20. SI TE AHORCAN

DESPUÉS QUE la puerta del apartamento se cerró detrás de Casper Gutman y Joel Cairo, Spade permaneció al menos durante cinco minutos inmóvil, mirando fijamente el picaporte de la puerta abierta del cuarto de estar. Tenía tristes los ojos bajo una frente hosca. Las rayas que partían a ambos lados del nacimiento de la nariz estaban muy pronunciadas y rojizas. Los labios sobresalían laxos, fruncidos en un morro. Los apretó para formar con ellos una V endurecida y fue hacia el teléfono. No había mirado a Brigid, que seguía de pie junto a la mesa observándole con ojos intranquilos.

Cogió el teléfono, volvió a dejarlo sobre la repisa y se agachó para consultar la guía telefónica, que colgaba de una esquina de la repisa. Fue hojeándola rápidamente hasta dar con la página que buscaba, deslizó el dedo a lo largo de una de las columnas, se enderezó y cogió el teléfono de nuevo. Pidió un número y dijo:

—¿Oiga? ¿Está ahí el sargento Polhaus?… ¿Puede llamarle? Habla Samuel Spade.

Quedó mirando al vacío, esperando.

—Hola, Tom. Tengo algo que decirte… Sí, mucho. Escucha: a Thursby y a Jacobi los mató un muchacho que se llama Wilmer Cook —y describió al chico minuciosamente—. Trabaja para un tal Casper Gutman —describió a Gutman—. El tipo que conociste aquí, en mi casa, está con ellos… Sí, eso es… Gutman está parando en el Alejandría habitaciones 12-C, o allí estaba al menos. Se acaban de ir de aquí y van a escapar, así que tendrás que moverte, pero no creo que se imaginen que los vayan a detener… Hay además, una chica, la hija de Gutman —describió a Rhea Gutman—. Anda con ojo con el muchacho. Dicen que no es manco con la pistola… Eso es, Tom, y hay aquí algunas cosas para ti. Creo que tengo las pistolas que usó el chico… Exacto. Date prisa, y buena suerte.

Colgó el teléfono y lo dejó lentamente sobre la repisa. Se humedeció los labios y se miró las manos. Las palmas estaban mojadas. Se llenó de aire los pulmones. Brillaban sus ojos entre los párpados rectos. Dio la vuelta y llegó hasta el cuarto de estar en tres zancadas.

Brigid, sorprendida por la rapidez de su llegada, dejó escapar el resuello en una risa breve y entrecortada. Spade, cara a cara y muy cerca de ella, alto, huesudo, fornido, sonriendo fríamente, la mandíbula sacada y duros los ojos, dijo:

—Cuando los detengan, hablarán… de nosotros. Estamos encima de una bomba a punto de estallar y no tenemos arriba de diez minutos para prepararnos a recibir a la policía. Dímelo todo… y aprisa. ¿Os envió Gutman a ti y a Cairo a Constantinopla?

La muchacha comenzó a hablar, vaciló y se mordió el labio. Spade le puso una mano en el hombro y dijo:

—¡Venga, aprisa! Estoy metido contigo en esto y no vas a reventarlo todo. ¡Habla! ¿Os envió a Constantinopla?

—S… sí… Me envió. Allí conocí a Joel y… le pedí que me ayudara. Entonces, los dos…

—Aguarda. Le pediste que te ayudara, ¿a qué? ¿A conseguirlo de Kemidov?

—Sí.

—¿Para Gutman?

Volvió a titubear, se estremeció bajo la fiera mirada de Spade, tragó saliva y dijo:

—No. Ya no. Pensamos quedarnos con el pájaro.

—Ya. ¿Qué más?

—Empecé a temer que Joel no jugara limpio conmigo y… y entonces… le pedí a Floyd Thursby que me ayudara.

—Y él lo hizo. ¿Y entonces?

—Bueno…, lo conseguimos y nos fuimos a Hong Kong.

—¿Con Cairo? ¿O ya os habíais librado de él?

—Sí. Le dejamos en Constantinopla, en la cárcel. Le sucedió algo con un cheque.

—¿Algo que arreglaste tú para retenerle en Constantinopla?

Brigid miró a Spade, avergonzada, y susurró:

—Sí.

—Bien. Ya estáis Thursby y tú en Hong Kong con el pájaro.

—Sí. Entonces… Yo no le conocía muy bien. No estaba segura si podía fiarme de él. Creí que sería más seguro… Verás, conocí a Jacobi y me enteré de que el barco que mandaba iba a venir aquí, y le pedí que me trajera un paquete…, el pájaro. No estaba segura de Thursby, y temí que Joel, o alguien a sueldo de Gutman, embarcara en el mismo barco que nosotros…, y ése me pareció el plan más seguro.

—Bien. Y tú y Thursby vinisteis en un barco más rápido. ¿Y luego?

—Luego… luego tuve miedo de Gutman. Yo sabía que Gutman contaba con gente… que tenía relaciones en todas partes. Y temí que se enterara de que habíamos embarcado en Hong Kong para San Francisco. Gutman estaba en Nueva York, y si le avisaban por telégrafo tenía tiempo sobrado para llegar aquí al mismo tiempo que nosotros, o antes. Y eso fue lo que hizo. Yo no lo sabía, pero me lo temía, y claro, tenía que quedarme aquí hasta que llegara el barco de Jacobi. Tuve miedo de que Gutman me encontrara, o que descubriera a Floyd y le sobornara. Por eso acudí a ti, para que le vigilaras y…

—Eso es mentira. Tenías a Thursby enganchado. Era un memo con las mujeres. Su historial demuestra que los únicos tropiezos graves que tuvo siempre fueron por una mujer. Y genio y figura… Tal vez tú no conocías su historia, pero seguro que sabías que le tenías en tu poder.

Brigid se sonrojó y miró a Spade tímidamente.

—Lo que pasó fue que quisiste librarte de él antes de que llegara Jacobi con el botín. ¿Qué plan tenías?

—Bueno…, estaba enterada de que había salido de Estados Unidos con un jugador profesional, después de no sé qué dificultades. No conocía los detalles, pero pensé que si se trataba de algo serio y se daba cuenta de que le estaba siguiendo un detective, calcularía que era por el asunto antiguo, que le entraría miedo y desaparecería. Nunca pensé que…

—Lo que pasó —dijo Spade, muy seguro de sí mismo—, fue que tú le dijiste que le estaban siguiendo. Miles no sería ningún genio, pero no era tan torpe como para que le descubrieran la primera noche.

—Sí, es verdad, se lo dije. Cuando salimos a pasear aquella noche, fingí descubrir a mister Archer siguiéndonos e hice que Floyd se fijara en él. Pero —dijo con un gemido—, por favor, Sam, créeme que no lo habría hecho de suponer que Floyd le iba a matar. Mi idea fue asustarle para que se fuese de la ciudad. No se me pasó por la cabeza que lo fuera a matar.

Spade sonrió como un lobo, con los labios, pero no con los ojos.

—Si hubieras creído que le iba a matar…, te hubieses equivocado, ángel mío.

La muchacha alzó la cara con expresión de indecible asombro.

—Te hubieses equivocado, porque Thursby no lo mató.

La incredulidad vino a sumarse al asombro en la cara de Brigid.

—Miles no era muy listo —prosiguió Spade—. Pero ¡qué caramba! Eran muchos los años de experiencia como detective los que tenía encima como para dejarse atrapar así por el hombre a quien estaba siguiendo. ¿Meterse en un callejón sin salida, con la pistola en la pistolera y el abrigo bien abrochado? ¡Ni hablar! Era todo lo tonto que un hombre tiene derecho a ser, pero no tanto. Las dos salidas del callejón podían ser vigiladas desde el borde de la Bush Street, encima del túnel. Tú nos has dicho que Thursby era mal actor. No es posible que engañase a Miles para hacerle entrar allí, y tampoco pudo obligarle a entrar por la fuerza. Miles era tonto, pero no tanto.

Se pasó la lengua por dentro de los labios, miró afectuosamente a la muchacha y dijo:

—Pero Miles hubiera entrado en el callejón contigo, ángel mío, si estaba seguro de encontrarlo desierto. Tú eras su cliente, y Miles no tendría ningún inconveniente en dejar de seguir a Thursby si tú se lo decías; y si le alcanzaste y le invitaste a meterse contigo en aquel callejón, seguro que lo hizo encantado. Para eso sí era lo suficientemente estúpido. Te miraría de arriba abajo, se relamería y te acompañaría con una sonrisa de oreja a oreja. Y entonces te resultó fácil acercarte a él todo lo que quisiste en la oscuridad y agujerearle la piel con el revólver que le habías cogido a Thursby aquella tarde.

Brigid se apartó aterrada, hasta que la detuvo el borde de la mesa. Le miró con ojos horrorizados y gritó:

—¡No! ¡No me hables así, Sam! ¡Sabes que no hice tal cosa! ¡Sabes…!

—¡Cállate! —miró su reloj de pulsera—. La policía estará aquí en cualquier momento. La bomba sigue a punto de estallar. ¡Habla!

Brigid se llevó la mano a la frente con la palma hacia afuera.

—¡Qué espanto! ¿Por qué me acusas de horrores…?

—¿Quieres ahorrarte todo eso? —preguntó Spade, en voz baja e impaciente—. No es el momento de representar papeles de colegiala. Escucha. Los dos estamos al pie del patíbulo —la agarró de las muñecas y la obligó a quedar delante de él—. ¡Habla!

—Yo… yo… ¿Cómo sabes que se…, que se relamió?

Spade rió ásperamente:

—Conocía a Miles. Pero dejemos eso. ¿Por qué le mataste?

La muchacha se soltó de Spade retorciendo las muñecas, le puso ambas manos sobre la nuca y le agachó la cabeza hasta que las dos bocas casi se tocaron. Tenía el cuerpo pegado al de él desde las rodillas al pecho. Spade la abrazó y la apretó contra sí. Los párpados de la mujer, sombreados por pestañas oscuras, estaban medio cerrados por encima de ojos de terciopelo. Habló en voz baja y trémula:

—No quise hacerlo, al principio. Lo juro. Mi plan era el que te he dicho. Pero cuando vi que Floyd no se asustaba…

Spade la golpeó en el hombro con la mano abierta.

—¡Mentira! Nos pediste a Miles y a mí que nos encargáramos personalmente del caso. Querías estar segura de que quien siguiera a Thursby fuera alguien conocido, para que aceptara acompañarte cuando se lo pidieras. Aquel mismo día, aquella noche, le quitaste el revólver a Thursby. Ya habías alquilado el apartamento en el Coronet. Tenías allí el equipaje, no en el hotel; y cuando registré el apartamento encontré un recibo fechado cinco o seis días antes de la fecha en que me dijiste que habías alquilado el apartamento.

Brigid tragó saliva con dificultad y habló en voz humilde.

—Sí, Sam, es mentira. Tenía el propósito de hacerlo si Floyd… Sam, no…, no puedo mirarte y decirte esto.

La chica atrajo más hacia sí la cabeza de Spade, hasta que su mejilla descansó sobre la de él, y entonces, hablándole en un susurro al oído, dijo:

—Yo sabía que no sería sencillo asustar a Floyd, pero creí que si se enteraba de que alguien le estaba siguiendo los pasos, o… ¡No, Sam, no, no puedo decirlo! —y se apretó contra él, sollozando.

—Creíste que Floyd le atacaría y que uno u otro caería. Si caía Thursby, te encontrarías libre de él. Si caía Miles, tú te encargarías de que detuvieran a Thursby, y así te librarías de él de igual manera. ¿Es eso?

—Al… algo así.

—Y cuando viste que Thursby no iba a atacar a Miles, le cogiste el revólver y te encargaste tú de hacerlo. ¿No?

—Sí, aunque no exactamente.

—Pero sí lo suficientemente exacto. Y ese plan lo tenías preparado desde un principio. Pensaste que detendrían a Floyd por el asesinato.

—Creí que le detendrían hasta que Jacobi llegara con el halcón, y entonces…

—Y no sabías que Gutman andaba ya en tu busca. No sospechabas que andaba detrás de ti; si no, no te hubieras librado del pistolero. Pero cuando te enteraste de que habían matado a Thursby, comprendiste que Gutman andaba por medio. Entonces pensaste que necesitabas otro protector y recurriste a mí. ¿No?

—Sí, pero… ¡Cariño, no fue sólo eso! Hubiera ido a buscarte en cualquier caso, antes o después. Desde el primer momento que te vi, comprendí que…

Y Spade dijo, tiernamente:

—¡Ángel mío! Bueno, si tienes suerte te soltarán de la cárcel dentro de veinte años, y entonces podrías venir a buscarme.

Brigid retiró la cara y la cabeza lo suficiente para mirarle sin comprenderle.

Spade estaba pálido y dijo con igual ternura:

—De veras espero que no te cuelguen de este precioso cuello, cariño —y deslizó las manos para acariciarle el cuello.

La muchacha se apartó al punto, librándose de los brazos que la rodeaban, y quedó apoyada contra la mesa, encorvada, con las dos manos protegiendo la garganta. Tenía los ojos descompuestos y la cara lívida. Abría y cerraba la boca reseca.

—No irás… —y no pudo decir más.

El rostro de Spade estaba ahora de una blancura amarillenta. Sonrieron sus labios, y alrededor de los ojos brillantes aparecieron arruguillas sonrientes.

Cuando habló lo hizo en voz suave, dulce:

—Te voy a entregar. Lo probable es que escapes con cadena perpetua. Eso quiere decir que estarás libre dentro de veinte años. Eres un ángel. Te estaré esperando —se aclaró la voz y añadió—. Si te ahorcan, siempre te recordaré.

Brigid dejó caer las manos y quedó erguida delante de él. Desaparecieron las arruguillas de la cara, que habría quedado completamente serena si no hubiera sido por unos ligerísimos reflejos de duda que aparecieron en los ojos. Luego devolvió al hombre su sonrisa dulcemente.

—Sam, no digas eso ni en broma. Me has asustado durante un momento. De veras creí que… ¡Haces unas cosas tan violentas e impredecibles!

Se interrumpió. Adelantó la cara y trató de adivinar los pensamientos de Spade, escudriñándole los ojos. Sus mejillas y su boca se estremecieron, y el terror volvió a los ojos.

—¿Cómo? ¡Sam!

Una vez más, se llevó las manos al cuello y su cuerpo perdió su erguida prestancia.

Spade se echó a reír. Tenía el rostro amarillento, mojado de sudor; y aunque su sonrisa perduró, no consiguió conservar la dulzura de la voz. Y dijo con el habla quebrada:

—No seas tonta. Has caído. Uno de los dos tiene que caer, después de las cosas que contarán esos pájaros. A mí me ahorcarían, sin duda alguna. Tú probablemente escaparás mejor librada. ¿Qué?

—Pero…, Sam… ¡no puedes! ¡Después de lo que hemos sido el uno para el otro! ¡No puedes!

—¡Vaya que si puedo!

La muchacha respiró largamente, con dificultad, como si no le entrara el aire:

—¿Has estado jugando conmigo? ¿Fingiendo que me querías…, tan sólo para atraparme así? ¿No te importaba nada? ¿No me… no me has dicho que me quieres?

—Creo que sí, que sí te quiero. ¿Y qué? —los músculos que conservaban formada su sonrisa sobresalían como cordilleras en miniatura—. Yo no soy Thursby. No soy Jacobi. No voy a hacer el imbécil por ti.

—¡No es justo! —gritó ella, y las lágrimas acudieron a sus ojos—. ¡No tienes derecho! ¡Es horrible que digas eso! Porque sabes que no se trató de nada parecido. No puedes decirlo.

—Sí, sí puedo. Te metiste en mi cama para que no te hiciera preguntas. Ayer trataste de engañarme por cuenta de Gutman con aquellos falsos gritos de socorro. Anoche viniste aquí con ellos, me aguardaste abajo y subiste conmigo. Y estabas en mis brazos cuando se cerró el lazo. Me hubiera sido imposible sacar la pistola, si la hubiese llevado encima; y si hubiera tratado de pelear, no habría podido hacerlo. Y si no te llevaron con ellos hace un rato sólo ha sido porque Gutman tiene el suficiente sentido común como para no confiar en ti, excepto durante poco tiempo, cuando no tiene más remedio, y porque creyó que yo cometería la imbecilidad de sacrificarme para no hacerte daño, y que por ello nada podría hacer contra él.

Brigid logró restañar las lágrimas cerrando y abriendo los ojos. Dio un paso hacia Spade y le miró a los ojos, derecho a los ojos, con orgullo:

—Me has llamado mentirosa. Ahora tú eres el que mientes. Mientes si dices que en el fondo de tu corazón, haya yo hecho lo que haya hecho, no sabes que te quiero.

Spade hizo una rápida y brusca reverencia. Sus ojos empezaron a enrojecer, pero ningún otro cambio pudo apreciarse en su cara, húmeda, amarillenta, con aquella sonrisa inmóvil.

—Sí, puede que lo sepa. ¿Y qué? ¿He de fiarme de ti por eso? ¿Después de la bonita treta que le preparaste a mi antecesor, el señor Thursby? ¿Fiarme de ti, que mataste a Miles, un hombre contra quien nada tenías, que le mataste a sangre fría, como quien pega un papirotazo a una mosca, sólo para inculpar a Thursby? ¿Fiarme de ti, que has traicionado a Gutman, a Cairo, a Thursby, uno, dos y tres? ¿De ti, que no te has portado honradamente conmigo más de media hora seguida desde que nos conocimos? ¿De veras debiera fiarme de ti? No, no, amor mío. No lo haría aunque pudiera. ¿Por qué iba a hacerlo?

Brigid le miró con ojos serenos. Repuso, con voz segura:

—¿Por qué? Si has estado jugando conmigo, si no me quieres, no hay contestación. Si me quisieras, sobraría la respuesta.

La sangre acudió ahora sin recato a los globos de los ojos de Spade; y la sonrisa que durante tanto tiempo había mantenido se trocó en espantable mueca.

—Es ya tarde para pronunciar discursos —dijo, poniéndole en el hombro una mano que temblaba y se estremecía—. No importa quién quiere a quién. No voy a hacer el primo por ti. No voy a seguir los pasos de Thursby y de Dios sabe cuántos más. Mataste a Miles, y tendrás que responder de ello. Pude haberte ayudado dejando que escaparan los demás y despistando a la policía de algún modo. Ya es tarde para eso. Ahora no te puedo ayudar. Y si pudiera hacerlo, no lo haría.

Brigid puso su mano sobre la de Spade, que seguía descansando sobre su hombro.

—No me ayudes, entonces, pero no me hagas daño —dijo, en voz baja—. Déjame que me vaya.

—No. Si no estás aquí para entregarte a la policía cuando llegue, estoy perdido. Es lo único que podrá evitar que yo corra la misma suerte que los otros.

—Entonces, ¿tampoco harás eso por mí?

—No voy a dejar que me engatuses.

—No digas eso —y quitándose su mano del hombro, se la llevó a la mejilla—. ¿Por qué me vas a hacer una cosa así, Sam? No creo que mister Archer fuera tanto para ti que…

—Miles —dijo Spade, con voz ronca— era un hijo de mala madre. Lo descubrí cuando sólo llevábamos una semana asociados, y estaba dispuesto a darle la patada al terminar el año. No me hiciste daño alguno cuando le enviaste al otro barrio.

—¿Entonces?

Spade retiró la mano. La mueca desapareció como la sonrisa. Su rostro amarillento y mojado estaba helado y profundamente surcado por las arrugas. Le ardían los ojos enloquecidos.

—Escucha. Todo es completamente inútil. Nunca me entenderás, pero voy a tratar, una vez más, de que lo comprendas. Escucha. Cuando a un hombre le matan a su socio, se supone que debe actuar de alguna forma. Da lo mismo la opinión que pudiera tener de él. Era su socio, y debe hacer algo. Añade a eso que mi profesión es la de detective. Bueno, cuando matan a un miembro de una sociedad de detectives, es mal negocio dejar que el asesino escape. Es mal negocio desde todos los puntos de vista, y no sólo para esa sociedad en particular, sino también para todos los policías y detectives del mundo. Tercero, soy detective, y suponer que voy a correr detrás de quienes quebrantan la ley y que los voy a soltar una vez agarrados, bueno, eso es como esperar que un perro que ha alcanzado un conejo lo suelte. Es algo posible de hacer, lo sé, y que se hace algunas veces, pero no es natural. La única manera de haberte dejado escapar hubiera sido dejar escapar también a Gutman, a Cairo y al chico. Y eso…

—No hablas en serio. No puedes creer que con todo lo que estás diciendo me vas a convencer de que tienen razones suficientes para mandarme a la…

—Déjame acabar, y entonces podrás hablar tú. Cuarto: prescindiendo de lo que quisiera hacer, ahora me sería completamente imposible dejarte escapar, a menos que aceptara acompañar a los otros al patíbulo. Y además, no puedo describir razón alguna para fiarme de ti; y si te dejara escapar y saliera yo con vida, siempre estarías en posesión de un arma contra mí para usarla a tu antojo. Y son cinco razones las que te he dado. La sexta es que, puesto que yo también sé de ti unas cuantas cosas, nunca estaría seguro de que no te ibas a decidir a meterme a mí una bala en el cuerpo. Séptimo, no me atrae lo más mínimo la idea de que ni remotamente pudiera ocurrir que hubieras jugado conmigo como un imbécil. Y octavo… Pero ya es bastante. Todo ello aconseja lo mismo. Quizá algunas de las razones sean de poca importancia. No lo voy a discutir. Pero ¡fíjate cuántas son! ¿Y qué razón aconseja hacer lo contrario? Tan sólo una: que quizá me quieres, y que tal vez yo te quiera a ti.

—¿Y no sabes si me quieres o no? —dijo ella, en voz baja,

—No, no lo sé. Resulta sencillo enamorarse de ti hasta la locura —dijo Spade, mirándola con apasionada vehemencia de los pies a la cabeza—, pero no sé lo que eso puede significar. ¿Acaso lo sabe alguien cuando se enamora? Pero supón que sí, supón que te quiero, ¿qué? Quizá no te quisiera el próximo mes. Ya me ha ocurrido otras veces, y no siempre ha durado un mes… ¿Y entonces? Entonces habría hecho el primo. Y si hiciera lo que deseas y me condenaran, bueno, entonces no cabría la menor duda de que había hecho el primo. Si te entrego a la policía, lo sentiré muy de veras, tendré noches horribles…, pero pasará. Escucha.

Tomó de los hombros a Brigid, la echó hacia atrás y se inclinó sobre ella.

—Si eso no te quiere decir nada, olvídalo y escucha esto: lo voy a hacer porque deseo hacerlo con todo mi ser, porque todo lo que dentro llevo me está pidiendo que lo haga, pase lo que pase, y porque, ¡maldita seas!, ya contabas tú con que yo sentiría lo que siento, como lo calculaste con todos los demás.

Retiró las manos y las dejó caer muertas a lo largo del cuerpo.

Brigid le cogió la cara entre las manos y volvió a atraerla hacia sí.

—Mírame y dime la verdad —le dijo—. ¿Te hubieras comportado así si el halcón hubiese sido auténtico y hubieras recibido tu parte?

—¿Qué importa eso ahora? No estés tan segura de que tengo tan poca honradez como algunos dicen. Esa fama puede ser conveniente, pues te trae a la puerta asuntos caros y te facilita las cosas al luchar contra el enemigo.

La muchacha le miró sin decir nada.

Spade movió los hombros ligeramente y dijo:

—Un gran montón de dinero…, al menos eso hubiera sido algo que añadir a la balanza a favor de lo otro.

Brigid alzó la cara hasta la de Spade. Tenía la boca ligeramente entreabierta y sus labios estaban ahuecados.

—Si me quisieras, no necesitarías poner nada más en ese platillo de la balanza.

Spade apretó los dientes y dijo, hablando a través de ellos:

—No voy a hacer el primo por ti.

Brigid apretó lentamente los labios contra los de él, le rodeó con los brazos y quedó entre los de él. Y en sus brazos estaba cuando sonó el timbre de la puerta.

Con el brazo izquierdo rodeándola, Spade abrió la puerta del pasillo. Allí estaban el teniente Dundy, el detective sargento Tom Polhaus y otros dos policías de paisano.

—Hola, Tom —dijo Spade—, ¿les echaste mano?

—Los pesqué —dijo Polhaus.

—Magnífico. Pasa. Aquí tienes a otra —dijo, empujando a la muchacha hacia el detective—. Mató a Miles. Y tengo algunas pruebas: las pistolas del chico, una de Cairo, una estatuilla negra que fue la causa de todo, y un billete de mil dólares, con el que quisieron sobornarme.

Miró a Dundy, frunció el ceño, se inclinó hacia delante para mirar de cerca la cara del teniente y se echó a reír.

—¿Qué le ocurre a tu amiguito, Tom? Parece estar muy desconsolado —volvió a reír—. ¡Apuesto cualquier cosa a que cuando oyó las declaraciones de Gutman se creyó que me había pescado!

—Sam, no empieces —gruñó Tom—. Nunca hemos creído que…

—¿Que no lo creyó Dundy? —dijo Spade, alegremente—. Ha venido con la boca hecha agua, aunque tú, tú tienes el suficiente sentido común para haber comprendido siempre que yo andaba detrás de Gutman.

—Déjalo estar, Sam —volvió a gruñir Tom—. En cualquier caso, la declaración que escuchamos fue la de Cairo. Gutman está muerto. El muchacho acababa de matarle cuando nosotros llegamos.

—Se lo debió imaginar —dijo Spade, inclinando la cabeza.

Effie soltó el periódico y abandonó de un salto el sillón de Spade cuando éste llegó a su despacho el lunes, poco después de las nueve de la mañana.

—Buenos días, ángel mío.

—¿Es… es verdad lo que dicen los periódicos? —preguntó ella.

—Sí, señora.

Dejó el sombrero sobre la mesa y se sentó. Tenía la cara sin color alguno, pero las rayas que la surcaban se ofrecían firmes y animadas; y los ojos, aunque todavía mostraban algunas venillas rojas, estaban despejados.

Los ojos castaños de la muchacha estaban abiertos de muy especial manera, tenía la boca torcida por una extraña mueca. Permaneció de pie junto a él, mirándole fijamente desde arriba.

Spade alzó la cabeza, sonrió con picardía, y dijo en son de chanza:

—¡Tu intuición femenina!

La voz de la muchacha fue tan extraña como la expresión de su rostro:

—¿Le hiciste…, le hiciste eso, Sam?

Spade asintió con un gesto.

—Tu Sam es detective —dijo, mirándola fijamente. Rodeó el talle de la muchacha con un brazo y descansó la mano sobre su cadera—. Brigid mató a Miles, cariño —dijo, dulcemente—, así, en frío —dijo, haciendo una castañeta con la otra mano.

Effie se escurrió bruscamente para librarse del abrazo, como si le hiciera daño.

—Por favor, no me toques —dijo con el habla entrecortada—, no me toques. Sé que tienes razón. Tienes razón. Pero no me toques. No me toques ahora.

La cara de Spade se puso tan blanca como el cuello de la camisa.

Resonó la cerradura de la puerta. Effie se volvió con vehemencia, salió del despacho y cerró la puerta. Cuando regresó volvió a cerrarla.

—Iva está ahí —dijo, en voz débil y sin expresión.

Spade miró hacia la mesa y asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible.

—Sí, hazla pasar —dijo con un estremecimiento.