6. EL ESPÍA DE BOLSILLO

UNA VEZ QUE Cairo se hubo ido, Spade permaneció sentado en soledad durante media hora, inmóvil, con el ceño fruncido, frente a la mesa de escribir. Finalmente, dijo en voz alta, en el tono de quien descarta un problema: «¡Bueno! ¡Lo pagan!», tras lo cual sacó del cajón de la mesa un vaso de papel y una botella de cócteles Manhattan ya preparados. Llenó el vaso en dos terceras partes de su capacidad, bebió, volvió a guardar la botella en el cajón, tiró el vaso al cesto de los papeles, se puso el sombrero y el abrigo, apagó las luces y salió a la calle, iluminada por la noche.

Un muchacho desmedrado, como de veinte a veintiún años, con una pulcra gorra gris y un abrigo de igual color, estaba parado sin aparente ocupación en la esquina de la casa.

Spade fue andando por la Sutter Street hasta la de Kearny. Allí entró en un estanco para comprar dos bolsas de tabaco de hebra Bull Durham. Cuando salió, el muchacho era una de las cuatro personas que esperaban el tranvía en la esquina de enfrente.

Spade cenó en la Parrilla de Herbert, en la Powell Street. Cuando salió de allí, a las ocho menos cuarto, el muchacho estaba curioseando el escaparate de una camisería cercana.

Spade se dirigió al hotel Belvedere y preguntó en la conserjería por mister Cairo. Le dijeron que no estaba en el hotel en aquel momento. El muchacho se sentó en una silla en una esquina del vestíbulo.

Spade fue al teatro Geary, no vio a Cairo en el vestíbulo y se apostó en la acera de enfrente mirando al teatro. El muchacho estuvo paseando con otros transeúntes por delante del restaurante Marquard, un poco más abajo.

A las ocho y diez vio venir por la Geary Street a Cairo, que avanzaba con sus pasitos elásticos. Cairo no se percató de la presencia del detective hasta que éste le tocó en un hombro. Durante unos instantes pareció ligeramente sorprendido, pero luego dijo:

—Claro, vio usted la entrada.

—Sí. Hay algo que le quiero mostrar —dijo Spade, llevando a Cairo hacia la acera, a alguna distancia de la gente que acudía al teatro—. Mire usted a ese muchacho de la gorra junto a Marquard.

—Voy —dijo Cairo, en voz baja.

Primero observó su reloj. Luego miró calle arriba. Y también dirigió la mirada al cartel del teatro que tenía delante, en el cual se veía a George Arliss caracterizado de Shylock. Al fin, sus ojos oscuros se movieron lentamente en las órbitas para mirar de reojo al muchacho de la gorra, a su pálido rostro y a sus rizadas pestañas que sombreaban los ojos bajos.

—¿Quién es? —preguntó Spade.

Cairo sonrió y dijo:

—No le conozco.

—Ha estado siguiéndome por toda la ciudad.

Cairo se humedeció el labio inferior con la lengua y preguntó:

—¿Cree usted que ha sido prudente dejar que nos vea juntos?

—¿Cómo lo voy a saber? —respondió Spade—. En fin, ya está hecho.

Cairo se quitó el sombrero y se atusó el pelo con una mano enguantada. Volvió a ponerse cuidadosamente el sombrero, y dijo en voz que sonó completamente sincera:

—Le doy mi palabra de que no le conozco, mister Spade. Le aseguro que nada tengo que ver con él. Palabra de honor que a nadie, excepto a usted, le he pedido que me ayude.

—Entonces, ¿es uno de los otros?

—Eso pudiera ser.

—He querido saberlo porque si me da mucho la lata, puede que tenga que hacerle daño.

—Haga usted lo que juzgue oportuno. No es amigo mío.

—Está bien. Va a subir el telón. Buenas noches —dijo Spade, y cruzó la calle para subir a un tranvía en dirección al oeste de la ciudad.

El muchacho de la gorra tomó el mismo tranvía.

Spade bajó del tranvía en la Hyde Street y subió a su apartamento. Sus habitaciones no estaban muy desordenadas, pero se notaba claramente que habían sido registradas. Después de lavarse y de ponerse una camisa limpia, volvió a salir, subió por la Sutter Street y tomó un tranvía hacia el oeste de la ciudad. El muchacho cogió el mismo tranvía.

A media docena de manzanas del Coronet, Spade bajó del tranvía y entró en el vestíbulo de una casa alta de apartamentos. Allí pulsó tres botones de timbre al mismo tiempo. Zumbó el cierre de la puerta de la calle al abrirse. Entró, pasó ante el ascensor y la escalera, recorrió un pasillo largo y de paredes ocres hasta la parte trasera del edificio, llegó a una puerta cerrada con una cerradura Yale, y salió a un patio estrecho. Este patio daba a una calle trasera oscura, a lo largo de la cual Spade anduvo durante dos manzanas. Entonces cruzó a la California Street y entró en el Coronet. Eran casi las nueve y media.

La ansiedad con que Brigid acogió a Spade pareció indicar que no estaba muy segura de que viniera. Se había puesto un vestido de satén azul de la tonalidad que en aquella temporada fue denominada Artoise, con hombreras de calcedonia; y tanto las medias como los zapatos eran azul Artoise.

El orden reinaba ya en la salita roja y crema, que aparecía alegrada por flores dispuestas en achatados jarrones de cerámica, negros y plata. Tres pequeños leños sin descortezar ardían en el hogar de la chimenea. Spade estuvo viéndolos arder mientras ella colgaba el sombrero y el abrigo.

—¿Me trae usted buenas noticias? —preguntó Brigid al regresar a la habitación.

Sonrió anhelosamente y contuvo la respiración.

—No tendremos que informar de nada que ya no se sepa.

—¿No tendrá la policía que enterarse de que existo?

—No.

La muchacha dio un suspiro de satisfacción y se sentó en el sofá de nogal. Su expresión se relajó, y también su cuerpo. Sonrió a Spade con ojos de admiración.

—¿Cómo pudo arreglárselas? —preguntó en tono más de asombro que de curiosidad.

—En San Francisco se puede comprar casi todo. O cogerlo.

—¿Y no se buscará usted complicaciones? Siéntese —añadió, haciéndole sitio en el sofá.

—No me importa una cantidad razonable de complicaciones —dijo, sin especial complacencia para consigo mismo.

Spade permaneció de pie junto a la chimenea francesa, mirando a la muchacha con ojos que la estudiaban, la sopesaban y la juzgaban sin disimular que estaba estudiándola, sopesándola y juzgándola. El rostro de la chica se encendió ligeramente; pero ahora parecía sentirse más segura de sí misma que antes, aunque todavía no había desaparecido de sus ojos una timidez que le favorecía. Spade permaneció de pie, como si no pensara aceptar la invitación de sentarse en el sofá junto a ella, y luego se dirigió al sofá.

—Usted no es exactamente la clase de persona que pretende ser, ¿verdad? —dijo al tomar asiento.

—No estoy segura si comprendo lo que quiere decir —respondió ella, en voz baja y mirándole con ojos perplejos.

—Esos modales de colegiala, esos balbuceos, esos rubores, y todo lo demás.

La muchacha se sonrojó y respondió apresuradamente sin mirarle:

—Le dije esta tarde que he llevado mala vida… Peor de lo que puede imaginar.

—Eso es lo que quiero decir. Esta tarde me lo ha dicho con las mismas palabras, con el mismo tono. Es una frase que tiene muy ensayada.

Tras unos momentos en que pareció confundida y a punto de llorar, Brigid se echó a reír y dijo:

—Está bien. No me parezco en nada a la persona que pretendo representar. Tengo ochenta años, soy increíblemente malvada, y mi profesión es la de herrero. Pero si bien se trata de una postura fingida, estoy ya tan acostumbrada a ella que no debe usted esperar que la descarte por completo. ¿Estamos?

—Desde luego, desde luego. A mí me es igual. Lo que ocurre es que no sería bueno que fuera usted verdaderamente tan inocente. No llegaríamos a ninguna parte.

—Renunciaré a la inocencia —contestó la muchacha, llevándose la mano al corazón.

—He visto a Joel Cairo esta noche —dijo Spade en el tono de quien procura cortésmente que no decaiga la conversación.

La alegría desapareció de la cara de Brigid. Sus ojos, que miraban fijamente el perfil del detective, denotaron primero temor y después cautela. Spade había estirado las piernas y contemplaba los pies cruzados. Su expresión no indicaba que estuviera pensando en algo. Después de una larga pausa, la muchacha preguntó, intranquilamente:

—¿Le… le conoce usted?

—Le vi esta noche. Cairo iba a ver a George Arliss —dijo Spade, en el mismo tono coloquial.

—¿Quiere decir que habló con él?

—Sólo uno o dos minutos. Hasta que sonó el timbre para subir el telón.

Brigid se levantó del sofá y se acercó a la chimenea para atizar el fuego. Cambió ligeramente de sitio una chuchería que había sobre la repisa, cruzó la habitación para coger una cigarrera que estaba encima de una rinconera, arregló las cortinas y volvió a su asiento. Su expresión era normal y no expresaba preocupación.

Spade sonrió de soslayo hacia ella y dijo:

—Es usted magnífica, realmente magnífica.

La muchacha no cambió de expresión. Se limitó a preguntar, calladamente:

—¿Qué le dijo a usted?

—¿Acerca de qué?

—Acerca de mí —dijo después de vacilar.

—Nada —dijo Spade, volviéndose hacia ella para sostener el encendedor debajo de su cigarrillo, y brillaron los ojos en la satánica cara de madera del detective.

—Bueno, ¿qué dijo? —preguntó ella, con petulancia casi juguetona.

—Me ofreció cinco mil dólares por el pájaro negro.

El sobresalto hizo que la muchacha rompiera su cigarrillo, y sus ojos, después de lanzar una mirada de alarma hacia Spade, se apartaron de él.

—¿No va usted a dar otro paseo para atizar el fuego y arreglar unas cuantas cosas en la habitación? —preguntó Spade, perezosamente.

Brigid dejó escapar una risa fresca y alegre, soltó el cigarrillo roto en un cenicero y le miró con alegres y frescos ojos.

—No —dijo—. ¿Y usted qué le respondió?

—Que cinco mil dólares es mucho dinero.

La muchacha sonrió; pero cuando Spade, en lugar de sonreír, la miró con expresión grave, su sonrisa se nubló, se tornó forzada y acabó por desaparecer. Y vino a reemplazarla una expresión dolida y de perplejidad.

—¿No se le ocurrirá aceptar la oferta?

—¿Por qué no? Cinco mil dólares es mucho dinero.

—Pero, mister Spade…, prometió ayudarme a mí —dijo la chica, poniéndole las manos sobre el brazo—. He confiado en usted… No puede…

Se interrumpió, retiró las manos y se restregó la una contra la otra.

Spade sonrió, mirándole los ojos conturbados.

—Vamos a no tratar de decidir en qué grado confió en mí. Yo prometí ayudarla, es cierto, pero usted no me dijo ni una palabra acerca de pájaros negros.

—Pero… usted tenía que estar enterado, o no me habría hablado de ello. Ahora está enterado. No irá…, no puede tratarme así —y los ojos del color del cobalto le miraron suplicantes.

—Cinco mil dólares —dijo Spade por tercera vez—, es mucho dinero.

La muchacha se encogió de hombros y alzó las manos, para luego bajar los unos y dejar caer las otras con un ademán de derrota.

—Sí, lo es —asintió ella, en voz baja—. Es mucho más de lo que jamás podría ofrecerle yo, si es que está sacando su lealtad a subasta.

Spade rió. Y fue su risa breve y amarga:

—Tiene gracia que diga usted eso. ¿Se puede saber qué me ha dado hasta ahora, aparte de dinero? ¿Acaso ha confiado en mí? ¿Me ha dicho la verdad? ¿Me ha ayudado en algo para que yo pueda ayudarla? ¿Es que me ha ofrecido algo que no sea dinero para conseguir mi ayuda leal? Si es cierto que estoy en venta, ¿por qué no voy a cerrar el trato con quien más dé?

—Le he entregado todo el dinero que tenía —las lágrimas brillaron en sus ojos cercados de ojeras pálidas—. He apelado a su generosidad y le he dicho que sin su ayuda estoy completamente perdida. ¿Qué más puedo hacer? —se acercó a Spade bruscamente y exclamó con ira—. ¿Puedo comprarle con mi cuerpo?

Sólo unas pulgadas separaban las dos caras. Spade tomó la de ella entre las manos y la besó en la boca brusca y despreciativamente.

Luego se apartó y dijo:

—Lo pensaré.

Su expresión era dura y feroz.

La muchacha permaneció inmóvil, con la cara en el mismo sitio en que la habían dejado las manos del detective.

Spade se levantó y dijo:

—¡Todo esto no tiene sentido!

Dio dos pasos hacia la chimenea, se detuvo, al mismo tiempo que rechinaba los dientes, contempló los leños que ardían.

Brigid no se movió.

Spade volvió la cara hacia ella. Las dos líneas verticales por encima de la nariz parecían dos profundas hendiduras entre rayas rojas.

—Me importa bien poco su honradez —dijo tratando de hablar con calma—. Me importan bien poco sus triquiñuelas y sus secretos, pero tiene que hacer algo para convencerme de que sabe usted lo que está haciendo.

—Sé lo que estoy haciendo. Créame. Es lo mejor que se puede hacer y…

—Demuéstremelo —ordenó Spade—. Estoy dispuesto a ayudarla. Hasta ahora he hecho lo que he podido. Si es preciso, seguiré a ciegas, pero no lo haré a menos que me demuestre más confianza que hasta la fecha. Tiene que convencerme de que sabe de qué se trata, de que no está tratando de adivinarlo por la gracia de Dios con la esperanza de que todo saldrá bien al final.

—¿No puede fiarse de mí un poco más?

—¿Cuánto tiempo es «un poco más»? ¿Y a qué aguarda?

La muchacha se mordió el labio y bajó la mirada.

—Tengo que hablar con Cairo —dijo en voz tan baja que sus palabras casi no se oyeron.

—Le puede usted ver esta noche —dijo Spade, mirando el reloj—. La función acabará pronto. Podemos telefonearle al hotel.

Brigid alzó la mirada con temor.

—Pero… ¡no puede venir aquí! No quiero que se entere en dónde estoy viviendo. Tengo miedo.

—¿En mi casa? —propuso Spade.

Ella vaciló, movió los labios inquieta y dijo:

—¿Cree usted que iría allí?

Spade afirmó con la cabeza.

—Está bien —exclamó, y se puso en pie de un salto, bien abiertos y brillantes los ojos—. ¿Vamos?

Pasó a la habitación contigua. Spade se acercó a la rinconera y abrió el cajón. Dentro había dos barajas, un cuadernillo de hojas sueltas para llevar la contabilidad del bridge, un tornillo de metal dorado, un trozo de cuerda roja y un lápiz de oro. Volvió a cerrar el cajón, y estaba encendiendo un cigarrillo cuando la muchacha regresó con un pequeño sombrero oscuro y un abrigo de ante gris, trayendo en la mano el sombrero y el abrigo de Spade.

El taxi se detuvo detrás de un coche cerrado, negro, que estaba a la puerta de la casa de Spade. Sentada ante el volante y sola estaba Iva. Spade la saludó con el sombrero y entró en la casa con Brigid. Una vez en el portal, se detuvo junto a uno de los bancos y preguntó:

—¿Le importa esperar aquí un momento? No tardaré.

—Desde luego. No se dé prisa —dijo Brigid al tomar asiento.

Spade se acercó al automóvil. Cuando abrió la portezuela, Iva le habló rápidamente:

—Tengo algo que decirte, Sam. ¿No puedo entrar? —dijo, pálida e inquieta la cara.

—Ahora, no.

Iva entrechocó los dientes y preguntó, secamente:

—¿Quién es esa mujer?

—Sólo dispongo de un minuto, Iva —dijo Spade, pacientemente—. ¿De qué se trata?

—¿Quién es? —repitió, indicando la puerta con un movimiento de cabeza.

Spade miró calle abajo, apartando los ojos de Iva. Delante de un garaje vio a un desmedrado muchacho de veinte a veintiún años, con una pulcra gorra gris y un abrigo del mismo color, recostado contra la fachada. Se agrió su expresión y volvió a mirar a Iva, cuya cara tenía una expresión testaruda.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Ha pasado algo? No deberías estar por aquí a estas horas de la noche.

—Empiezo a creer que tienes razón —se quejó Iva—. Primero, que no debo ir al despacho; ahora, que no debo venir aquí. ¿Estás insinuando que no debo correr detrás de ti? Si es eso lo que quieres decir, ¿por qué no lo dices francamente?

—Vamos, vamos, Iva, no tienes derecho a ponerte así…

—Ya, ya sé que no lo tengo. No tengo ninguna clase de derechos en lo que a ti respecta. Creí que tenía algunos. Creí que al decirme que me querías me dabas…

—Mira, preciosa —dijo Spade, con hastío—, no es éste el momento de discutir esas cosas. ¿Para qué querías verme?

—Aquí no puedo hablarte, Sam. ¿No puedo pasar?

—Ahora, no.

—¿Por qué no?

Spade no respondió.

Iva apretó los labios hasta dejarlos convertidos en una fina línea, se agitó detrás del volante y puso el motor en marcha mirando con ira hacia delante.

Cuando el automóvil comenzó a rodar, Spade cerró la portezuela, dijo buenas noches a la mujer y permaneció de pie en la acera hasta que el coche se alejó. Y luego volvió a entrar en el portal.

Brigid se levantó sonriendo alegremente del banco y los dos subieron al apartamento.