3. TRES MUJERES

CUANDO SPADE llegó al despacho a las diez de la siguiente mañana, Effie estaba sentada ante su mesa, abriendo el correo matutino. Su cara de muchacho estaba pálida, bajo la piel tostada por el sol. Dejó sobre la mesa el puñado de cartas y la plegadera de metal blanco, y dijo en voz baja de aviso:

—La tienes ahí dentro.

—¿No te dije que no la dejaras venir? —se quejó Spade, hablando también en voz baja.

Effie abrió más los ojos castaños, y su voz sonó tan irritada como la de él:

—Sí, pero no me dijiste cómo hacerlo —sus párpados se entornaron y dijo con voz cansada y bajando los hombros—. Y no rezongues, por favor, Sam. He disfrutado de ella toda la noche.

Spade se detuvo junto a la muchacha, le puso una mano en la cabeza y le atusó el pelo, con una caricia, desde la raya que lo partía en dos.

—Perdona, ángel mío, no he querido…

Se interrumpió cuando se abrió la puerta de su despacho, y dirigiéndose a la mujer que apareció en ella, dijo:

—Hola, Iva.

—¡Ay, Sam! —dijo la mujer.

Era rubia, de poco más de treinta años. La belleza de su cara conoció probablemente su plenitud cinco años antes. A pesar de ser apretada de carnes, tenía el cuerpo bien modelado y exquisito. Iba vestida de negro desde el sombrero a los zapatos. Como luto, la ropa presentaba un aire de improvisación. Así que hubo hablado, retrocedió desde la puerta y quedó esperando a que Spade entrara.

Este retiró la mano de la cabeza de Effie, entró en el segundo despacho y cerró la puerta. Iva se llegó a él rápidamente, ofreciéndole la afligida cara para que la besara. Lo rodeó con los brazos antes que Spade la tuviera en los suyos. Después de besarse, él hizo un ligero movimiento como para soltarse, pero Iva le apretó la cara contra el pecho y comenzó a sollozar.

Spade le acarició la redonda espalda, diciendo: «¡Pobre amor mío!» La voz era tierna, la mirada de los ojos entreabiertos, clavada sobre la mesa del que fue su socio, al otro lado de la habitación, era de cólera. Una mueca de impaciencia hizo que sus labios dejaran ver los dientes. Spade apartó la barbilla para evitar el roce de la copa del sombrero.

—¿Has mandado a buscar al hermano de Miles? —preguntó.

—Sí, ha llegado esta mañana —las palabras sonaron apagadas por los sollozos y por la chaqueta de Spade, sobre la que la boca se apoyaba.

Spade volvió a hacer una mueca e inclinó la cabeza para mirar disimuladamente su reloj de pulsera. El brazo izquierdo abrazaba a la mujer, con la mano sobre su hombro. El puño de la chaqueta estaba lo suficientemente subido para dejar el reloj al descubierto. Marcaba las diez y diez.

La mujer se movió en el abrazo y volvió a alzar la cara. Tenía los azules ojos mojados y con ojeras blanquecinas, y la boca húmeda.

—¡Sam! —gimió—. ¿Le mataste tú?

Spade la contempló con ojos a punto de desorbitarse. Abrió con asombro su huesuda quijada, bajó los brazos y se zafó de los de ella dando un paso atrás. La miró desabridamente y se aclaró la garganta.

Iva permaneció con los brazos en alto, tal como él los dejó. Los ojos se le nublaron de angustia y se cerraron en parte bajo las cejas, cuyos extremos interiores apuntaban hacia arriba. Sus labios húmedos y rojos temblaron.

Spade rió agriamente con una sola sílaba:

—¡Ja!

Y se dirigió hacia la ventana de cortinas agarbanzadas. Allí permaneció, de espaldas a ella, mirando por entre las cortinas al patio hasta que Iva comenzó a moverse hacia él. Se volvió entonces rápidamente y fue a su mesa. Se sentó, puso los codos sobre el tablero, apoyó la barbilla entre los puños y se quedó mirándola. Sus ojos amarillentos brillaban bajo los párpados medio caídos.

—¿Quién te ha dado esa luminosa idea? —preguntó, fríamente.

—Pensé…

Se llevó la mano a la boca, y nuevas lágrimas aparecieron en los ojos. Se acercó a la mesa y allí quedó en pie, tras moverse con fácil y segura gracia sobre los zapatos negros de tamaño extremadamente pequeños y de tacones muy altos.

—Sé bueno conmigo, Sam —dijo humildemente.

Spade, aún brillantes los ojos, se rió de ella.

—Has matado a mi marido, Sam; sé bueno conmigo.

Spade dio una fuerte palmada y dijo una palabrota. Iva comenzó a llorar con ruido, conservando un pañuelo blanco contra la cara.

Spade se levantó y quedó de pie, a poca distancia, a espaldas de Iva. La rodeó con los brazos. La besó entre la oreja y el cuello del abrigo.

—¡Vamos, Iva, vamos! No llores.

Su cara no tenía expresión. Cuando Iva dejó de llorar, le acercó la boca a la oreja y dijo, en voz baja:

—No has debido venir aquí hoy, preciosa mía. No ha sido prudente. No puedes quedarte. Deberías estar en tu casa.

Iva se volvió, aún abrazada, se quedó mirándole a la cara y le preguntó:

—¿Vendrás esta noche?

—No, esta noche no —respondió Spade, sacudiendo la cabeza dulcemente.

—¿Pronto?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Tan pronto como pueda.

La besó en la boca, la llevó hasta la puerta, abrió ésta y dijo:

—Adiós, Iva —y después de inclinarse ante ella, cerró la puerta y volvió a su mesa.

Se sacó de los bolsillos del chaleco tabaco y papel de fumar, pero no lió cigarrillo alguno. Se quedó con el papel en una mano y el tabaco en la otra, mirando con ojos taciturnos hacia la mesa del socio muerto.

Effie abrió la puerta y entró. Tenía intranquilos los ojos castaños. Habló en tono de indiferencia cuando preguntó:

—¿Qué tal?

Spade no contestó. La taciturna mirada no se apartó de la mesa de su socio.

La muchacha arrugó el entrecejo, y rodeó la mesa hasta quedar junto a Spade.

—Bueno —preguntó en voz más alta—. ¿Qué tal te ha ido con la viuda?

—Cree que maté a Miles —dijo, sin que nada se moviera salvo los labios.

—¿Para poder casarte con ella?

Spade no respondió.

La muchacha le quitó el sombrero de la cabeza y lo dejó sobre la mesa. Luego se inclinó y tomó el papel de fumar y la bolsa de tabaco de entre los dedos inertes.

—La policía cree que maté a Thursby —dijo.

—¿Quién es? —dijo ella, cogiendo un papel de fumar y echando tabaco en él.

—Y tú, ¿a quién crees que he matado? —preguntó Spade.

Effie hizo caso omiso de la pregunta. Spade continuó:

—Thursby es el fulano a quien Miles tenía que seguir por cuenta de esa chica, la Wonderly.

Los finos dedos de la muchacha acabaron de dar forma al cigarrillo. Humedeció y alisó el pitillo, le retorció las puntas y lo colocó entre los labios de Spade.

—Gracias, cariño —dijo él.

Y luego de rodear el esbelto talle con un brazo, descansó con gesto de cansancio una mejilla contra la cadera de la muchacha y cerró los ojos.

—¿Te vas a casar con Iva? —preguntó Effie, dejando caer la mirada hasta el pelo castaño desvaído.

—No digas tonterías.

Y al hablar, el cigarrillo apagado subió y bajó con el movimiento de los labios.

—Ella no cree que son tonterías. Y no tiene por qué creerlo, si se tienen en cuenta tus líos con ella.

—¡Ojalá no la hubiera visto nunca! —dijo Spade, con un suspiro.

—Eso lo dirás ahora —dijo ella, y en su voz se advirtió un matiz de resentimiento—, pero hubo un tiempo…

—Nunca sé qué decirles a las mujeres si no llevo las cosas por ese camino —gruñó Spade—. Y, además, no me gustaba Miles.

—Eso es mentira —dijo Effie—. Sabes perfectamente que Iva me parece un bicho, pero no me importaría ser un bicho si tuviera un cuerpo como el suyo.

Spade restregó la cara impacientemente contra la cadera, pero calló.

Effie se mordió el labio, arrugó la frente e, inclinándose para verle mejor la cara, le preguntó:

—¿Crees que Iva pudo matarlo?

Spade se irguió en el asiento, y dejó de rodear el talle de la muchacha con el brazo. Su sonrisa sólo mostraba regocijo. Sacó el mechero, hizo brotar en él la llama y la aplicó al extremo de su cigarrillo.

—¡Eres un ángel! —dijo tiernamente a través del humo—. Un ángel delicioso y sin seso.

Effie sonrió con cierta acritud.

—¡Ah! ¿Sí? Supón que te digo que tu querida Iva no llevaba muchos minutos en casa cuando llegué a las tres de la madrugada para darle la noticia.

—¿Qué estás diciendo? —dijo Spade, y los ojos se pusieron sobre aviso, aunque la boca continuó sonriendo.

—Me hizo esperar en la puerta mientras se desnudaba o acababa de desnudarse. Vi su ropa hecha un barullo, tirada sobre una silla. El sombrero y el abrigo estaban debajo de todo. La combinación, encima, todavía caliente. Me dijo que había estado dormida, pero no era verdad. Habría revuelto las ropas de la cama, pero en las sábanas no había arrugas.

Spade le tomó una mano y la acarició con unas palmaditas:

—Eres un buen detective, amor mío, pero Iva no lo mató —dijo, sacudiendo la cabeza.

Effie apartó la mano de un tirón y dijo:

—Esa sabandija quiere casarse contigo, Sam —y su voz se hizo agria.

Spade esbozó un ademán de impaciencia con la cabeza y con una mano.

Ella le miró con el ceño fruncido y preguntó, perentoriamente:

—¿Estuviste anoche con ella?

—No.

—¿De veras?

—De veras. Y no te parezcas a Dundy, cariño. Te sienta muy mal.

—¿Ha estado Dundy molestándote?

—Un poco. Vino con Tom Polhaus a tomar una copa en mi casa a las cuatro.

—¿De veras creen que mataste a ese qué sé yo cómo se llama?

—Thursby —y dejando caer en el cenicero de metal lo que quedaba del cigarrillo, comenzó a liar otro.

—¿Lo creen? —insistió Effie.

—¡Dios sabe! —repuso Spade, con los ojos ocupados en vigilar el cigarrillo que estaba liando—. Sí, parecían tener esa idea. No sé hasta qué punto se la he quitado de la cabeza hablando con ellos.

—Mírame, Sam.

Spade la miró, y rió de tal manera que en el rostro de Effie se mezclaron durante un momento el regocijo y la angustia.

—Me preocupas —dijo la muchacha, y según hablaba volvió a su rostro la expresión grave—. Siempre crees saber lo que estás haciendo, pero eres demasiado listo para tu propio bien, y un día lo vas a descubrir.

Spade suspiró en broma y se acarició la mejilla con el brazo de la muchacha.

—Eso es lo que dice Dundy. Pero si consigues mantener lejos de mí a Iva, amor mío, creo que me las arreglaré para escapar con vida del resto de mis complicaciones.

Se levantó del sillón y se puso el sombrero.

—Manda quitar de la puerta el letrero de «Spade y Archer» y que pongan otro que diga «Samuel Spade». Estaré de vuelta dentro de una hora, o te telefonearé.

Spade atravesó el largo vestíbulo color morado del St. Mark hasta llegar a la conserjería. Allí preguntó a un lechuguino pelirrojo si miss Wonderly estaba en el hotel.

El lechuguino pelirrojo se volvió y luego regresó denegando con la cabeza.

—Ha dejado el hotel esta mañana, mister Spade.

—Gracias.

Pasó más allá del mostrador del conserje hasta llegar a un entrante del vestíbulo, en donde un hombre bajo, grueso y de mediana edad estaba sentado ante un escritorio de caoba. Al borde de la mesa, de frente al vestíbulo, un prisma triangular de caoba y metal tenía un rótulo que decía: «Mr. Freed».

El hombre regordete se levantó, rodeó la mesa y avanzó con la mano extendida:

—He sentido muy de veras lo de Archer, Spade —dijo en el tono de quien está bien adiestrado en expresar pésames sin dar sensación de entrometido—. Lo acabo de leer en el Call. ¿Sabe usted que estuvo aquí anoche?

—Gracias, Freed. ¿Le habló usted?

—No. Estaba sentado en el vestíbulo cuando llegué a primera hora de la noche. No me detuve. Supuse que estaba trabajando en algo, y sé muy bien que a ustedes les gusta que los dejen tranquilos cuando andan ocupados. ¿Tuvo esto algo que ver con su…?

—Creo que no, pero todavía no lo sabemos. En cualquier caso, no mezclaremos el nombre del hotel en ello, si podemos evitarlo.

—Gracias.

—No hay de qué. ¿Podría usted darme algunos informes acerca de una viajera que se ha hospedado aquí y olvidar que se los he pedido?

—Desde luego.

—Una tal miss Wonderly se fue del hotel esta mañana. Me gustaría saber algunos detalles.

—Venga conmigo —dijo Freed—, y veremos qué podemos averiguar.

Spade sacudió la cabeza y no se movió.

—No quiero figurar en el asunto.

Freed expresó su conformidad y salió al vestíbulo. Una vez allí, se detuvo de repente y volvió junto a Spade.

—El detective del hotel que estuvo anoche de servicio es Harriman. Seguro que el vio a Archer. ¿Quiere usted que le advierta que no lo diga?

Spade le miró de reojo y respondió:

—Será mejor que no lo haga. Daría igual, con tal que su nombre no aparezca mezclado con el de esta Wonderly. Harriman es buena persona, pero le gusta hablar, y preferiría que no fuese a pensar que hay algo que ocultar.

Freed asintió nuevamente y se alejó. Regresó a los quince minutos.

—Llegó el martes pasado, y al registrarse dijo que procedía de Nueva York. No trajo baúl; sólo unas maletas. No constan llamadas de teléfono en su cuenta, y no parece que recibiera mucho correo, si es que recibió alguno. La única persona que recuerdan haber visto en su compañía es un hombre alto y moreno, como de unos treinta y seis años. Esta mañana salió a las nueve y media, regresó media hora más tarde, pagó su cuenta e hizo que le bajaran el equipaje a un coche. El chico que bajó las maletas dice que era un Nash abierto, probablemente alquilado. Dejó como dirección el hotel Ambassador de Los Angeles.

—Muchas gracias, Freed —dijo Spade, y abandonó el St. Mark.

Cuando volvió a su oficina, Effie, que estaba escribiendo una carta a máquina, se interrumpió y le dijo:

—Tu amigo Dundy ha venido. Quería ver tus armas.

—¿Y?

—Le dije que volviera cuando tú estuvieras aquí.

—Buena chica. Si vuelve otra vez, déjale que las vea.

—Y ha llamado miss Wonderly.

—Ya era hora. ¿Qué dijo?

—Quiere verte —la muchacha cogió un papel en el que había escrito una nota con lápiz y dijo—. Está en el Coronet, en la California Street. Apartamento 1001. Debes preguntar por miss Leblanc.

—Dame eso —dijo Spade, alargando la mano.

Cuando Effie le dio la nota, sacó el mechero, lo encendió, lo aplicó al trozo de papel y mantuvo a éste entre los dedos por una esquina hasta que todo él, menos la esquina, quedó convertido en negra y rizada ceniza. Entonces lo tiró al suelo y lo convirtió en polvo con la suela del zapato.

Effie le estuvo mirando con ojos de censura. Spade la sonrió y le dijo:

—No lo olvides, encanto.

Y salió de nuevo.