de la victoria, mientras con las manos golpeaban las mesas con el mango de los cuchillos.
A través de la ventana de cristal, el sol iluminó la sala y la melena rubia de Anne de Kinburn, que levantó la copa hacia él.
Marc intentó controlar su alivio. Las palabras del rey le daban cierto margen de acción. No había mencionado nada sobre la muerte de un traidor. Una hora más y la espera habría acabado. Una noche más y se habría ido.