4. EL PÁJARO NEGRO
MISS WONDERLY abrió la puerta del apartamento 1001 del Coronet. Llevaba puesto un vestido de seda verde, con cinturón. Tenía arrebatado el color de la cara. Su pelo rojo oscuro con raya a la izquierda, peinado en sueltas ondas sobre la sien derecha, parecía estar algo alborotado.
Spade se quitó el sombrero y dijo:
—Buenos días.
Su sonrisa hizo aparecer otra en la cara de la muchacha. Sus ojos, de puro azules, parecían color violeta. No desapareció de ellos la expresión de preocupación. Bajó la cabeza y dijo, en voz callada y tímida:
—Pase, mister Spade.
Le llevó por delante de las puertas abiertas de la cocina, del cuarto de baño y de la alcoba hasta llegar a un saloncito decorado en color crema y rojo, por cuyo desorden se disculpó:
—Está todo revuelto. Ni siquiera he acabado de deshacer el equipaje.
La muchacha dejó el sombrero de Spade sobre una mesa y se sentó en un pequeño sofá de nogal. Spade tomó asiento en un sillón de respaldo ovalado con tapicería de brocado, enfrente de ella.
Miss Wonderly se miró los dedos, moviéndolos nerviosamente y dijo:
—Mister Spade, tengo que hacerle una confesión terrible, muy terrible.
Spade se sonrió cortésmente —lo que no pudo advertir ella, pues no levantó los ojos— y no dijo nada.
—Todo ese cuento que le conté ayer no fue… no fue más que un cuento —tartamudeó, y alzó los ojos para mirarle con ojos acongojados y llenos de miedo.
—¡Ah, eso! —dijo Spade, sin darle importancia—. La verdad es que creer, lo que se dice creer en su relato, bueno, no lo creímos.
—¿Entonces…?
A la congoja y al temor vino a sumarse ahora en sus ojos la perplejidad.
—Creímos en sus doscientos dólares.
—¿Quiere usted decir que…? —preguntó, sin entender al parecer lo que Spade había querido decir.
—Quiero decir que nos pagó usted más que si nos hubiera dicho la verdad —explicó tranquilamente—, y más que suficiente para que nos pareciera bien.
A la muchacha se le iluminaron los ojos de repente. Se levantó unas pulgadas del sofá, volvió a sentarse, se alisó la falda, se inclinó hacia adelante, y habló con vehemencia:
—¿E incluso ahora estaría usted dispuesto a…?
Spade la detuvo, alzando la mano abierta. La parte alta de su cara tenía un gesto adusto: la inferior sonreía.
—Eso depende. Lo malo del asunto, miss… ¿Se llama usted Wonderly o Leblanc?
Se sonrojó y murmuró:
—El verdadero es O’Shaughnessy. Brigid O’Shaughnessy.
—Bueno, pues lo malo del asunto, miss O’Shaughnessy, es que un par de asesinatos —ella hizo un gesto de dolor al oír la palabra— así, ocurridos al mismo tiempo, han causado una conmoción considerable, han hecho creer a la policía que pueden llegar hasta el límite, han hecho que todo el mundo resulte difícil y costoso de manejar. No es…
Calló al advertir que ella había dejado de escucharle y que sólo estaba aguardando a que dejara de hablar.
—Mister Spade, dígame la verdad —y la voz le tembló al borde de la histeria y la cara pareció demacrarse alrededor de unos ojos desesperados—. ¿Tuve yo alguna culpa de… lo de anoche?
Spade denegó con la cabeza:
—No, a no ser que haya cosas que yo no sepa. Usted nos advirtió que Thursby era peligroso. Claro, nos mintió acerca de su hermana y de todo lo demás, pero eso no cuenta; no la creímos —encogió los hombros—. No, yo no diría que la culpa haya sido suya.
—Gracias —dijo ella, en voz baja y suave. Luego meneó la cabeza de un lado a otro—. Pero siempre me creeré culpable —se llevó una mano al cuello—. Ayer por la tarde, mister Archer estaba tan… vivo, parecía tan de verdad, tan animado, tan…
—Déjelo ya —ordenó Spade—. Sabía lo que estaba haciendo. Son albures que corremos a sabiendas.
—¿Estaba…, estaba casado?
—Sí, con un seguro de diez mil dólares, sin hijos y con una mujer que no le quería.
—¡No, por favor! —susurró la muchacha.
Spade volvió a encogerse de hombros:
—Es la verdad.
Miró el reloj y puso la silla junto al sofá, al lado de ella.
—No hay tiempo para que nos preocupemos por eso ahora —dijo con voz amable pero firme—. En la calle hay montones de policías y de ayudantes de fiscal, y de periodistas yendo de aquí para allá husmeándolo todo. ¿Qué quiere usted hacer?
—Quiero que me ahorre…, que me lo ahorre todo —respondió la muchacha, en voz baja y trémula, y puso una mano sobre el brazo de Spade tímidamente—. Mister Spade, ¿saben que existo?
—Todavía no. Antes quise verla.
—¿Qué… pensarían si supieran cómo acudí a usted… con todas esas mentiras?
—Les haría sospechar. Por eso he estado manteniéndolos a distancia hasta verla. Pensé que quizá no tendríamos que contarles todo. Podemos inventar algún cuento que los despiste, si es necesario.
—Usted no cree que yo haya tenido nada que ver con los… los asesinatos, ¿verdad?
Spade sonrió y dijo:
—Se me había olvidado preguntárselo: ¿tuvo usted que ver con ellos?
—No.
—Lo celebro. Y ahora, ¿qué le vamos a decir a la policía?
Brigid se rebulló nerviosa en el extremo del sofá y sus ojos se movieron debajo de las espesas pestañas, como si estuviera tratando de rehuir la mirada de Spade y no lograra hacerlo. Parecía más pequeña y muy joven y deprimida.
—¿Tienen que enterarse de que existo? —preguntó—. Creo que preferiría morir antes, mister Spade. No se lo puedo explicar ahora, pero ¿no podría usted protegerme de la policía para que no tuviera que contestar a sus preguntas? Creo que no podría soportar ahora un interrogatorio. Creo que preferiría morirme. ¿Puede hacerlo, mister Spade?
—Tal vez, pero tendré que saberlo todo.
La muchacha se arrojó de rodillas delante de Spade. Alzó la cara hacia él. Su cara, pálida y atemorizada, le miraba por encima de las manos cruzadas.
—No he sido buena —gimió—, he sido mala, peor de lo que pueda usted suponer, pero no tan mala. Míreme, mister Spade. Usted sabe que no soy completamente mala, ¿verdad? Lo puede notar, ¿no? Entonces, ¿no podría fiarse de mí un poco? ¡Estoy tan sola! ¡Tengo tanto miedo! Y no podré contar, si usted no quiere hacerlo, con nadie que me ayude. Sé que no tengo derecho a pedirle que se fíe de mí si yo no me fío de usted. Sí que me fío de usted. Pero no puedo decírselo. Ahora no puedo. Más tarde le contaré todo, cuando pueda. Tengo: miedo, mister Spade. Tengo miedo de confiar en usted. No, no quiero decir eso. Confío en usted, pero… me fié de Floyd y… No tengo a nadie más, a nadie más, mister Spade. Usted puede ayudarme. Ha dicho que puede ayudarme. Si no creyera que usted me puede salvar, hoy hubiese huido, en lugar de buscarle. Si creyera que cualquier otra persona puede salvarme, ¿cree usted que estaría así, de rodillas, delante de usted? Sé que pido mucho. Pero sea generoso, mister Spade, no me impida que sea más justa. Puede ofrecerme parte de su fuerza, de sus recursos, de su valor. Ayúdeme, mister Spade. Ayúdeme, porque estoy muy necesitada de ayuda, y porque si no lo hace no sé quién podría hacerlo, aunque quisiera. Ayúdeme. No tengo derecho a pedirle que me ayude a ciegas, pero se lo pido. Sea generoso, mister Spade. Puede ayudarme. Hágalo.
Spade, que había contenido la respiración durante buena parte de este discurso, vació ahora los pulmones con una larga espiración, un prolongado suspiro, dejando escapar el aire por entre los labios fruncidos y dijo:
—No necesitará usted mucha ayuda de nadie. Vale usted. Vale mucho. Lo digo principalmente por sus ojos. Y por esa palpitación de la voz cuando dice cosas como eso de «sea generoso, mister Spade».
La muchacha se puso en pie de un salto. El rostro se le enrojeció de dolor, pero conservó erguida la cabeza y miró a Spade cara a cara:
—Me lo merezco. Me lo he merecido; pero deseaba muy de veras que me ayudara. Y lo deseo y lo necesito mucho. La mentira consistió en cómo se lo conté, no en todo lo que le conté. Yo tengo la culpa de que ahora no pueda creerme.
Se volvió. Ya no se mantenía erguida.
Enrojeció la cara de Spade, que miró al suelo y farfulló:
—Ahora es usted peligrosa.
Brigid O’Shaughnessy fue a la mesa y cogió el sombrero de Spade. Volvió junto a él y se quedó delante, sujetando el sombrero, sin ofrecérselo, pero conservándolo en la mano para que él lo tomara si ésa era su voluntad. Tenía el rostro blanco y sin expresión.
Spade miró el sombrero y preguntó:
—¿Qué ocurrió anoche?
—Floyd vino al hotel a las nueve y salimos a dar un paseo. Lo propuse yo, para que mister Archer le pudiese ver. Entramos en un restaurante en la Geary Street, creo, para cenar y bailar, y regresamos al hotel a eso de las doce y media. Floyd me dejó en la puerta. Yo estuve allí y vi cómo mister Archer le siguió calle abajo, por la otra acera.
—¿Calle abajo? ¿Quiere usted decir en dirección de la Market Street?
—Sí.
—¿Sabe usted qué hacían en la vecindad de Bush y Stockton, en donde mataron a Archer?
—¿No está eso cerca de donde vivía Floyd?
—No. Queda a casi doce manzanas de su camino, si es que se dirigió a su hotel desde el de usted… Bueno, ¿y qué hizo usted cuando ellos se fueron?
—Acostarme. Y esta mañana, cuando salí a desayunar, vi los titulares de los periódicos y leí…, usted sabe. Entonces fui a la Unión Square, en donde había visto que se alquilaban coches, alquilé uno y volví al hotel por mi equipaje. Cuando descubrí que habían registrado mi habitación ayer, comprendí que me tenía que mudar de hotel, y encontré este apartamento ayer por la tarde. Así que aquí me vine y telefoneé a su oficina.
—¿Dice usted que registraron su habitación en el St. Mark?
—Sí. Mientras estaba en su oficina —se mordió el labio—. No quería habérselo dicho.
—Supongo que eso quiere decir que no debo hacerle preguntas sobre ello.
Ella asintió avergonzada. Spade frunció el ceño.
La muchacha movió ligeramente el sombrero que tenía en la mano.
Spade se echó a reír, impaciente, y dijo:
—Deje de moverme el sombrero delante de los ojos. ¿No le he ofrecido hacer lo que pueda?
Brigid sonrió contritamente, dejó el sombrero en la mesa y volvió a sentarse en el sofá junto a Spade.
—No tengo inconveniente en fiarme de usted a ciegas —dijo Spade—, pero no será mucho lo que pueda hacer por usted si no sé de qué se trata. Por ejemplo, me tendría que decir algo acerca de Floyd Thursby.
—Lo conocí en Extremo Oriente —hablaba pausadamente, mientras contemplaba un dedo que dibujaba ochos en el sofá, entre los dos—. Llegamos aquí la semana pasada, desde Hong Kong. Él estaba… me prometió ayudarme. Pero me traicionó aprovechándose de mi indefensión, de que estaba por completo en sus manos.
—¿Traicionarla? ¿Cómo?
Brigid sacudió la cabeza y no respondió. Spade hizo un gesto de enojo y dijo:
—¿Para qué quería usted que siguiéramos a Thursby?
—Quería saber hasta dónde había llegado. Ni siquiera aceptó decirme en dónde vivía. Quería saber qué estaba haciendo, a quién veía, y cosas así.
—¿Mató a Archer?
Brigid le miró sorprendida.
—¡Sí, claro que sí!
—Llevaba una Luger en la pistolera de pecho. A Archer no le mataron con una Luger.
—Llevaba un revólver en el bolsillo del abrigo.
—¿Lo vio usted?
—Bueno, se lo he visto muchas veces. Sé que siempre llevaba uno en ese bolsillo. Anoche no lo vi, pero sé que nunca salía con abrigo sin echárselo al bolsillo.
—¿A santo de qué tantas armas?
—Vivía de ellas. En Hong Kong corría la historia de que fue al Extremo Oriente como guardaespaldas de un jugador profesional que tuvo que salir de Estados Unidos, y que el jugador desapareció y que Floyd sabía cómo ocurrió. No sé. Pero sí sé que siempre iba armado hasta los dientes y que nunca se acostaba sin rodear la cama por todas partes de periódicos arrugados para que nadie pudiese entrar en la habitación sin hacer ruido.
—¡Buen camarada se fue usted a buscar!
—Sólo una persona de su calaña podía ayudarme —contestó Brigid sencillamente—, pero siéndome leal.
—Sí, siéndole leal.
Spade comenzó a pellizcarse el labio inferior con el índice y el pulgar y la miró desoladamente. Las arrugas encima de la nariz se hicieron más pronunciadas y las cejas se acercaron entre sí.
—¿En qué clase de apuro está usted?
—En el peor posible.
—¿Corre usted peligro físico?
—No soy ninguna heroína. No creo que haya nada peor que la muerte.
—Entonces…, ¿de eso se trata?
—Tan seguro como que estamos sentados aquí —dijo con un estremecimiento—, a no ser que usted me ayude.
Spade dejó de pellizcarse el labio y se pasó la mano abierta por entre el pelo.
—Yo no soy Dios —dijo, irritado—. No puedo hacer milagros —miró el reloj y añadió—. Pasan las horas, va a acabar el día y no me dice nada que pueda servirme de punto de partida. ¿Quién mató a Thursby?
La muchacha se llevó el pañuelo arrugado a la boca y dijo, a través de la bola que formaba:
—No lo sé.
—¿Los enemigos de usted o los de él?
—No lo sé. Espero que los suyos, pero temo… No lo sé.
—¿En qué forma se supone que la estaba ayudando? ¿Por qué le trajo aquí desde Hong Kong?
Brigid le miró con ojos atemorizados y sacudió la cabeza en silencio. Su cara desencajada denotaba un empeño digno de lástima.
Spade se puso en pie, metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y la miró con dureza.
—Es inútil —dijo, ferozmente—. No puedo hacer nada por usted. No sé qué quiere que yo haga, y tampoco estoy seguro de que usted lo sepa.
La muchacha bajó la cabeza y comenzó a llorar. Spade se llegó a la mesa en busca del sombrero bufando como un animal.
—¿No irá usted a acudir a la policía? —suplicó ella, en voz baja y entrecortada, sin alzar la vista.
—¡Ir a la policía! —exclamó Spade, en tono recio y rabioso—. ¡Me han traído por la calle de la amargura desde esta mañana a las cuatro! ¡Dios sabe las complicaciones que me habré buscado yo por tratar de ganar tiempo con la policía! ¿Y por qué? Pues porque se me ocurrió la insensata idea de que podría ayudarla a usted. Pero no puedo. Ni voy a tratar de hacerlo —dijo, calándose el sombrero—. ¡Ir a la policía! ¡Lo único que tengo que hacer es permanecer quieto y en seguida los tendré encima! Está bien, diré a la policía lo que sé y usted tendrá que arreglárselas.
Brigid se levantó del sofá y quedó erguida y firme ante Spade, aunque le temblaban algo las rodillas, y alzó la cara blanca y aterrada, pero sin poder dominar el temblor de los labios y la barbilla.
—Ha tenido usted mucha paciencia conmigo. Ha procurado ayudarme. Supongo que es imposible y que sería inútil. Le agradezco lo que ha hecho. Tendré que afrontarlo todo yo sola —dijo, ofreciéndole la mano.
De la garganta de Spade salió de nuevo un ruido animal. Volvió a sentarse en el sofá.
—¿Cuánto dinero tiene usted?
La pregunta dejó a la mujer de una pieza. Luego se mordió el labio inferior y respondió a disgusto:
—Me quedan unos quinientos dólares.
—Démelos.
Brigid vaciló, mirándole tímidamente. Spade hizo gestos de impaciencia con la boca, las cejas, las manos y los hombros. La mujer fue a la alcoba y regresó casi inmediatamente con un puñado de billetes en la mano.
Spade los tomó, los contó y dijo:
—Aquí sólo hay cuatrocientos.
—He tenido que quedarme con algo para poder vivir —explicó Brigid mansamente y llevándose al mismo tiempo una mano al pecho.
—¿No puede conseguir más?
—No.
—Tendrá algunas cosas de valor.
—Algunas sortijas. Unas joyas…
—Tendrá que empeñarlas —dijo Spade, alargando la mano—. El mejor sitio es el Remedial, en la esquina de la Mission Street con la Quinta.
La muchacha le miró con expresión de súplica. Los ojos grises y amarillentos de Spade mostraban una mirada dura e implacable. Brigid se metió lentamente la mano en el escote, sacó un rollito de billetes y los puso en la mano que los aguardaba.
Alisó Spade los billetes y los contó: cuatro de veinte dólares, cuatro de diez y uno de cinco. Le devolvió dos de diez y el de cinco. Los demás se los guardó en el bolsillo. Se puso entonces de pie y dijo:
—Voy a ver qué puedo hacer por usted. Volveré lo antes posible con las mejores noticias que pueda conseguir. Llamaré al timbre cuatro veces: largo, corto, largo, corto, para que sepa usted que soy yo. No necesita acompañarme a la puerta. Puedo salir sin ayuda.
La dejó de pie en el centro de la habitación, mirándole con ojos aturdidos.
Spade entró en un antedespacho en cuya puerta se leía «Wise, Merican y Wise». La muchacha pelirroja que estaba sentada delante de la centralilla le saludó:
—¿Qué tal, mister Spade?
—Hola, cariño. ¿Está Sid?
Spade se quedó junto a la muchacha y le puso una mano sobre el hombro carnoso, mientras ella manipulaba las clavijas y decía en la bocina:
—Mister Spade desea verle, mister Wise.
Alzó la mirada hasta Spade y le dijo:
—Pase usted.
Spade le apretó suavemente el hombro para darle las gracias, cruzó el antedespacho, entró en un pasillo poco iluminado y lo recorrió hasta llegar a una puerta de cristal esmerilado que había al final. Abrió la puerta y entró en un despacho en el que un hombre pequeño, de tez aceitunada, cara de cansancio y pelo oscuro que comenzaba a escasear y espolvoreado de caspa, se hallaba sentado ante una mesa inmensa sobre la que había grandes rimeros de papeles.
El hombre pequeño agitó en el aire la colilla apagada de un puro y dijo:
—Siéntate. ¿Así que a Miles le despacharon anoche?
Ni su cara cansada ni su voz algo chillona expresaron emoción alguna.
—En resumidas cuentas, sí. De eso venía a hablarte.
Spade frunció el entrecejo y carraspeó:
—Me parece que voy a tener que mandar al diablo a todo un juez instructor del caso, Sid. ¿Puedo alegar para callarme la sagrada inviolabilidad de los asuntos de mi cliente y del secreto de su identidad, hablando del sacerdocio de la abogacía y de todas esas pamplinas?
Sid se encogió de hombros y dibujó con la boca una sonrisa cuyos extremos apuntaban al suelo.
—¿Por qué no? Una encuesta no es un juicio. Al menos puedes intentarlo. Cosas mucho peores te han salido bien.
—Lo sé. Pero Dundy se está poniendo difícil. Y quizá esta vez se trate de algo más gordo. Ponte el sombrero, Sid, y vamos a ver a las personas indicadas. No quiero correr riesgos.
Sid miró los papeles que se amontonaban sobre la mesa y lanzó un suspiro de queja, pero se levantó de la silla, se acercó a un pequeño armario empotrado que había junto a la ventana, sacó el sombrero y dijo:
—Sammy, eres un pelma.
Spade regresó a su despacho aquella tarde a las cinco y diez. Effie Perine estaba ante la mesa del investigador leyendo el Times.
—¿Alguna novedad? —preguntó Spade.
—Aquí, no. Oye, ¿qué te pasa? Tienes una cara de satisfacción que me haces sospechar algo.
—Creo que la cosa marcha —dijo Spade, con una sonrisa traviesa—. Siempre tuve el presentimiento de que si Miles decidía morirse alguna vez, tendríamos más probabilidades de prosperar. ¿Quieres encargarte de mandar unas flores?
—Ya las he enviado.
—Eres un ángel; no tienes precio. ¿Qué tal funciona hoy tu intuición femenina?
—¿Por qué?
—¿Qué te parece esa Wonderly?
—Estoy de su parte —respondió la muchacha, sin vacilar.
—Tiene demasiados nombres —dijo Spade, meditativamente—. Wonderly… Leblanc…, y ahora dice que el verdadero es O’Shaughnessy.
—Me es igual que tenga tantos nombres como la guía telefónica. Esa chica es una chica como es debido, y tú lo sabes.
—No sé —dijo, guiñándole a Effie con ojos cargados de sueño—. En cualquier caso, se ha desprendido de setecientos dólares en dos días, y eso está bien.
Effie se irguió sobre el sillón y dijo:
—Sam, si esa muchacha está en un apuro y tú no le ayudas o te aprovechas de ello para sacarle el dinero, jamás te perdonaré, jamás volveré a sentir respeto por ti, por muchos años que viva.
Spade sonrió forzadamente y luego frunció las cejas. El ceño resultó forzado. Abrió la boca para hablar, pero un ruido en la puerta del pasillo le hizo callar.
Effie salió al primer despacho. Spade se quitó el sombrero y se sentó en un sillón. La muchacha volvió llevando en la mano una tarjeta de visita grabada: «mister Joel Cairo».
—Este fulano es un sarasa —dijo.
—Adentro con él, cariño —dijo Spade.
Mister Joel Cairo era menudo de huesos y de estatura mediana. Tenía el pelo negro y muy atusado y brillante. Las facciones eran balcánicas. En medio de la corbata de plastrón color verde oscuro lucía un rubí en forma de tabla con sus cuatro biseles bordeados por diamantes alargados. Su abrigo negro, ajustado a los estrechos hombros, se acampanaba ligeramente en las caderas algo anchas. Las perneras de sus pantalones se ajustaban más a las piernas que lo que la moda exigía. Las cañas de sus zapatos de charol quedaban ocultas por botines de color castaño claro. Llevaba en la mano, calzada con guante de piel de Suecia, un sombrero hongo negro: avanzó hacia Spade con pasitos afectados y saltarines. Emanaban de él fragancias de perfumería.
Spade saludó a su visitante con una inclinación de cabeza, le indicó una silla y le dijo:
—Tome asiento, mister Cairo.
Cairo se inclinó con un ceremonioso saludo por encima de su hongo, se sentó y dijo con voz atiplada:
—Gracias.
Se había sentado de forma peripuesta, cruzando los tobillos y colocando el sombrero sobre las rodillas, en tanto que se quitaba los guantes amarillos.
Spade se columpió en el sillón y preguntó:
—¿En qué puedo servirle, mister Cairo?
La amable suavidad del tono de Spade y la manera en que se movió sobre el sillón fueron exactamente las mismas que empleó el día anterior cuando hizo una pregunta parecida a Brigid O’Shaughnessy.
Cairo dio la vuelta al sombrero, dejó caer en él los guantes y lo puso boca arriba en la esquina más cercana de la mesa. En el dedo anular y en el índice de la mano izquierda destellaban sendos diamantes; y un rubí que hacía juego con el de la corbata, incluso por los diamantes que le rodeaban, hacía otro tanto en el dedo corazón de la mano derecha. Tenía las manos suaves y bien cuidadas. Aunque no eran grandes, su rechoncha blandura les daba aspecto de torpeza. Se las frotó abiertas y dijo por encima del leve ruido de su roce:
—¿Le permite usted a un desconocido que le exprese su pésame por la desgraciada muerte de su socio?
—Gracias.
—¿Me permite preguntar, mister Spade, si como infirieron los periódicos, existe una cierta… relación entre tan desgracia ocurrencia y la muerte de ese Thursby, acaecida poco después?
Spade no contesto y adoptó una expresión desprovista por completo de significado.
Cairo se levantó de la silla, se inclinó, dijo «perdón», y volvió a sentarse; colocó luego ambas manos, juntas y abiertas, sobre la esquina de la mesa.
—Me ha inducido a preguntarle tal cosa, mister Spade, algo más que una curiosidad innata. Estoy tratando de recuperar un… ornamento que ha sido… ¿digamos extraviado? Y creí y esperé que usted podría ayudarme.
Spade inclinó la cabeza y levantó las cejas para expresar atención.
—Este ornamento es una estatuilla —siguió diciendo Cairo, eligiendo y saboreando cada palabra con deleite—. La estatuilla de un pájaro negro.
Spade volvió a inclinar la cabeza con atención cortés.
—Estoy dispuesto a pagar, por cuenta del legítimo propietario de la figurilla, cinco mil dólares a quien consiga recuperarla.
Alzó una mano de la esquina de la mesa y punzó el aire con la punta de un tosco dedo índice amparada por una uña de gran anchura.
—Estoy dispuesto a prometer que… ¿Cuál es la frase? Sí, que no habrá preguntas.
Cairo volvió a descansar la mano sobre la mesa, junto a la otra, e inclinándose por encima de ella, brindó al detective particular una dulce sonrisa.
—Cinco mil dólares es mucho dinero —comentó Spade, mirando pensativamente a Cairo—. Es…
Unos dedos tamborilearon sobre la puerta.
Cuando Spade dijo «pase», la puerta se abrió lo suficiente como para permitir que asomaran la cabeza y los hombros de Effie. Se había puesto un sombrerillo de fieltro oscuro y un abrigo oscuro con cuello de piel gris.
—¿Manda usted algo más? —preguntó.
—No. Cierre la puerta con llave cuando salga, ¿quiere hacer el favor?
—Buenas noches —dijo Effie, y desapareció detrás de la puerta al cerrarse ésta.
Spade volvió su sillón hacia Cairo y volvió a decir:
—Es una cifra interesante.
Hasta ellos llegó el ruido de la puerta del pasillo, al ser cerrada por Effie.
Cairo sonrió, sacó una pistola corta y plana de un bolsillo interior y dijo:
—Haga el favor de cogerse las manos por detrás del cuello.