13. EL REGALO DEL EMPERADOR
GUTMAN ABRIÓ la puerta. Una alegre sonrisa iluminaba el obeso rostro. Alargó la mano y dijo:
—Pase, pase. Muchas gracias por haber venido… Pase usted.
Spade le estrechó la mano y entró. El muchacho lo hizo después que él. El hombre gordo cerró la puerta. Spade sacó de los bolsillos las dos pistolas del chico y se las ofreció a Gutman.
—No debiera usted dejarle que fuera por ahí con estas cosas. Se va a hacer daño.
El hombre gordo rió alegremente y cogió las pistolas.
—¡Vaya, vaya! —dijo—. ¿Qué ha pasado…? —y miró a Spade y al chico.
—Nada de particular —respondió Spade—. Un chico tullido vendedor de periódicos que se las quitó. Pero yo hice que se las devolviera.
El demudado muchacho cogió las pistolas de manos de Gutman y se las metió en el bolsillo. No dijo ni una palabra.
Gutman volvió a reírse:
—Vaya, vaya… Le aseguro que vale la pena conocerle a usted. Es usted un sujeto notable, asombroso. Pase, pase. Siéntese. Deme el sombrero.
El muchacho salió de la habitación por la puerta que quedaba a la derecha de la de entrada.
El hombre gordo acomodó a Spade en un sillón de terciopelo verde junto a la mesa, le instó a que aceptara un cigarro puro y le ofreció fuego, escanció whisky y agua de seltz, entregó un vaso a Spade, y con otro en la mano, se sentó enfrente de él.
—Y ahora —dijo—, espero que me permita presentarle mis disculpas…
—Déjelo estar —dijo Spade—. Vamos a hablar del pájaro negro.
El hombre gordo inclinó la cabeza hacia un lado y contempló a Spade con ojos de admiración.
—Perfectamente —asintió—. Hablemos del pájaro negro.
Tomó un sorbo de su vaso y siguió diciendo:
—Este va a ser, señor mío, el relato más asombroso que haya usted oído; y lo digo a sabiendas de que un hombre que descuelle en su profesión debe de haber oído cosas muy fuera de lo corriente con el correr de los años.
Spade inclinó la cabeza cortésmente.
El hombre gordo arrugó los ojos y preguntó:
—¿Qué sabe usted, señor mío, de la Orden de los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, más tarde llamados Caballeros de Rodas y por otros nombres?
Spade alzó el puro en el aire.
—No mucho. Sólo lo que recuerdo de cuando estudiaba Historia en el colegio. Eran cruzados, o algo así.
—Muy bien. ¿Recuerda usted que Solimán el Magnífico los echó de Rodas en 1523?
—No.
—Pues lo hizo, señor mío, lo hizo, y entonces se establecieron en Creta. Allí permanecieron siete años, hasta que en 1530 persuadieron al emperador Carlos V a que les cediera —y Gutman alzó tres hinchados dedos y contó de uno a tres— Malta, Gozo y Trípoli.
—¿Sí?
—Sí, pero con estas condiciones: que tendrían que pagar al emperador un tributo anual consistente en un —alzó el dedo— halcón como reconocimiento de que Malta seguía bajo el dominio de España, y que si alguna vez abandonaban la isla, ésta revertiría a España. ¿Comprende? El emperador se la cedía, pero únicamente a condición de que la habitaran, no pudiendo cederla o venderla a nadie.
—Sí.
El hombre gordo volvió la cabeza y miró sucesivamente a las tres puertas cerradas, acercó su sillón a unas cuantas pulgadas de distancia del de Spade y bajó la voz hasta que se convirtió en un ronco murmullo.
—¿Tiene usted alguna idea acerca de la riqueza, de la enorme riqueza, de la incalculable riqueza de la Orden en aquellos tiempos?
—Si no recuerdo mal —dijo Spade— tenían bien cubierto el riñón.
Sonrió Gutman indulgente.
—Bien cubierto, señor mío, se me antoja una expresión excesivamente moderada.
El susurro de su voz se hizo aún más bajo y cuchicheante:
—Nadaban en riquezas. No tiene usted idea. Ni usted ni nadie. Llevaban años y más años cogiéndoles botín a los sarracenos, y habían llegado a atesorar lo que nadie sabe en gemas, metales preciosos, sedas, marfiles…, lo mejor del Oriente. Esto, señor mío, es pura historia. Todos sabemos que para ellos, y también para los Templarios, las guerras santas eran en gran medida una cuestión de botín. Pues bien, el emperador Carlos les cede Malta, y todo el censo que les pide es la entrega de un miserable pájaro al año, una pura formalidad. ¿No es muy natural que aquellos caballeros incalculablemente ricos buscaran alguna manera de expresar su agradecimiento? Y eso, señor mío, es precisamente lo que hicieron. Se les ocurrió la feliz idea de pagar a Carlos el tributo correspondiente al primer año, no con un ruin pájaro de plumas y carne, sino con un maravilloso halcón de oro, embellecido de la cabeza a las patas con las más finas joyas que hallaron en sus arcas. Y no lo olvide, señor mío, las tenían maravillosas: las mejores, las más ricas llegadas de Asia.
Cesó el murmullo de Gutman. Sus ojos sagaces y oscuros examinaron el rostro de Spade, que se mostraba apacible. Y el hombre gordo preguntó:
—¿Bien, señor mío? ¿Qué le parece?
—No lo sé.
El hombre gordo sonrió indulgente.
—Tales son los hechos, los hechos históricos. Hechos que no encontrará usted en el libro de Historia de un colegial, ni en la Historia de mister Wells, pero historia indudable, a pesar de todo.
Se inclinó hacia Spade y prosiguió:
—Los archivos de la Orden, desde el siglo XII en adelante, siguen en Malta. No están intactos, pero en lo que queda de ellos existen tres —y alzó tres dedos— alusiones que no pueden referirse sino a este enjoyado halcón. En Les Archives de l’Ordre de Saint-Jean se encuentra una alusión a ello; una alusión indirecta, ciertamente, pero alusión, no obstante. En la obra inédita de Paoli, inédita porque no estaba terminada cuando murió, Dell’origine ed instituto del sacro militar ordine se expresan los hechos a que he venido refiriéndome de manera clara e inequívoca.
—Está bien —dijo Spade.
—Está muy bien, señor mío. Villiers de l’Isle d’Adam, el Rector o Gran Maestre, hizo que los esclavos turcos del castillo de San Angelo fabricaran este pájaro enjoyado y se lo envió a Carlos, que se encontraba en España. Lo envió en una galera al mando de un caballero francés llamado Cormier o Corvere, miembro de la Orden.
La voz volvió a quedar convertida en un susurro:
—Jamás llegó a España.
Sonrió con los labios apretados y preguntó:
—¿Ha oído usted hablar de Barbarossa, o Barbarroja, o Khair ed-Din? ¿No? Un famoso almirante de los bucaneros que por aquel entonces tenían su guarida en Argel. Pues Barbarroja se apoderó de la galera de los Caballeros y del pájaro. El pájaro fue a parar a Argel. Eso es un hecho. Eso es un hecho que cita el historiador francés Pierre Dan en una de las cartas que escribió desde Argel. Escribió que el pájaro permaneció allí durante más de cien años, hasta que se lo llevó Sir Francis Verney, un aventurero inglés que vivió con los piratas argelinos durante algún tiempo. Quizá no se lo llevó, pero Pierre Dan creía que sí, y eso me basta.
»Nada dice acerca del pájaro de lady Francis Verney en sus Memoirs of the Verney Family during the Seventeenth Century. Es cierto. Y es bastante probable que Sir Francis no estuviera en posesión del pájaro cuando falleció en un hospital de Mesina en 1615, pues estaba sin blanca. Pero, señor mío, no cabe negar que el pájaro fue a Sicilia. Es seguro que se encontraba allí; pasó a manos de Víctor Amadeo II poco antes de subir al trono en 1713, y fue uno de los regalos que le hizo a su esposa, con la que se casó en Chambéry después de abdicar. Eso es un hecho, señor mío. Carutti, autor de Storia del Regno di Vittorio Amadeo II, lo certifica.
»Pudiera ser que Amadeo y su esposa lo llevaran consigo a Turín cuando él trató de revocar el acta de su abdicación. Sea como fuere, apareció más tarde en posesión de un español que perteneció al ejército que tomó a Nápoles en 1734, el padre de don José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca, ministro de Carlos III. Nada hay que indique que no permaneció en posesión de esa familia, al menos hasta el final de la guerra carlista, en el año 40. Entonces apareció en París, en los días en que París estaba lleno de carlistas que habían tenido que salir de España. Uno de ellos lo llevó consigo a París, aunque, fuera quien fuera, es probable que no estuviera enterado de su verdadero valor. Pues indudablemente como medida de precaución, lo habían pintado o esmaltado durante la guerra carlista de España para que no pareciera más que una estatuilla negra de algún interés. Y de esta guisa disfrazado, señor mío, estuvo andando, por así decirlo, de un lado a otro en París durante setenta años, pasando de manos de los propietarios particulares a las de los marchantes; y todos fueron lo bastante estúpidos como para no darse cuenta de lo que se ocultaba bajo su negra piel.
El hombre gordo hizo una pausa para sonreír y para sacudir la cabeza deplorando tanta estupidez. Luego reanudó su historia:
—Durante setenta años, señor mío, este objeto maravilloso pudiera casi decirse que fue lanzado a puntapiés, como un balón de fútbol, de un extremo a otro de París, hasta que en 1911, un anticuario griego, llamado Charilaos Konstantinides, topó con él en una tienducha. Ninguna capa de esmalte bastaba para ocultar a los ojos y el olfato del anticuario griego su verdadero valor. Y Charilaos fue quien desentrañó la mayor parte de su historia y quien identificó lo que en realidad era el pájaro. Yo oí rumores acerca del asunto y logré sacarle la mayor parte de la historia, aunque luego yo, personalmente, haya averiguado algunos detalles más.
»Charilaos no tenía prisa en convertir de inmediato en dinero su hallazgo. Porque sabía que, aunque su valor intrínseco era enorme, se podría obtener por él un precio muy superior, un precio tremendo una vez que su autenticidad quedara indudablemente demostrada. Es posible que se le ocurriera la idea de tratar con alguna de las órdenes que vienen de la primitiva: la orden inglesa de San Juan de Jerusalén, la Johanniterorden prusiana, o los capítulos italianos o alemanes de la Soberana Orden de Malta, todas ellas órdenes ricas.
El hombre gordo alzó su vaso, sonrió al verlo vacío y se levantó para llenarlo, al mismo tiempo que el de Spade.
—¿Empieza usted a creerme un poquito? —preguntó mientras apretaba la palanquita del sifón.
—No he dicho que no.
—No —rió socarronamente Gutman—. Pero había que ver su cara.
Se sentó, bebió generosamente y se limpió los labios con suaves toques de un pañuelo blanco.
—Pues bien, a fin de que no corriera peligro en tanto que proseguía con sus investigaciones, Charilaos hizo esmaltar el pájaro de nuevo, dejándolo, según parece, en el estado en que hoy se halla. Justo un año después de comprarlo, y esto ocurría posiblemente tres meses después que yo le hiciera contarme la verdad, leí en el Times, en Londres, que un ladrón había entrado en la tienda del griego y que lo había asesinado. Al día siguiente, yo estaba en París.
Meneó afligidamente la cabeza.
—El pájaro había desaparecido. Créame, señor mío, mi furia no tuvo límites. Yo estaba en la creencia de que sólo yo sabía lo que significaba ese halcón. No creía que Charilaos se lo hubiera dicho a nadie más. El ladrón se había llevado gran cantidad de objetos, lo que me hizo suponer que había robado el pájaro junto con el resto de su botín sin saber de qué se trataba. Porque puedo asegurar que un ladrón conocedor del valor del halcón no hubiera cargado con ninguna otra cosa; no, a no ser que se tratara de las joyas de la Corona.
Entornó los ojos. Le cruzó por la mente algún pensamiento que le hizo sonreír complacido. Abrió los ojos y dijo:
—De eso hace ya diecisiete años. Diecisiete años me llevó localizar el pájaro, pero al fin lo logré. Deseaba poseerlo, y no soy hombre que me desanime fácilmente cuando de verdad quiero algo —y al decirlo, su sonrisa se ensanchó—. Lo quería y lo encontré; lo quiero, y mío va a ser.
Apuró su vaso, volvió a secarse los labios y reintegró el pañuelo al bolsillo.
—Le seguí la pista hasta dar con él en casa de un general ruso, un tal Kemidov, en un barrio de las afueras de Constantinopla. El ruso no sabía una palabra acerca del pájaro. Para él no era sino una figurilla esmaltada; pero su espíritu de contradicción, típico en un general ruso, hizo que se negara a vendérmelo cuando le hice una oferta. Tal vez el ansia me hizo ser torpe, aunque no mucho. No lo sé. De lo que sí estoy seguro es de que deseaba la estatuilla y temía que aquel estúpido militarote comenzara a hacer averiguaciones acerca de lo que poseía o que hiciera saltar un trocito de esmalte… Así que envié a unos…, bueno, a unos agentes míos para que se apoderaran del pájaro. Y ellos sí se apoderaron de él…, ¡pero yo, no!
Se puso en pie y llevó el vaso a la mesa.
—Pero lo voy a conseguir. ¿Su vaso, señor mío?
—Entonces, ¿el pájaro no pertenece a ninguno de ustedes, sino a un tal general Kemidov? —preguntó Spade.
—¿Pertenecer? —dijo el hombre gordo, jovialmente—. Bueno, señor mío, cabría decir que pertenece al rey de España. Y no veo cómo sería posible adjudicar a ninguna otra persona un claro título de propiedad, excepto el nacido de la tenencia, de la posesión física del objeto —dijo con una risa alegre—. Un objeto de tal valor, que ha pasado de mano en mano por los métodos que le he relatado, pertenece, indudablemente, a quienquiera que pueda conseguirlo.
—Entonces, ¿ahora es propiedad de miss O’Shaughnessy?
—No, excepto como agente mío.
—¡Oh! —dijo Spade, con tono irónico.
Gutman permaneció contemplando reflexivamente el tapón de la botella que tenía en la mano y preguntó:
—¿Es seguro que lo tiene ella?
—Bastante.
—¿En dónde?
—No lo sé con exactitud.
El hombre gordo soltó la botella de golpe sobre la mesa.
—¡Pero me dijo que sí lo sabía!
Spade hizo un ademán de indiferencia con la mano.
—Quise decir que sé en dónde encontrarlo cuando llegue el momento.
Los rosáceos bulbos del rostro de Gutman se ordenaron más beatíficamente.
—Y… ¿lo sabe?
—Sí.
—¿En dónde?
Spade sonrió pícaramente y dijo:
—Eso déjemelo a mí. Corre de mi cuenta.
—¿Cuándo?
—Cuando yo esté listo.
El hombre gordo frunció los labios. Su sonrisa tan sólo mostró un ligerísimo matiz de inquietud.
—Mister Spade, ¿en dónde está miss O’Shaughnessy?
—En mis manos. Y bien segura.
Gutman sonrió satisfecho.
—No me cabe ninguna duda de que ya se habrá usted encargado de ello. Y ahora, señor mío, antes de comenzar a hablar de precios, dígame una cosa: ¿cuál es el plazo mínimo en que podría, o querría, entregar el halcón?
—Un par de días.
El hombre gordo asintió:
—Eso es satisfactorio. Pero se nos está olvidando el alimento.
Se volvió hacia la mesa, escanció whisky, le añadió agua de seltz, dejó un vaso junto al codo de Spade y alzó el suyo.
—Por un acuerdo equitativo y ganancias que nos basten a los dos.
Bebieron. Se sentó el hombre gordo. Spade preguntó:
—¿Qué sería para usted un acuerdo equitativo?
Gutman contempló su vaso al trasluz con expresión afectuosa, dio un largo sorbo y dijo:
—Tengo que hacerle dos propuestas. Usted elija: darle veinticinco mil dólares cuando me entregue el halcón y otros veinticinco mil a mi llegada a Nueva York; o darle la cuarta parte, el veinticinco por ciento, del precio que consiga del pájaro. Ahí tiene usted: o cincuenta mil dólares casi a toca teja, o una cantidad mucho mayor dentro de, digamos, dos meses.
—¿Mayor? ¿Cuánto?
—Mucho mayor —repitió el hombre gordo—. ¿Quién puede saber cuánto? ¿Cien mil dólares? ¿Un cuarto de millón? ¿Me creería usted si le digo la cifra que considero la mínima probable?
—¿Por qué no?
El hombre gordo se chupó los labios con ruido y bajó la voz al nivel del susurro:
—¿Qué le parecería un cuarto de millón?
Spade entornó los ojos.
—Entonces, ¿usted cree que el bicho vale dos millones?
—Para utilizar sus mismas palabras, ¿por qué no?
Spade vació su vaso y lo dejó sobre la mesa. Se puso el cigarro entre los labios, se lo quitó de ellos, lo miró y lo volvió a la boca. El reflejo amarillento de los ojos parecía algo turbio.
—Es mucho dinero —dijo.
El hombre gordo asintió.
—Mucho dinero es —dijo inclinándose y dando unas palmaditas sobre las rodillas de Spade—. Pero se trata, por lo menos, de esa cifra, o Charilaos Konstantinides era tonto de capirote; y no lo era.
Spade volvió a sacarse el cigarro puro de entre los labios, y a contemplarlo con ligero asco, tras lo cual lo dejó en el cenicero de pie. Cerró los ojos con fuerza, apretándolos, y los volvió a abrir. Su turbiedad era ahora más pronunciada.
—Por lo menos, ¿eh? —dijo—. ¿Y el máximo?
Resultó notorio que la x de la última palabra no le salió nada bien.
—¿El máximo? —dijo Gutman, alzando una mano con la palma hacia arriba—. Me niego en absoluto a hacer cábalas. Me tomaría usted por loco. No hay manera de calcularlo, señor mío; y ésta es la verdad, la única verdad.
Spade trató de evitar que el labio inferior se le cayera hacia abajo, separándose del otro. Sacudió la cabeza impacientemente. En sus ojos se encendió una lucecilla de temor, y la turbiedad en aumento casi apagó su mirada. Se puso de pie apoyándose con las manos sobre los brazos del sillón. Volvió a sacudir la cabeza y dio un paso vacilante. Se rió con risa incierta y dirigió un insulto soez al hombre gordo.
Gutman se puso en pie de un salto. Entrechocaron los globos de sebo. Sus ojos parecían agujeros oscuros taladrados en una cara grasienta y rosácea.
Spade movió la cabeza de un lado a otro hasta que los apagados ojos quedaron en dirección a la puerta, pero no enfocados sobre ella. Dio otro paso inseguro.
—¡Wilmer! —llamó el hombre gordo, con un grito seca.
Se abrió una puerta y entró el muchacho.
Spade dio un tercer paso. Su rostro estaba grisáceo y los músculos maxilares le abultaban, hinchados como tumores, bajo las orejas. Las piernas no volvieron a enderezársele cuando dio el cuarto paso. Sus ojos nublados estaban ya casi cubiertos por los párpados. Inició el quinto paso.
El muchacho se le acercó a Spade por delante, pero sin interponerse completamente entre él y la puerta. Tenía la mano derecha escondida debajo de la chaqueta, encima del corazón. Las comisuras de la boca le temblaban.
Spade trató de dar el sexto paso.
La pierna del muchacho se disparó para quedar cruzada delante de la de Spade, que se enredó en la zancadilla y cayó de bruces al suelo. El muchacho siguió mirándole sin sacar la mano de debajo de la chaqueta. Spade trató de incorporarse. El muchacho retiró el pie derecho en el aire y le dio a Spade una patada en la sien. El puntapié hizo que Spade diera la vuelta y quedara boca arriba. Una vez más, procuró incorporarse, no lo consiguió y se quedó dormido.