16. EL TERCER ASESINATO

SPADE ENTRÓ en el hotel Sutter y llamó al Alexandria. Gutman no estaba. Ninguno de sus acompañantes estaba tampoco en el hotel. Llamó al Belvedere. Cairo no estaba, y no había pasado por el hotel en todo el día.

Se dirigió a su despacho.

En la primera habitación había un hombre moreno y grasiento vestido de manera notable. Effie hizo un ademán para indicarle, y dijo:

—Este caballero desea verle, mister Spade.

Spade sonrió, saludó y abrió la puerta de su despacho.

—Pase usted —y antes de entrar él, le dijo a Effie—. ¿Alguna novedad del otro asunto?

—No, señor.

El hombre moreno era el propietario de una sala de cine en la Market Street. Tenía sospechas de que una de las taquilleras estaba de acuerdo con un portero para defraudarle. Spade procuró abreviar el relato, le prometió «encargarse del asunto», pidió y recibió cincuenta dólares por adelantado y se libró de él en menos de media hora.

Cuando la puerta se cerró detrás del hombre del cine, Effie entró en el segundo despacho. Su rostro tostado por el sol tenía una expresión preocupada y de curiosidad.

—¿Todavía no la has encontrado? —preguntó.

Spade sacudió la cabeza y siguió acariciándose con cuidado la sien hinchada, trazando circulillos alrededor de ella con las puntas de los dedos.

—¿Cómo tienes la sien?

—Está bien, pero la cabeza me duele bastante.

Effie se colocó detrás de él, le quitó la mano de la sien y se la acarició suavemente con sus finos dedos. Spade se echó hacia atrás hasta que la cabeza quedó apoyada, por encima del respaldo del sillón, sobre el pecho de la muchacha.

—Eres un ángel —le dijo.

Effie inclinó la cabeza hacia adelante y le miró la cara.

—Tienes que dar con ella, Sam. Hace ya más de un día y…

Spade se movió impacientemente y la interrumpió:

—No tengo que hacer nada; pero si dejas que descanse esta maldita cabeza uno o dos minutos, saldré a buscarla.

—¡Pobre cabeza! —musitó ella, y siguió acariciándola en silencio un rato. Luego preguntó—. ¿Sabes en dónde está? ¿Tienes alguna idea?

Sonó el teléfono. Spade lo cogió y dijo:

—¿Diga?… Sí, Sid, salió bien; gracias… No… Seguro que sí. Se puso difícil, pero también me puse… Está entreteniéndose con un sueño acerca de la pipa de guerra de jugadores vengativos… Bueno, no nos dimos un beso al separarnos. Le aclaré lo que podía esperar de mí y me fui… ¡Ah, eso es de tu incumbencia! Tú eres quien tiene que preocuparse de ello… Está bien. Hasta pronto.

Soltó el teléfono y volvió a echarse para atrás en el sillón.

Effie avanzó desde detrás del sillón hasta quedar junto a Spade y preguntó, con alguna vehemencia:

—Sam, ¿crees que sabes en dónde está la chica?

—Creo que sé adónde fue —respondió Spade como a disgusto.

—¿Adónde? —exclamó ella, con emoción.

—Al barco que viste arder.

Effie abrió los ojos hasta que las manchas castañas quedaron completamente rodeadas de blancura.

—Fuiste allí —dijo, y no fue una pregunta.

—No —dijo Spade.

—¡Sam! —exclamó, airada—. Es posible que esté…

—Fue allí por propia voluntad —dijo Spade, en tono destemplado—. No la llevaron. Fue allí en vez de ir a tu casa cuando se enteró de que el buque había atracado. ¿Qué? ¿Es que tengo que ir corriendo detrás de los clientes suplicándoles que me permitan ayudarlos?

—Pero, Sam, cuando te dije que el barco estaba ardiendo…

—Eso fue a mediodía, y estaba citado con Polhaus y también con Bryan para más tarde.

Effie le miró fijamente con los párpados apretados hasta no dejar más que una rendija:

—Cuando quieres, Sam Spade, eres el hombre más despreciable creado por Dios. Sencillamente porque la chica hizo algo sin decírtelo, serás capaz de quedarte aquí sentado sin hacer nada, sabiendo que está en peligro, sabiendo que quizá…

Spade enrojeció y dijo testarudamente:

—Es muy capaz de cuidarse y sabe adónde acudir cuando necesita ayuda o cuando le conviene.

—Eso no es más que rencor, y no es más que eso. Estás enfadado porque ella ha hecho algo por su cuenta, sin decírtelo a ti. ¿Por qué no lo iba a hacer? Tú no eres tan honrado ni te has portado con ella tan bien como para que tenga que confiar por completo en ti.

—Bueno, basta ya —dijo Spade.

Aunque el tono en que habló hizo aparecer un destello de intranquilidad en sus ojos encendidos, Effie sacudió finalmente la cabeza y el destello de su mirada se apagó. Tenía la boca apretada y encogida.

—Si no vas allí ahora mismo, Sam, enviaré a la policía —dijo con voz temblorosa, que acabó por quebrarse y tornarse débil y suplicante cuando dijo—. ¡Sam, por favor! ¡Vete allí!

Spade se puso en pie imprecándola. Luego, dijo:

—¡Santo cielo! Mejor será para mi cabeza irme allí que quedarme sentado oyéndote chillar —miró el reloj—. Más vale que cierres todo y que te vayas a casa.

—No me iré. Me voy a quedar aquí mismo hasta que vuelvas.

—Haz lo que te dé la gana.

Se puso el sombrero, hizo un gesto de dolor, se lo quitó y salió llevándolo en la mano.

Spade volvió una hora y media más tarde, a las cinco y veinte. Venía de buen humor. Entró y preguntó:

—¿Por qué es tan difícil llevarse bien contigo, amor mío?

—¿Conmigo?

—Sí, contigo —dijo, y apoyando un dedo sobre la nariz de Effie, apretó hasta achatársela. Luego le puso las manos debajo de los codos, la levantó en vilo y le dio un beso en la barbilla. La dejó en el suelo y preguntó—. ¿Ha pasado algo mientras he estado fuera?

—Luke… ¿Cómo se llama? El del Belvedere llamó para decirte que ha vuelto Cairo. Eso fue hace media hora.

Spade cerró la boca de golpe, dio media vuelta con una zancada y se dirigió hacia la puerta.

—¿La encontraste? —gritó ella detrás de él.

—Ya te lo contaré cuando vuelva —respondió sin detenerse, y salió apresuradamente.

Un taxi le dejó en el Belvedere diez minutos después de salir de la oficina. Encontró a Luke en el vestíbulo. El detective del hotel salió a su encuentro sonriendo con zumba y meneando la cabeza.

—Llega quince minutos tarde. El pájaro ha volado.

Spade maldijo su suerte.

—Se ha ido. Con el equipaje y todo —Luke sacó del bolsillo del chaleco un cuaderno de apuntes muy viejo de aspecto, se chupó el pulgar, pasó unas hojas y brindó el cuadernillo a Spade—. Ahí tienes el número del taxi en que se fue. Al menos te he conseguido eso.

—Gracias —Spade copió el número en el reverso de un sobre—. ¿Ha dejado alguna dirección?

—No. Llegó con una maleta grande, subió al cuarto, hizo el equipaje, bajó con él, pagó la cuenta, se metió en un taxi y nadie pudo oír la dirección que le dio al taxista.

—¿Y el baúl?

Se abrió desconsoladamente la boca de Luke.

—¡Se me olvidó! Ven.

Fueron a la habitación de Cairo. Allí estaba el baúl, cerrado, pero sin llave. Levantaron la tapa. Estaba vacío.

—¿Qué te parece esto? —dijo Luke.

Spade no dijo nada.

Spade regresó a su despacho. Effie le dirigió una pregunta con los ojos.

—Se me escapó —rezongó Spade, y entró en su despacho.

Effie le siguió. Spade se sentó en el sillón y empezó a liar un cigarrillo. Effie se sentó en la mesa, delante de él, y apoyó la punta de los pies sobre el sillón.

—¿Qué hay de miss O’Shaughnessy?

—Se me escapó también. Pero estuvo allí.

—¿En el La Paloma?

—El La es una combinación horrible.

—No te pongas así. Sé bueno, Sam. Dime.

Encendió el cigarrillo, se guardó el encendedor, le dio a Effie unas palmaditas en las espinillas y dijo:

—Sí. La Paloma. Llegó poco después del mediodía —arrugó la frente—. Eso quiere decir que la chica fue al barco directamente después de dejar el taxi en el edificio Ferry. Está a pocos muelles de allí. El capitán no estaba a bordo. Se llama Jacobi, y ella preguntó por él, por su nombre. El capitán se había marchado al centro, porque tenía algo que hacer. Eso quiere decir que no la estaba esperando. La chica se quedó allí hasta que Jacobi volvió a las cuatro. Permanecieron encerrados en su camarote hasta la hora de cenar y luego cenaron juntos en el barco.

Spade tragó una bocanada de humo, lo echó, escupió una brizna amarilla de tabaco que se le había pegado al labio y siguió:

—Después de la cena, el capitán Jacobi recibió a tres visitantes más. Uno de ellos era Gutman; otro, Cairo, y el tercero, el chico que te dio ayer el recado. Los tres llegaron juntos cuando Brigid ya estaba allí; y los cinco estuvieron charla que te charla en el camarote del capitán. No hay quien le saque una palabra a la tripulación, pero pude averiguar que hubo una discusión acalorada. A eso de las once se oyó un disparo en el camarote del capitán. El que estaba de guardia bajó corriendo, pero el capitán estaba a la puerta del camarote y le dijo que no pasaba nada. Hay un impacto de bala reciente en una esquina del camarote, lo bastante arriba como para suponer que no atravesó a nadie antes de ir a parar allí. Por lo que pude averiguar, sólo hubo un disparo. Pero lo que pude averiguar… ¡no fue mucho!

Frunció el ceño y volvió a tragarse el humo.

—Bueno. Se marcharon alrededor de medianoche, el capitán con sus cuatro visitantes, todos juntos; y todos parecían entenderse sin dificultad. Eso me lo dijo el de guardia. No he podido encontrar a los de Aduanas que estaban de servicio allí a esa hora. Y eso es todo. El capitán no ha vuelto desde entonces. No ha acudido a una cita que tenía esta tarde con unos fletadores y ni siquiera han podido dar con él para comunicarle lo del incendio.

—¿Y el fuego? —preguntó Effie.

Spade se encogió de hombros.

—No lo sé. Se descubrió en la sentina, a popa, en la parte baja de atrás, ya avanzada la mañana de hoy. Lo probable es que se iniciara ayer. Lo apagaron, pero produjo bastantes daños. Nadie está dispuesto a hablar del asunto mientras el capitán se halle ausente. Es la…

La puerta que daba al pasillo se abrió. Spade se calló. Effie saltó de la mesa al suelo, pero un hombre abrió la segunda puerta antes que ella pudiera llegar a hacerlo.

—¿Dónde está Spade? —dijo el hombre.

El sonido de su voz hizo que Spade se incorporara bien derecho y con la atención abierta. Era una voz áspera, quebrada por la angustia y por el esfuerzo de lograr que las palabras no quedaran ahogadas por el gorgoteo líquido perceptible detrás y por encima de ellas.

Effie se apartó asustada del camino del hombre. El intruso permaneció en el umbral, con el sombrero flexible aplastado entre la cabeza y la parte superior del marco de la puerta: tenía casi siete pies de altura. Un abrigo negro, de corte largo y recto, como una funda, abotonado desde el cuello a las rodillas, acentuaba su extremada delgadez. Los hombros sobresalían altos, huesudos, descarnados y angulares. Su semblante, asimismo huesudo, endurecido por la intemperie y arrugado por los años, tenía el color de la arena húmeda y las mejillas y el mentón estaban mojados de sudor. Los ojos, oscuros e inyectados en sangre, miraban enloquecidos encima de unos párpados que colgaban hacia abajo y dejaban ver la membrana rosada inferior. Un brazo embutido en una manga negra que acababa en una garra amarillenta sujetaba fuertemente contra la parte izquierda del pecho un paquete liado en papel de envolver y atado con un bramante, un paquete elipsoidal del tamaño de una pelota de fútbol norteamericano.

El hombre altísimo se quedó en el umbral de la puerta sin que nada indicase que viera a Spade.

—¿Sabe usted…? —y aquel hondo gorgoteo subió desde la garganta y anegó cualesquiera cosas que pudo añadir.

Colocó la otra mano sobre la que sujetaba el paquete elipsoidal. Y muy derecho, con tiesa rectitud, sin adelantar las manos para parar el golpe, cayó hacia adelante como cuando se derrumba un árbol.

Spade, con expresión helada y en un ágil salto, corrió desde el sillón y recogió al hombre antes que diera en el suelo. Y en el momento en que lo hizo, la boca del hombre se abrió y salió de ella un chorrito de sangre, al mismo tiempo que el paquete caía al suelo y rodaba por él hasta quedar detenido por una pata de la mesa. Entonces las rodillas del hombre se doblaron, y luego todo él. El descarnado cuerpo se tornó aún más fláccido dentro de la envoltura del gabán; y hasta tal punto se desmadejó entre los brazos de Spade, que éste tuvo que depositarlo sobre el suelo.

Spade lo dejó con cuidado hasta que quedó echado en el suelo, sobre el costado izquierdo. Los ojos del hombre, oscuros e inyectados, mas ya no enloquecidos, estaban muy abiertos e inmóviles. Y su boca estaba tan abierta como cuando había brotado de ella la sangre, aunque ya no manaba de ella. El largo cuerpo permaneció inerte sobre el suelo.

—Echa la llave de la puerta —dijo Spade.

Mientras Effie, en tanto que sus dientes entrechocaban, manipulaba en la cerradura de la puerta de entrada, Spade se arrodilló junto al hombre flaco, le puso de espaldas y le metió una mano debajo del abrigo. Cuando la retiró, al poco rato, la mano salió manchada de sangre. Nada cambió la expresión de Spade al verla. Alzó la mano ensangrentada para no tocar nada con ella, y usando la otra, sacó el mechero. Lo encendió y mantuvo la llama primero delante de uno de los ojos del hombre y después delante del otro. Los ojos, párpados, globos, iris y pupilas, permanecieron helados, inmóviles.

Spade apagó la llama y se guardó el encendedor en el bolsillo. Se volvió sobre las rodillas hasta el otro lado del hombre caído, y empleando la mano limpia, desabrochó y abrió el abrigo. La parte interior del abrigo estaba ensangrentada, y la chaqueta azul y cruzada que llevaba debajo estaba empapada en sangre. Las solapas de la chaqueta, allí donde se cruzaban encima del pecho del hombre, y ambos lados del abrigo, en un lugar inmediatamente inferior, aparecían agujereados varias veces, y los agujeros tenían los bordes desiguales y rezumaban sangre.

Spade fue hasta el lavabo que había en el despacho primero.

Effie, pálida y temblorosa, logrando mantenerse en pie con ayuda de una mano, que se apoyaba sobre la cerradura de la puerta, y de la espalda, que encontraba descanso en el cristal de la misma, cuchicheó:

—¿Está… está…?

—Sí. Le han atravesado el pecho con una media docena de balas —contestó Spade, al mismo tiempo que empezaba a lavarse las manos.

—¿No deberíamos…? —comenzó a decir Effie.

Pero Spade la interrumpió:

—Ya es tarde para llamar al médico. Y antes que hagamos nada, necesito pensar.

Acabó de lavarse las manos y empezó a enjuagar el lavabo.

—Es imposible que haya podido venir desde muy lejos con esas balas dentro. Sí… ¿Por qué no ha podido quedarse de pie el tiempo suficiente para decir algo? —dijo, mirando hoscamente a la muchacha, y se enjuagó de nuevo las manos y cogió una toalla—. ¡Domínate, Effie! Lo único que faltaba es que ahora te pusieras a vomitar —tiró la toalla al suelo, se peinó con los dedos entreabiertos y dijo—. Tendremos que ver qué hay en ese paquete.

Regresó al segundo despacho, pasó por encima de las piernas del muerto levantando los pies y cogió del suelo el paquete envuelto en papel basto. Lo dejó sobre la mesa y le dio la vuelta para que el nudo de la cuerda quedase hacia arriba. El nudo era duro y estaba muy apretado. Sacó la navaja del bolsillo y cortó el bramante.

Effie ya había dejado la puerta, y dando un rodeo alrededor del muerto con la cara vuelta hacia el otro lado, quedó junto a Spade. Allí de pie, con las manos apoyadas sobre la mesa, contemplando cómo Spade iba quitando la cuerda y apartando el papel, una expresión de curiosidad emocionada fue reemplazando poco a poco a la de náusea.

—¿Crees que es…? —musitó.

—Pronto lo vamos a saber —dijo Spade, y sus grandes dedos siguieron ocupados en el quehacer de quitar una segunda envoltura de papel más grueso, que en triple capa, apareció debajo del primero.

La expresión de Spade era dura y apagada. Sólo le brillaban los ojos. Cuando quitó el papel gris se encontró con una masa oval de virutas apelmazadas. Rasgó con los dedos esta protección, y ante sus ojos quedó la estatuilla, como de un pie de altura, de un pájaro, negro y brillante como el carbón allí donde su pulimento no estaba deslucido por el polvillo y las briznas de las virutas.

Spade se echó a reír. Descansó una mano sobre el pájaro. Los curvados y muy abiertos dedos se agarraban a la estatuilla con aire de propiedad. Rodeó a Effie con el otro brazo, y la apretó contra sí.

—Ángel mío, ¡lo tenemos!

—¡Ay! ¡Me haces daño!

Spade retiró su brazo, cogió el pájaro con las dos manos y lo sacudió para librarlo de las briznas de viruta. Luego dio un paso atrás y lo mantuvo delante de sí con los brazos extendidos, sopló sobre él para quitarle el polvillo y lo contempló triunfalmente.

Effie miró horrorizada y gritó, señalando hacia los pies de Spade.

Spade bajó la mirada. Al dar un paso hacia atrás, su tacón había entrado en contacto con la mano del muerto, y como un cuarto de pulgada de la carne del cadáver, junto a la palma de la mano, había quedado pellizcado entre el tacón y el suelo. Spade retiró el pie bruscamente. Sonó el teléfono.

Spade le hizo un gesto a la muchacha. Effie se llevó el auricular a la oreja.

—¿Diga?… Sí… ¿Quién?… ¡Ah, sí! —y al decir esto se abrieron más sus ojos—. Sí, sí… Aguarde un segundo…

Su boca se abrió por completo con expresión de temor.

—¡Oiga! ¡Oiga! —gritó, y bajó y subió por dos veces el gancho del teléfono—. ¡Oiga! —repitió dos veces más.

Lanzó un gemido y giró rápidamente sobre los talones para quedar frente a Spade, que ya estaba a su lado.

—¡Era miss O’Shaughnessy! —dijo fuera de sí—. Te necesita. Está en el Alexandria. Y en peligro. Su voz era… ¡terrible, Sam! Y algo le ocurrió antes de poder terminar de hablar. ¡Ve a ayudarla, Sam!

Spade dejó el halcón sobre la mesa y se le ensombreció la mirada.

—Primero tengo que cuidarme de este sujeto —dijo, señalando el cadáver tirado en el suelo.

Effie le apuñeó el pecho, gritando:

—¡No, no! ¡Tienes que ir en su ayuda! Pero ¿es que no lo comprendes, Sam? Este hombre la estaba ayudando, y le han matado, y ahora ella… ¡Tienes que ir corriendo!

—Está bien —dijo Spade, apartándola de sí.

Se inclinó sobre la mesa, dejó el pájaro en su nido de viruta y lo rodeó con el papel haciendo un torpe paquete, mayor que el original.

—Tan pronto como yo me haya ido, llama a la policía. Diles lo que ha ocurrido, pero no saques ningún nombre a relucir. Diles que no sabes nada. A mí me llamaron por teléfono y te dije que tenía que salir, pero no te dije dónde iba.

Maldijo la cuerda porque se había hecho un lío, lo deshizo con malos modas y comenzó a atar el paquete.

—Olvídate de este pájaro. Cuéntales todo tal y como ocurrió, pero olvídate de que traía un paquete —dijo, mordiéndose el labio inferior—. A no ser que te acorralen. Si te parece que están enterados de lo del paquete, tendrás que recordarlo. Pero es poco probable. Si tienes que hablar del paquete, diles que me lo llevé yo sin abrir.

Spade terminó de hacer los nudos y se enderezó con el paquete debajo del brazo izquierdo.

—A ver si te has enterado bien. Todo ocurrió como ocurrió, pero te callas lo del pájaro a no ser que estén enterados de su existencia. No lo niegues. Sencillamente, no hables de ello. Y me llamaron por teléfono a mí, no a ti. Y no sabes nada acerca de este hombre. No sabes nada de él, y no puedes hablar de mis asuntos hasta verme. ¿Enterada?

—Sí, Sam. ¿Quién…? ¿Sabes quién es?

Apareció su sonrisa de lobo.

—Regular… Pero yo diría que se trata del capitán Jacobi; el capitán de La Paloma —cogió el sombrero y se lo puso, tras lo cual miró reflexivamente al muerto y en torno del cuarto.

—¡Date prisa, Sam! —suplicó Effie.

—Sí, sí. —dijo Spade, distraídamente—, me la daré. Sería conveniente que quitases esas virutas del suelo antes que llegue la policía. Y tal vez debieras ponerte al habla con Sid. Pero, no —se corrigió frotándose la barbilla—, mejor será dejarle al margen de todo esto por ahora. Hará mejor efecto. Ten la puerta cerrada con llave hasta que llegue la policía.

Se quitó la mano de la barbilla y acarició la mejilla de Effie.

—¿Sabes lo que te digo, chica? ¡Que eres todo un hombre!

Y con esto, salió del despacho.