Capítulo VII
Una mala
—MAMÁ, ¿tú tienes peniques detrás de los ojos?
Queta ni siquiera alzó la vista al preguntar. Sus manos huesudas aferraban un jarrito deteriorado lleno de caldo, y ella miraba algo en el fondo.
Su madre no dijo nada. Estaba hilvanando un calcetín de lana con una larga aguja. Tenía la mente muy, muy lejos.
—¿Tienes peniques detrás de los ojos? —volvió a preguntar Queta, ahora con voz más alta.
Bartolomeo alzó la vista de su jarrito de caldo. Por lo general se hubiera reído de su hermana. La habría pellizcado bajo la mesa y habría repetido la pregunta con voz aguda y sonsa hasta que ella se echara a reír. Pero ya no podía hacer eso. Se sentía mayor, y con miedo, y reír y pellizcar eran cosas de hacía mucho.
Los símbolos rojos no sanaban. Su madre se los había lavado con agua caliente, frotado con hojas olorosas, cubierto de cataplasmas y envuelto en las telas más limpias que había encontrado, pero incluso ahora, tras varios días, tenían más o menos el mismo aspecto. La carne no estaba tan hinchada como antes, y, por raro que pareciera, solo sentía los símbolos al oírse un sonido penetrante, como el crujido del piso de madera o el graznido de un pájaro. Pero no se borraban; tampoco cicatrizaban ni les salían cascaritas. Solo seguían ahí, una figura de rayas rojas dando vueltas en su piel.
—¡Mamá! —dijo Queta.
Su madre se pinchó el dedo justo debajo de la uña y levantó la cabeza mientras ahogaba un grito.
—Pero ¿qué son esas ideas, Queta? —se chupó el dedo—. ¿Cómo voy a tener peniques detrás de los ojos?
Queta hundió la cara en el jarro.
—Me lo contó una persona —respondió, y su voz reverberó en la sala—. Me dijo que te los sacara y fuera a comprar azúcar morena.
Bartolomeo se irguió en su asiento. Ahora su madre le iba a gritar a Queta, iba a gritar y a llorar, e iba a rogar que no fuera cierto, que Queta no hubiese hablado con desconocidos. Pero no había oído la última parte. Y lo cierto es que sus ojos se iluminaron con un brillo extraño y preguntó:
—¿Ah, sí? ¿Y quién sería esa persona? ¿Un principito, quizá, montado en un jabalí salvaje?
Queta la miró con cara de reproche.
—No, un andrajoso.
—¿Un andrajoso? —la madre golpeó su dedo herido contra la mesa, como para comprobar que aún seguía funcionando, y volvió a encorvarse sobre su costura—.
No tiene mucho encanto.
—Claro que no tiene encanto, mamá, es un andrajoso —Queta estaba de un humor muy hosco esa mañana. ¿Por qué se fastidiaba tanto?, pensó Bartolomeo. No había estado a un tris de que la colgaran. No habían raptado a su amigo, ni le habían escrito el cuerpo con magia, ni una duende muerta le había gritado un montón de sinsentidos sobre pezuñas y voces.
La madre miró a Queta con tristeza:
—Ay, ay, ay.
Soltó la costura y alzó a Queta en su regazo.
—Ay, ay, ay. Cómo me gustaría que pudieras tener amigos reales. Que pudieras salir a la calle y perseguir a los diablillos de los bosques y hacer mandados en el mercado como los demás chicos, pero… En fin, es imposible. La gente de afuera no sabe… Y dada la oportunidad… —la madre se interrumpió.
Dada la oportunidad te matarían, pensó Bartolomeo, pero su madre no iba a decirle eso a Queta. No iba a decirle que nunca sería capaz de jugar en la calle, o ir al mercado, o perseguir a los diablillos del bosque. Al menos no en Bath. Atraparían a Queta y la colgarían en menos de lo que canta un gallo.
—Me temo que habrá que arreglarse con amigos inventados un tiempo más —fue todo lo que dijo su madre.
—Mami, el andrajoso no es mi amigo —la corrigió Queta con severidad.
Su madre la levantó de su regazo y la plantó en el suelo.
—Bueno, ¿y por qué lo inventaste? —dijo enseguida, y por la brusquedad con que pinchó el calcetín con la aguja quedaba claro que no deseaba saber la respuesta.
Sin embargo, Queta no se dio cuenta.
—¡No me lo inventé! —dijo, para ir hasta el cubo de agua que estaba junto a la estufa y hundir el jarrito en el agua fría y jabonosa—. Vino solo. Se mete aquí todas las noches, por el agujero de la cerradura —bajó la voz—. Me canta canciones. Canciones largas y tristes —el jarro tocó el fondo del cubo con un ruido sordo—. No son lindas canciones.
Su madre dejó la labor lentamente. Vigilaba a Queta, le miraba la espalda.
—¿De qué hablas, hija? ¿Quién es esa persona?
Bartolomeo vio el miedo en las arrugas de su cara, lo oyó en el tono grave de su voz. Y luego todo cuanto había dicho Queta se unió en su mente. Un desconocido… entra por la cerradura… viene de noche.
Se puso de pie de un salto, haciendo ruido con el banco.
—El desayuno estuvo delicioso, madre. No le hagas caso a Queta, está haciendo de cuenta que ve cosas. ¿No deberíamos ir a buscarte un poco de arena al fondo? ¿No, Queta? Vamos. Ahora.
Su madre tomó de nuevo el calcetín, pero aún le echaba el ojo a Queta.
—Arena. Sí, tráiganme un poco. Pero, Bartolomeo… —las manos de su madre apretaban la lana, tanto que se le acentuaban los nudillos—. Si alguien mira a Queta la traes aquí corriendo, ¿entendido? La metes derecho por esa puerta, con arena o sin arena.
—Sí, madre, está bien. Volvemos en un santiamén.
La señora Perol lavaba ropa para la poca gente que podía permitirse no hacerlo ella misma, la poca gente a la que engatusaba con que tenía un verdadero servicio de lavandería y a la que le ocultaba que cargaba los camisones y la ropa interior en una carretilla verde hasta las profundidades del gueto de los duendes. Les compraba lejía a los vendedores ambulantes, pero desde siempre los niños se ocupaban de conseguir arena para refregar en el jardín del fondo de la casa.
Queta se ató la capucha bajo el mentón y fue hacia Bartolomeo, aunque sin tomar la mano que él le tendía.
—¡Bueno, vamos! —dijo él en voz baja, y la agarró del hombro para empujarla hacia la puerta. Descorrió el cerrojo y se asomó para asegurarse de que no hubiera nadie. Luego salió sigilosamente al pasillo y le hizo señas a Queta de que lo siguiera. En cuanto se alejaron lo bastante como para que su madre no los oyera, Bartolomeo la hizo entrar en un hueco que estaba debajo de la escalera y se arrodilló a su lado para susurrarle:
—¿Dónde vive, Queta? ¿Vuela? ¿Es muy amable?
Queta lo miró sin entender.
—¿Amable? —repitió—. Se supone que tenemos que recoger arena. ¿Por qué estamos debajo de las escaleras?
—De acuerdo, pero ¿cuándo lo viste por primera vez? ¿Y cómo se te ocurre darle semejante susto a nuestra madre? —al decirlo le sacudió el hombro—. ¡Vamos, Queta, dímelo ya!
—Antes de ayer —dijo, sacándose la mano de encima—. Y no me zarandees, Barti. Se me va a caer la cabeza.
El día en que construí la morada del duende. Bartolomeo se escapó de debajo de la escalera.
—Vuelve arriba, Queta, buscaremos arena más tarde.
Su madre le daría un tortazo por dejar sola a Queta, pero en ese momento no podía preocuparse por eso. Su invitación había funcionado. Había funcionado. Corrió por el pasillo y subió por otra escalera de a dos escalones a la vez. Y por un momento, mientras volaba escaleras arriba, fue feliz. Completa y absolutamente feliz.
Luego se internó en la oscuridad polvorienta del ático. Al pensar en que el duende se había manifestado ante Queta y no ante él, sintió que una pequeña espina de envidia penetraba entre sus costillas. No tendría que haberlo visto primero ella. El duende tendría que haber acudido a él. Era su duende.
Cruzó la habitación a toda prisa y se metió en su escondite secreto. La morada del duende estaba tal como la había dejado. Las cerezas achicharradas seguían pegadas a las paredes. La sal que había rociado sobre el techo brillaba como nieve bajo el sol, intacta. En los últimos días, Bartolomeo había subido en cada oportunidad que se le presentaba, buscando el menor cambio en la pequeña habitación, el más diminuto indicio de que había llegado el duende. Nunca había nada. Y seguía sin haber nada.
Se arrodilló en el suelo, resoplando, haciendo que una telaraña se meciera hacia atrás y hacia adelante, atrás y adelante. ¿Qué significa eso? Si la invitación había dado resultado, ¿por qué el duende no había comido las ofrendas de Bartolomeo? Bastante le había costado recogerlas para esa criatura estúpida. ¿Y no tendría que haberse anunciado? Su respiración se calmó. La felicidad de hacía unos minutos se extinguió como una vela. ¿Cuánto había que esperar?
Pensó de nuevo en las palabras del libro viejo sobre el duende y sobre cómo se suponía que seguiría a su dueño hasta su casa. Él no había visto a ningún duende. Queta sí. Y si un duende podía seguirlo a casa desde el arroyo de un bosque, tendría que ser capaz de encontrar el camino por unas escaleras.
Pero ¿qué pasaba si el duende no quería anunciarse? ¿Qué pasaba si los duendes domésticos no procedían de esa manera y era Bartolomeo quien tenía que ser amable primero para ganarse su confianza? El libro era muy vago en ese punto. No perdía nada con probar. Podría escribirle una carta al duende, hacerle una o dos preguntas, dejar el papel dentro de la morada y esperar a que le contestara. Ni siquiera estaba seguro de que los duendes domésticos supieran leer. Pero no se le ocurría qué otra cosa hacer.
La primera pregunta sería qué significaban las figuras arañadas en su piel. Eran palabras, no tenía duda, pero ¿en qué idioma? Se parecían mucho a la escritura que había visto en el suelo de la habitación de los pájaros metálicos. Aunque no tan complicadas. De hecho, parecía como si hubiera solo dos o tres símbolos, repetidos una y otra vez.
Uno de los viejos libros tenía una página en blanco entre la cubierta y la portada. La separó del lomo, con cuidado de no romper el pegamento. No escribía con gran habilidad. Cuando era pequeño —hacía muchísimo tiempo—, en el departamento de al lado vivía un joven que vestía chalecos coloridos y siempre parecía enfermo. Era un pintor pobrísimo que, vaya uno a saber por qué, consideraba atractivas las calles mugrientas y las casas desvencijadas de los distritos de los duendes. No era alguien como el común de la gente. Cuando veía a Bartolomeo subir corriendo al ático, no se asustaba de él ni lo cubría con una rama de saúco. Le había contado historias y enseñado a leer. Le había regalado los libros que ahora Bartolomeo guardaba detrás de la estufa. Había sido una especie de amigo. Pero al final se había marchado en un cajón de pino y Bartolomeo había olvidado muchas de sus enseñanzas. Bartolomeo no escribía con gran habilidad.
Pero de todas maneras lo hacía.
Tengo una pregunta importante. Me pondrá muy contento y te estaré muy agradecido si me contestas. ¿Qué significan estos signos?
A continuación copió en el papel las marcas de su piel con toda la fidelidad de la que era capaz. Era mucho más fácil que escribir en su idioma. Era como dibujar, y no tenía que preocuparse por cómo enlazar las letras o por qué sonido hacían. Luego escribió:
Muchas gracias, y buenos días.
Y firmó la carta:
Bartolomeo Perol.
Hizo un firulete debajo de su nombre que le causó mucho orgullo, e insertó el papel con cuidado en la morada del duende. Después bajó a su casa y recibió un tortazo por haber dejado sola a Queta.
Esa noche, al acostarse en su catre, Bartolomeo se puso mitad a pensar y mitad a soñar con duendes y plumas y signos de pregunta. En eso oyó un ruido. Un suave tintineo en la cocina, como un metal viejo y oxidado raspando contra otro. La puerta del departamento. Alguien estaba hurgando en la cerradura.
Se incorporó al instante. Más tintineos. Tras bajar las piernas por el borde de la cama, se levantó y fue de puntillas hasta la puerta de su habitación. El sonido cesó. Se arrodilló y miró por el ojo de la cerradura. La cocina tenía un aspecto fantasmagórico, muerto. El fuego se había extinguido por completo. Su madre estaba profundamente dormida en su estrecha camita, y todas las llaves colgaban en la pared del fondo en su lugar: la gran llave dentada de la puerta del departamento, la llave de su habitación, la llave del armario del jabón y la de la puerta trasera, todas en un clavo metido en el revoque.
Algo andaba mal. Sus ojos barrieron de nuevo la habitación. La puerta de la cama-armario de Queta. Estaba entornada. Y, dentro, alguien cantaba.
Se le apretó el corazón. No era la voz de Queta. No se parecía a ninguna voz que hubiera oído jamás. Era hueca y terrosa. Cantaba en un idioma atiplado y punzante que, por algún motivo, hizo que Bartolomeo se sintiera incómodo al escucharlo, como si no le correspondiera oírlo, o estuviera entrometiéndose. Pero la melodía era paralizante. Subía, caía, encantaba de manera salvaje, salía serpenteando del armario hasta llenar todo el departamento. Bartolomeo estaba rodeado por ella; nadaba a contracorriente de unas negras cintas arremolinadas de sonido. La música le llenó la cabeza, se hizo cada vez más fuerte y rápida hasta ser todo, todo lo que él percibía.
Los párpados le pesaban como plomo. En su vista florecían puntos de tinta. Lo último que vio antes de que sus ojos se apartaran de la cerradura y de caerse redondo al suelo fue la puerta de Queta que se abría un poco más. Una mano oscura y nudosa la aferraba desde adentro. Luego la cabeza de Bartolomeo golpeó el suelo como una piedra y se quedó dormido.
Un golpe a su puerta lo despertó al día siguiente. Su madre entró en la habitación con un montón de hilos, y la madera carcomida rebotó sonoramente contra su cabeza.
Se levantó de un salto, gritando.
—Bartolomeo Perol, ¿qué haces en el suelo? Rayos y centellas, ¿para qué tienes la cama? Caramba, me da ganas de…
Bartolomeo no se quedó para oír de qué le daba ganas. Atravesó la puerta corriendo, y siguió corriendo escaleras arriba hacia el altillo, con sus piernas activas como pistones. Por favor, que haya una respuesta; por favor, que haya una respuesta. Lo aterraba la idea de que el duende no le hiciera caso, de encontrar todo tal como lo había dejado.
Pero esta vez nada estaba como lo había dejado. Se quedó sin aire al introducirse en su escondite. Parecía que una tormenta hubiera pasado por allí. La caja de tesoros estaba abierta y su contenido, desparramado por el suelo. La cuerda de vidrio tenía un nudo enorme, tan prieto y complicado que no imaginaba cómo podría deshacerlo. Habían arrancado la paja del felpudo para embutirla entre las tejas del techo, y ahora caía, suave y dorada, a la luz de la ventana. En cuanto a la morada del duende, estaba destrozada. Las ramitas que tantos meses le había llevado juntar estaban pisoteadas y enterradas en las grietas del suelo. Las cerezas habían desaparecido. También la cuchara.
Avanzó un par de pasos, con la mente paralizada. Pisó algo arrugado. Era su carta, medio oculta bajo una maraña de hiedra. Se arrodilló y la desdobló con manos temblorosas.
Ahí estaba su escritura, tan mala y torcida que se avergonzó de ella, y a su alrededor, pequeñas huellas dactilares como las de un niño pequeño. En el envés, desdibujado en el papel crema como una mancha, había un número. Un solo número… 10
Y eso era todo.
Se lo quedó mirando, mientras la paja caía a su alrededor, y las palabras de su madre se presentaron sin que nadie las convocara. Las palabras que había dicho aquel día, semanas atrás, cuando la dama de morado había aparecido entre las sombras del Callejón del Viejo Cuervo y él le había suplicado a su madre que lo dejara invitar a un duende.
¿Y si te toca uno malo?