12. EL TIOVIVO

SPADE BAJÓ en el ascensor de las habitaciones de Gutman, secos los labios, pálido y húmedo el semblante. Cuando sacó el pañuelo para secarse la cara, advirtió que le temblaba la mano. Dedicó a su mano una sonrisa y un «¡uff!» tan fuerte que el chico del ascensor volvió la cabeza y le preguntó:

—¿Decía el señor?

Spade se dirigió por la Geary Street hasta el hotel Palace, en donde almorzó. Cuando se sentó a la mesa, su cara había perdido ya la palidez, los labios, la sequedad y la mano, el temblorcillo. Comió con gusto y sin apresurarse, y luego fue al despacho de Sid Wise.

Al entrar en él vio que Wise estaba mordiéndose las uñas, con los ojos clavados en la ventana. Apartó la mano de la boca, hizo girar el sillón para quedar de cara a Spade y dijo:

—Hola. Acerca una silla.

Spade colocó una silla junto a la mesa abarrotada de papeles y se sentó.

—¿Ha venido mistress Archer por aquí?

—Sí —un ligerísimo destello brilló en los ojos de Wise—. ¿Te vas a casar con ella?

Spade resopló con enojo por la nariz.

—¡Vaya! ¡Ahora eres tú el que empieza con eso! —gruñó.

Una fugaz sonrisa cansada arqueó los labios del abogado.

—Si no lo haces, no te faltará trabajo.

Spade alzó la vista del cigarrillo y habló en voz agria:

—¿Quieres decir que no te faltará a ti? Bueno, pues para eso estás. ¿Qué te ha dicho?

—¿Acerca de ti?

—Acerca de cualquier cosa que yo deba saber.

Wise se pasó los dedos por entre el pelo, lo que hizo que nevara la caspa sobre sus hombros.

—Me dijo que trató de conseguir el divorcio de Miles para poder…

—Todo eso ya lo sé —le interrumpió Spade—. Te lo puedes ahorrar. Dime lo que yo no sepa.

—¿Y cómo quieres que sepa lo que ella te ha…?

—Deja ya de andarte por las ramas, Sid —dijo Spade, aplicando la llama del mechero a la punta del cigarrillo—. De lo que te ha dicho, ¿qué es lo que quiere que yo no sepa?

Wise reprendió a Spade con la mirada.

—Bueno, Sammy, eso no es… —empezó a decir.

Spade miraba hacia el techo y dijo, en son de queja:

—¡Bonita cosa! He aquí a mi abogado, un hombre que se ha enriquecido a mi costa, ¡y tengo que ponerme de rodillas y suplicarle que me informe! —bajó los ojos hacia Wise y le preguntó—. ¿Para qué crees que te la mandé?

—Con un cliente más como tú —se quejó Wise, con una mueca de cansancio— acabaría en un manicomio o en la cárcel de San Quintín.

—¡Bueno! ¡Allí te reunirías con la mayor parte de tus clientes! ¿Te dijo en dónde estuvo la noche en que mataron a Miles?

—Sí.

—¿En dónde?

—Siguiéndole.

Spade se enderezó en la silla y guiñó los ojos. Y después exclamó, en tono incrédulo:

—¡Ay, Dios! ¡Las mujeres! —luego se echó a reír, aflojó los músculos y preguntó—. ¿Y qué vio?

—No mucho —respondió sacudiendo lentamente la cabeza—. Cuando Miles volvió a cenar aquella noche, le dijo a ella que tenía una cita con una chica en el St. Mark, y añadió, para exasperarla, que aquélla era la ocasión de conseguir el divorcio que deseaba. Al principio, Iva creyó que estaba tratando, sencillamente, de irritarla. Él sabía que…

—Conozco la historia de la familia. Sáltatela… Dime qué hizo ella.

—Lo haré si me dejas. Cuando él se fue, Iva empezó a pensar que quizá estuviera citado de verdad. Tú conocías a Miles, y hubiera sido muy suyo.

—Puedes ahorrarte también lo relativo al carácter de Miles.

—Lo que debería es no decirte nada —dijo el abogado—. Iva sacó el coche del garaje, fue al St. Mark y se quedó sentada detrás del volante, enfrente del hotel. Vio salir a Miles, que iba siguiendo a un hombre y a una mujer. Me dijo que la misma chica con quien te vio anoche a ti. La chica salió delante de él. Entonces comprendió que Miles estaba trabajando. Supongo que esto la desilusionó y enfureció; al menos esa impresión me dio al oírla. Siguió a Miles lo bastante como para asegurarse de que, efectivamente, estaba siguiendo a la pareja, y entonces fue a tu casa. Tú no estabas.

—¿A qué hora fue eso?

—¿Cuándo llegó a tu casa? La primera vez entre nueve y media y diez.

—¿La primera vez?

—Sí. Estuvo dando vueltas en el coche durante media hora y volvió a probar suerte. O sea, que llegarían a eso de las diez y media. Tú aún no estabas en casa. Se dirigió al centro de la ciudad, entró en un cine para hacer tiempo y allí se estuvo hasta bastante después de las doce, pensando que a esa hora sería más probable encontrarte en casa.

—¿Entró en un cine a las diez y media? —dijo Spade, con expresión cejijunta.

—Eso me dijo, en el cine que hay en la Powell Street, que está abierto hasta la una. No quiso volver a casa porque no quería que Miles llegara después que ella. Por lo visto, a Miles solía sacarle de quicio que ella llegara después que él, sobre todo más tarde de las doce. Se quedó en el cine hasta que cerró.

En un punto, las palabras de Wise comenzaron a salir más lentamente, y en sus ojos pudo apreciarse un brillo sardónico.

—Me dijo que decidió no volver a tu casa. No estaba segura de que te gustara el que fuera a verte tan tarde. Así que se fue a Tait, en Ellis Street, comió algo y regresó a casa… sola.

Wise empezó a mecerse en el sillón aguardando a que Spade dijese algo. La cara de Spade carecía de expresión.

—Tú… ¿la creíste?

—¿No la crees tú? —replicó Wise.

—¿Cómo lo voy a saber? ¿Cómo voy a saber si todo eso es un cuento que inventasteis entre los dos para colocármelo a mí?

—A los desconocidos no debe resultarles fácil que les aceptes un cheque, ¿verdad, Sammy?

—A puñados, no. Bueno, ¿y qué más? Naturalmente, Miles no estaba en casa. Ya serían las dos. Tenían que serlo. Y Miles estaba muerto.

—Miles no estaba en casa —dijo Wise—. Parece que la enfureció de nuevo el que Miles no hubiese llegado antes que ella, ya que esto le hubiera permitido a ella enfurecerle a él. Entonces sacó el coche otra vez y volvió a tu casa.

—Y yo no estaba. Estaba viendo el cadáver de Miles. ¡Santo Dios! ¡Qué de vueltas! ¡Qué tiovivo es éste! ¿Y después?

—Volvió a su casa. Su marido aún no había regresado, y mientras se estaba desnudando llegó tu mensajera con la noticia de la muerte de Miles.

Spade no habló hasta que no acabó de liar y encender con gran cuidado otro cigarrillo. Entonces dijo:

—No está mal pergeñado. Parece coincidir con la mayor parte de los hechos que conozco. Seguramente lo creerán.

Los dedos de Wise, al peinar otra vez el pelo, hicieron caer más caspa sobre los hombros. Estudió la cara de Spade con curiosidad y le preguntó:

—Pero ¿tú te lo crees?

Spade se sacó el cigarrillo de entre los labios.

—Ni lo creo, ni lo dejo de creer, Sid. No sé una palabra del asunto.

Una sonrisa agria torció la boca del abogado. Movió los hombros cansados y dijo:

—Eso es. Te estoy engañando. ¿Por qué no te buscas un abogado honrado, uno de quien te puedas fiar?

—Murió hace mucho —dijo Spade al ponerse en pie—. Te estás volviendo picajoso, ¿eh? Como ya no tengo bastantes cosas en qué pensar, ahora tendré, además, que recordar que debo tratarte con mucha cortesía. ¿Se puede saber qué he hecho? ¿Acaso se me olvidó hacer una genuflexión al entrar?

Sid sonrió, algo abochornado:

—Sammy, eres un pelma —dijo.

Effie estaba de pie en medio del primer despacho cuando Spade entró. Miró a Spade con ojos de preocupación y le preguntó:

—¿Qué ha pasado?

La expresión de Spade se tornó grave, al responder:

—¿Qué ha pasado, dónde?

—¿Por qué no vino ella?

Spade dio dos zancadas, agarró a Effie por los hombros y le gritó a la cara, aterrada:

—¿No llegó a tu casa?

Effie sacudió violentamente la cabeza de uno a otro lado.

—Estuve esperando y esperando, y no llegó. Y no pude encontrarte por teléfono, y por eso he venido.

Spade retiró las manos bruscamente y las hundió en los bolsillos del pantalón.

—Otro tiovivo —dijo dando voces de furia, y entró en su despacho. Pero volvió a salir y ordenó—. Llama a tu madre. A ver si ha llegado.

Comenzó a pasear por el despacho mientras la muchacha telefoneaba. Cuando acabó, le dijo:

—No. ¿La… la enviaste en un taxi?

El gruñido de Spade probablemente quería decir que sí.

—¿Estás seguro de que ella…? ¡Alguien ha tenido que seguirla!

Spade dejó de pasear. Se puso en jarras y lanzó una mirada de enojo a la muchacha. Luego dijo, a gritos desmesurados:

—¡No la siguió nadie! ¿Me has tomado por un colegial? Antes de meterla en un taxi me aseguré de que no nos seguían. Luego fui con ella durante doce manzanas para estar más seguro todavía. Y la seguí durante otras seis manzanas después de bajarme del taxi en que iba ella.

—Sí, pero…

—Pero no llegó. Ya me lo has dicho. Lo creo. ¿Es que crees que sospecho que sí que llegó a tu casa?

Effie ahogó un puchero.

—Lo que es seguro es que te estás portando como un colegial.

Spade hizo un ruido gutural extraño y se dirigió a la puerta que daba al pasillo general.

—La voy a encontrar aunque tenga que levantar el alcantarillado —dijo—. Tú quédate aquí hasta que yo vuelva o hasta que sepas de mí. Por el amor de Dios, a ver si conseguimos hacer algo a derechas.

Salió, recorrió la mitad del camino hasta los ascensores, deshizo el camino y abrió la puerta del despacho. Effie estaba sentada delante de su mesa.

—Debieras conocerme lo bastante bien como para no hacerme caso cuando me pongo así —le dijo.

—Si crees que te hago el más mínimo caso, estás loco —repuso Effie. Cruzó los brazos y se palpó los hombros para añadir, con un gesto equívoco de la boca—. Eso sí, hasta dentro de dos semanas no voy a poder ponerme un vestido de noche, bruto, más que bruto.

Spade sonrió humildemente y dijo:

—No sirvo para nada, amor mío.

Y luego de hacer una profunda reverencia, volvió a salir.

En la parada de taxis de la esquina había dos taxis amarillos. Los conductores estaban juntos, charlando, Spade se llegó a ellos y les preguntó:

—¿Por dónde anda el taxista rubio y colorado que estaba aquí esta tarde?

—Se fue a hacer un servicio —dijo uno de los conductores.

—¿Volverá aquí?

—Supongo.

El segundo conductor señaló con la cabeza calle abajo y dijo:

—Ahí viene.

Spade fue hasta la esquina y permaneció junto a la calzada hasta que el taxista rubio y colorado aparcó el coche y bajó. Se acercó a él y le dijo:

—A eso del mediodía me llevó usted a mí y a una señora a la Stockton Street, hasta la de Sacramento y luego a la de Jones. Allí bajé yo.

—Así es —dijo el hombre rubicundo—. Lo recuerdo.

—Le dije que la llevara a un número de la Novena Avenida. No la llevó allí. ¿Adónde fueron?

El hombre se restregó un carrillo con una mano sucia, miró a Spade recelosamente y dijo:

—Bueno…, en cuanto a eso…

—No tenga cuidado —le tranquilizó Spade, dándole una de sus tarjetas—. Ahora, si quiere usted sentirse más tranquilo, podemos ir a su oficina y que su superior dé la conformidad.

—Bueno, parece que no hay truco. La llevé al edificio Ferry.

—¿Sola?

—Sí, desde luego.

—¿No la llevó usted antes a ningún otro lado?

—No. Verá usted, la cosa fue así: después que se bajó usted del coche, me dirigí hacia Sacramento, pero cuando llegamos a la Polk dio unos golpes en el cristal y me dijo que quería comprar un periódico, así que yo paré en una esquina, le silbé a un chico y compró el periódico.

—¿Qué periódico?

—El Call. Bueno, pues tiré otra vez hacia Sacramento, y no habíamos hecho más que cruzar Van Ness cuando volvió a pegar en el cristal y me dijo que la llevara al edificio Ferry.

—¿Parecía nerviosa, o algo?

—No le noté nada.

—¿Y cuando llegaron al edificio Ferry?

—Me pagó, y se acabó.

—¿Había alguien esperándola allí?

—Si había alguien, yo no lo vi.

—¿Qué camino tomó?

—¿En el Ferry? Pues no lo sé. Puede que subiera o que se dirigiera hacia la escalera.

—¿Se llevó el periódico?

—Sí, lo tenía debajo del brazo cuando me pagó.

—¿Con la hoja rosa hacia fuera, o con la blanca?

—¡Caray! De eso sí que no me acuerdo…

Spade le dio las gracias y le dijo, dándole medio dólar de plata.

—Tome, cómprese un cigarro.

Spade compró el Call y entró en un portal para examinarlo.

Sus ojos recorrieron rápidamente los titulares de la primera página, y luego los de la segunda y de la tercera. Se detuvieron un momento en «Detenido por sospechoso de falsificación» que aparecía en la cuarta página, y luego al llegar a la quinta, en «Muchacho de la bahía trata de matarse de un tiro». Las páginas 6 y 7 nada contenían que mereciera su atención. En la 8, le atrajo «Tres muchachos detenidos por robo en San Francisco después de un tiroteo», y así llegó sin más peripecias hasta la página 35, en la que aparecían el parte meteorológico, el movimiento del puerto, notas agrícolas, de finanzas, de divorcios, nacimientos, bodas y muertes. Leyó la lista de los fallecidos, pasó rápidamente las hojas 36 y 37 —cotizaciones de Bolsa—, no encontró nada de interés en la 38 y última página, suspiró, dobló el periódico, se lo metió en el bolsillo del abrigo, y lió un cigarrillo.

Cinco minutos permaneció en el portal del edificio de oficinas, fumando, con la mirada perdida y de mal humor. Entonces fue caminando Stockton Street arriba, paró un taxi y se dirigió a Coronet.

Entró en el edificio, y luego en el departamento de Brigid con la llave que ella le había dado. El vestido azul de la noche anterior estaba tirado encima de los pies de la cama. Las medias y los zapatos azules estaban en el suelo de la alcoba. La caja policroma que contuvo las joyas en el cajón del tocador estaba ahora vacía y encima del mueble. Spade la contempló con mirada hosca, se pasó la lengua por los labios, fue de un lado a otro por las distintas habitaciones, mirándolo todo y no tocando nada, y acabó por salir del Coronet y volver al centro de la ciudad.

A la puerta del edificio en que estaba su despacho se dio de cara con el guardaespaldas de Gutman. El chico se puso delante de Spade, cerrándole el paso y dijo:

—Venga. Le quiere ver.

El muchacho conservaba las manos en los bolsillos del abrigo. Los dos bolsillos estaban más abultados de lo que resultaría razonable si sólo hubieran contenido las manos.

Spade sonrió y dijo, burlonamente:

—No te esperaba hasta las cinco y veinticinco. ¿Te he hecho esperar?

El muchacho alzó la mirada hasta la boca de Spade y dijo en tono forzado, como si algo le doliera físicamente:

—Usted siga metiéndose conmigo y se va a encontrar de buenas a primeras sacándose una bala del ombligo.

Spade se echó a reír y dijo alegremente:

—Cuanto más ruin el rufián, más cháchara sabe. Vamos, andando.

Subieron la Sutter Street el uno junto al otro. El chico no sacó las manos de los bolsillos del abrigo. Recorrieron en silencio como una manzana, y entonces Spade preguntó, apaciblemente:

—¿Cuánto tiempo hace que te pasaste desde la acera de enfrente, chico?

El muchacho no demostró haber oído la pregunta.

—¿Alguna vez has…? —comenzó a decir Spade.

Pero se interrumpió. Una luz apagada había comenzado a iluminar tenuemente sus ojos amarillentos. No volvió a dirigirse al muchacho.

Entraron en el Alexandria, subieron en el ascensor al duodécimo piso y echaron a andar por el pasillo que conducía a las habitaciones de Gutman. El pasillo estaba desierto.

Spade se rezagó ligeramente. Cuando estaban a seis pasos de la puerta de Gutman, Spade se hallaba ya como a un paso detrás del muchacho. En ese momento se inclinó hacia un lado súbitamente y agarró por detrás los dos brazos del chico, un poco por debajo de los codos. Le forzó a extender los brazos hacia adelante de tal manera que las manos, embutidas en los bolsillos del abrigo, levantaron éste. El muchacho se debatió y retorció, pero, sujeto como estaba por las manos de Spade, nada pudo hacer. Coceó con furia, mas sus pies pasaron por entre las piernas abiertas de Spade.

Spade le levantó en vilo y luego le bajó con fuerza sobre los pies. El impacto hizo poco ruido sobre la gruesa alfombra. En el mismo momento en que los pies del chico dieron contra el suelo, las manos del detective se deslizaron por sus brazos y agarraron las muñecas. El chico, apretando los dientes, seguía tratando de soltarse de las manos que le sujetaban, pero no pudo lograrlo, ni tampoco evitar que las manazas de Spade se apoderaran de las suyas. Los dientes del chico rechinaban, hacienda un ruido que se entremezcló con el de la respiración de Spade, cuando éste estrujó las manos prisioneras la una contra la otra.

Ambos permanecieron tensos e inmóviles durante un larguísimo instante. Luego, los brazos del chico cayeron desmadejados. Spade le soltó y dio un paso atrás. En cada mano de Spade, una vez fuera de los bolsillos del abrigo del muchacho, había una pistola automática de grueso calibre.

El chico se volvió y quedó de frente a Spade. Su rostro estaba mortalmente pálido y sin expresión. Tenía las manos en los bolsillos del abrigo. Clavó la mirada en el pecho de Spade y permaneció en silencio.

Spade se metió las dos pistolas en los bolsillos y sonrió despreciativamente.

—Vamos adentro —le dijo—. Esto le va a gustar mucho a tu patrón.

Se acercaron a la puerta de Gutman, y Spade llamó con los nudillos.