Capítulo XVIII
Los distintos
EL señor Jelliby se hizo pasar por un muerto. Se sentó en la silla, envuelto por las sombras, sin atreverse a moverse ni a respirar, esperando a que Bartolomeo y el duende rata se marcharan.
Un minuto después supo que el engaño había surtido efecto. Despegó un párpado. La voz del duende retumbaba en la vastedad del almacén, y luego se perdió entre un estruendo de ruidos y silbidos mecánicos. El señor Jelliby abrió bien los dos ojos y se levantó. Tras esquivar uno de los zapatos del doctor Harrow, cuya punta gastada y embarrada sobresalía de una brecha entre dos cajones, el señor Jelliby abandonó su escondite.
Apenas había dado diez pasos cuando oyó un estruendo sobre su cabeza. Una luz mortecina inundó el almacén al abrirse una gran parte del techo, que reveló el cielo y la aeronave que flotaba en lo alto. Caía la noche. Un ascensor mecánico subía por el cable de anclaje, meciéndose apenas al hacerlo. El ascensor no era cerrado, y el señor Jelliby aún veía a los dos pasajeros con claridad. El duende rata iba agarrado a la barandilla con brazos y piernas y extremidades sin nombre. A su lado, agachado, estaba Bartolomeo.
El señor Jelliby salió a toda prisa de entre los cajones. Ahora veía claramente el interior del almacén, húmedo y lleno de goteras, con montañas de cajones cubiertos de moho y grúas y, en uno de sus extremos, ganchos que colgaban sobre el agua oscura. En el centro del almacén había un par de zapatos de cuero. Eran pequeños —de niño— y estaban chamuscados. Irradiaban marcas de quemaduras como un sol carbonizado. Las suelas estaban clavadas al piso. Cerca de los zapatos se iba desenrollando una enorme bobina de cable, a medida que subía al cielo el ascensor. Este ya debía estar a unos diez metros por encima del señor Jelliby, y se alejaba a cada segundo.
Tras dar un salto, el señor Jelliby se aferró al cable con las dos manos. No mires abajo, pensó. Si el duende rata lo veía, no creía que pudiera hacerle gran cosa. Al menos no hasta llegar a la aeronave.
El cable lo levantó en el aire. El metal frío le quemaba las manos. Trató de ayudarse con los pies, pero las puntas de sus zapatos resbalaban y tuvo que sujetarse con todas sus fuerzas para no caer.
Subía cada vez más alto, más allá del techo abierto, hacia el cielo. El almacén empequeñeció debajo de él. El viento, frío y furioso, rugía meciendo el cable. Sus dedos se pusieron tiesos y a continuación perdieron la sensibilidad. Por encima de su cabeza, el ascensor zumbaba, y oyó palabras sueltas de la voz del duende rata, que provocaba a Bartolomeo.
Cerró los ojos. No se atrevía a mirar hacia abajo, a la ciudad. Pero tampoco se atrevía a mirar hacia arriba. Si veía cuánto le faltaba para encontrarse a salvo en la aeronave, probablemente se rendiría ahí mismo. A salvo. Nada iba a salvarlo allí adonde iba. Casi seguro el señor Lickerish estaba arriba, junto con quién sabe cuántos de sus esbirros duendes. Incluso si el señor Jelliby sobrevivía a la ascensión, las cosas irían de mal en peor.
El aire se enfrió aún más cuando el dirigible proyectó su sombra sobre ellos. Abrió los ojos. La aeronave era inmensa, llenaba el espacio: parecía una gigantesca ballena negra nadando en el cielo. Una vez, el señor Jelliby había llevado a Ofelia a volar en un globo de aire caliente. Recordaba que al acercarse a él en Hampstead Heath lo habían mirado asombrados. Sus colores —los colores de un pájaro tropical— eran intensos, más intensos que los de los árboles y la hierba y el cielo azul de un día veraniego. Tan intensos que era imposible mirar cualquier otra cosa. Aquel globo cabría en la cabina de este.
Al señor Jelliby se le partían los brazos. Sentía cada tendón, cada nervio y cada músculo tensándose contra los huesos. El cable lo llevó más arriba. Entonces vio el nombre de la nave, trazado en firuletes plateados en la proa.
La Nube que Oculta la Luna.
Su hombro pegó un tirón. Por un horrible momento pensó que sus brazos sencillamente flaquearían y caería al vacío hasta estrellarse en Wapping. ¿La Luna? ¿Eso era la Luna? La Luna de la nota del gorrión. La Luna de la que hablaba Melusina. No estaba loca. Se trataba de una aeronave.
Se abrió una compuerta en el vientre de la cabina. El señor Jelliby alcanzó a ver un salón, rebosante de calidez y de luz amarilla. El ascensor entró en él y se detuvo. También el cable. A cien metros por encima de Londres, el señor Jelliby miró a su alrededor sin saber qué hacer.
Dios santo. Sus ojos atisbaron el salón. El duende rata se había llevado a Bartolomeo del ascensor y había desaparecido. La compuerta empezó a cerrarse.
—No —jadeó el señor Jelliby, y los pulmones le rasparon como si estuviesen recubiertos de hielo—. ¡No! ¡Esperen!
Pero incluso si lo oían desde la aeronave, lo más probable era que sacudieran con fuerza el cable en vez de ayudarlo.
Empezó a escalar por el cable, centímetro a centímetro. La compuerta se cerraba lentamente, pero parecía estar muy lejos, a kilómetros de distancia. Ya casi no sentía dolor en los brazos. Los sentía muertos, sólidos…
No. Apretó la mandíbula. No iba a morir allí arriba, helado en un cable como un insecto estúpido. Cinco metros más, eso era todo. Podía subir cinco metros. Por Ofelia. Por Bartolomeo y Queta.
Continuó luchando, empujándose hacia arriba con pies y manos. La compuerta seguía cerrándose. Si se cerraba por completo no quedaría más que un pequeño agujero por donde entraba el cable al salón. No lo bastante grande como para un hombre. Un metro y medio. Un metro veinte. Un poquito más… Con un arranque final de fuerzas, el señor Jelliby logró pasar por la abertura. El metal le mordió los tobillos al cerrarse. Levantó las piernas de un tirón, se alejó con un grito y se tendió en el suelo, temblando y sin aliento. La compuerta se cerró con un ruido metálico.
Después todo quedó en silencio.
Le hubiera gustado permanecer ahí tendido. La alfombra en la que tenía apoyada la mejilla era suave. Olía a aceite de lámpara y a tabaco, y el aire estaba tibio. Le hubiera gustado dormirse allí durante horas y horas, y olvidar todo lo demás. Pero se obligó a levantarse y, soplándose las manos despellejadas, fue rengueando hacia las escaleras.
Subió a los tumbos, pegado a la pared. Arriba había un pasillo. Era largo y estaba bien iluminado; le resultó extrañamente familiar. No vio a nadie ni oyó nada excepto el zumbido de los motores, de manera que avanzó de a poco por él, deteniéndose ante cada puerta para escuchar. Estaba seguro de haber estado allí no hacía mucho. Llegó al final del pasillo. La última puerta se veía más nueva que las otras, más suave y más lustrada. Y entonces lo supo. Casa Simpar. La dama de morado corriendo por el pasillo iluminado. Las palabras del duende mayordomo cuando lo atrapó: “Salga de aquí ahora mismo. Regrese a la casa”. El pasillo formaba parte de la aeronave. El día de la tertulia cervecera se había metido sin darse cuenta en el lugar secreto del señor Lickerish. De alguna manera, la vieja casa del puente de Blackfriars y el dirigible estaban conectados. Alguna magia los había entretejido.
Se acercaban voces desde el otro lado de la puerta. La voz del señor Lickerish. La voz de Bartolomeo, baja pero firme. Y entonces empezó a abrirse una puerta que estaba un poco alejada en el pasillo.
El señor Jelliby giró sobre sí mismo: el miedo le inundó el pecho. Estaba atrapado. No hay dónde esconderse, no hay dónde. El pasillo estaba desnudo: solo lámparas y revestimiento de madera. Las puertas estaban todas cerradas. Todas menos una. Una de ellas tenía la llave en la cerradura. Corrió hacia ahí. Hizo girar la llave. La cerradura, bien aceitada, se abrió con facilidad. Entró justo cuando un pequeño gnomo marrón salía al pasillo.
La habitación estaba por completo a oscuras. Las cortinas tapaban las ventanas, y solo se veía una astilla de luz roja que se filtraba desde el poniente.
En la habitación había alguien más. De pronto se dio cuenta, y se paralizó. Oía respiraciones: pequeñas respiraciones suaves cerca del suelo.
Se llevó una mano al cinturón en busca de las pistolas, y maldijo en silencio al recordar que las había perdido. Apoyó la espalda contra la puerta, tanteando para encender las luces. Sus dedos dieron con una perilla de porcelana y la hizo girar. Varias lámparas brillaron en las paredes.
Estaba en un salón pequeño, en el que había un armario, un sofá otomano y gran cantidad de almohadones con borlas tirados en el suelo. Y había una niña. Ovillada en un almohadón de seda verde jade, había una sustituta. Tenía la cara afilada y en punta. En su cabeza crecían ramas. Estaba dormida.
La mano del señor Jelliby soltó la perilla.
—¿Queta? —susurró, dando unos pasos hacia ella—. ¿Ese es tu nombre, pequeña? ¿Eres Queta?
La niña no se movió cuando le habló. Pero era como si pudiera sentir que la observaban, incluso en sueños, y unos momentos después se incorporó sobresaltada. Miró al señor Jelliby con sus anchos ojos negros.
—No te preocupes —dijo él, acuclillándose y sonriéndole—. Bartolomeo está aquí, y hemos venido a rescatarte. No hay nada que temer.
La cara de la niña no se relajó. Por un momento solo se lo quedó mirando. Luego, en un susurro arrebatado, dijo: —Apague las luces. Rápido, señor, ¡apáguelas!
El señor Jelliby la miró, confuso. Y luego lo oyó él también. Se acercaban unos pasos apresurados por el pasillo. No eran los pasos ligeros del señor Lickerish, ni el arrastrar de pies del gnomo jorobado. Afuera había algo pesado y fuerte, que venía directo a la puerta del saloncito.
El señor Jelliby se enderezó de un salto y giró la perilla. Las lámparas se extinguieron, y él cruzó volando la habitación, para esconderse tras las cortinas de las ventanas. Alguien se detuvo al otro lado de la puerta. Una mano se apoyó en la llave. Luego la retiró y se hizo una pausa. La puerta se abrió de golpe.
El señor Jelliby apenas tuvo tiempo de ver a la silueta que entraba antes de que la puerta volviera a cerrarse. Quienquiera que fuese no encendió la luz. Pero la silueta tenía una linterna. Un pequeño globo verde flotaba en la oscuridad. Hacía una especie de tictac, como un reloj. Se expandió un poco. De pronto las lámparas volvieron a encenderse. Y ahí estaba el duende mayordomo, con su ojo mecánico fijo en el fondo de la habitación y el ceño un poco fruncido.
—¿Pequeña? —dijo, con su voz supurante y quejosa—. Dime una cosa, pequeña. ¿Eres capaz de traspasar paredes?
Queta no lo miró.
—No —dijo, y se abrazó a su almohada.
—Ya veo —la voz del duende mayordomo se oscureció—. Entonces, ¿cómo es que la puerta estaba sin llave?
El señor Lickerish estiró un dedo largo y tocó el mentón de Bartolomeo. Luego dobló el dedo abruptamente, obligándolo a mirar hacia arriba. Bartolomeo soltó un quejido ahogado y se mordió la lengua para no gritar.
—Los sustitutos pertenecen a los dos mundos —dijo el señor Lickerish—. Niños de hombre con sangre de duende. Un puente. Una puerta. No creas que voy a explicarte mis planes, porque no lo haré. Eres demasiado estúpido para entenderlos.
—Solo dígame por qué tiene que ser Queta —dijo Bartolomeo, retorciéndose entre la mano del duende rata. Sabía que era el fin. Difícilmente saldría vivo de esa habitación. Ya no tenía sentido mostrarse temeroso—. ¿Por qué no fue uno de los otros? ¿Por qué no fue el chico de enfrente?
—¿El chico de enfrente? Si te refieres al Niño Número Nueve, pues porque era una criatura fallada y degenerada, como los ocho que lo precedieron. Descendientes de duende inferiores, todos. Hijos e hijas de goblins, de gnomos y de esprigans. La puerta sí se abrió para ellos. De hecho, funcionó. Pero era una puerta muy débil, muy pequeña. Y se abrió dentro de ellos.
El fuego crepitaba en la chimenea. El señor Lickerish rió suavemente y soltó el mentón de Bartolomeo, para echarse atrás en su asiento.
—¿Quizás oíste que los sustitutos estaban huecos? Seguro que sí. Los periódicos armaron un revuelo tremendo con ese tema. Me pregunto de qué se escandalizaban tanto. Y pensar que algún duende del País Antiguo, que andaba en sus cosas y estaba totalmente desprevenido, de repente se encontró con una pila de entrañas humeantes de sustituto. No bastaron, esos nueve. Eran demasiado vulgares. Demasiado duendes, o demasiado humanos. Pero la Niña Número Once, Queta, es hija de un sidhe. Es perfecta.
Bartolomeo tragó saliva.
—Yo soy su hermano. Tenemos el mismo padre. Yo seré la puerta.
—¿Tú?
El duende pareció a punto de echarse a reír. Pero entonces hizo una pausa y miró a Bartolomeo. Bartolomeo creyó ver sorpresa en esos ojos negros. —¿De veras quieres ser la puerta? —preguntó el duende—. ¿Quieres morir?
—No —dijo en voz baja Bartolomeo—. Pero quiero que Queta viva. Quiero que vuelva a casa. Por favor, señor, yo seré la puerta, pero suelte a Queta.
El señor Lickerish lo miró un largo rato. Se le formó una sonrisita en la comisura de los labios. Al final dijo:
—Ay, qué deseo más tonto —y a continuación se dirigió al duende rata—: Llévalo de vuelta al almacén y deshazte de él. Pensé que podía ser peligroso. No lo es. Ni siquiera es fuerte. Solo es un distinto.
El duende rata se quedó mirando al señor Lickerish: las ratas se retorcían y chillaban.
—Melusina —dijo en voz baja—. ¿Qué hay de Melusina?
—Al almacén, Saltimbán. Ya mismo.
El duende rata empujó a Bartolomeo hacia la puerta.
—¿Dónde está Queta? —gritó Bartolomeo, resistiéndose—. ¿Dónde está mi hermana?
Pero por toda respuesta el señor Lickerish le dio un malicioso mordiscón a su manzana.
El señor Jelliby permaneció inmóvil detrás de las cortinas. Los pliegos de terciopelo negro lo ahogaban con su olor a cera vieja y a pétalos marchitos. Su frente empezó a sudar, y las cortinas pegadas a su cara le daban calor y le picaban. Se apretó aún más contra el hueco de la ventana, hasta sentir los fríos paneles de vidrio en la mejilla. Maldición. La puerta había estado cerrada con llave desde afuera. El hecho de que ahora estuviera abierta era una prueba contundente de que había alguien más en la habitación.
Del otro lado de las cortinas, el ojo verde del duende mayordomo miraba de un lado a otro por las paredes, cliqueando y zumbando al hacer foco en cada cosa: la arruga en la alfombra, las concavidades en las almohadas, las huellas dactilares en la perilla de porcelana…
—Trupanzón, ¿estás aquí? Dime, pequeña, ¿entró aquí ese gnomo degenerado?
Queta no contestó, y el duende mayordomo no se quedó esperando una respuesta. Cruzó la habitación, mientras miraba dentro del armario, abría cajones y daba puntapiés a las almohadas de seda.
—¿Saltimbán? ¡Selenyo pekkal! ¡No es momento para juegos!
El duende mayordomo estaba justo delante de las cortinas. El señor Jelliby oía su respiración jadeante, sentía su presencia como un gran peso al otro lado del terciopelo. El ojo verde del mayordomo se entrecerró. Estiró la mano, listo para abrir de golpe las cortinas. El señor Jelliby tenía los puños cerrados. Un segundo más y saldría de un salto, asestando puñetazos como un enajenado. Pero entonces una máquina de hablar sonó en la pared, estridente y vibrante como un pájaro enfadado.
El duende se dio vuelta y levantó el auricular.
—¿Mi Sathir?
En sumo silencio, el duende rata empujó a Bartolomeo por el corredor. Nada de provocaciones ni de amenazas.
Bartolomeo había esperado que empezara a darle lata en cuanto se alejaran del estudio, pero la boca de Saltimbán permaneció herméticamente cerrada.
Bajaron por la escalera en curva hacia el recibidor de la aeronave. El duende rata iba detrás de Bartolomeo, con las garras moviéndose a toda prisa y sosteniéndole el brazo tras la espalda.
—El señor Lickerish no va a ayudarte —la voz de Bartolomeo era perentoria—. No entiendo por qué piensas que lo hará. No sé qué le pasa a la dama de morado, pero al señor Lickerish no le importa. Solo te conserva para darte órdenes.
—Cállate —escupió el duende rata, y unos dientitos amarillos pincharon la espalda, las muñecas y los hombros de Bartolomeo—. Cállate, mocoso, tú no sabes nada… Bartolomeo quería llorar de dolor, pero no lo hizo.
—No piensa ayudarte, ¿no te das cuenta? Morirás cuando se abra esa puerta. Morirás como todos los demás. Al señor Lickerish no le importas. No le importa nadie salvo él mismo.
De inmediato el duende rata empujó a Bartolomeo contra la barandilla y se desmoronó, tropezando y rodando escaleras abajo. Bartolomeo lo vio detenerse al pie de la escalera, una desgraciada masa temblorosa.
Miró hacia arriba. ¿Salgo corriendo? Tal vez alguien lo estaba vigilando. Algún piski pequeñito escondido en los candelabros, o una cara de madera dentro del revestimiento. ¿Y hacia dónde corro?
Bartolomeo se acercó lentamente al duende rata.
—¿Qué le pasa a Melusina? —preguntó. Trató de hablar con voz amable—. Si detenemos al señor Lickerish podrás ayudarla. Esa es la única manera en que puedes hacerlo.
El duende rata miró a Bartolomeo. Su cara se retorció en señal de sorpresa, luego de suspicacia, luego de confusión. Bartolomeo pensó que diría algo, pero su boca solo se abrió y se cerró sobre sus dientes desparejos.
—¿Quién es ella? —preguntó Bartolomeo—. ¿Quién es Melusina?
Por un instante un destello de hostilidad despuntó en la cara del duende rata. Bartolomeo se echó atrás, convencido de que aquel iba a subir y a llevárselo consigo. Pero la hostilidad desapareció tan pronto como había llegado, para dar paso a algo que Bartolomeo nunca había visto en una cara tan inhumana. Una expresión nostálgica, triste y ausente.
—La conocí en Dublín —dijo en tono áspero—. Ella había ido a comprar cintas a la Calle Nassau, y era tan hermosa. Tan hermosa… Y yo era tan feo, espiándola desde las sombras. Me hechicé a mí mismo con un poderoso encantamiento que, en un abrir y cerrar de ojos, me convirtió en la criatura más apuesta del mundo entero. Me acerqué a su lado y le dije que las cintas moradas quedarían muy bonitas con su color de cabello. Nos pusimos a hablar. Me presentó a sus padres y me invitaron a cenar con ellos…
»Íbamos a casarnos en mayo. Pero la estúpida criada… una tontita supersticiosa que llevaba un anillo de hierro día y noche. O quizá no tan tonta. Me caló desde el primer momento. Me vio como realmente era, un horrendo nudo de ratas que se arrastraba al lado de la señorita de la casa. Por un tiempo creyó que estaba loca. Más tarde se confió al mayordomo. El mayordomo se lo dijo a la cocinera, la cocinera al ama de llaves y, al cabo, el cuento llegó a oídos del padre de Melusina. Era un hombre muy amable en todo momento, y quería mucho a su hija. El rumor lo perturbó. Mandaron a llamar a un cazador de duendes a Arklow para adivinar si había engaños mágicos en la casa, y el padre de Melusina decidió tener una conversación con ella, para transmitirle sus temores. Pero yo hablé con ella antes. La puse en contra de su padre. Ella lo llamó “mentiroso” y “monstruo desalmado”, y huimos juntos mientras se avecinaba una tormenta, cabalgando hasta cruzar las colinas.
Hubo una pausa durante la que la aeronave quedó en silencio. Las llamas de las lámparas de gas parpadearon y disminuyeron. El único ruido era el zumbido de los motores.
Las ideas se agolpaban en la mente de Bartolomeo. No tengo tiempo para esto. Tengo que encontrar al señor Jelliby y a Queta antes de que se convierta en una horrible puerta. Se preguntó cuántas fuerzas le quedaban al duende rata, qué haría si él intentaba salir corriendo. Sus manos aferraron uno de los barrotes de la barandilla. Podía arrancarlo, pensó, y golpear a las ratas con él.
Pero entonces el duende lo miró de nuevo, y sus ojos estaban húmedos y perdidos e insoportablemente tristes.
—Nos fuimos a Londres —dijo, aunque, en realidad, no a Bartolomeo. En realidad, a nadie—. Vendimos sus joyas para comprar vino y bailamos hasta que nos dolieron los pies. Me parecía que todo iba de maravillas, pero a Melusina no. No a mi hermosa Melusina. Extrañaba a sus padres. Extrañaba Irlanda y las altas colinas verdes. A fin de cuentas, es una muchacha muy joven —Bartolomeo soltó el barrote—. Y entonces supe que nunca sería mía mientras durara el engaño. No me amaba. Amaba una ilusión y una mentira, así que un día me deshice del encantamiento. Le mostré qué era yo.
El duende rata apartó la vista. Cuando volvió a hablar, lo hizo conteniendo el llanto:
—Y me odió. Me odió por mi fealdad. Echó a correr. Corrió hacia la puerta, llorando y gritando. Pero yo no podía dejarla ir. No podía. Sabía que no dejarla ir la mataría. Sabía que las ratas la roerían por dentro y que ella nunca volvería a ser la misma, pero ¿de qué otra forma podía retenerla conmigo? ¡No podía permitirle que me dejara! —el duende rata se estremeció en el suelo, como si sus muchas patas estuvieran corriendo en distintas direcciones. Luego se replegó sobre sí mismo como un caracol, escondiendo la cabeza—. Por entonces conocí al señor Lickerish —susurró—. Una noche, en la calle. Me contó su plan, y dijo que necesitaba a alguien que le trajera a los sustitutos. Si se abría el portal duéndico, dijo, todo volvería a estar en orden. En Inglaterra la magia sería fuerte y yo sería capaz de impedir la muerte de Melusina. Sería capaz de hacer un encantamiento tan potente y tan profundo que ni siquiera el anillo de hierro de la criada la ayudaría a penetrarlo. Y todo esto… —levantó una mano de colas de rata y la agitó ciegamente—. Todo esto parecería un mal sueño. Así que le obedecí. Hice cada cosa que me pidió.
Bartolomeo no dijo nada. No le gustaba lo que había oído. Quería encontrar a Queta y quería odiar a Saltimbán. Quería poder considerarlo un monstruo por todo el dolor que había causado. Pero una voz desagradable se había metido en su cabeza y le decía: ¿Un monstruo? Pero es igual que tú. Igual de feo, igual de egoísta. No eres diferente de él. ¿No matarías a un millón de personas para salvar a Queta?
Bartolomeo cerró los ojos.
—Pero Melusina —dijo, tratando de hablar con calma—, ahora que la abandonaste vivirá. Bath queda muy lejos. Ella estará a salvo.
—A salvo —la voz del duende era un susurró desnudo y agitado—. A salvo de mí. A salvo para siempre.
Bartolomeo lo miró fijo.
—Nadie le prestó ayuda. Ni la policía, ni el señor Lickerish, aunque se lo rogué e hice todo lo que me pidió. Ella debe de haber durado un día, quizá dos, antes de morir sola en esa silla, en la blanca habitación subterránea.
El señor Lickerish habló apresuradamente en el aparato de latón, con un dejo de excitación en la voz.
—Por fin ha llegado el elixir de la grinbruja. Lleva a la Niña Número Once al almacén y dáselo de beber. Asegúrate de que trague hasta la última gota. Y luego aléjate a toda prisa. Las sílfides acudirán pronto. Tendrás solo unos minutos antes de que el portal empiece a destruir la ciudad. Vuelve a la Luna y no te retrases. Necesito que vuelvas al mundo mañana.
Alejó el auricular y mordió pensativamente la punta de la cinta de su reloj.
—¿Sathir? —la voz del duende mayordomo crepitó en el aparato—. ¿Sathir, está usted ahí? ¿Quiere decir algo más?
El señor Lickerish volvió a levantar el auricular.
—Sí, sí, creo que sí. Saltimbán se ha puesto un poco… inestable. Se dirige al almacén en este mismo momento. Asegúrate de que se quede allí —y sin esperar respuesta colgó el auricular.
El duende mayordomo colgó lentamente el aparato para hablar.
—Muy bien —dijo, sin dirigirse a nadie en particular y, tras echar una última ojeada por la habitación, tomó a Queta de la mano y la llevó hacia la puerta—. Vamos, mestiza. ¿Quieres beber algo? Supongo que estarás sedienta.
—Lamento que haya muerto —dijo Bartolomeo en voz baja. De un modo extraño lo lamentaba. Ella siempre le había parecido un fantasma y una bruja, un símbolo del mal que había irrumpido en su vida. Ella había iniciado todo, al meterse en el callejón y llevarse al niño de los Buddelbinster. Pero en realidad no había sido ella en absoluto. Cuando él se le había acercado bajo el alero de aquella casa en el Callejón del Viejo Cuervo, entonces había conocido a la verdadera Melusina. Había oído su voz suave y unas tonterías sobre valets y duraznos y crema. Bartolomeo nunca olvidaría la pena que llameó en los ojos de Melusina cuando vio venir al duende rata corriendo por los adoquines. Dile a papá que lo siento, había dicho.
Dile a papá que lo siento.
Si Bartolomeo vivía, se lo contaría a su padre. Lo encontraría y le diría cuánto lo había querido ella en sus últimos días, cuánto deseaba volver a casa.
Bartolomeo se arrodilló al lado de Saltimbán. Casi extendió la mano para tocarlo, pero fue incapaz de hacerlo. Cerró el puño y dijo:
—Ya no tienes que ayudar al señor Lickerish. No tienes que hacerle daño a la gente. ¿Sabes dónde está mi hermana? ¿Puedes llevarme adonde está ella? Por favor, ¿puedes ayudarme a salvarla?
Por un momento Saltimbán no dijo nada. Su cara estaba oculta entre la masa hirviente de pelajes y colas. Las ratas parecían darse cuenta de que algo andaba mal. Se subían unas sobre otras, ponían los ojos en blanco y les temblaban los dientecitos amarillos. Por un momento Saltimbán no dijo nada. Luego habló con voz sofocada:
—¿Por qué te ayudaría? ¿Por qué ayudaría a alguien, ahora?
Bartolomeo se clavó las uñas en las palmas.
—Porque… —balbuceó, pero no sabía la respuesta. No en ese momento. Solo podía pensar en Queta, y en su mano en la suya, y en sus estúpidas, impodables ramas—. Solo ayúdame, ¿por favor? Por favor, ¿me ayudarás?
En el recibidor se oyó un sonido metálico y la compuerta empezó a abrirse, creando un agujero enorme en la tibieza de la sala. El viento la llenó, soplando junto a las orejas de Bartolomeo. Entonces una puerta se abrió y se cerró en el pasillo de arriba. Avanzaron pasos por la alfombra.
Alguien viene. Bartolomeo se incorporó, listo para echarse a correr. Tenemos que irnos. Tenemos que irnos ya mismo.
Pero el duende rata solo se sentó y se quedó mirando a Bartolomeo, que le suplicaba con sus ojos negros.
—¡Tienes que ayudarme! —repitió Bartolomeo desesperado—. ¡No sé por qué, pero tienes que hacerlo! ¡Mi hermana morirá! Ayúdame, por favor.
Saltimbán apartó la vista. Las ratas se estaban poniendo frenéticas, pero la cara del duende estaba muy quieta, casi en calma.
—No —dijo. La palabra cayó de su boca como una piedra. Y luego, tras arrastrarse hasta el borde de la compuerta, se arrojó al vacío de la noche. Bartolomeo no lo miró caer. Se tapó los oídos para no escuchar a las ratas y volvió la cabeza hacia la pared.
El señor Lickerish había terminado de comer la manzana. Dejó el carozo y empezó a sacar las semillas, poniéndolas en fila sobre su escritorio. Tras completar la tarea a su gusto, tocó la campana y pidió al gnomo jorobado que le trajera un vaso de leche. Cuando la leche llegó, en vez de bebérsela el señor Lickerish barrió las semillas con la palma de la mano y las echó dentro del vaso. Luego fue hasta la ventana y miró afuera, con los brazos cruzados detrás de la espalda.
Un tintineo débil lo hizo volverse. La habitación estaba vacía. Un pájaro mecánico miraba la nada con sus ojos duros. En el vaso se había formado una película sobre la leche, como siempre que la leche está bastante fresca. Mientras el señor Lickerish la observaba, la película se convirtió en una piel. La piel se hizo más gruesa. Y de pronto el vaso se volcó y un glóbulo semisólido de leche blanquiazul se derramó sobre el escritorio. Reptó hasta el borde. El señor Lickerish lo tomó en la mano y lo acercó a su cara. Su boca se estiró a lo ancho de sus dientes revelando una sonrisa reluciente. Veía débilmente las semillas de manzana en el centro de la leche: de ellas florecían venitas y pulmones y un corazón. Luego dos semillas salieron a la superficie para formar un par de ojos, y el glóbulo se puso de pie sobre unas piernas como tallos. Tenía una boca enorme que permanecía abierta: ancha, desnuda y vacía.
—Encantador —dijo el señor Lickerish, sin dejar de sonreír—. Serás mis ojos por un rato, diablillo. Ve rápido al almacén y vigila. Lo que tú veas yo lo veré, y lo que yo diga tú lo dirás. ¿Comprendes?
El glóbulo de leche lo miró fijo, con sus ojos de semilla de manzana un poco tristes. Asintió lentamente. Luego bajó de un salto de la mano del duende y fue bamboleándose hacia la puerta.
El señor Jelliby encontró a Bartolomeo en el recibidor de la aeronave, intentando esconderse bajo la alfombra. La compuerta estaba abierta. Era una noche fría y sin nubes, y la ciudad se extendía inmensa debajo de ellos. Las calles formaban una telaraña brillante: Mayfair y High Holborn refulgían iluminadas por duendes flamígeros, mientras que las calles más pobres, alumbradas con lámparas de gas, eran solo hilos mortecinos y titilantes, o no estaban encendidas en absoluto. Lento y negro, el río cortaba todo en dos, interrumpido solo por la luz de los botes que recogían cadáveres.
—¡Bartolomeo! ¿Qué haces? ¡Aléjate del borde! —susurró el señor Jelliby, caminando de puntillas por el recibidor—. En este mismo momento el duende mayordomo está con el señor Lickerish. Tiene a tu hermana, y le dará la poción y la llevará abajo en el ascensor.
Bartolomeo se incorporó de un salto.
—¿Queta? ¿Ha visto a Queta?
—¡Sí! ¡Con mis propios ojos! Pero tenemos que apresurarnos.
Corrió hacia el borde del piso y estiró la mano para alcanzar el ascensor, mientras lo estudiaba rápidamente.
—Ahí. ¿Ves esas barras de metal debajo? Podemos escondernos ahí, creo, y salir cuando el mayordomo esté solo en el almacén. ¡Rápido, adentro!
Sin decir una palabra, Bartolomeo se ubicó entre las barras de metal. La tibieza del recibidor desapareció al instante. Viento y ceniza helada soplaban de un lado a otro a su alrededor, pero apenas lo notó. El señor Jelliby la encontró. Ella está aquí y está viva.
El espacio debajo del ascensor tenía apenas treinta centímetros de alto y estaba por completo abierto. Solo unas barras muy separadas impedían que cayera al vacío. Es el portaequipajes, pensó. Era donde se habrían puesto las maletas y las cajas de sombreros si se le hubiera dado un uso común al dirigible.
El señor Jelliby tiró del cable y el ascensor descendió treinta centímetros. El portaequipajes se hundió debajo del borde de la compuerta y quedó oculto. Entonces él también se metió debajo.
Justo a tiempo. El señor Jelliby apenas logró acomodar los brazos y las manos antes de que se oyeran pasos en la escalera.
—¡Vamos! —la voz jadeante del duende mayordomo entró en el recibidor—. ¡Eres la criatura más fastidiosa que pueda imaginarse! Los otros nueve no eran ni la mitad de pesados.
Se oyó que el duende arrastraba a Queta mientras ella intentaba seguirle el paso. Luego el ascensor se meció cuando ellos subieron. Bartolomeo podía ver un poco a través de la grilla de metal del suelo. Apenas divisaba las sombras de los pies descalzos de Queta, las largas suelas de los zapatos del duende mayordomo… y había algo más. Algo pequeño y redondo que no se quedaba quieto, y que hacía un ruido extraño como agua dentro de una jarra.
Bartolomeo aguantó la respiración. Queta estaba tan cerca. A centímetros encima de él. Quería treparse y abrazarla, y decirle que la había encontrado y que pronto se irían a casa. Ya faltaba muy poco…
El ascensor empezó a descender, chirriando al internarse en la noche. La única luz provenía del ojo verde del duende. El señor Jelliby rogó que no se le ocurriera mirar abajo. De hacerlo los vería de inmediato, ahí tendidos debajo del piso. Su ojo mecánico podía ver a través del metal y en la oscuridad y…
El duende levantó la nariz y olisqueó el aire. El señor Jelliby se quedó tieso.
—Huelo lluvia —dijo el duende, mirando con curiosidad a Queta—. Lluvia y barro.
Queta no dijo nada.
El duende mayordomo tamborileó con los dedos sobre la barandilla.
—No ha llovido en Londres desde hace días.
Durante unos cuantos segundos solo se oyó el viento. Después, sin previo aviso, un cuchillo dentado salió de la manga del duende, y este lo blandió en el aire y lo clavó en el piso. La punta se detuvo, resonando, a pocos centímetros del ojo de Bartolomeo, que dejó escapar un grito. —¿Barti? —gritó Queta, apretando la cara contra la reja.
El señor Jelliby se bajó de las barras y quedó colgado, sacudiendo las piernas a quince metros del suelo.
—¡Sal de ahí! ¡Sal de ahí, Bartolomeo, te matará!
El cuchillo golpeó de nuevo, varias veces, hasta darle a Bartolomeo en el brazo y hacerlo sangrar. El ascensor había llegado al techo del almacén. El aire se entibió a medida que entraban en el espacio cerrado.
—¡Ahora! —gritó el señor Jelliby desde donde colgaba—. ¡Vamos! Ya no estamos muy alto.
Bartolomeo vio el filo caer sobre él, brillante como un chorro de lluvia. Esa vez lo mataría. El duende acertaría y le atravesaría el corazón. Pero justo cuando la punta tocaba su piel, él se deslizó por entre las barras y cayó en el almacén.
El impacto lo dejó sin aire. Las rodillas se le doblaron bajo su peso y rodó por el suelo, varias veces, hasta detenerse contra una pared de cajones. Oyó que el ascensor tocaba el suelo. Luego los pasitos de los pies descalzos de Queta y los tacos del duende resonando contra la piedra. Al abrir los ojos, temió hallar a la criatura sobre él, con el cuchillo listo para liquidarlo.
Pero el duende mayordomo parecía haber perdido todo interés en Bartolomeo. Tampoco le prestaba atención al señor Jelliby, que se había arrastrado hasta el mar de cajones y estaba allí agachado, recobrando el aliento. Con movimientos rápidos y eficientes, el duende metió los pies de Queta en los zapatos chamuscados y empezó a atarle los cordones, con varias vueltas, hasta que no quedó la menor posibilidad de que la niña saliera de ellos.
Queta intentó levantar los pies, agitó las manos, pero los zapatos estaban clavados al suelo. Los dedos largos del duende tiraron de los nudos, asegurándose de que fueran firmes. Ella se rascó la cabeza y trató de desatarse los cordones, pero el duende le apartó las manos de una palmada.
Bartolomeo fue acercándosele en cuatro patas. El duende seguía sin prestarle atención. El mayordomo se puso de pie y sacó el elixir de su chaqueta. Lo arrimó a los labios de Queta e inclinó la botella. Ella resopló una vez, escupió, pero él le apretó la carita con la mano y la obligó a mirar hacia arriba. Queta no pudo hacer nada salvo beber el líquido a grandes tragos.
Cuando la botella estuvo vacía, el duende la arrojó a un lado. Sin decir palabra, volvió al ascensor.
De un salto, el señor Jelliby salió de entre los cajones, blandiendo un gancho de metal como un estoque. El duende ni se inmutó. Lo esquivó con gracia, doblándose hacia atrás como una serpiente y, tras retorcerse, le asestó un tremendo golpe al señor Jelliby en el costado de la cabeza. Bartolomeo vio al señor Jelliby tambalearse y corrió hacia Queta. La llevaré a la ventana. Saldremos mientras el duende está distraído y…
Se paralizó. El duende mayordomo también. El señor Jelliby soltó el gancho.
De la nada se había levantado una brisa suave que traía consigo un olor de nieve. Y algo estaba ocurriéndole a Queta. Había empezado a formársele una línea negra sobre la piel, desde la punta de la cabeza, bajando por los hombros, hasta los brazos y las piernas.
—¿Barti? —dijo, con la voz quebrada por el miedo. Alrededor de su boca, su piel pálida estaba teñida de un negro-morado—. Barti, ¿qué pasa? ¿Qué estás mirando?
En el momento en que la línea alcanzó los zapatos clavados, estos se desintegraron, convirtiéndose en copos delicados que se desperdigaron por el suelo. La brisa se convirtió en viento, que agitaba las ramas en la cabeza de Queta. Y, de pronto, a espaldas de ella ya no hubo una pared, ni cajones, ni un almacén, sino un bosque oscuro que se extendía hasta el horizonte. Estaba cubierto de nieve. Los árboles eran negros y sin hojas, viejos y más altos que cualquier árbol inglés. Al fondo, entre ellos, Bartolomeo vio una casita de piedra. Tenía una luz encendida en la ventana.
Queta se abrazó a sí misma y lo miró, con los ojos dilatados.
—Está surtiendo efecto —ceceó una voz desde el techo. Girando sobre sí mismo, Bartolomeo miró hacia arriba y vio una forma blanca en la oscuridad, posada en una de las cadenas colgantes. Miraba fijo el bosque y a Queta. Su boca era ancha y estaba vacía, y en el fondo de su voz fría y húmeda se oía el susurro del señor Lickerish—. La puerta se está abriendo.
Bartolomeo se volteó para mirar a Queta. Sí, la puerta se estaba abriendo. De a poco la línea negra se expandía, formando un círculo como el anillo en llamas por el que salta un tigre. Y a medida que crecía el círculo, también crecía el marco, hasta ya no ser una línea sino una cadena ondulante de alas furiosas y agitadas. Eran como las alas que volaban en torno a Saltimbán y a Melusina en todas partes adonde iban, solo que más fuertes y mucho más negras. Y destruían todo lo que tocaban. Las baldosas del almacén se levantaban y se quebraban apenas las rozaban. Los cajones que estaban más cerca estallaban en una lluvia de astillas. Y Queta seguía clavada en su sitio, una pequeña silueta recortada contra el bosque y la nieve del País Antiguo.
—Sí —dijo la voz del señor Lickerish, suave y sibilante, a través del diablillo lechoso—. Niña Número Once. Te has abierto.
El duende mayordomo se precipitó hacia el ascensor, pero el señor Jelliby se le echó encima una vez más, dándole puñetazos y patadas con toda su fuerza. Bartolomeo miraba embelesado a Queta. Sentía el viento, olía el hielo y el musgo de los bosques ancianos. La puerta no era muy grande. Su madre siempre decía que la de Bath había sido la cosa más enorme que el mundo jamás había visto.
—Ve a buscarla, niño —dijo el diablillo lechoso desde el techo—. Ve a buscarla y tráela a casa —su voz ahora escondía agudeza, un cuchillo cubierto de seda—. No te preocupes. Las sílfides no te harán daño. No a uno de los suyos —el diablillo descendió del gancho—. Vamos —lo alentó—. Ve a buscarla.
Bartolomeo no lo pensó dos veces. Echó a correr, sorteando al señor Jelliby y al duende mayordomo. Luego Queta estaba delante de él y él tiraba de ella.
Queta salió despedida de entre las alas negras del portal. Sus pies tocaron el suelo de piedra. Bartolomeo la sostenía de la mano, y empezaba a correr hacia la ventana, hacia afuera. A sus espaldas la puerta dio una tremenda sacudida. Con una velocidad escalofriante las alas emergieron chillando y devorándolo todo a su paso. Bartolomeo sintió que plumas ásperas y huesos rozaban su piel. Pero el diablillo no había mentido. Fueran lo que fueren las criaturas que se escondían en esas alas, no lo lastimaron.
—¡Bartolomeo! —gritó el señor Jelliby, esquivando el cuchillo que el duende mayordomo agitaba por encima de su cabeza—. ¡Ponla donde estaba! ¡Ponla donde estaba o nos matarás a todos!
Aterrado, Bartolomeo empujó a Queta, pero el daño estaba hecho. La puerta había llegado casi al techo del almacén, un vasto tornado de alas que se tragaban todo lo que tocaban. Un viento con olor a nieve le golpeaba la cara. El bosque parecía llenar todo el espacio, proyectando su oscuridad más allá de los cajones y del río. Unas pisadas resonaron contra la piedra —las del señor Jelliby o las del duende mayordomo—, pero él ya no veía nada.
Queta trataba de aferrarse a él, estirando la mano para agarrarse de su camisa. Del otro lado, el bosque ya no estaba vacío. Algo había salido de la casita que se veía a la distancia. La luz seguía encendida, pero parpadeaba cada vez que una figura pasaba sobre ella, corriendo entre los árboles, acercándose cada vez más. A sus espaldas, otras formas se aproximaban por el bosque, oscuras y veloces, con ojos curiosos que brillaban a la luz de la luna.
Los duendes. Acudían.
—¿No quieres quedarte con tu hermana? —se burló el diablillo—. Ah, querida Queta, ¿ves? Tu hermano ya no te quiere. No quiere salvarte.
Bartolomeo la miró, desesperado. Nada quería más que salvarla. Había viajado cientos de kilómetros, se había enfrentado a la policía de Bath y al mercado duéndico y al duende rata mientras la buscaba. Pero Queta lo miraba fijo, con los ojos redondos y vacilantes.
—¿Sabes? Si la empujas, si la echas de un buen empujón al País Antiguo y a ese oscuro bosque invernal, en medio de esos duendes malignos que se acercan desde todos lados, la puerta empezará a encogerse. ¿No sería genial? ¿No sería fantástico? La puerta se desestabilizaría. Haría implosión. No miento. Inténtalo. Abandona a tu querida hermana por un mundo por el que no darías un penique.
Las palabras del diablillo encendieron un recuerdo en la memoria de Bartolomeo. De pronto, se vio en el claro de la grinbruja, alejándose de la carreta pintada y de la luz alegre de su ventana. Qué me importa el mundo. Eso había dicho, gruñendo en voz baja mientras caminaban pesadamente en la noche. A nadie le importaba. Ni a los duendes. Ni a la gente. Tenían otras cosas de qué preocuparse, como las monedas, y el pan, y ellos mismos. Bartolomeo podía dejarlos morir a todos. Sacaría a Queta de allí, y las alas barrerían esa ciudad cruel y aborrecible. Destruirían todo, arrasarían con iglesias, con casas y con palacios de gobierno. El señor Jelliby se convertiría en polvo. Y Bartolomeo y Queta se marcharían, de la mano, entre las ruinas. Era muy sencillo.
No eres diferente, dijo la voz desagradable, más fuerte y áspera que nunca. No eres diferente del duende rata, ni del señor Lickerish, ni de la grinbruja, ni de toda la demás gente que creías odiar.
Pero Bartolomeo era diferente. Sabía que lo era. Era enclenque y feo y no muy alto, y no le importaba. No le importaba que los duendes lo odiaran, o que la gente le tuviera miedo. Era más fuerte que ellos. Más fuerte de lo que había sido el duende rata, más fuerte de lo que el señor Lickerish sería nunca. Había recorrido lugares y tenido aventuras, y no lo había hecho por sí mismo sino por Queta y por su madre y por el señor Jelliby, que lo había llevado consigo cuando él estaba solo en el callejón. Ellos eran los que le daban una idea de pertenencia. No los duendes ni la gente. No tenía que ser como estos.
Acercó su cara a la de Queta y empezó a susurrar, con prisa, enlazando su mano en la de la niña.
—No lo escuches —dijo, entre el viento y las alas—. Dice solo mentiras. No tengas miedo. Tendrás que meterte ahí por un momento, pero en cuanto la puerta sea muy chiquita vuelves aquí de un salto. Saltas con todas tus fuerzas, ¿entiendes? Funcionará, Queta, lo sé.
—¿Barti? —la voz de Queta temblaba. Y entonces el viento aulló en torno a ellos y ya no pudo oírla. Pero sabía lo que estaba diciendo. Barti, no me hagas entrar ahí. No dejes que me atrapen los duendes.
Bartolomeo intentó sonreírle, pero su cara no se movió. Incluso las lágrimas se le congelaron, como un dolor detrás de los ojos. Abrazó a Queta, fuerte e intensamente, como si nunca fuese a dejarla ir.
—Funcionará, Queta, funcionará.
Con suavidad, la empujó hacia dentro.
Los pies descalzos de la niña se hundieron en la nieve. El viento agitó sus ramas y sus ropas. Por un instante las alas se quedaron quietas, como si planearan a cielo abierto. Luego parecieron darse vuelta, chillando hacia la puerta.
—¿Qué haces? —gruñó el diablillo lechoso, agarrándose de la cadena y mirando azorado—. ¿Qué haces, imbécil? ¡Sácala de ahí! ¡Sácala de ahí o nunca volverás a verla!
Sí, lo haré. Pero Bartolomeo sabía que no tenía sentido responder. Clavó los ojos en Queta esperando el momento justo para gritar, para decirle que entonces sí, podía saltar.
La puerta se encogía deprisa. Cuanto más empequeñecía, más rápido giraban las alas, hasta que de pronto un pilar estalló verticalmente, chillando a lo largo del cable del ascensor al subir hacia la aeronave. El diablillo gimió y fue consumido. En lo alto se oyó una explosión honda y reverberante.
Las alas llenaban la puerta, bloqueando todo. Bartolomeo solo podía ver retazos de los árboles que estaban del otro lado, atisbos de la cara aterrada de Queta, la casita, el bosque cubierto de nieve.
—¡Ahora! —gritó Bartolomeo—. Ahora, Queta, ¡sal de ahí! ¡Salta!
Queta no se movió. Había alguien detrás de ella. Una figura alta, esbelta, sombría, que le apoyaba una mano en el hombro.
Bartolomeo se echó hacia adelante. Pasó el brazo por la puerta. Tocó a Queta, su camisón sucio, su pelo de ramitas. Trató de agarrarle la mano para traerla hacia su lado, a Londres y al almacén. A casa.
—Vamos, Queta, ¡ahora! ¡Salta!
Pero las alas estaban por todas partes, golpeándolo e interponiéndose. La mano de Queta se soltó de la suya. Salió despedido hacia atrás, volando por el aire hasta estrellarse con una pared de cajones. Cayó al suelo, mareadísimo. Algo tibio le chorreaba por la frente. Su lengua sintió gusto a sangre.
Queta, pensó con los ojos empañados. Queta tiene que saltar. De a poco, con dolor, se esforzó por ponerse de pie y moverse.
—¡Queta! —gritó—. Queta, tienes que…
Todo quedó en silencio. El viento había cesado, también el ruido. Las alas estaban paralizadas en el aire; cajones astillados, ganchos y cadenas quedaron suspendidos. La puerta era un círculo perfecto en el centro del almacén. Y enmarcada en él, pequeña y sola bajo los árboles abovedados, estaba Queta.
Miró a Bartolomeo con sus ojos negros llenos de terror. Le caían lágrimas por las mejillas. Levantó la mano.
A continuación hubo un sonido como el de una cuerda de violín al romperse. El hechizo se había roto. Todo volvió a moverse. Llovieron despojos por todos lados: madera de los cajones, ladrillos de las paredes, hélices y la tela en llamas de la aeronave. La puerta desapareció.
Bartolomeo soltó un grito desesperado. Corrió al lugar donde había estado, arañó el aire, arañó las piedras.
—¡Salta! —gritó—. ¡Salta, Queta, salta, salta!
Pero era demasiado tarde.
Por encima de él hubo un tremendo estrépito. Pedazos de techo y vigas incendiadas cayeron a su alrededor, dejándolo atrapado. En medio del humo enceguecedor, hubo una explosión. Bartolomeo cayó al suelo, llorando y gritando, y la negrura lo envolvió.
No supo cuánto tiempo estuvo ahí tendido. Podía haber sido un año o un día. Lo mismo le hubiera dado si estaba muerto y ese era el fin del mundo. Le llegaron ruidos desde lejos y un agua helada le mordió la piel. El negro y el plateado de los uniformes de los bomberos centellearon entre la niebla opaca de su visión. Luego se reunió gente a su alrededor, que hablaba toda junta.
—Un distinto —dijeron—. Medio muerto. ¿Lo dejamos? ¿Lo dejamos ahí tirado?
Y en alguna parte el señor Jelliby, furioso, gritaba:
—¡Lo que harán es llevarlo a un carruaje! ¡Y de ahí a toda prisa al hospital, y si les toma el resto de su vida, lo salvarán! Él los salvó a ustedes. Nos salvó a todos.
Váyanse, pensó Bartolomeo. Déjenme tranquilo. Quería dormir. La oscuridad aparecía de nuevo, expandiéndose debajo de él y llamándolo. Pero antes de que se lo llevara, él abrió los ojos y miró hacia arriba. Vio el cielo a través del techo destrozado. Amanecía. El sol se alzaba sobre la ciudad, rompiendo la espesa capa de nubes.
—Te encontraré, Queta —susurró, mientras unas manos fuertes lo ponían en una camilla y se lo llevaban—. Estés donde estés, nos iremos a casa.