Capítulo V
Invitar a un duende
BARTOLOMEO abrió los ojos. El aire apestaba. Estaba en su propia cama y la luz entraba a chorros por la ventana. Su madre se inclinaba sobre él. Queta se agarraba a sus faldas, mirándolo como si fuera un animal salvaje.
—¿Barti? —la voz de su madre temblaba—. ¿Y bien, Barti?
Intentó incorporarse, pero el dolor estalló en sus brazos, y se desmoronó, sofocando un grito.
—Bueno, ¿qué pasa, madre? —preguntó en voz baja.
—No te hagas el tonto conmigo, Bartolomeo Perol. ¿Quién te hizo esto? ¿Al menos viste quién te hizo esto?
—¿Hacer qué? —le dolía la piel. ¿Por qué le dolía tanto? El tormento llegaba al hueso, lo pinchaba y latía como si tuviera gusanos debajo, mordiéndolo.
Su madre apartó la vista y gimió con la cara en las manos:
—¡Rayos y centellas, está amnésico!
Después se volvió hacia Bartolomeo y dijo prácticamente a gritos:
—Te han hecho jirones a los arañazos, eso te hicieron. ¡Han dejado a mi bebé hecho jirones! —levantó la esquina de la manta de lana de Bartolomeo.
Queta ocultó su cara.
Bartolomeo tragó saliva. Todo al frente de su cuerpo, por sus brazos y su pecho, había rayas color rojo sangre, arañazos finos que se retorcían y se arremolinaban por su piel blanca. Eran muy ordenados. Formaban una figura, como la escritura que estaba en la habitación de los pájaros mecánicos. De un modo violento y aterrador parecían casi hermosos.
—Oh… —suspiró—. Oh, no. No, no, yo…
—¿Fueron duendes o personas? —había miedo en la voz de su madre. Miedo vivo, desesperado—. ¿Alguno de los vecinos descubrió que eras un sustituto? ¿Juan Mediaslargas, o la mujer esa, Malita?
Bartolomeo no respondió. Su madre debía de haberlo encontrado en la calle. Recordaba haber salido a rastras, medio entumecido por el dolor, del jardín de los Buddelbinster. Los adoquines roñosos contra la mejilla.
Me preguntaba si no me pasaría por encima un carruaje. No podía contarle a su madre sobre la mujer del vestido ciruela. No podía contarle sobre el sustituto, los hongos, ni los pájaros. Sería para peor.
—No me acuerdo —mintió. Probó de frotarse los arañazos, como si el rojo fuera a borrarse. El dolor se hizo más agudo, al punto que se le nubló la vista. Las líneas, vivas y continuas, no se alteraron.
Alzó la mirada. Queta lo espiaba. La cara de su madre estaba demacrada, la boca arrugada para evitar temblar, el miedo de sus ojos a punto de propagarse en un nuevo ataque de histeria.
—Tengo que salir, madre —dijo—. A preguntarle a alguien. Lo arreglaré todo.
Se levantó, tambaleándose un poco cuando el dolor lo golpeó con toda su fuerza. Agarró su ropa sucia, que colgaba de la cabecera de la cama. Después se dirigió a la puerta, cojeando tan rápido como podía.
Su madre intentó detenerlo, pero él la apartó de un empujón, salió del departamento y avanzó por el pasillo.
—¡Por favor, Bartolomeo! —gimió su madre desde la puerta—. Vuelve adentro. ¿Qué pasará si alguien te ve?
Bartolomeo se echó a correr. Iba a invocar a un duende. Tenía que hacerlo. De repente estaba claro como el agua. Un duende doméstico le diría qué era un anillo de hongos, adónde llevaba y por qué las criaturitas aladas habían escrito sobre su cuerpo. Tal vez los mantuviera seguros y les trajera suerte. Y sería su amigo. Un amigo real que hiciera más que saludar por la ventana.
Arreglaré todo.
Subió cojeando al ático. Por la mañana, cuando los pasillos estaban vacíos y las motas de polvo daban lentas volteretas en medio de los rayos de luz que entraban por la ventana, la casa inspiraba seguridad. Pero no era segura. En el gueto de los duendes nadie dormía después de las cinco, si es que dormía, y Bartolomeo prefería no saber qué cosas ocurrían detrás de las paredes carcomidas. Un brusco ruido metálico llenaba el pasillo que iba hacia la puerta de Mediaslargas, y del otro lado se oía lo que parecían cuchillos frotándose entre sí. En el departamento de Dedipincho corrían y chillaban unos piskis. En el tercer piso, el olor a nabos hervidos y a ropa de cama mohosa era asfixiante, hacía más calor y el aire parecía espeso como algodón.
Delante de Bartolomeo se abrió una puerta, y apenas consiguió esquivarla. Salió una matrona duende, que cerró la puerta de un puntapié.
A Bartolomeo se le contrajo la garganta. Encima de todo, eso.
Estaba muy cerca. Bartolomeo veía cada arruga de su delantal, las florecitas azules bordadas en su gorra desvaída y arrugada. Por un aciago momento, la duende se detuvo, con la cabeza alzada, como prestando oídos. Si giraba los ojos aunque fuera un pelito, lo vería ahí parado, inmóvil en medio del pasillo. Vería su cara en punta y, en sus brazos, el hilván sangriento de los rasguños.
Uno, dos, tres…
Al final la duende vieja resopló y se alejó pesadamente por el pasillo. Tras ella, unos ruidos, después un golpe. Se detuvo en el acto y se volvió.
Pero los talones de Bartolomeo ya habían desaparecido por la trampilla que llevaba al ático.
Una vez dentro del tejado secreto, tomó de su escondite entre las vigas un viejo tazón de lata y volcó su contenido en el suelo.
Su madre le había prohibido invitar a un duende doméstico, pero qué sabía ella. Solo le tenía miedo a los duendes. Así había sido desde que el padre sidhe de los niños se había ido durante la noche, para no volver. Aunque eso era diferente; Bartolomeo se daba cuenta. Su padre había sido un duende encumbrado, artero y egoísta, y había apartado a su madre de su compañía de teatro cuando era joven, bonita y vivaz. Su madre había abandonado todo para huir con él. Y después, cuando ella perdió su cara bonita y se le ajaron las manos por efecto de la lejía, e iba de un lado a otro para alimentar a los niños, él simplemente se había ido. Desde entonces su madre no había hablado con ningún duende. Bartolomeo apenas recordaba a su padre, pero sabía que había tenido miedo a esos ojos negros que siempre lo enfocaban con disgusto y, quizá, con un atisbo de interrogación. Una vez su padre le había hablado en un idioma extraño, durante un rato que pareció durar horas, y cuando terminó y Bartolomeo simplemente se quedó ahí de pie, mudo y con los ojos bien abiertos, su padre se enfureció y arrojó todos los platos de su madre contra la pared. Los duendes domésticos no eran así, pensó Bartolomeo. Nada tan frío y volátil. Más bien eran como animales, decidió, como aves muy inteligentes.
Miró sombríamente los objetos que tenía delante, procurando ignorar el dolor de sus brazos. El duende no los ahorcaría dormidos. Claro que no. En uno de los libros de Bartolomeo, dibujada en tinta negra, había un criaturita temblorosa, no más alta que el candelero contra el que se tenía de pie. El duende llevaba una gorra con una pluma y en su espalda crecían pétalos de campanilla. Era una monada.
Bartolomeo recogió una de las ramitas y la dejó caer. ¿Por qué mi madre me prohíbe cosas? Así era peor. Se equivocaba. Ya se daría cuenta cuando el duende doméstico resolviera todos sus problemas. Después de que Bartolomeo hiciera que el duende le borrara los rasguños y le dijera cosas y jugara con él al escondite en el ático, lo pondría a trabajar. Ayudaría a remendar, a llevar recados y a limpiar la estufa panzona en la que calentaban agua para lavar. Su madre no tendría que trabajar tanto, y quizás un día podrían salir de allí y vivir en una habitación hermosa como la de las cortinas verdes y la chimenea.
Ya vería su madre.
Tras cerrar de un golpe un volumen polvoriento, Bartolomeo se dispuso a invitar a un duende.
El duende doméstico, o “duende hogareño”, es un ser mágico proveniente del País Antiguo, situado tras la puerta de los duendes. Es inmaterial y capaz de manifestarse en todas formas y tamaños. La apariencia de tu duende dependerá por completo de su carácter y de su humor.
Para invitar al duende debes encontrar un lugar tranquilo, apartado y muy silencioso. Los huecos mohosos y oscuros que se forman cerca de los bosques son especialmente aptos. (No temas, el duende te seguirá hasta tu casa.) Recoge un montoncito de hojas, paja, ramitas y demás fibra vegetal. Entrelázalas formando un montículo hueco, y deja una abertura en la base. (Esta es la puerta para que entre el duende.) Enreda trozos de comida natural (como bayas de saúco y anís) en las paredes de la morada. Pon dentro:
Una cuchara (pero NO de hierro).
Una cinta de color vistoso.
Un dedal.
Un pedazo de vidrio.
Pedacitos de comida doméstica (como pan o queso).
Por último, agrega por encima una pizca de sal. Los duendes aborrecen la sal por sobre todas las cosas, pero al poner un poco sobre tu ofrenda le infundirás respeto. Sin embargo, no pongas DEMASIADA sal, o el duende te tendrá más miedo que al mismo Diablo y no te servirá para nada.
Nota: cuanto mejor sea la calidad de cada artículo, más alta será la probabilidad de atraer al duende. Además, la calidad de los artículos es directamente proporcional a la calidad del duende que se deja atraer por ellos. Con una cuchara de plata y una cinta de seda es bastante probable obtener un duende amable y bueno.
Y después, en una letrita descolorida:
Extracto de la original Enciclopedia de duendes, de John Spense, 1779. Thistleby & Sons Ltd. no garantiza la eficacia de los actos arriba consignados ni se hace responsable por cualquier resultado indeseable.
Bartolomeo había leído eso tantas veces que casi podía recitarlo de memoria, pero lo leyó de nuevo una última vez. Luego recogió los ingredientes y puso manos a la obra. Le había llevado meses reunir los artículos que se mencionaban, buscándolos y ocultándolos en su caja de tesoros. Las hojas provenían de la hiedra que trepaba por el muro trasero de la casa. La paja la había tomado de su almohada. Había sustraído de la cocina una cuchara, mendrugos, tres cerezas secas y lo que quedaba de sal.
Veinte minutos más tarde, Bartolomeo se limpió las manos y se sentó a estudiar su obra. La morada del duende no parecía muy atractiva. De hecho, era deprimente, como si alguien hubiese vaciado un cubo de basura en el suelo. Empezó a preguntarse si aquello no sería una tontería imposible. La piel le dolía muchísimo. No sabía cuánto tiempo le llevaba a un duende encontrar una morada así, y tampoco sabía si debía esperarlo o si debía irse y regresar más tarde. ¿Y qué pasaría si el duende no lo ayudaba? ¿Qué pasaría si no quería ser su amigo y echaba a perder la leche, como había dicho su madre? Cuanto Bartolomeo más pensaba en eso peor se sentía, hasta que sacudió lastimosamente la cabeza y fue a sentarse junto a la ventana redonda. Abrazándose las rodillas, miró hacia afuera.
Un perro negro y sarnoso paseaba cerca de la cuneta, en busca de una hoja de repollo o de un hueso. En el fondo del callejón, dos hombres conversaban bajo la sombra azulada de unos aleros. Del tajo del cielo bajaba una luz color miel. Enfrente, la casa de los Buddelbinster se arrellanaba sobre sí misma. La mujer con cara amarga estaba en el jardín, con un cesto de ropa lavada apoyado en la cadera. Estaba tendiendo las sábanas sobre la hierba para que se secaran. Una, dos, diez veces, pasó arrastrando los pies por donde había estado el círculo de hongos, pero nada ocurrió. Ni alas ni viento. Aquello ya no surtía efecto. La magia había desaparecido.
La mirada de Bartolomeo se paseó por la casa. Algo se agitaba en la ventana más alta. Se puso tenso, esperando a medias que apareciera una vez más la silueta oscura que había visto allí el día en que se llevaron a su amigo. De pronto la ventana se abrió y alguien apartó unas cortinas delgadas. Era la madre duende, que estaba sentada en una silla recta de madera, con la cabeza en alto y las manos en el regazo, mirando por la ventana.
Bartolomeo se alejó de la suya. Rara vez la había visto. Aunque, la verdad, rara vez veía a nadie. La mujer era una criatura del bosque, pequeña y delicada, con una corona de astas en la cabeza. Era casi bonita. A excepción de los ojos, que eran planos y sin vida y enfocaban el jardín como si fueran canicas ciegas. Había estado llorando.
Perplejo, Bartolomeo se la quedó mirando. ¿Extrañaba a su hijo? ¿Lo habían raptado? Él casi se había convencido de que la dama de morado era una especie de maga, una pariente, y que se había llevado al niño a su casa para darle una vida mejor. Pero, de pronto, dudaba. Aquella no era la cara de una madre que se siente sola. Era la cara vacía e incrédula de alguien que carga con tanto sufrimiento que nada puede hacer con él, alguien con tal puntada en el corazón que ni todo el llanto ni los gritos del mundo la podrían aliviar nunca.
En el jardín, la mujer con cara amarga seguía tendiendo la ropa lavada. Le daba la cara a la casa; incluso pasó bajo la ventana varias veces, pero ni una levantó la vista para mirar a la duende. Qué persona tan maleducada y miserable, pensó Bartolomeo. Volvió a mirar a la madre duende.
Su boca empezaba a moverse. Sus labios formaban palabras, pero él estaba demasiado lejos para oírlas. La mujer cruzaba y descruzaba las manos sobre su regazo. De a poco empezó a mecerse en su silla. La mujer con cara amarga seguía tendiendo la ropa, convirtiendo el jardín en un tablero de ajedrez hecho de fundas para almohadas y de hierba marchita.
Bartolomeo se acercó más al vidrio. Se estaba levantando brisa. Las volutas de la cortina blanca flotaban cerca de la cara de la duende, delante de sus astas y de sus ojos. Ella no se movió de su silla.
La brisa cobró fuerza. Las sábanas y otra ropa de cama empezaron a moverse, deslizándose por la hierba del jardín. Pasó una sombra. Bartolomeo alzó la vista y notó que el cielo estival había descendido y se enfurecía, oscureciéndose de pronto. Las sábanas se arrugaron y acabaron todas revueltas.
La mujer con cara amarga seguía atareada y tendía más sábanas, pese a que las otras se retorcieran en el jardín. En el fondo del Callejón del Viejo Cuervo los hombres seguían conversando. El perro había encontrado alguna porquería y la mordisqueaba con pereza. Ninguno parecía percatarse de la oscuridad que se cernía sobre ellos.
Ahora la brisa era un viento que revolvía las sábanas, las agitaba y las levantaba en el aire. Las cortinas se desgarraban y flameaban en la ventana tras la que permanecía sentada la duende madre, ocultándola y exhibiéndola alternadamente en contraste con su blancura.
De pronto se oyó un chillido espantoso, como cuando el metal frota metal. La cara de la duende explotó a solo centímetros de la suya, apretada contra el otro lado de la ventana de Bartolomeo. Los ojos de la duende eran enormes, negros como la muerte, y hundidos. Por sus mejillas corrían lágrimas, demasiadas lágrimas. Su boca estaba abierta.
Bartolomeo gritó. Trató de apartarse del vidrio, pero no pudo moverse. Tenía el cuerpo frío, duro como la bomba de agua en invierno. La boca de la duende se abrió aún más y emitió un horrendo gemido plañidero.
—No lo oirás venir —gritaba, y sus ojos se pusieron en blanco.
Bartolomeo lloraba, temblando, con los pulmones constreñidos por el terror.
—No oirás nada. Las pezuñas en el suelo de madera. La voz en la oscuridad. Vendrá a buscarte, y no oirás nada.
Bartolomeo tapó la ventana con las manos, desesperado por cubrir esa cara.
Pero ella soltó una risa angustiosa y luego empezó a cantar:
“No lo oirás tocar a tu puerta. No lo sabrás hasta que sea demasiado tarde, demasiado tarde, ¡demasiado tarde!”.
Espantado, Bartolomeo cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra el suelo.
A la mañana siguiente, cuando Bartolomeo aún estaba en cama, su madre entró con una olorosa cataplasma y con un paño húmedo para su frente. Al pensar en lo anterior —la casita del duende en el ático, la ventana redonda y la cara—, Bartolomeo se sintió mil veces peor.
—¿Madre? —dijo en voz baja—. Madre, ¿oíste algo sobre los Buddelbinster?
—¿Los Buddelbinster? —estaba casi tan ronca como él—. No te preocupes por ellos. Ya bastante mala suerte tenemos. No necesitamos la de nadie más.
—¿Mala suerte? —Bartolomeo se incorporó un poco—. ¿Por lo de su hijo?
—Shhh, Barti, recuéstate. No, el hijo no. La madre. Se volvió loca de dolor, dice Marinube, pero son rumores. Lo más probable es que haya muerto de cólera. Parece que en Londres hay una epidemia.
Su madre terminó de aplicar la cataplasma y salió. La puerta chata se cerró y a continuación lo hizo la de calle. Bartolomeo oyó a Queta caminando por la cocina, y el tintineo de un cuenco. Unos minutos después su hermana entró en la habitación diminuta, con los brazos desnudos. Había exprimido las bayas que su madre utilizaba para darle color a la ropa al lavarla, y se había pintado rayas torpes y entreveradas en los brazos.
—Hola, Barti —dijo, y le sonrió.
Bartolomeo se la quedó mirando. Estuvo a punto de gritarle: Qué tontería has hecho. ¡Qué tonta eres y qué poco sabes!
Queta no paraba de sonreír.
—¿Adónde fue mamá? —preguntó él al rato.
Queta dejó de sonreír y se trepó a la cama.
—Fue a buscar rábanos para el desayuno. No pasa nada, Barti.
Bartolomeo miró los brazos de ambos: los de Queta llenos de rojo, al lado de los suyos, con sus delicados rayones. Entendió por qué ella lo había hecho.
—Caramba, ¿a que somos los más lindos de Bath? —dijo, y después fueron hasta la bañera y él la ayudó a lavarse la tintura. Cuando la madre volvió con los rábanos los dos estaban sonriendo.