9. BRIGID
SPADE VOLVIÓ a la habitación, se sentó en un extremo del sofá, con los codos sobre las rodillas y las mejillas apoyadas sobre las palmas, mirando al suelo y no a Brigid, que le sonreía débilmente desde el sillón. Tenía los ojos ardientes, y las arrugas del entrecejo que ponían linde a la nariz eran profundas. Al respirar se le movían las aletas de las fosas nasales.
Cuando Brigid advirtió que Spade no la iba a mirar, dejó de sonreír y le observó con creciente intranquilidad. Súbitamente, una ira roja encendió el rostro de Spade, que comenzó a hablar mascullando las palabras con furia. Sujetándose con las manos la cara enloquecida, clavados los ojos en el suelo, maldijo a Dundy sin parar durante cinco minutos, obscenamente, con blasfemias reiteradas, en voz agria y gutural.
Luego se soltó la cabeza, miró a la muchacha, sonrió algo abochornado y dijo:
—Pueril, ¿no es cierto? Lo sé. Pero es que ¡voto a Dios! ¡Odio que me peguen y no devolver el sopapo! —se acarició la barbilla con mimo—. Y no es que el puñetazo valiera gran cosa —se echó a reír, se recostó sobre el sofá y cruzó las piernas—. Precio de ganga por haber salido ganando —frunció el ceño y añadió—. Pero no lo olvidaré.
La muchacha, sonriendo de nuevo, se levantó del sillón y se sentó en el sofá junto a él.
—Eres la persona más violenta que he conocido. ¿Eres siempre así de agresivo?
—Dejé que me pegara, ¿no?
—¡Ah, sí! Pero era un policía.
—No se trata de eso —explicó Spade—. Es que al perder los estribos y pegarme, el teniente fue más allá de lo que le convenía. Si yo le hubiera contestado a golpes, entonces ya no hubiera podido ceder. Se hubiera visto obligado a seguir adelante, y hubiésemos tenido que contar ese imbécil cuento en la jefatura.
Miró pensativamente a la muchacha y le preguntó:
—¿Qué le hiciste a Cairo?
—Nada —dijo, sonrojándose—. Traté de asustarle para que se estuviera quieto hasta que los policías se largaran; se asustó demasiado o se puso demasiado cabezón y gritó.
—¿Y le diste con la pistola, entonces?
—Tuve que hacerlo. Se abalanzó contra mí.
—No sabes lo que estás haciendo —y la sonrisa de Spade no ocultó su enfado—. Es precisamente lo que te dije: andas a trompicones, a tientas, confiando en la suerte.
—Lo siento, Sam —dijo con una expresión y en una voz que la contrición tornó dulce.
—Seguro que lo sientes —sacó tabaco y papel del bolsillo y empezó a liar un cigarrillo—. Bueno, ya has hablado con Cairo. Ahora puedes hablarme a mí.
La muchacha se llevó la punta de un dedo a la boca, mirando vagamente a través de la habitación sin fijarse en nada, con los ojos muy abiertos, que luego, ya más cerrados, lanzaron una mirada rápida a Spade. El detective estaba concentrado en la confección del cigarrillo.
—Sí, claro… —comenzó a decir.
Se quitó el dedo de la boca y se alisó el vestido por encima de las rodillas. Torció el gesto, mirándoselas. Spade humedeció el borde del papel de fumar, cerró el cigarrillo y preguntó, mientras buscaba el encendedor:
—¿Bien?
—Es que no tuve tiempo de hablar con Cairo —dijo, haciendo una pausa después de cada palabra como si las estuviese eligiendo con gran cuidado—. Nos interrumpieron casi nada más que empezar.
Calló, mirándose aún con ojos adustos las rodillas, y luego volvió los ojos limpios e inocentes hacia Spade. Spade encendió el cigarrillo y dejó que la risa le vaciara de humo la boca.
—¿Quieres que le llame por teléfono y le diga que vuelva?
Brigid sacudió la cabeza sin sonreír. Cuando sacudió la cabeza, sus ojos se movieron de un lado a otro debajo de los párpados, enfocados sobre los de Spade. Su expresión era inquisitiva.
Spade le abarcó la espalda con un brazo; la mano ahuecada descansó sobre el hombro desnudo, blanco, suave y más alejado. Brigid se reclinó sobre el brazo doblado. Y dijo Spade:
—Bueno, estoy escuchando.
La muchacha volvió la cabeza para sonreírle con insolencia juguetona y le preguntó:
—¿Necesitas el brazo ahí para escuchar?
—No.
Le quitó la mano del hombro y dejó caer el brazo detrás de ella.
—Eres completamente impredecible —murmuró ella.
Spade asintió con un gesto, y dijo, con amable llaneza:
—Sigo escuchando.
—¡Mira la hora que es! —exclamó Brigid, señalando con un dedo hacia el despertador que, aun en precario equilibrio sobre el libro, indicaba con sus manecillas de torpe diseño las dos y cincuenta minutos.
—Es que ha sido una velada muy movida.
—Tengo que irme —dijo Brigid, levantándose del sofá—. Esto es terrible.
Spade siguió sentado. Sacudió la cabeza y dijo:
—No hasta que me hayas contado todo el asunto.
—¡Pero mira qué hora es! —protestó ella—. Y me llevaría horas el explicártelo todo.
—Pues tendrá que llevártelas.
—¿Estoy presa? —dijo Brigid, alegremente.
—Además, ese muchacho está ahí fuera. Tal vez no se haya ido todavía a casa para acostarse.
—¿Crees que estará ahí todavía? —y su jovialidad desapareció.
—Probablemente.
—¿No podrías comprobarlo? —dijo, estremeciéndose.
—Sí, bajando a la calle.
—Pero eso sería… ¿Quieres hacerlo?
Spade contempló durante un momento su rostro anhelante y se levantó del sofá, diciendo:
—Sí.
Sacó del armario un sombrero y un abrigo.
—Tardaré en volver unos diez minutos.
—Ten cuidado —le rogó Brigid, según le acompañaba por el pasillo.
—Lo tendré —dijo Spade.
Y salió.
La Post Street estaba vacía cuando Spade salió a ella. Recorrió una manzana hacia el Este, cruzó la calle, anduvo durante dos manzanas en la dirección contraria, volvió a cruzar la calle y regresó a su portal sin haber visto a nadie, excepto a dos mecánicos que estaban trabajando en un coche dentro de un garaje.
Cuando abrió la puerta de su apartamento vio a Brigid, de pie en la esquina del pasillo, con el brazo caído a lo largo del cuerpo y la pistola de Cairo en la mano.
—Sigue ahí —dijo Spade.
Brigid se mordió el labio por dentro, se volvió lentamente y echó a andar hacia el cuarto de estar. Spade la siguió, dejó el abrigo y el sombrero sobre una silla y dijo:
—Así que tendremos tiempo para hablar.
Fue a la cocina. Cuando ella apareció en la puerta ya había puesto la cafetera en la lumbre y estaba cortando rebanadas de una larga barra de pan francés. Brigid permaneció a la puerta, mirándole con ojos preocupados. Los dedos de su mano izquierda acariciaban descuidadamente la culata y el cañón de la pistola que aún tenía en la mano derecha.
—El mantel está ahí —dijo Spade, señalando con el cuchillo de cortar pan un armario de cocina que formaba un rincón para comer.
La muchacha puso la mesa mientras Spade untaba con liverwurst las pequeñas rebanadas de pan que acababa de cortar o ponía entre ellas carne curada en sal. Luego sirvió el café, le añadió coñac de una botella achatada y los dos se sentaron a la mesa. Lo hicieron juntos, en uno de los banquillos. La muchacha dejó la pistola en el extremo del banco más próximo a ella.
—Puedes empezar entre bocado y bocado —dijo Spade.
Brigid le hizo una mueca, mordió un emparedado y dijo:
—Eres de lo más insistente.
—Sí, y violento, e impredecible. ¿Qué pájaro es ése, ese halcón que os tiene a todos tan excitados?
La muchacha siguió mascando la carne y el pan que tenía en la boca, tragó, contempló atentamente el pequeño semicírculo que el bocado dejó en la orilla del emparedado y preguntó:
—¿Y si no te lo dijera? ¿Y si no te dijera nada acerca del asunto? ¿Qué harías?
—¿Te refieres al pájaro?
—Me refiero a todo el asunto.
—Bueno, mi sorpresa no sería lo bastante intensa —dijo Spade, sonriendo de manera tal que algunos molares mostraron sus coronas— como para no saber qué hacer.
—¿Y eso sería? —Brigid dejó de concentrar su atención sobre el emparedado para ocuparla en mirarle la cara—. Eso es lo que quiero saber: ¿qué harías?
Spade sacudió la cabeza.
La burla rizó la sonrisa que apareció en la cara de la muchacha.
—¿Algo… violento e impredecible?
—Pudiera ser. Pero no comprendo qué puedes ganar ahora con callarte. Todo va saliendo a la luz poquito a poco. Es mucho lo que todavía no sé; pero también es mucho lo que sí sé y mucho lo que puedo adivinar. Y con otro día como éste, llegaré a saber incluso cosas que tú no sabes.
—Me imagino que ya las sabes —dijo, y volvió a contemplar el emparedado con expresión grave—. ¡Pero estoy tan cansada de todo y me molesta tanto hablar de ello! ¿No sería… no sería igual esperar a que lo descubrieses todo, como dices que lo vas a descubrir?
—No lo sé —dijo Spade, riendo—. Eso tendrías que decidirlo tú. Mi método para averiguar las cosas es arrojar, violenta e impredeciblemente, una barra de hierro en medio de la maquinaria. Por mi parte, no tengo inconveniente, si tú estás segura de que las piezas, al saltar, no te van a hacer daño.
Brigid movió intranquila los desnudos hombros, pero calló. Estuvieran comiendo en silencio durante varios minutos, él con flema, ella pensativa. Y al cabo, la muchacha dijo en voz apagada:
—Me das miedo. Esa es la verdad.
—No, ésa no es la verdad.
—Lo es —insistió Brigid, en igual voz insonora—. Hay dos hombres que me dan miedo. Y a los dos los he visto esta noche.
—Comprendo que Cairo te dé miedo —dijo Spade—. Cairo está fuera de tu alcance.
—¿Y tú no?
—No en el mismo sentido —contestó, sonriendo con intención.
Brigid se sonrojó. Tomó un trozo de pan untado de liverwurst gris. Lo dejó en el plato. Arrugó la blanca frente y dijo:
—Se trata, como sabes, de una estatuilla negra, suave y brillante, de un pájaro, de un halcón o gerifalte, así de alta —dijo, señalando con las manos doce pulgadas, aproximadamente.
—¿Y por qué es tan importante?
Tomó un sorbo de café con coñac antes de mover la cabeza negativamente:
—No lo sé. Nunca me lo han dicho. Me prometieron quinientas libras esterlinas si les ayudaba a conseguirlo. Luego Floyd, después que dejamos a Joel, me dijo que me daría setecientas cincuenta.
—¿O sea que tiene que valer más de siete mil quinientos dólares?
—¡Mucho más! Ellos nunca pensaron darme la mitad. Sólo hicieron un trato conmigo para que les ayudara.
—¿Para que les ayudaras? ¿Cómo?
La muchacha volvió a llevarse la taza a los labios. Spade comenzó a liar un cigarrillo sin levantar de la cara de Brigid la mirada entre gris y amarillenta de sus ojos dominantes. Detrás de ellos, la cafetera borboteaba sobre el fuego.
—Ayudarles a conseguirlo del hombre que lo tenía en su poder —dijo ella, lentamente, así que dejó la taza sobre la mesa—. Un ruso llamado Kemidov.
—¿Cómo?
—Eso no tiene importancia —objetó ella, sonriendo desvergonzadamente—, de nada te serviría, y, desde luego, no es asunto que te incumba.
—¿Eso fue en Constantinopla?
Brigid vaciló, asintió con un movimiento de la cabeza y dijo:
—En la isla de Mármora.
—Sigue —dijo Spade, animándola con un movimiento de la mano en que sostenía el cigarrillo—. ¿Qué pasó después?
—Pero… ¡si eso fue todo! Ya te lo he dicho. Me prometieron quinientas libras si los ayudaba, yo lo hice, y entonces descubrimos que Joel pensaba abandonarnos, llevándose el halcón y dejándonos sin nada. Y eso fue precisamente lo que nosotros hicimos con él. Pero yo no saqué nada en limpio, porque Floyd no tenía la más mínima intención de pagarme las setecientas cincuenta libras que me había prometido. Eso lo supe antes de llegar aquí. Me dijo que iría a venderlo a Nueva York y que entonces me daría mi parte, pero comprendí que no era verdad.
La indignación había oscurecido sus ojos hasta dejarlos de color violeta.
—Y por eso recurrí a ti, para que me ayudaras a descubrir en dónde estaba el halcón.
—Supongamos que te hubieras hecho con él. Entonces, ¿qué?
—Hubiera estado en condiciones de discutir las condiciones con Floyd Thursby.
Spade la miró de reojo y preguntó:
—Pero no hubieras sabido en dónde encontrar más dinero que el que Thursby te hubiera dado, la cantidad que sabías que él pensaba sacar al venderlo, ¿no?
—No; no lo sabía.
Spade miró con ojos de disgusto la ceniza que había echado en el plato.
—¿Por qué vale tanto dinero? Debes tener alguna idea, o suponerlo.
—No tengo la más remota idea.
—¿De qué está hecho? —dijo Spade, transfiriéndole el disgusto a ella.
—Porcelana, o piedra negra. No lo sé. Nunca lo he tocado. Sólo lo he visto durante unos minutos y una sola vez. Me lo enseñó Floyd la primera vez que lo tuvimos en nuestras manos.
Spade aplastó contra el plato lo que quedaba del cigarrillo, y bebió un sorbo de café y coñac. Su expresión de enojo ya había desaparecido. Se limpió los labios con la servilleta, la dejó arrugada sobre la mesa y dijo:
—¡Qué mentirosa eres!
Brigid se levantó y quedó de pie a un extremo de la mesa, mirándole con ojos oscuros y humillados y comenzando a sonrojarse:
—Soy una mentirosa, siempre lo he sido.
—No te enorgullezcas de ello. Es infantil —dijo Spade, en voz de buen humor. Y saliendo de entre el banco y la mesa, añadió—. ¿Hay algo de verdad en todo ese cuento que me has colocado?
La muchacha bajó la cabeza. Brillaron húmedas sus oscuras pestañas.
—Algo… —susurró.
—¿Cuánto?
—Pues… no mucho.
Spade le puso una mano debajo de la barbilla y le levantó la cabeza. Se echó a reír mirando los ojos humedecidos y dijo:
—Tenemos toda la noche por delante. Echaré más coñac en otro poco de café y probaremos suerte de nuevo.
A Brigid se le cerraron los ojos.
—¡Estoy tan cansada…! —dijo con voz temblorosa—. ¡Tan cansada de todo ello, de mí misma, de pensar en nuevas mentiras, de no saber qué es verdad y qué no lo es…! Quisiera…
Alzó las manos hasta las mejillas de Spade, apretó la boca entreabierta contra la de él y el cuerpo contra el suyo.
Spade la abrazó, sujetándola contra sí. Los músculos se le marcaron debajo de las mangas azules, los dedos se perdieron en el cabello rojo hasta que la mano quedó ahuecada brindando descanso a la cabeza, mientras que la otra mano dejaba que sus dedos temblorosos tantearan en la esbelta espalda de la mujer. Sus ojos ardían con luz amarillenta.