Capítulo XV
El mercado duéndico
BARTOLOMEO creyó oír algo en la profundidad del edificio, una débil vibración de golpes que repercutía en las tuberías y en las paredes. Miró al secretario, que seguía con cara de perro. El hombre estaba ocupado aporreando una máquina de escribir. Al parecer no se había percatado de nada.
El ruido se iba haciendo cada vez más fuerte. Bartolomeo lo oía incluso por encima del repiqueteo de las teclas. Un pesado ruido metálico, como de una puerta que se cierra. Luego, pasos apresurados resonando en la profundidad del edificio. Gritos. Alguien gritaba a voz en cuello, pero Bartolomeo no alcanzaba a oír las palabras. Los dedos del secretario se paralizaron encima de las teclas. De golpe el hombre levantó la cabeza: sus cejas eran negras y erizadas.
Los gritos se acercaron. Bartolomeo no se atrevía a moverse, pero se esforzaba por escuchar, por comprender los gritos. Solo un poquito más cerca…
Bartolomeo y el secretario entendieron las palabras al mismo tiempo:
—¡Corre, muchacho! —gritaba el señor Jelliby—. ¡Sal de aquí!
El secretario se puso de pie de un salto. Un montón de papeles salieron volando cuando pasó por encima del escritorio, pero Bartolomeo se le adelantó. Salió corriendo por la puerta y la cerró de un golpe tras de sí. Se volvió justo a tiempo para ver al señor Jelliby subir la escalera a los tumbos, con la cara desencajada por el terror.
—¡Corre a la calle! ¡Nos encontramos afuera!
A ambos lados del pasillo de la comisaría había docenas de puertas de nogal, y todas ellas parecieron abrirse al mismo tiempo, revelando caras rojas y curiosas y corbatas flojas. Unos cuantos oficiales salieron a toda prisa, luchando con las hebillas de sus armas. El señor Jelliby se abrió paso a empujones. Bartolomeo se coló por entre sus piernas y los dos se encontraron afuera, cojeando y tropezando entre los pilares del puente de hierro.
El señor Jelliby volvió la vista por encima del hombro. El doctor Harrow había llegado a la escalinata de la comisaría. Caminaba a las sacudidas, con la nariz ensangrentada allí donde el señor Jelliby lo había golpeado. Detrás de él varios oficiales de policía gritaban y se empujaban, mirando confundidos a las figuras que huían. Dos de ellos soplaron el silbato y los persiguieron, pero pronto se perdieron entre la multitud vespertina, y Bartolomeo y el señor Jelliby se internaron a toda prisa en la ciudad.
El señor Jelliby adivinó de inmediato por qué la policía no hacía esfuerzos más denodados por atraparlo. Sabían quién era. Un miembro del Consejo Secreto aficionado al espionaje y a los exabruptos de violencia no iba a desaparecer así como así. En ese mismo momento enviarían un cable a Londres para alertar al jefe de policía de que enviara una patrulla a la casa de la Plaza Belgravia, con órdenes de arrestarlo en cuanto llegara.
Pero el señor Jelliby no tenía intenciones de regresar a Londres. No aún. Había dos direcciones más escritas en el pedazo de papel. Dos vidas a las que quizá podía salvar. Siempre y cuando Ofelia no esté en Londres… Tenía la esperanza de que hubiese ido a Cardiff. A la pobre se le partiría el alma si se encontraba en casa cuando llegara la policía.
Cuando aminoraron la marcha lo bastante como para recobrar el aliento, Bartolomeo se le puso al lado:
—¿Qué ha pasado? —preguntó, esquivando una pila de canastos de mimbre para mantenerse junto al señor Jelliby. En realidad, no quería saberlo. Probablemente se pondría furioso. Habían perdido muchas horas ahí dentro, y casi seguro porque el caballero había hecho de nuevo una tontería y se había metido en problemas. Pero Bartolomeo pensó que debía decir algo por haberse callado cuando el hombre le había dado las gracias.
—Melusina era un títere —dijo el señor Jelliby sin siquiera mirar a Bartolomeo. Alzó la mano para detener a un taxi, que iba tirado por dos lobos gigantescos. El taxi no paró. Los lobos siguieron avanzando, con los ojos amarillos apagados y ciegos. El señor Jelliby frunció el entrecejo al verlos pasar.
—Supongo que tiene sentido. La dama estaba controlada por un duende. Como una marioneta. Y apostaría mi dedo meñique a que ese duende trabaja para el Lord Canciller. Por eso ella trató de matarme, y ahora que ella está encerrada en la comisaría de Bath, el duende se pasó al cuerpo del barbudo. Se lo veía un poco tambaleante, ¿no? Con eso ganamos un poco de tiempo, espero, antes de que empiece a perseguirnos de nuevo.
El señor Jelliby le hizo señas a otro taxi. Este sí se detuvo, soltando humo de carbón por cada juntura, pero se alejó haciendo un ruido tremendo en cuanto el conductor supo adónde querían ir.
El señor Jelliby maldijo y siguió caminando, hasta cruzar un puente de piedra que pasaba sobre un riachuelo de aguas blancas.
—Tendremos que comprar provisiones. Armas, quizá, y necesito un sombrero. No tengo la menor idea de lo que nos espera en el lugar de las otras coordenadas, pero voy a estar preparado.
—¿Qué coordenadas? —preguntó Bartolomeo—. Tengo que encontrar a mi hermana. ¿Adónde vamos?
—Al norte. No sé decirte dónde está tu hermana, pero sé hacia dónde volaban los pájaros de Lickerish, y si ella está en alguna parte, estará allá. Tenemos que llegar hasta la ciudad de los duendes y subirnos a un tren en dirección a Yorkshire. Vamos al norte.
Menos de quince minutos después de haber huido de la comisaría, ambos se desplomaron detrás de la cortina de un bicitaxi, que remontó traqueteando la ruta hacia Nueva Bath. El carro era del tipo convencional, tirado por una bicicleta de grandes ruedas sobre la que iba un gnomo muy pequeño, que resollaba y pedaleaba con todas sus fuerzas.
El interior estaba oscuro. El señor Jelliby se estiró en el banco y gimió mientras se tomaba la cabeza dolorida. Bartolomeo se acurrucó del otro lado.
Una vez seguro de que el caballero no le prestaba atención, corrió la cortina un centímetro y miró sobrecogido la ciudad vertical que se desplegaba a su alrededor. Estaba a solo medio kilómetro de las callecitas estrechas del Callejón del Viejo Cuervo, pero en el mundo de Bartolomeo estas formaban un bosque impenetrable. Él nunca iba a ningún lugar. Era imprudente salir de casa, peligroso bajar a la calle, y por completo insensato aventurarse más allá del gueto de los duendes. Bartolomeo no había tenido necesidad de ser por completo insensato hasta hacía muy poco. Además, su madre no hablaba bien de Nueva Bath. Siempre le había dicho que era un lugar ruin y mortal, peor aun que los distritos de duendes de la vieja ciudad. Nueva Bath, decía, era donde los sidhe se descontrolaban, los duendes vivían en el salvajismo y en el desorden de su propia tierra, y donde ni siquiera llegaba el largo brazo de la Policía Real. Cuando Bartolomeo era muy pequeño, ella lo había sentado en su regazo y le había contado que Nueva Bath era un organismo vivo al que un día le crecerían piernas, y que abriría sus ojos gris-nube y se marcharía a la campiña, abandonando la ciudad.
Mirando desde atrás de la cortina, Bartolomeo casi le dio crédito al cuento de su madre. El carro traqueteaba por un empinado camino de piedra que parecía sostenido en el aire por las ramas de un árbol enorme. Se acercaba la noche y aparecían lucecitas amarillas por doquier, bordeando las calles y salpicando la masa de construcciones extrañas con gotitas de oro.
Bartolomeo se arrebujó en su capa. Todo era tan distinto de Vieja Bath. Todo era más silencioso y las sombras eran, en cierto modo, más hondas. Cada tanto le parecía oír un fragmento triste de música traída por la brisa, que le rozaba las orejas como las alas de una polilla. Imaginó que eran los pensamientos de la ciudad que se escapaban de su cerebro y bailaban por el aire. Notó que, en esa zona, no había criaturas de vapor. Nada de trolebuses o de autómatas. Nada de tecnología. Quizá por eso todo era tan silencioso. Las únicas máquinas eran las que entraban y salían de la Terminal de Trenes de Nueva Bath, más abajo, en las entrañas de la ciudad; el edificio era una reliquia de una era pasada, cuando el gobierno había intentado conectar a la ciudad duende con el resto de Inglaterra. Era lo único que enlazaba a la una con la otra. Esos rieles. Nada más.
Resoplando, el pobre gnomo que iba al volante del carro los condujo por una avenida ancha, pasando delante de torres y de casas que colgaban de cadenas, hasta llegar a los lindes de un enorme espacio abierto en el centro mismo de la ciudad. No se parece tanto a un monstruo, pensó Bartolomeo. Más bien se parece a una manzana. Una manzana enorme, negra, podrida, a la que le hubieran arrancado el corazón. El espacio se extendía desde las estructuras del suelo hasta las nubes. A su alrededor serpenteaban pasarelas que se entrecruzaban en muchos niveles: puentes, escaleras y planchas amarrados con cuerdas, colgantes, crepitantes, bamboleantes. A lo largo de ellos había miles de comercios, chozas y carros, capullos de seda como de mariposas gigantes y tiendas coloridas con toldos que flameaban. De cada poste y de cada barandilla colgaba un farol, lo que convertía a las pasarelas en cintas flamígeras.
—Hemos llegado —dijo el gnomo casi sin aliento, dejándose caer sobre el manubrio—. El mercado duéndico.
El señor Jelliby corrió la cortina del carro y bajó mirándolo todo. Bartolomeo lo siguió con cautela.
Estaban al final del camino de piedra, a cientos de metros de altura, y había duendes por todas partes. Más duendes que los que Bartolomeo había visto en toda su vida. Duendes de todas las formas y tamaños, algunos pálidos y pequeños como la señora Buddelbinster, algunos morenos y nudosos como Marinube, algunos gigantescos. Los había plateados y del color verde de las hojas; unos parecían completamente hechos de bruma y otros eran elegantes y color nuez, con alas de libélula en la espalda. Formaban una corriente constante en las pasarelas, que se arremolinaba y subía y bajaba. Y sin embargo en aquel espacio enorme reinaba un silencio inquietante. Había un sonido en el aire, pero no era la cacofonía de los gritos y las máquinas destartaladas que llenaban los callejones de la Vieja Bath. Era un bisbiseo constante, como si miles de hojas muertas se arrastraran al mismo tiempo.
El señor Jelliby le dio una moneda al conductor del carro, y Bartolomeo y él se internaron en el mercado. A su paso, docenas de ojos negros se volvían a mirarlos. Voces agudas y suspicaces se desataban a sus espaldas. Bartolomeo se mantuvo pegado al señor Jelliby, con la cabeza gacha, deseando que su capa estuviera hecha de piedra y zarzas, y anhelando poder refugiarse donde nadie lo viera. Pero a él los duendes ni siquiera lo miraban. Se dio cuenta de golpe. Los duendes miraban al caballero.
Continuaron por las pasarelas durante varios minutos, y por cómo el hombre empinaba el mentón y miraba fijo al frente, Bartolomeo se percató de que estaba nervioso.
Bartolomeo sintió un pequeño fulgor de furia en el pecho. Eso es lo que se siente, pensó. Ahora usted también lo sabe. Era como si al remontar el camino en el carro hubiesen intercambiado lugares. Bartolomeo casi pertenecía a ese lugar extraño. Podía hacer lo que hacían los demás, y nadie se lo llevaría por eso. Nadie siquiera se fijaría en él. Por una vez en su vida, él no era el distinto.
Descorriendo un poco su capucha, miró con asombro las tiendas que lo rodeaban. Una vendía hermosas botellas negras con etiquetas que decían cosas como “vino de la tristeza” o “tinta de pulpo” o “destilado de odio”; otra vendía monedas, cantidades y montones de ellas. Pero cuando Bartolomeo pasó delante y las miró con detenimiento, solo vio hojas y polvo. Otra tienda tenía hileras e hileras de moscas gordas color rojo sangre, pinchadas con alfileres en un tablero.
En un puesto vio bolitas lisas y grises y se acercó con curiosidad. Detrás de los artículos estaba sentada una anciana, adormecida bajo una capucha carmesí. Bartolomeo inspiró con cautela. Estiró la mano y tocó uno de los objetos. Era muy suave, una hermosa pelota de pelaje sedoso y perfecto. Le daban ganas de enterrar la mano y…
—Una hermosura de ratoncitos, ¿no? —dijo de pronto la vieja.
No estaba adormecida. Lo había estado mirando, había clavado los ojos en él desde la oscuridad de su capucha. Bartolomeo retiró la mano de un tirón y retrocedió, chocándose con un troll. Este gruñó furioso. Pero enseguida el caballero acudió a su lado y lo hizo avanzar.
—¡Vamos! Nada de entretenerse. No queremos pasar más tiempo aquí que el absolutamente necesario.
Cruzaron un puente de cuerdas, tomaron otra pasarela, subieron por una escalerilla nudosa, y entonces el señor Jelliby se apretó los ojos y, con una voz muy tensa, le dijo a Bartolomeo que tuviera la amabilidad de pedir indicaciones. Al oírlo, Bartolomeo sintió un retortijón. El caballero debería hacerlo él mismo. No era como si los duendes no hablaran su idioma. Pero Bartolomeo no quería que el hombre lo considerara un cobarde, así que abordó a una criatura flexible y escamosa de manos palmípedas y ojos como vidrio, y le preguntó en voz muy baja dónde podían comprar unas pistolas.
Los ojos diáfanos de la criatura se cruzaron con los suyos al evaluar su pequeña figura encapuchada. Luego respondió con voz áspera y cavernosa:
—Por ahí, después del vendedor de uñas y a unos veinticinco metros de las cabinas de los Donacorazones. Dobla a la izquierda en la tienda de caramelos Nell Curlicue. Es imposible no verla.
Bartolomeo asintió ante el duende acuático y se apresuró a reunirse con el señor Jelliby, que se había puesto en marcha al oír “vendedor de uñas”. Doblaron en la tienda de caramelos que anunciaba sabores a “luz de estrella”, a “cicuta” y a “estalactitas”, y finalmente llegaron a un pequeño establecimiento chillón, que tenía un cartel colorido con la palabra “bazar” sobre la puerta. Bartolomeo espero a que entrara el señor Jelliby y luego lo siguió.
La tienda llamada “bazar” era mucho más grande por dentro de lo que se hubiera dicho desde la pasarela. Al parecer vendía todo lo que jamás había existido. El frente de la tienda tenía cosas corrientes como tarros de galletas y pepinillos en vinagre, pero cuanto más se penetraba en ella más misteriosos eran los objetos a la venta. Mientras el señor Jelliby regateaba por el precio de una brújula, Bartolomeo se paseaba por entre las góndolas, intentando mirar todo al mismo tiempo. Había muñecos vestidos con retazos negros y rojos que parpadeaban a su paso, semillas que supuestamente se convertían en gigantescas plantas de frijoles, y anillos y broches intrincados que correteaban sobre patas de insecto bajo campanas de vidrio. Al final de una góndola especialmente larga se topó con una jaula de alambre en la que había algo parecido a un loro negro, envuelto en sus alas. Eran alas potentes, de oscuras plumas aceitosas que crecían de un hueso fuerte, y sobresalían en punta por encima de la cabeza de la criatura.
Sílfide penúmbrica, decía el cartel sucio en la base la jaula. Semielemental. Poco común y extremadamente mágica. Incluso un solo espécimen es un tesoro muy buscado, puede usarse para mandados casi instantáneos, entrega de mensajes, etcétera. Precio: 40 libras-duende: no menos que el equivalente de un brazo y una pierna.
Bartolomeo se alejó de la jaula. Era de acero. Lo sentía incluso sin tocarla, por un dolor vago en la parte de atrás de la cabeza. La criatura pareció darse cuenta de que la estaban mirando. Abrió las alas y una delicada cara blanca miró a Bartolomeo. Tenía la boca ancha y labios azules.
Por un momento se miraron en silencio. Las alas se abrieron aún más. Bartolomeo vio el cuerpo de la sílfide, desproporcionadamente pequeño al lado de sus alas, bracitos como ramas y piernas que casi se perdían entre las plumas. Luego la sílfide mostró los dientes y soltó un silbido de serpiente.
—Sustituto —dijo en voz baja.
Bartolomeo alejó la cabeza de la jaula.
—Sustituto —dijo de nuevo, más alto.
—Cállate —susurró Bartolomeo.
—Sustituto, sustituto, sustituto. —Para entonces la sílfide iba de un lado a otro trazando círculos en la jaula, con la vista clavada en Bartolomeo. Luego soltó un chillido y se abalanzó contra los alambres, quemándose la carne.
—¡Sustituto!
Bartolomeo reculó, echando al suelo una bandeja etiquetada “mentiras”. Estas cayeron también y empezaron a expandirse: bulbos azules y esmeralda que se hicieron cada vez más grandes hasta explotar, produciendo una lluvia de gas fétido. Dio media vuelta para salir corriendo, pero un gnomo ya se le acercaba desde el extremo opuesto del pasillo. Antes de que Bartolomeo pudiera dar dos pasos lo aferraron unos dedos fríos, que tiraban de los pedazos de tela que le cubrían la cara. La tela se deshizo. El gnomo saltó hacia atrás como si lo hubiera mordido.
—¡Fuera! —graznó—. Sal de aquí antes de que te vean los clientes. Vete a otra parte con tu cara esperpéntica.
Bartolomeo echó a correr. Pasó delante de las semillas de frijoles y de los muñecos, sosteniendo su disfraz con las manos. Pasó delante del caballero, que lo esperaba en la puerta. El señor Jelliby cargaba en sus brazos pistolas, un sombrero nuevo, una brújula y un mapa muy grande. Empezó a decir algo, pero Bartolomeo no se quedó a oírlo. Lo hizo a un lado y salió del bazar a la pasarela. Se le acercaba una tropilla de duendes enanos con sombreros rojos en punta. A sus espaldas, Bartolomeo oyó un aleteo y vocecitas que cuchicheaban. Vio una brecha oscura entre dos tiendas y se metió. Luego se desplomó en el suelo y se ovilló sobre sí mismo.
Esos duendes creyeron que yo era un gnomo. Por eso no me miraban. Creían que yo era como ellos. Pero no era como ellos. No era como nadie.
El señor Jelliby lo encontró diez minutos más tarde. Bartolomeo tenía la cabeza metida entre los brazos. Temblaba un poco.
—Muchacho —dijo el señor Jelliby en voz baja—. Muchacho, ¿qué pasa? ¿Por qué no me esperaste?
Bartolomeo se incorporó sobresaltado. Se limpió la nariz con la mano.
—Oh —dijo—. Nada. Tenemos que irnos.
El señor Jelliby lo miraba con cara rara. Bartolomeo no quería que lo miraran. Quería que lo dejaran tranquilo y deseaba que, si todo el mundo lo despreciaba, al menos se lo guardaran para ellos. Se puso de pie y empezó a caminar.
—¡Conseguí las pistolas! —dijo el señor Jelliby, corriendo tras él—. Y un sombrero. ¿Tienes hambre?
Bartolomeo no había comido desde la cena del día anterior, pero no dijo nada. Siguió caminando con la capucha puesta y la cabeza gacha. Tuvo que hacer un esfuerzo para no espiar por encima del hombro a ver si el caballero lo seguía. Por un rato solo caminó, sin saber adónde se dirigía. Luego el hombre apareció a su lado, con dos pasteles crocantes en la mano. Le dio uno a Bartolomeo. Bartolomeo se lo quedó mirando
—Vamos —dijo el señor Jelliby—. ¡Come!
El pastel estaba lleno de grasa, muy probablemente hecho con la carne de algún horrendo animal callejero, pero Bartolomeo se lo zampó con huesos y todo, y se chupó la grasa de los dedos. El señor Jelliby tomó la costra del suyo y le pasó el resto a Bartolomeo, que también se comió ese. Le recordaba la sopa con gotas de cera y a Queta, y eso le dio ganas de echar a correr de nuevo —hacia cualquier parte— para ir en su busca.
Dejaron el mercado duéndico a sus espaldas y prosiguieron por una pasarela que bordeaba el lado externo de la altísima ciudad.
—La estación de trenes —dijo el señor Jelliby— está cerca del suelo.
Y hacia ahí se dirigían.
Aún estaban a una altura de más de cien metros; la vista de Bartolomeo llegaba lejísimo, hasta el campo que se encontraba más allá del borde de la ciudad. El cielo se desplegaba ante sus ojos adquiriendo visos cobrizos en el atardecer, mientras las nubes pasaban bajas y ominosas sobre la curvatura del mundo.
Se detuvo a observar. Había algo en el cielo, aparte del interminable ocaso. Un destello. Una mancha negra, más oscura que las nubes, que se alejaba a una velocidad increíble de la ciudad.
Bartolomeo se inclinó contra la barandilla de cuerda.
—Mire —dijo, llamando con la mano al señor Jelliby—. Mire allá.
El señor Jelliby acudió a su lado. Entrecerró los ojos.
—Qué demonios…
—Son las alas —dijo Bartolomeo en voz baja—. Se están yendo. Ay, Queta, pensó. Ojalá estés sana y salva.
El señor Jelliby notó el cambio en su cara.
—Vamos —dijo—, no te preocupes. Encontraremos a tu hermana. La rescataremos —entonces sonrió, no con la sonrisa ancha que usaba en Westminster, sino con una verdadera—. Pero si vamos a seguir teniendo aventuras juntos, me parece que sería mejor decirnos nuestros nombres, ¿no? —le ofreció la mano a Bartolomeo—. Me llamo Arturo, Arturo Jelliby.
Bartolomeo no se movió. Se quedó mirando al señor Jelliby y su mano. Luego, con cautela, la tomó, y se dieron un apretón.
—Bartolomeo —dijo.
Juntos se volvieron y empezaron a bajar hacia la ciudad cada vez más oscura.