11. EL HOMBRE GORDO
ESTABA SONANDO el teléfono cuando Spade regresó a su despacho después de haber enviado a Brigid a casa de Effie. Lo descolgó.
—Diga… Sí, habla Spade… Sí, me lo dieron. Estaba esperando saber algo de usted… ¿Quién?… ¿Mister Gutman? Sí, sí, claro… Pues ahora… Cuanto antes, mejor… ¿12-C?… Conforme. Digamos unos quince minutos… Está bien.
Se sentó sobre una esquina de la mesa, junto al teléfono, y lió un cigarrillo. Su boca dibujaba una V, dura y complacida. Los ojos, que observaban cómo los dedos liaban el cigarrillo, parecían rescoldos debajo de los párpados inferiores subidos.
Se abrió la puerta y entró Iva.
—Hola, cariño —dijo Spade, en voz tan afable como la expresión que su cara repentinamente había adoptado.
—¡Perdóname, Sam, perdóname! —dijo ella, con voz ahogada por los sollozos.
Se había quedado junto a la puerta, haciendo con las manos enguantadas y pequeñas una pelotita con un pañuelo bordeado de negro, mirando a Spade a la cara con ojos temerosos, rojos e hinchados.
Spade no se levantó del sillón ante la mesa esquinada.
—Seguro, mujer. No es nada. No pienses más en ello.
—Pero, Sam —gimió—, es que yo mandé a esos policías a tu casa. Estaba furiosa, loca de celos, y les telefoneé y les dije que si iban allí que averiguarían algo sobre el asesinato de Miles…
—¿Y qué te hizo pensar tal cosa?
—¡Si no lo pensaba! Pero estaba furiosa, Sam, y quería hacerte daño.
—Bueno, puso las cosas bastante difíciles —la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí—. Pero ya pasó todo. Ahora que no se te ocurran más de esas ideas locas.
—¡No, no! —prometió—. ¡Jamás! Pero anoche no fuiste bueno conmigo. Te encontré frío, distanciado, y quisiste librarte de mi presencia. Y yo, que había ido hasta allí, que te estuve esperando tanto tiempo para avisarte, y tú…
—¿Avisarme de qué?
—Acerca de Phil. Ha averiguado lo de… que estás enamorado de mí. Miles le había dicho que yo le había pedido el divorcio, aunque, claro, él nunca supo por qué, y ahora Phil cree que nosotros…, que tú mataste a su hermano porque no quiso concederme el divorcio, para poder casarnos. Me dijo que eso era lo que creía, y ayer fue a la policía y lo contó.
—Precioso —dijo Spade, sin alzar la voz—. Y tú viniste a avisarme, y sencillamente porque yo estaba ocupado te subiste a la parra y te pusiste a ayudar a Phil Archer a que animara las cosas.
—Estoy arrepentida —gimió—. Ya sé que no me perdonarás… Lo siento, Sam, lo siento, lo siento…
—Y haces bien en sentirlo, por ti misma, además de por mí. ¿Te ha visto Dundy después de oír a Phil todo eso? ¿O alguien de la brigada?
—No —y la alarma le hizo abrir ojos y boca.
—Pues irán a verte. Y más vale que no te encuentren aquí. ¿Les dijiste quién eras cuando les telefoneaste?
—¡Oh, no! Sólo les dije que si iban a tu casa inmediatamente averiguarían algo acerca del asesinato, y colgué.
—¿Desde dónde llamaste?
—Desde el drug-store de más arriba de tu casa… ¡Sam, amor mío, yo…!
Spade le dio unas palmaditas en el hombro y dijo, afablemente:
—Realmente, fue una argucia tonta; pero lo hecho, hecho está. Más vale que te vayas a casa y pienses lo que vas a decirle a la policía. No tardarás en tener noticias de ellos. Tal vez lo mejor sería que contestaras que no a todo —pareció fruncir el ceño a alguna cosa lejana—. O quizá fuera preferible que vieras a Sid Wise.
Spade retiró el brazo con que le rodeaba el talle a la chica, sacó una tarjeta del bolsillo, garrapateó tres líneas en el reverso y se la dio.
—A Sid le puedes contar todo. O casi todo. ¿En dónde estabas la noche que mataron a Miles?
—En casa —respondió Iva, sin vacilar.
Spade negó con la cabeza sonriendo pícaramente.
—Sí que estaba —insistió ella.
—No —dijo él—, pero si eso es lo que deseas decir, a mí me parece bien. Ve a ver a Sid. Tiene la oficina en la esquina siguiente, en la casa rosa, habitación 827.
Los ojos zarcos de la mujer trataron de escudriñar los grises de reflejos amarillos de Spade.
—¿Por qué dices que yo no estaba en casa?
—Sencillamente porque no estabas.
—Sí que estaba —y al hablar, sus labios hicieron una mueca de ira que también oscureció los ojos—. Te lo ha dicho Effie Perine —dijo, indignada—. La vi mirando mi ropa y espiando. Sabes muy bien que no le gusto, Sam. ¿Por qué crees lo que te dice de mí, si sabes que haría cualquier cosa para crearme dificultades?
—¡Las mujeres! —dijo Spade, apaciblemente. Miró su reloj de muñeca—. Tendrás que irte, amor mío. Ya voy a llegar tarde a una cita. Haz lo que quieras, pero yo en tu lugar le diría a Sid la verdad, o no le diría nada. Te puedes callar los detalles que no quieras decirle, pero no inventes otros para reemplazarlos.
—No te estoy mintiendo, Sam —protestó.
—No, qué va —dijo Spade al ponerse en pie.
Iva se puso de puntillas con esfuerzo para acercar su cara a la de Spade.
—¿No me crees, Sam? —susurró.
—No te creo.
—¿Y no me perdonarás lo que he hecho?
—Seguro que te perdono —dijo, inclinándose y besándola en la boca—. Eso ya pasó. Y ahora, corre, vete.
Iva se abrazó a Spade.
—¿No quieres venir conmigo a ver a mister Wise?
—No puedo; además, no haría más que estorbar —le acarició los brazos, se desembarazó de ellos y le besó la muñeca, entre la bocamanga y el guante. Luego le puso las manos sobre los hombros, le hizo dar media vuelta para dejarla mirando a la puerta y la empujó suavemente—. Vete —ordenó.
El muchacho con quien había hablado en el vestíbulo del Belvedere le abrió la puerta de caoba de la suite 12-C del hotel Alexandria. Spade le dijo «¡hola!» sin malquerencia. El chico no contestó. Se hizo a un lado y mantuvo abierta la puerta.
Spade entró. Un hombre gordo salió a su encuentro.
Era de una corpulencia sebosa, con bulbos rosáceos por carrillos, labios, sotabarbas y pescuezo, con una gran barriga blanda y ovoide en vez de torso, y conos colgantes que hacían las veces de brazos y piernas. Al aproximarse a Spade, todos los bulbos subieron y temblaron para luego derrumbarse a cada paso, como un enjambrado conjunto de pompas de jabón aún no desprendidas del canuto que las hinchó. Sus ojos, constreñidos por los montículos de grasa que los rodeaban, eran morenos y de mirar astuto. En el amplio cráneo le crecían diseminadamente rizos oscuros. Vestía chaqué negro, chaleco negro, corbata de plastrón negra, adornada por una perla de rosado oriente, pantalones estambrados, a rayas, y zapatos de charol.
Su voz era un runrún gutural.
—¡Ah, mister Spade! —dijo con entusiasmo, y alargó una mano semejante a una estrella gorda y rosada.
Spade le dio la mano, sonrió y dijo:
—¿Cómo está usted, mister Gutman?
Sin soltar a Spade, el hombre gordo le puso la otra mano debajo del codo y le condujo por la alfombra verde hasta un sillón de terciopelo verde, junto a una mesa en la que había un sifón, varios vasos y una botella de Johnnie Walker en una bandeja, así como una caja con cigarros puros, Coronas del Ritz, dos periódicos y una caja pequeña y sencilla de una especie de pórfido amarillento.
Spade se sentó en el sillón verde. El hombre gordo comenzó a llenar dos vasos con whisky y sifón. El muchacho había desaparecido. Las tres puertas en los distintos lienzos de la habitación estaban cerradas. La cuarta pared, a espaldas de Spade, tenía dos ventanas que daban a la Geary Street.
—Comenzamos bien, señor mío —ronroneó el hombre gordo, volviéndose para ofrecer un vaso—. Yo desconfío de un hombre que dice «basta» cuando le están sirviendo de beber. Pues si ha de tener cuidado de no beber demasiado, esto indica que no es de fiar cuando lo hace.
Spade tomó el vaso sonriendo y esbozó una reverencia por encima de él.
El hombre gordo alzó su vaso y lo contempló al trasluz de la ventana. Meneó la cabeza varias veces en mudo elogio de las burbujas que subían.
—Bien, señor mío, brindo por las palabras francas y un claro entendimiento —dijo.
Ambos bebieron.
El hombre gordo miró a Spade con ojos sagaces y le preguntó:
—¿Es usted hombre de pocas palabras?
—Me gusta hablar —dijo Spade, negando con la cabeza.
—¡Mejor que mejor! —exclamó el hombre gordo—. Pues no me fío de los hombres callados. Suelen elegir el momento menos indicado para hablar, y dicen cosas poco juiciosas. El hablar es algo que no se puede hacer juiciosamente sin el debido entrenamiento —destellaron sus ojos por encima del vaso—. Nos llevaremos bien, mister Spade, nos llevaremos bien. ¿Un cigarro? —dijo después de dejar el vaso en la mesa y alargando hacia Spade la caja de Coronas del Ritz.
Spade tomó un puro, le cortó la punta y lo encendió. En tanto, el hombre gordo había dispuesto otro sillón de terciopelo verde de frente a Spade y a distancia conveniente, y colocado un cenicero de pie entre los dos asientos. Cogió el vaso de la mesa y un cigarro de la caja, y se sentó en el sillón. Los bulbos dejaron de agitarse y quedaron en fláccido descanso.
Tras un suspiro de satisfacción, dijo:
—Y ahora, señor, hablemos, si le parece. Y le diré sin reticencias que soy un hombre a quien le gusta hablar con la gente a la que también le gusta hacerlo.
—Magnífico. ¿Vamos a hablar del pájaro negro?
El hombre se echó a reír, y los bulbos subieron y bajaron al compás de la risa.
—¿Hablamos de ello? Hablaremos —respondió. Su rosada cara relucía de contento—. Usted es mi hombre, señor mío, un hombre a la medida de mis gustos. Nada de andarse por las ramas, sino derecho al asunto. ¿Hablamos del pájaro negro? Hablaremos. Eso me gusta, caballero. Me gusta esa manera de hacer las cosas. Hablaremos desde luego acerca del pájaro negro. Pero antes, caballero, le ruego que conteste a una pregunta, aunque pudiera ser innecesaria, para que nos entendamos mutuamente desde el principio. ¿Está usted aquí como representante de miss O’Shaughnessy?
Spade lanzó una bocanada de humo por encima de la cabeza del hombre gordo, y el humo fue como una larga pluma corva. Contempló pensativamente el ceniciento extremo de su cigarro y respondió hablando despacio:
—No puedo decir ni que sí ni que no. No hay nada seguro aún —miró al hombre gordo, la expresión pensativa de su rostro se borró, y acabó diciendo—. Todo depende.
—¿Depende de…?
Spade sacudió la cabeza.
—Si yo supiera de qué depende, podría decir que sí o que no.
El hombre gordo dio un sorbo al vaso, lo tragó y propuso:
—¿Depende quizá de Joel Cairo?
—Quizá —dijo Spade rápidamente, pero sin que ello le comprometiera a nada concreto.
También él bebió un sorbo.
El hombre gordo se inclinó hacia adelante hasta que la barriga le detuvo. Su sonrisa fue amable, y también su runrún.
—Entonces, ¿cabe decir que la cuestión es a cuál de los dos va a representar usted?
—Esa es una manera de decirlo.
—¿Será la una o el otro?
—No he dicho eso.
Brillaron los ojos del hombre gordo. Su voz bajó hasta convertirse en un susurro gutural:
—¿Quién más hay?
Spade se apuntó al pecho con el puro y dijo:
—Yo.
El hombre gordo se hundió en el respaldo de la silla y dejó que su cuerpo se relajara. Resopló largo y con gusto.
—Eso es magnífico, caballero —ronroneó—. Eso es magnífico. Me gusta un hombre que dice francamente que toma en cuenta sus propios intereses. ¿Acaso no lo hacemos todos? No me fío de un hombre que dice que no los tiene en cuenta. Y el que dice la verdad cuando asegura que desprecia sus propios intereses, ése es el que menos confianza me merece, porque es un asno, y un asno que contradice las leyes de la naturaleza.
Spade espiró humo. Su expresión era de atención cortés. Dijo:
—Sí, sí. Y ahora vamos a hablar del pájaro negro.
El hombre gordo sonrió con benevolencia.
—Hablemos de ello.
Hizo un guiño tan marcado, que los montecillos de sebo se arracimaron y de los ojos sólo quedó visible un oscuro brillo.
—Mister Spade, ¿tiene usted idea de la cantidad de dinero que se puede ganar con ese pájaro negro?
—No.
El hombre gordo volvió a inclinarse hacia adelante y puso una mano bermeja e hinchada sobre el brazo del sillón de Spade.
—Si yo se lo dijera, señor mío, si le dijera nada más que la mitad de lo que vale…, me llamaría usted embustero.
—No, no —dijo Spade, sonriendo—. Ni siquiera aunque lo pensara. Pero si no quiere usted correr ese riesgo, dígame qué es ese pájaro, y yo calcularé los beneficios.
Rió el hombre gordo.
—No lo podría hacer usted. Nadie podría hacerlo a menos de tener una vasta experiencia con objetos de tal índole.
El hombre gordo volvió a reír y los bulbos entrechocaron de nuevo entre sí. Pero la risa se detuvo repentinamente; los labios quedaron entreabiertos, tal como la risa los dejara. Clavó los ojos sobre Spade con una intensidad que le hizo parecer miope y preguntó:
—¿Quiere usted decir que no sabe de qué se trata? —y el asombro eliminó la ronquera de su voz.
Spade movió el cigarro puro con aire indiferente.
—Bueno, claro, sé el aspecto que dicen que tiene. Sé su valor, el valor que ustedes le dan, cotizado en vidas. Pero no sé qué es.
—¿No se lo dijo ella?
—¿Miss O’Shaughnessy?
—Sí. Preciosa chica, señor mío.
—Vaya. No, no me lo dijo.
Los ojos del hombre gordo eran destellos velados que se escondían emboscados detrás de rosados montoncillos de carne.
—Ella tiene que saberlo —dijo, confusamente—. ¿Y tampoco se lo ha dicho Cairo?
—Cairo es un hombre cauto. Está dispuesto a comprar, pero no se atreve a decirme nada que yo no sepa.
El hombre gordo se humedeció los labios con la lengua.
—¿En cuánto está dispuesto a comprarlo Cairo?
—Diez mil dólares.
El hombre gordo dejó oír una risa despreciativa:
—¡Diez mil dólares! Ni siquiera libras, fíjese, por favor, ¡ni siquiera libras! Es lo que de griego lleva dentro: ¿Y usted qué le dijo?
—Que si se lo entregaba, esperaba que me pagara los diez mil.
—Ah, claro, sí —la frente del hombre gordo tembló para dejar ver un ceño que las carnes tornaron borroso—. Pero ellos deben saberlo —dijo a media voz, y luego más recio—. Pero ¿lo saben? ¿Saben lo que es ese pájaro? ¿Qué impresión sacó usted?
—En eso no le puedo ayudar —confesó Spade—. Mis elementos de juicio son pocos. Cairo no dijo ni que lo supiera, ni que no lo supiera. La muchacha me dijo que no lo sabía, pero no saqué de ello ninguna conclusión.
—Lo cual fue juicioso por su parte —dijo el hombre gordo, aunque resultaba evidente que estaba pensando en otra cosa.
Se rascó la cabeza. Frunció el ceño hasta que la frente quedó surcada por arrugas de un rojo violento. Se rebulló en el sillón todo lo que su tamaño y el tamaño del sillón permitieron. Cerró los ojos, de súbito los abrió por completo, y le dijo a Spade:
—Puede que no lo sepan.
El rosáceo y bulboso rostro descartó poco a poco su expresión de duda; y luego, más lentamente, fue dibujándose en él una felicidad inefable.
—Si no lo saben… —clamó, para seguir así—. Si no lo saben…, ¡soy yo la única persona del mundo que lo sabe!
Spade retrajo los labios en una apretada sonrisa y dijo:
—Celebro haber venido al sitio indicado.
El hombre gordo también sonrió, pero de manera imprecisa. El contento de antes había desaparecido de su cara, y aunque perduraba la sonrisa, ahora los ojos expresaban cautela. La cara era una máscara sonriente de ojos avizores que se interponían entre sus pensamientos y Spade. Los ojos dejaron de mirar a Spade y se desviaron hacia el vaso que éste tenía junto al codo, iluminándosele el rostro.
—¡Caramba! ¡Pero si tiene el vaso vacío!
Se levantó del asiento y se acercó a la mesa. Los vasos, la botella y el sifón retinglaron cuando sirvió más de beber.
Spade permaneció inmóvil en su sillón hasta que el hombre gordo le alargó otra vez el vaso lleno con un cortés ademán, y le dijo en tono jocoso:
—¡Esta clase de medicina nunca le hará daño, señor mío!
Spade dejó entonces el sillón, se acercó al hombre gordo, bajó la mirada dura y brillante hasta él, alzó el vaso, y dijo deliberada y retadoramente:
—Por las palabras claras y la buena comprensión.
El hombre gordo inició una risita. Los dos bebieron. El hombre gordo se sentó. Tenía el vaso sujeto por las dos manos contra la panza. Sonrió y dijo:
—Puede ser sorprendente, pero quizá sea cierto que ni Cairo ni la muchacha sepan exactamente qué es el pájaro, y que nadie en este amplio y delicioso mundo lo sepa, si exceptuamos a este humilde servidor de usted, Casper Gutman, de rancia estirpe de hidalgos.
—Magnífico —dijo Spade, que permanecía sentado con las piernas abiertas, una mano en el bolsillo del pantalón y la otra sujetando el vaso—. Cuando me lo diga usted, sólo seremos dos quienes lo sepamos.
—Matemáticamente exacto, señor mío —y los ojos del hombre gordo brillaron. Luego se abrió más su sonrisa y añadió—. Pero no estoy seguro de que se lo vaya a decir.
—No sea estúpido —dijo Spade, pacientemente—. Usted sabe lo que vale el pájaro. Pero yo sé en dónde está. Por eso nos encontramos aquí.
—Perfectamente. ¿En dónde está?
Spade hizo caso omiso de la pregunta.
El hombre gordo frunció los labios, alzó las cejas e inclinó ligeramente la cabeza hacia el lado izquierdo.
—¿Ve? Yo debo decirle lo que sé, pero usted no quiere decirme lo que sabe. No puede decirse que esto sea equitativo. No, no; así no creo que podamos concluir negocio alguno.
A Spade se le mudó el color, y su cara expresó dureza. Habló con voz furiosa y rápida.
—Vuelva a pensarlo, y a pensarlo de prisa. Ya le dije a ese monicaco que le ronda que tendría usted que hablar conmigo antes que el asunto acabara. Ahora le digo que o habla usted hoy o puede considerarse fuera del negocio. ¿Para qué me está haciendo perder el tiempo? ¡Usted y sus estúpidos misterios! ¡Santo Dios! Yo sé perfectamente qué es lo que el Gobierno atesora en cámaras acorazadas subterráneas, pero ¿de qué me sirve? Me las puedo arreglar perfectamente sin usted y mandarle al diablo. Y puede que usted hubiera podido arreglárselas sin mí si no se hubiera cruzado en mi camino. Pero ahora ya no puede. En San Francisco, no. O se franquea usted hoy conmigo o puede olvidarse del asunto. Y lo va a hacer hoy.
Se volvió y tiró el vaso sobre la mesa con airado descuido. El vaso chocó con la madera, se rompió en añicos y derramó su contenido y los trozos relucientes sobre la mesa y la alfombra. Spade, sin ver ni oír lo que le había ocurrido al vaso, dio media vuelta para quedar nuevamente delante del hombre gordo.
El gordo no prestó más atención que Spade a la suerte corrida por el vaso. Fruncidos los labios, alzadas las cejas, ligeramente inclinada hacia la izquierda la cabeza, su rostro rosado había permanecido complaciente mientras Spade fustigaba el aire con sus palabras. Y así continuó una vez que Spade se calló.
Aún furioso, Spade añadió:
—Y otra cosa. No quiero que…
Se abrió la puerta que quedaba a la izquierda de Spade. Entró el muchacho que le había franqueado la entrada. Cerró la puerta y quedó ante ella, con las manos pegadas a los muslos y mirando a Spade. Tenía los ojos muy abiertos y oscuros, con las pupilas grandes. Su mirada se paseó por todo el cuerpo de Spade, desde los hombros hasta las rodillas, para luego quedar fija sobre el pañuelo, cuyo borde castaño se asomaba al bolsillo superior de la chaqueta, también castaño, de Spade.
—Y otra cosa —repitió Spade, mirando retadoramente al muchacho—. Va usted a mantener alejado de mí a esa cría de pistolero mientras decide lo que va a hacer. Porque si no, le voy a matar. No me gusta. Me pone nervioso. Y le voy a matar la primera vez que se interponga en mi camino. Ni siquiera le voy a dar una oportunidad de defenderse. Ni una. Le mataré.
Los labios del muchacho esbozaron la mueca de una sonrisa apagada. No alzó la mirada ni tampoco habló. El hombre gordo dijo, en voz tolerante:
—La verdad, señor mío, debo decir que tiene usted un genio de lo más violento.
—¿Genio? —dijo Spade, riendo insensatamente.
Cruzó la habitación hasta la silla en donde había dejado el sombrero, se lo caló, extendió el largo brazo que acababa en un gruesa dedo que apuntaba a la panza del hombre gordo y dijo, con voz rabiosa que llenó toda la habitación:
—Piénselo, y piénselo más que de prisa. Tiene usted hasta las cinco y media para hacerlo. A esa hora estará usted interesado en el asunto o… no lo estará, definitivamente.
Dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo, miró con ira al hombre gordo durante un instante, hizo otro tanto con el muchacho y salió por la puerta por la que había entrado. Cuando la abrió, se volvió y dijo bruscamente:
—Las cinco y media. Y después, se acabó la función.
El muchacho, sin dejar de mirar al pecho de Spade, repitió el soez insulto que había pronunciado ya dos veces en el Belvedere. No lo dijo en voz alta; lo dijo con odio.
Spade salió dando un portazo.