8. CUENTOS CHINOS

BRIGID ESTABA hecha un ovillo en el sillón cercano a la mesa. Se cubría las mejillas con los antebrazos y la parte inferior de la cara con las rodillas, hasta ella alzadas. Los ojos, aterrados, estaban rodeados de pálidos círculos.

Ante ella, de pie, inclinado hacia adelante, Joel Cairo tenía en una mano la misma pistola que Spade le había quitado antes retorciéndole el brazo. La otra mano descansaba en la frente, y entre sus dedos corría la sangre hasta más abajo de los ojos. Un chorrito más menudo de sangre manaba de un labio partido y dibujaba tres finas líneas sinuosas sobre la barbilla.

Cairo no prestó atención a los detectives. Estaba con los ojos clavados sobre la muchacha, encogida sobre el sillón, que tenía delante. Los labios se estremecían espasmódicamente, pero de ellos no salía sonido coherente alguno.

Dundy, que fue el primero que entró en la habitación, se llegó rápidamente a Cairo, hundió la mano debajo de su abrigo, a la altura de la cadera, agarró con la otra la muñeca del balcánico y rugió:

—¿Se puede saber qué ocurre aquí?

Cairo se quitó de la frente la mano manchada de sangre y la agitó en el aire cerca de la cara del teniente. Quedó a la vista una fea herida de tres pulgadas.

—¡Esto es lo que ha hecho! ¡Mire! —gritó.

La muchacha puso los pies en el suelo y miró recelosamente a Dundy, que tenía sujeto a Cairo por la muñeca; a Tom, algo más en segundo término, y a Spade, que estaba apoyado contra el marco de la puerta. La expresión de Spade era de placidez. Cuando sus ojos amarillentos y grises se encontraron con los de la muchacha, brilló en ellos durante un instante un destello de malicioso buen humor, y luego se tornaron de nuevo inexpresivos.

—¿Ha hecho usted esto? —le preguntó Dundy a la muchacha, indicado la herida de Cairo con la cabeza.

Brigid volvió a mirar hacia Spade, que no respondió a la súplica de sus ojos. Siguió apoyado contra el marco de la puerta, contemplando a los ocupantes de la habitación con el cortés aire indiferente de un espectador ajeno a todo aquello.

La muchacha volvió los ojos hacia Dundy. Los tenía muy abiertos y su mirar era sombrío:

—Tuve que hacerlo —dijo, con voz temblorosa—. Estaba sola con él cuando me atacó. No pude… Traté de impedir que se me acercara. No pude… No pude decidirme a disparar contra él.

—¡Mentirosa! —aulló Cairo, tratando de soltarse el brazo que sujetaba la pistola y que Dundy tenía agarrado—. ¡Mentirosa repugnante! —y se retorció para quedar de frente a Dundy—. ¡Es mentira lo que está diciendo! ¡Yo he venido aquí de buena fe, y los dos me han agredido! Cuando vinieron ustedes, él me dejó con ella, con la pistola en la mano, y me dijo que cuando se fueran ustedes me iba a matar; y por eso pedí socorro, para que no dejaran ustedes que me asesinaran, y entonces ella me golpeó con la pistola.

—Venga, deme eso —dijo Dundy, quitándole la pistola de la mano—. Y ahora a ver si ponemos la cosa en claro. ¿Para qué vino usted aquí?

—Me llamó él —dijo Cairo, volviendo la cabeza hacia Spade con gesto de desafío—. Me llamó por teléfono y me dijo que viniera.

Spade guiñó los ojos adormilados hacia el balcánico y no dijo nada.

—¿Para qué le dijo que viniera?

Cairo no respondió hasta después de enjugarse la sangre de la frente y la barbilla con un pañuelo de seda a rayas color azul pálido. Cuando acabó de hacerlo, su indignación se había atenuado para dejar paso a la cautela:

—Me dijo que quería… que querían verme. No me dijo para qué.

Tom inclinó la cabeza, olfateó el perfume que se desprendía del pañuelo, y volvió la cabeza hacia Spade con una mueca de interrogación. Spade le guiñó un ojo y siguió liando un cigarrillo.

—Bueno, ¿y después qué ocurrió? —preguntó Dundy.

—Me agredieron. Primero me pegó ella, luego él casi me estrangula, y me quitó la pistola del bolsillo. ¡Yo qué sé lo que hubieran hecho después si no llegan a venir ustedes en aquel momento! Supongo que me hubiesen asesinando sin más. Cuando ustedes llamaron a la puerta, él la dejó aquí encañonándome con la pistola, vigilándome.

Con esto, Brigid saltó del sillón, abofeteó a Cairo y gritó:

—¿Por qué no le hacen decir la verdad?

Cairo dio un chillido inarticulado.

Dundy, con la mano que no sujetaba a Cairo, empujó a la muchacha hacia el sillón y dijo:

—¡Nada de eso! ¡Cuidado!

Spade encendió el cigarrillo, sonrió a Tom a través de la humareda y le dijo, en voz baja, sonriendo con buen humor:

—Es muy impulsiva.

—Sí que lo es —asintió Tom.

Dundy miró a Brigid con dureza y le preguntó:

—¿Qué quiere usted que nos creamos?

—No lo que él ha dicho. Nada de lo que ha dicho —se volvió hacia Spade—. ¿No es así?

—¿Cómo voy a saberlo yo? Yo estaba haciendo una tortilla en la cocina cuando ocurrió todo, ¿no?

Brigid arrugó la frente y le contempló con ojos nublados por la perplejidad.

Tom gruñó disgustado.

Dundy, sin levantar su hosca mirada de la muchacha, no hizo caso alguno de las palabras de Spade y le preguntó a Brigid:

—Si él no está diciendo la verdad, ¿por qué fue él y no usted quien gritó pidiendo socorro?

—Porque se quedó muerto de miedo cuando le pegué —dijo mirando despreciativamente al balcánico.

La parte del rostro de Cairo que no estaba cubierta de sangre enrojeció. Exclamó:

—¡Otra mentira!

Brigid le dio una patada en la pierna, y el alto tacón de su zapato azul fue a darle justo debajo de la rodilla. Dundy quitó a Cairo del alcance de la muchacha en tanto que Tom se acercó a ella para decirle:

—A ver si se porta bien, muchacha. Esa no es manera de comportarse.

—¡Pues oblíguenle a decir la verdad! —dijo Brigid, retadoramente.

—Lo haremos, lo haremos —prometió Tom—. Pero nada de violencias.

Dundy miró a Spade con ojos verdes, duros, brillantes y satisfechos, y le dijo a su subordinado:

—¿Sabes lo que te digo, Tom? Que no creo que nos equivoquemos si nos los llevamos a todos a la jefatura.

Tom asintió tétricamente con una inclinación de cabeza.

Spade abandonó la puerta junto a la cual estaba, avanzó hacia el centro de la habitación, y, al pasar al lado de la mesa, dejó el cigarrillo en un cenicero. Su talante y sonrisa eran mesurados y placenteros.

—No corras tanto —dijo—. Todo tiene una explicación.

—¡Seguro! —asintió Dundy, con sarcasmo.

Spade se inclinó delante de Brigid.

—Miss O’Shaughnessy, me permito presentarle al teniente Dundy y al sargento detective Polhaus —e inclinándose ante Dundy, añadió—. Miss O’Shaughnessy es una agente y empleada mía.

—¡No es verdad! Es… —dijo Cairo, con gran indignación.

Spade le interrumpió en un tono muy alto, aunque la voz siguió siendo cordial:

—La he contratado recientemente. Ayer. Este es mister Joel Cairo, un amigo, o por lo menos un conocido de Thursby. Vino a verme esta tarde y trató de contratar mis servicios para que encontrase algo que cree que Thursby llevaba encima cuando fue asesinado. Las explicaciones que me dio sonaron raras y no quise encargarme del asunto. Entonces sacó una pistola… Pero vamos a dejar eso, al menos hasta el momento de que presentemos denuncias los unos contra los otros. En cualquier caso, después de discutir el asunto con miss O’Shaughnessy, se me ocurrió que quizá pudiese conseguir de mister Cairo algunos informes acerca de la muerte de Miles y de Thursby, y entonces le dije que viniera aquí. Puede ser que le hiciera las preguntas con algo de brusquedad, pero no sufrió daño, o al menos no lo bastante como para pedir socorro. Yo ya le había vuelto a quitar la pistola.

Según hablaba Spade, el rostro enrojecido de Cairo fue expresando más angustia. Sus ojos subían y bajaban, mirando alternativamente hacia el suelo y hacia Spade de forma intranquila. La expresión de Spade seguía siendo bonachona.

Dundy se encaró con Cairo y le preguntó, bruscamente.

—¿Qué tiene usted que decir a todo eso?

Cairo no tuvo nada que decir durante casi un minuto, que dedicó a contemplar el pecho del teniente. Cuando alzó los ojos, su mirada fue tímida y recelosa.

—No sé qué podría decir —y su turbación pareció sincera.

—Pruebe usted a decir la verdad —le propuso Dundy.

—¿La verdad? —dijo Cairo, removiendo los ojos, aunque su mirada no se apartó en realidad del teniente—. ¿Y quién me asegura que creerán la verdad?

—No pierda más tiempo. Todo lo que tiene que hacer es declarar bajo juramento que los dos le agredieron, y el oficial encargado de las órdenes de detención le creerá lo bastante como para dar la orden de arresto que nos permitirá meterlos a los dos en la cárcel.

Ahora habló Spade en tono jocoso:

—Ande, Cairo, dele gusto. Dígale que lo va a hacer, y entonces nosotros juraremos lo contrario, dos contra uno, y así podrá detenernos a los tres.

Cairo carraspeó y paseó la mirada por la habitación, sin detenerla sobre los ojos de ninguno de los presentes. Dundy resopló por la nariz con ruido que no llegó a ser un bufido y dijo:

—Pónganse todos el sombrero.

Ahora los ojos de Cairo, preocupados e interrogadores, encontraron la mirada de Spade. Éste le guiñó un ojo y se sentó sobre un brazo de la mecedora tapizada.

—Bueno, chicos y chicas —dijo sonriendo con picardía al balcánico y a la muchacha, sin que ni su sonrisa ni su voz denotaran nada que no fuera gran contento—, se lo han creído todo. Lo hemos hecho bien.

El rostro duro y cuadrado de Dundy se ensombreció algo más, de manera apenas perceptible.

—Venga, los sombreros —ordenó nuevamente.

Spade dirigió ahora su sonrisa de regocijo hacia el teniente; luego se rebulló para sentarse con mayor comodidad sobre el brazo de la mecedora y preguntó, perezosamente:

—¿Es que nunca te enteras cuando te están gastando una broma?

La cara de Tom relució al enrojecer. La de Dundy, que seguía ensombreciéndose, permaneció inmóvil, aunque los labios se movieron para decir:

—No. Pero eso puede esperar hasta que lleguemos a la jefatura.

Spade se levantó y se metió las manos en los bolsillos del pantalón. Se irguió todo lo posible, para mirar desde mayor altura al teniente. Su sonrisa era irónica, y cada uno de los detalles de su postura denotaba gran seguridad en sí mismo.

—Te desafío a que nos detengas, Dundy. Nos reiremos de ti en todos los periódicos de San Francisco. ¿Crees que alguno de nosotros va a denunciar bajo juramento a cualquiera de los otros dos? Despierta, hombre, despierta. Te hemos estado gastando una broma. Cuando llamasteis al timbre, le dije a miss O’Shaughnessy y a Cairo: «Ya están ahí otra vez esos dichosos policías. Están empezando a molestar. Vamos a gastarles una broma. Cuando los oigan, uno de ustedes grita, y entonces veremos el tiempo que podemos estarles tomando el pelo hasta que caigan en la cuenta». Y…

Brigid se inclinó hacia delante en su asiento y comenzó a reírse histéricamente.

Cairo hizo un pequeño movimiento y sonrió. Fue una sonrisa sin vida, pero la dejó inmóvil en el rostro.

Tom gruñó protestando:

—Ya está bien, Sam.

Spade rió brevemente y dijo:

—¡Pero si fue así! Hemos…

—¿Y su herida de la frente y de la boca? —preguntó Dundy, con desdén—. ¿De dónde salieron?

—Pregúnteselo a él —propuso Spade—. Quizá se cortó al afeitarse.

Cairo comenzó a hablar rápidamente, antes que le pudieran interrogar; y sus músculos faciales temblaron con el esfuerzo de prolongar sin daño la sonrisa en tanto que hablaba:

—Es que me caí. El plan era fingir que estábamos luchando por la pistola cuando entraran ustedes; pero me caí, tropecé con el borde de la alfombra y me caí mientras hacíamos como si estuviéramos luchando.

—Cuentos chinos —dijo Dundy.

—Así fue —dijo Spade—, lo creas o no lo creas, Dundy. Lo importante es que eso es lo que decimos los tres, y que los tres lo sostendremos. Los periódicos lo publicarán, creyéndolo o sin creerlo, y en los dos casos resultará igual de divertido, o más. ¿Qué vas a hacer? No es ningún crimen gastarle una broma a un policía. No tienes nada de qué acusar a ninguno de los que estamos aquí. Todo lo que te hemos dicho formaba parte de la broma… ¿Qué vas a hacer?

Dundy dio la espalda a Spade y agarró a Cairo de los hombros:

—¡No se va a librar con esos cuentos! —le dijo, enseñándole los dientes—. ¡Usted pidió socorro, y ahora le vamos a socorrer!

—No, no, teniente —tartamudeó Cairo—. Todo fue una broma. Este señor nos dijo que usted y su amigo lo entenderían.

Spade soltó la risa.

Dundy se volvió bruscamente a Cairo, agarrándole ahora por una muñeca y por el cogote.

—En cualquier caso, le voy a enchiquerar por llevar armas encima —dijo—. Y a los demás me los llevaré también para ver quién se ríe de la broma.

Los ojos asustados de Cairo buscaron a Spade:

—No seas bobo, Dundy —dijo Spade—. La pistola es parte de la farsa. Es una de las mías —dijo, riendo—. Es una pena que sea del treinta y dos nada más; si no, hubieras podido descubrir que fue la usada para matar a Thursby y a Miles.

Dundy soltó a Cairo, giró sobre los talones y su puño derecho martilleó con ruido seco el mentón de Spade. Brigid lanzó un grito entrecortado.

La sonrisa de Spade se apagó en el momento de recibir el golpe, pero renació al punto con un matiz suplementario de sueño. Mantuvo el equilibrio dando un paso atrás y los anchos hombros caídos vibraron debajo de la chaqueta. Antes que su puño se disparara, Tom se interpuso entre los dos hombres, de frente a Spade, estorbándole los movimientos de los brazos con la barriga y con los propios brazos.

—¡No, no, por el amor de Dios! —suplicó Tom.

Al cabo de un larguísimo instante de movilidad, los músculos de Spade se relajaron.

—Pues sácale de aquí aprisita —dijo.

Su sonrisa había vuelto a desvanecerse, dejando la cara colérica y algo pálida.

Tom, sin alejarse de Spade, aún con las manos sobre los brazos del detective, volvió la cabeza para mirar al teniente. Sus ojuelos eran de reproche.

Dundy tenía los puños crispados delante del cuerpo y los pies firmemente asentados sobre el suelo y algo separados; pero la truculencia de su expresión ahora estaba matizada por finos halos blancuzcos entre los irises verdes y los párpados superiores.

—Tómales el nombre y la dirección —ordenó.

Tom miró a Cairo, que dijo al punto:

—Joel Cairo; hotel Belvedere.

Antes que Tom pudiese interrogar a la muchacha, Spade dijo rápidamente:

—A miss O’Shaughnessy la podréis encontrar siempre preguntándome a mí por ella.

Tom miró a Dundy, y Dundy dijo, secamente:

—Tómale la dirección.

—Su dirección es mi oficina. Le entregamos las cartas y le comunicamos los avisos.

Dundy avanzó un paso hasta quedar delante de la muchacha:

—¿Dónde vive usted? —le preguntó.

Spade se dirigió a Tom:

—Llévatelo de aquí. Para mi gusto ya ha durado esto bastante.

Tom le miró a los ojos, duros y brillantes, y murmuró:

—Calma, Sam —se abrochó el abrigo, se volvió hacia Dundy y le dijo, en un tono que fingía ser de indiferencia—. ¿Algo más?

Y dio un paso hacia la puerta.

El gesto feroz de Dundy no logró disimular su vacilación.

Cairo se dirigió rápidamente hacia la puerta también, diciendo:

—Yo también me voy, si mister Spade tiene la amabilidad de darme el abrigo y el sombrero.

—¿Qué prisa tiene? —le preguntó Spade.

—Todo fue una broma —dijo Dundy, airadamente—, pero, a pesar de todo, tiene usted miedo de quedarse con ellos.

—No, no, nada de eso —dijo el hombre del Mediterráneo oriental rebulléndose nervioso, sin mirar a nadie—. Pero es que ya es tarde… y me voy. Saldré con ustedes, si les es igual.

Dundy apretó los labios con fuerza y nada dijo. Una lucecilla destellaba en sus ojos verdes.

Spade fue al armario del pasillo y trajo el abrigo y el sombrero de Cairo. Nada expresaba su rostro. E igualmente inexpresiva fue su voz cuando, después de ayudar a Cairo a ponerse el abrigo y darle el sombrero, le dijo a Tom:

—Dile que deje aquí la pistola.

Dundy sacó del bolsillo la pistola de Cairo y la dejó sobre la mesa. Fue el primero en salir, con Cairo pisándole los talones. Tom se detuvo delante de Sam, murmurando:

—Ojalá sepas lo que estás haciendo, Sam.

Sin conseguir respuesta, Tom salió detrás de los otros. Spade los acompañó hasta la esquina del pasillo, y allí permaneció hasta que Tom cerró la puerta de entrada.