10. EL DIVÁN DEL BELVEDERE
EL DÍA NACIENTE había convertido a la noche en una sutil humareda cuando Spade se incorporó. Junto a él, el tenue respirar de Brigid O’Shaughnessy tenía la regularidad de un sueño profundo. Spade no hizo ruido al dejar la cama y la alcoba ni al cerrar la puerta de la habitación. Se vistió en el cuarto de baño. Luego examinó la ropa de la muchacha dormida, encontró en el bolsillo del abrigo una llave plana, la cogió y salió.
Se dirigió al Coronet y entró en el edificio y en el apartamento de la muchacha utilizando la llave robada para abrir las puertas. Para quien le viera, sus movimientos no tuvieron nada de furtivo; entró derechamente y con paso firme. Pero el oído que estuviera a su escucha apenas hubiese podido percibir la entrada; habría sido imposible hacerla más silenciosa.
Ya en el apartamento de la muchacha, encendió todas las luces. El registro fue minucioso. Aunque podía parecer que los ojos y los gruesos dedos se movían con calma, lo cierto es que nunca se detuvieron, nunca volvieron sobre el terreno ya examinado, pulgada por pulgada, y todo lo vieron y palparon, sondearon, escudriñaron y revisaron. Cajones, armarios, escondrijos, cajas, maletas, el baúl, cerrados con llave o abiertos, y todo cuanto contenían quedaron sujetos al escrutinio de los ojos y los dedos celosos. No hubo prenda de ropa que no fuera palpada cuidadosamente en busca de bultos que delataran la presencia de algo oculto, y los oídos siempre permanecieron atentos para que no se les escapara el ruido arrancado por la presión de los dedos inquisidores a un papel escondido. Desarropó la cama. Fisgó debajo de las alfombras y de todos los muebles. Bajó los transparentes para asegurarse de que nada había sido escondido en ellos. Se asomó a las ventanas para comprobar que nada colgaba fuera de ellas. Hurgó con un tenedor en los botes de polvo y afeites que estaban sobre el tocador. Colocó al trasluz atomizadores y frascos. Examinó fuentes, cacerolas, alimentos y tarteras. Vació la lata de la basura sobre periódicos extendidos en el suelo. Abrió la tapa de la cisterna en el cuarto de baño, la vació de agua y miró dentro. Examinó y sondeó las rejillas metálicas de los desagües del lavabo, del baño, del fregadero y de la artesa.
Y no dio con el pájaro negro, ni halló nada que pareciera estar relacionado con un pájaro negro. El único papel escrito que encontró fue un recibo, fechado siete días antes, por el alquiler del apartamento durante un mes pagado por Brigid O’Shaughnessy. Y el único hallazgo que despertó su interés en suficiente medida como para hacer una pausa en su búsqueda fueron dos puñados de joyas nada malas que guardaba en una caja policromada en un cajón del tocador, cerrado con llave.
Acabada su labor, se hizo y bebió una taza de café. Abrió luego la ventana de la cocina, raspó el borde de su cierre con la navaja y dejó abierta la ventana, que daba a una escalera de escape para casos de incendio. Después, tomó el sombrero y el abrigo del sofá del cuarto de estar y abandonó el apartamento de la misma forma como había entrado en él.
Camino de su casa se detuvo en una tienda que estaba abriendo un abacero de ojos hinchados y perceptible corpulencia y compró naranjas, huevos, panecillos, mantequilla y crema natural.
Entró calladamente en su apartamento; pero antes de que hubiera podido cerrar la puerta, gritó la voz de Brigid:
—¿Quién anda ahí?
—Spade el Joven, que trae el desayuno.
—¡Qué susto me has dado!
La puerta de la alcoba, que él había dejado cerrada, estaba abierta. La muchacha estaba sentada sobre el borde de la cama, temblando, y su mano derecha quedaba oculta debajo de la almohada.
Spade dejó los paquetes en la mesa de la cocina y entró en la alcoba. Se sentó junto a la muchacha y la besó en el hombro sin mácula.
—Quise ver si ese muchacho seguía de guardia, y traer algo para el desayuno.
—¿Está ahí abajo?
—No.
Brigid suspiró y se apoyó sobre Spade.
—Me he despertado, no estabas tú, y entonces oí que entraba alguien. ¡Qué espanto!
Spade le peinó el pelo rojo con los dedos, apartándoselo de la frente.
—Lo siento, ángel mío. Creí que estaría de vuelta antes de que te despertaras. ¿Has dormido con la pistola debajo de la almohada?
—No. Y lo sabes muy bien. Salté de la cama y la cogí cuando me llevé el susto.
Mientras Brigid se bañaba y vestía, Spade preparó el desayuno y volvió a dejar la llave en el bolsillo del abrigo de Brigid.
Salió ésta del cuarto de baño silbando En Cuba.
—¿Quieres que haga la cama? —preguntó.
—Sería una estupenda idea. Faltan aún dos minutos para que los huevos estén listos.
El desayuno estaba ya listo sobre la mesa cuando Brigid volvió a la cocina. Se sentaron como la noche anterior y comieron con apetito.
—Y volviendo a lo del pájaro… —dijo Spade, sin dejar de comer.
La muchacha dejó el tenedor y le miró. Frunció el ceño y arrugó y contrajo la boca.
—No puedes pedirme que hable de eso esta mañana, precisamente esta mañana. Me niego.
—La chica es testaruda —dijo Spade, metiéndose un pedazo de pan en la boca.
No vieron al muchacho cuando Spade y la chica cruzaron la acera para subir al taxi que los aguardaba. Tampoco el taxi fue seguido. Cuando llegaron al Coronet, ni el muchacho ni ninguna otra persona andaba por los alrededores.
Brigid no permitió que Spade entrara con ella.
—Ya es bastante llegar a casa vestida con traje de noche a estas horas de la mañana, para encima hacerlo acompañada. Espero que no me vea nadie.
—¿Cenaremos juntos esta noche?
—Sí.
Se besaron. Brigid entró en el Coronet. Spade le dijo al conductor del taxi:
—Hotel Belvedere.
Cuando entró en el hotel vio al muchacho que le había seguido el día anterior sentado en un diván del vestíbulo, desde donde podía observar los ascensores. Parecía estar leyendo un periódico.
El conserje le dijo que Cairo no estaba. Spade arrugó el ceño y se pellizcó el labio inferior. Unos puntitos de luz dorada comenzaron a bailarle en los ojos.
—Gracias —le dijo al conserje, y se alejó.
Cruzó lentamente el vestíbulo hasta el diván desde el que podían observarse los ascensores, y se sentó a no más de doce pulgadas de distancia del muchacho que leía el periódico.
El muchacho no levantó los ojos del periódico. Visto a esta distancia representaba indudablemente menos de veinte años. Sus facciones eran regulares y menudas, consonantes con su estatura y su tez muy lozana y clara. La blancura de sus mejillas no estaba oscurecida por el menor vestigio de barba, ni tampoco porque fluyera bajo ellas sangre. Las ropas no eran nuevas, y su calidad no sobrepasaba lo corriente; mas tanto su traje como la manera en que lo llevaba descollaban por su pulcritud sencilla y varonil.
Spade le habló en tono natural:
—¿En dónde está? —y al mismo tiempo que hablaba sacudía las hebras de tabaco para que cayeran desde la bolsa al papel, preparado para recogerlas.
El muchacho bajó el periódico y volvió la cabeza con deliberada lentitud, refrenando una mayor y más natural prisa. Miró a Spade con ojos más bien pequeños, castaños, de pestañas algo largas y rizadas, y la mirada descansó sobre el pecho del detective.
—¿Qué? —dijo con una voz tan incolora, sosegada y fría como la cara moza.
—¿Dónde está? —dijo Spade, que andaba atareado con su cigarrillo.
—¿Quién?
—El marica.
La mirada de los ojos castaños fue subiendo a lo largo del pecho de Spade hasta el nudo de su corbata castaña y se detuvo allí.
—¿Qué quiere? ¿Tomarme el pelo?
—Ya te avisaré cuando lo haga —dijo Spade, humedeciendo el papel del cigarrillo y mirando al muchacho alegremente—. De Nueva York, ¿no?
El muchacho siguió con la mirada clavada sobre la corbata de Spade y no respondió. Spade asintió, como si el chico hubiera contestado afirmativamente y preguntó:
—¿Te echaron de allí?
El chico contempló la corbata de Spade un momento más, volvió a subir el periódico, concentró en él su atención y dijo hablando con una esquina de la boca:
—Lárguese.
Spade encendió el cigarrillo, se acomodó en el diván y habló con naturalidad y tono placentero:
—Antes de librarte de mí, muchacho, tendrás que hablar conmigo. Alguno de vosotros tendrá que hacerlo. Y puedes decirle a G que me lo he jurado.
El muchacho bajó rápidamente el periódico y se volvió hacia Spade, clavando los ojos castaños sobre la corbata. Tenía las menudas manos abiertas sobre el vientre.
—Siga buscándose disgustos y los va a encontrar. En abundancia —hablaba bajo y sin modulaciones, en tono amenazador—. Le he dicho que se largue. Lárguese.
Spade aguardó a que un hombre barrigudo y con gafas acompañado por una muchacha rubia de piernas flacas se alejaran lo bastante como para no oírle. Entonces rió entre dientes y dijo:
—Eso causaría impresión en la Séptima Avenida. Pero ahora no estás en el territorio de los pandilleros italianos, sino en el mío.
Se tragó el humo del cigarrillo y lo lanzó convertido en una larga nubecilla azul pálido.
—Bueno, ¿en dónde está?
El muchacho contestó con un insulto obsceno.
—Hay quien se queda sin dientes por hablar así —dijo Spade, aún en tono normal, aunque su cara adquirió la dureza de una talla—. Si quieres andar por aquí, tendrás que cuidar la urbanidad.
El muchacho repitió el insulto soez.
Spade dejó caer el cigarrillo en un alto jarrón de piedra que había junto al diván, alzó una mano y llamó con ella la atención de un hombre que llevaba algunos minutos parado delante del mostrador del tabaco. El hombre se dio por enterado bajando la cabeza y vino hacia ellos. Era de edad mediana y de mediana estatura, rostro lustroso y redondo y complexión compacta. Vestía ropa seria y oscura.
—¿Qué hay, Sam? —dijo al acercarse.
—Hola, Luke.
Se estrecharon la mano y Luke dijo:
—Oye, terrible lo de Miles.
—Sí. Mala suerte —hizo un gesto indicando al muchacho que estaba a su lado y dijo—. ¿Cómo dejáis que anden sueltos por el vestíbulo pistoleros de tres al cuarto como éste, con la pistola estropeándoles la caída de la ropa?
—¿Sí? —dijo Luke, examinando al muchacho con ojos astutos que se habían tornado duros repentinamente—. ¿Qué haces tú aquí?
El muchacho se puso en pie, y lo mismo hizo Spade. El chico miró a los dos hombres, a las corbatas, primero una y después la otra. La corbata de Luke era negra. Parecía un colegial junto a ellos.
—Está bien, si no buscas nada aquí, lárgate. Y no vuelvas.
—No me olvidaré de ustedes —dijo el muchacho.
Y se alejó.
Le vieron salir a la calle. Spade se quitó el sombrero y se enjugó la frente húmeda con el pañuelo.
—¿De qué se trata? —preguntó el detective del hotel.
—Ni idea —respondió Spade—. Le vi por casualidad. ¿Sabes algo de Joel Cairo, habitación 635?
—¡Ese! —dijo el detective, con malicia.
—¿Cuánto tiempo lleva en el hotel?
—Cuatro días. Hoy es el quinto.
—¿Qué me dices de él?
—Nada, Sam. No tengo contra él nada más que su aspecto.
—¿Puedes averiguar si vino al hotel anoche?
—Probaré —dijo el detective del hotel, y se alejó.
Spade se quedó sentado en el diván hasta que regresó.
—No —le dijo Luke—. No durmió en su cuarto. ¿De qué se trata?
—De nada.
—Venga, suéltalo. Sabes que yo no abro la boca; pero si hay algo que marcha mal, tenemos que saberlo para que no se vaya sin pagar la cuenta.
—No es nada de eso —le tranquilizó Spade—. La verdad es que estoy haciendo un trabajito por su cuenta. Si fuera de cuidado, te lo diría.
—Más te vale. ¿Quieres que le vigile?
—Gracias, Luke. No vendría mal. En estos tiempos cuanto más se sepa de la gente para quien se trabaja, mejor.
El reloj de encima de los ascensores marcaba las once y veintiún minutos cuando Cairo entró desde la calle. Traía la cabeza vendada. Su ropa presentaba el aspecto arrugado de la que se ha llevado puesta durante muchas horas seguidas. Tenía la cara demacrada, y la boca y los párpados caídos.
Spade salió a su encuentro junto a la conserjería.
—Buenos días —dijo Spade, con naturalidad.
Cairo irguió el cuerpo cansado; sus facciones se apretaron.
—Buenos días —respondió sin ningún entusiasmo.
Hubo una pausa.
—Vamos a algún sitio donde podamos hablar —dijo Spade.
—Le ruego que me excuse si no lo hago —dijo Cairo, alzando la barbilla—. Nuestras pasadas conversaciones en lugares solitarios no justifican que yo desee continuarlas. Perdone que le hable con tanta brusquedad, pero es lo cierto.
—¿Se refiere usted a lo de anoche? —Spade hizo un ademán de impaciencia con la cabeza y las manos—. ¿Qué diablos quería usted que hubiese hecho? Creí que lo comprendería. Si empieza usted una pelea con la muchacha, o permite que ella la empiece con usted, tengo que ponerme del lado de ella. Yo no sé en dónde está ese maldito pájaro. Usted tampoco. Ella, sí. ¿Cómo cree usted que le vamos a echar la mano encima si no le llevo la corriente a la chica?
Cairo vaciló, y dijo, dudando:
—Debo decir que siempre tiene usted preparada una explicación.
—¿Y qué pretende usted que haga? —dijo Spade de mal humor—. ¿Que aprenda a tartamudear? Mire, aquí podemos hablar —dijo, llevándole hacia el diván. Una vez sentados, preguntó—. ¿Le llevó Dundy a la jefatura?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo estuvieron trabajándole?
—Hasta hace un rato, muy en contra de mis deseos —dijo Cairo, con una mezcla de dolor e indignación—. No le quepa a usted duda de que informaré al Consulado General de Grecia, y acompañado de un abogado.
—Hágalo y verá lo que saca en limpio. ¿Qué logró arrancarle la policía?
—Absolutamente nada —dijo con una sonrisa de orgullo y satisfacción—. No me pudieron sacar del cuento que usted inventó en su casa —se borró la sonrisa—. Aunque mucho me hubiera gustado que se le hubiera ocurrido una historia más razonable. Me sentí ridículo repitiéndolo.
Spade hizo una mueca burlona.
—Es natural. Pero lo que tenía de bueno era precisamente su estupidez. ¿Está usted seguro de que no le sacaron nada?
—Puede usted estar tranquilo, mister Spade. Nada.
Los dedos de Spade tamborilearon sobre el cuero del sofá entre él y Cairo.
—Volverá usted a saber de Dundy. Siga sin abrir la boca y no le pasará nada. Y no deje que la imbecilidad de mi cuento le mortifique. De haber dicho algo sensato hubiésemos acabado en chirona —se puso en pie y añadió—. Se querrá usted acostar si ha estado capeando el temporal en la jefatura toda la noche. Le veré luego.
Cuando Spade entró en su oficina, Effie estaba diciendo por teléfono:
—No, todavía no.
Miró hacia él y sus labios formaron calladamente la palabra «Iva». Spade sacudió la cabeza y Effie siguió diciendo:
—Sí, le diré que la llame a usted tan pronto como venga.
Colgó el teléfono y dijo:
—Es la tercera vez que llama esta mañana.
Spade hizo un ruido gutural de enfado.
Effie movió los ojos castaños para señalar el despacho interior.
—Tu miss O’Shaughnessy está ahí dentro. Lleva esperando desde unos minutos después de las nueve.
Spade asintió como si lo hubiese esperado y preguntó:
—¿Algo más?
—Ha llamado el sargento Polhaus. No dejó ningún recado.
—Ponme al habla con él.
—Y ha llamado G.
Los ojos de Spade se iluminaron. Preguntó:
—¿Quién?
—G. Eso es lo que dijo —y su aire de indiferencia personal acerca del asunto fue perfecto—. Cuando le dije que no estabas, me dijo: «Cuando llegue, ¿quieres hacer el favor de decirle que G recibió su recado y que volverá a llamar?»
Spade movió los labios como si estuviera saboreando algo muy de su gusto.
—Gracias, cariño. A ver si puedes encontrar a Tom Polhaus.
Abrió la puerta de su despacho, entró y volvió a cerrarla.
Brigid, vestida igual que el día de su primera visita se levantó de una silla junto a la mesa de escribir y se llegó a él rápidamente:
—Alguien ha estado en mi apartamento. Está todo patas arriba, todo.
—¿Se han llevado algo? —y expresó un asombro moderado.
—Creo que no. No lo sé. Me dio miedo quedarme allí. Me cambié de ropa a toda prisa y vine aquí. ¡Seguro que ese chico te siguió hasta mi casa!
—No, ángel mío —dijo Spade, negando con la cabeza.
Sacó del bolsillo un ejemplar de la primera edición de un diario de la tarde, lo abrió y le mostró un cuarto de columna con un titular que decía: «LADRÓN AHUYENTADO POR UN GRITO».
Una mujer joven, llamada Carolina Beale, que vivía sola en un apartamento de la Sutter Street, había sido despertada aquella madrugada a las cuatro por el ruido que alguien hacía moviéndose en su alcoba. Lanzó un grito y el merodeador huyó. Otras dos mujeres que vivían solas en el mismo edificio descubrieron por la mañana señales de que unos ladrones habían entrado en el piso durante la noche. A ninguna de las tres mujeres le habían robado nada.
—Ahí fue donde me libré de él —explicó Spade—. Entré en esa casa y me escabullí por la puerta trasera. Por eso los tres pisos registrados son de tres mujeres que viven solas. El muchacho probó suerte en los tres apartamentos que, según las tarjetas del vestíbulo, estaban ocupados por mujeres solas, buscándote bajo un nombre supuesto.
—¡Pero si estuvo vigilando tu casa cuando los dos estábamos en ella! —objetó.
Spade se encogió de hombros.
—No hay ningún motivo para suponer que trabaje solo. O quizá fue a la Sutter Street cuando comenzó a pensar que te ibas a quedar conmigo toda la noche. Hay muchas posibilidades, pero en cualquier caso, a mí no me siguió hasta el Coronet.
Brigid no se mostró convencida:
—Pues lo encontró. O alguien lo hizo.
—Seguro —dijo Spade, mirándole los pies adustamente—. Me pregunto si pudo ser Cairo. No ha aparecido por su hotel en toda la noche y no ha llegado allí hasta hace unos minutos. Me dijo que ha estado aguantando un interrogatorio de la policía toda la noche. No sé.
Dio la vuelta, abrió la puerta y le preguntó a Effie:
—¿Ha conseguido usted localizar a Tom?
—No está. Probaré de nuevo dentro de unos minutos.
—Gracias.
Spade cerró la puerta y quedó de frente a Brigid. La muchacha le miró con ojos nublados:
—¿Has ido esta mañana a ver a Joel?
—Sí.
—¿Por qué? —preguntó ella, después de vacilar.
—¿Que por qué? —dijo Spade, sonriendo desde lo alto—. Por una sencilla razón, amor mío: tengo que permanecer más o menos en contacto con todos los cabos sueltos de este enloquecedor asunto, si es que he de comprender algún día de qué se trata —la besó ligeramente en la punta de la nariz y la hizo sentarse en una silla. Se sentó en su sillón, de frente a ella—. Y ahora supongo que tenemos que buscarte un nuevo hogar, ¿no es eso?
Brigid asintió enfáticamente y dijo:
—Lo que es allí, no vuelvo.
Spade dio unas palmaditas a la mesa a la altura de sus muslos y puso una cara pensativa. Y luego dijo:
—Creo que lo tengo. Aguarda un minuto —y salió del despacho y cerró la puerta.
Effie alargó la mano hacia el teléfono y dijo:
—Probaré otra vez.
—Espera. ¿Sigue diciéndote tu intuición femenina que esa muchacha es una santa, o algo por el estilo?
Effie le miró alerta:
—Sigo creyendo, a pesar de todas las complicaciones que se pueda haber buscado, que es una buena chica, si es eso lo que quieres decir.
—Eso es lo que quiero decir. ¿Te encuentras lo bastante fuerte como para ayudarla?
—¿Cómo?
—¿Podrías tenerla en tu casa unos días?
—¿En mi casa?
—Sí. Han registrado en su piso. Es la segunda vez esta semana que entran ladrones. Sería mejor para ella no estar sola. Y sería una gran ayuda que tú la hospedaras, si puedes.
Effie se inclinó hacia adelante y preguntó, con acento de verdadero interés:
—¿De veras está en peligro, Sam?
—Creo que sí.
Effie se rascó un labio con la uña:
—Mamá se va a pasar el día verde de terror… Tendré que decirle que se trata de una testigo sorpresa, o de alguien a quien tienes que tener oculto hasta el último momento, o algo así…
—Eres un encanto —dijo Spade—. Mejor será que te la lleves allí ahora mismo. Le diré que me dé la llave de su apartamento y yo llevaré lo que necesite. Vamos a ver. No deben veros salir juntas de aquí. Tú, vete a casa ahora. Toma un taxi y asegúrate de que no te siga nadie. No creo que te sigan, pero asegúrate de ello. Yo la mandaré para allá en otro taxi dentro de un rato, teniendo cuidado de que no la sigan.