Capítulo XVII

La Nube que Oculta la Luna

—MI Sathir, ¡la han atrapado! —había un hombrecito barbudo delante del escritorio del señor Lickerish. Llevaba la nariz vendada y estaba blanco como el papel, pero por lo demás se lo veía muy tranquilo, lo que contrastaba por completo con la voz áspera y desesperada que había hablado—. ¡Apresaron a mi Melusina!

El señor Lickerish no contestó de inmediato. Tenía delante un juego de ajedrez y, con un pincelito, estaba pintando de negro una pieza de marfil.

—¿Quién? —preguntó al fin, mirando apenas la nueva apariencia del duende.

—La policía. Nos atraparon. Nosotros…

—La atraparon a ella. Tú, parece, has escapado. Eso es bueno. ¿El otro mestizo está muerto? ¿El pequeño visitante?

El duende que estaba dentro del cráneo del doctor Harrow titubeó. Por un minuto entero no se oyó en la habitación más que el zumbido constante y el pincel del señor Lickerish que frotaba la pieza de ajedrez.

—No —dijo por fin—. No, el Niño Número Diez sigue vivo. Y Arturo Jelliby también.

El señor Lickerish soltó la pieza, que cayó sobre el escritorio con un abrupto clac y salió rodando: dejó un rastro negro en el cuero color borgoña.

¿Qué? —pronunció la palabra con asombrosa fuerza, un sonido salvaje y gutural como el gruñido de un lobo. Su rostro se convirtió en una máscara de surcos y líneas blancas y se quedó mirando al hombre barbudo con ojos brillantes y enfurecidos—. Date vuelta y mírame, cobarde. ¿Qué ocurrió?

El doctor se volvió lentamente, revelando la cara oscura y arrugada que estaba sobre su calva.

—Escapó. No sé cómo. No sé cómo pudo ocurrir, pero no es mi culpa. Sobrevivió a la magia y escapó, y ahora Melusina…

—Arturo Jelliby no puede seguir vivo —dijo el señor Lickerish, levantándose de la silla. Sus largos dedos blancos temblaban y golpeteaban como huesos contra la madera de los apoyabrazos—. ¡Nos pondrá en peligro! Sabe demasiado. Demasiado. No puede seguir vivo —dijo, como tratando de convencerse.

—¡No es mi culpa!

El duende político giró en torno al hombre barbudo.

—Ah, Saltimbán, créeme que lo es. Tenías que matarlo. ¡Te dije que lo mataras!

—Pensé que lo había hecho. ¿Cómo iba a saber que sobreviviría? Sathir, hice todo lo que me pediste. Te traje a la niña, ¿no? Le puse un hechizo a la casa de Plaza Belgravia y volví a buscar al Niño Número Diez. ¡Tienes que ayudarme! ¡Hay que rescatar a Melusina!

—Melusina —la voz del señor Lickerish se oscureció de odio—. Me importa el ojo de un murciélago lo que le pase a Melusina. Si vive o muere es pura responsabilidad tuya. Permanecerá en la cárcel. No irá a ninguna parte hasta que cumplas con lo que te digo. Y si te toma mil años, se pudrirá ahí dentro.

Saltimbán suspiró temblando y en las comisuras de sus ojos asomó algo parecido a las lágrimas.

—No —dijo—. No puedes dejarla ahí. No sobrevivirá sin mí. ¡Está muriendo! Envía una carta. Un telegrama. La dejarán libre apenas lo digas.

—Pero no pienso decirlo.

Saltimbán se quedó mirando al señor Lickerish, quien le sostuvo la mirada con frialdad. Luego arqueó una ceja y con sus dedos pálidos recogió la pieza de ajedrez.

—El Número Diez. Así llamaste a nuestro visitante, ¿verdad? Vas a ir a buscarlo. A ambos: a Arturo Jelliby y al mestizo. Y como eres el duende más inútil y patético que hay, me los traerás vivos, y me encargaré de ellos yo mismo.

Para gran perplejidad del señor Jelliby, en la víspera de su destrucción Londres tenía el mismo aspecto de siempre. Él había esperado ver algún cambio durante el último día que le quedaba como la ciudad más grandiosa del mundo. Gente corriendo por las calles, tal vez, arrastrando baúles y platería. Ventanas en llamas. El aire tan lleno de pánico que podía olerse. Pero mientras Bartolomeo y el señor Jelliby avanzaban en un carruaje por la Avenida Strand, lo único que había en el aire era el humo negro y aceitoso que salía de las órbitas oculares de un barrendero mecánico muy oxidado; en cuanto a lo de la gente corriendo, tampoco mucha lo hacía. La corriente de sombreros ondeaba por la Calle Fleet tan constante como siempre. Los tranvías sucios y los ómnibus de vapor seguían yendo a las fábricas y a los muelles. Las diligencias seguían avanzando con solemnidad, y sus pasajeros bien vestidos seguían descendiendo con paso firme en las puertas de cafés y tiendas. Ninguno de ellos sabía cuán cerca estaba el final, lo pronto que las casas quedarían en ruinas, vacías las calles y los carruajes volteados de lado, con las ruedas girando al viento.

El señor Jelliby corrió la cortina negra sobre la ventanilla y se dejó caer contra el cuero reluciente del asiento. Temprano esa mañana, él y Bartolomeo habían llegado a Leeds, mojados, con frío y muy abatidos. Habían tomado el tren de las siete y llegado a Londres justo cuando empezaban a secárseles las medias. Habían subido a un carruaje en una calle bulliciosa junto a la estación de Paddington. El señor Jelliby había descubierto que sus pistolas habían desaparecido, pero entonces tenía cosas más importantes de qué preocuparse. Le ordenó al cochero que los llevara de inmediato a Plaza Belgravia.

No le había dicho a Bartolomeo adónde se dirigían, ni quería hacerlo. Se alivió al oír en un rincón del carruaje la respiración regular del sueño.

El señor Jelliby le indicó al cochero que se detuvieran al borde de la plaza. Se asomó de nuevo. A solo diez metros estaba su casa: alta, grande, blanca. Las pesadas cortinas de invierno estaban corridas tras las ventanas. Las persianas del primer piso estaban cerradas. Y, estacionado ante el portal, a la vista de todo el mundo, había un gran carruaje negro de vapor, cuya puerta llevaba inscrito el escudo plateado de la policía de Londres.

En una ventana del piso superior se movió una cortina. Apareció una cara: Ofelia, mirando hacia la calle. Tenía la piel muy pálida y se tomaba la garganta con la mano. La última vez que el señor Jelliby la había visto hacer ese gesto había sido cuando recibió la carta que decía que su padre acababa de morir.

El señor Jelliby maldijo y se tapó la cara con las manos. Ofelia no había partido. Debía de estar muy enojada con él, preocupadísima y confundida. Toda la gente de Plaza Belgravia inventaría razones para explicar qué hacía la policía delante de la casa de los Jelliby, y nadie acertaría. ¿Qué piensas que habrá hecho ahora el señor Jelliby, Gertrudis querida? Yo creo que debe de haber matado a alguien. A puñaladas.

Bueno, podían pensar de él lo que quisieran, pero no Ofelia. Quería bajar de un salto del carruaje, correr a su casa y decirle que todo era mentira, que ella debía huir de la ciudad y que nada de lo que le hubiese contado la policía era cierto. La puerta de entrada estaba a un tiro de piedra. Pero si se acercaba, lo atraparían. La casa o la policía. ¿Y quién sabía si Ofelia le creería sus delirios sobre un Lord Canciller asesino y sobre portales mágicos y la perdición de Londres? Los policías se lo llevarían por la fuerza, quizás a un manicomio. Ofelia lo miraría salir con ojos tristes y serios. No, el señor Jelliby no podía ir a su casa. No hasta encontrar la manera de detener al señor Lickerish.

Tras un largo suspiro, el señor Jelliby sacó la mano por la ventanilla y le indicó al cochero que se pusiera en marcha. El carruaje arrancó y se encaminó a Bishopgate y el río.

Irían al lugar de las últimas coordenadas. Al día siguiente nadie se preocuparía por los chismes y el escándalo. O bien desenmascaraba al señor Lickerish como el criminal que era y se convertía en el héroe de su época, o bien se abría el portal duéndico. Y si se abría el portal, él moriría. Ofelia moriría, y moriría Bartolomeo, y también su hermana, la pequeña sustituta. Moriría casi toda la población de Londres.

El señor Jelliby trató de no pensar en eso y se puso a estudiar el mapa.

En el rincón del carruaje, Bartolomeo empezó a desperezarse. Sentía las extremidades pesadas, sólidas como las ramas de un árbol. Se irguió en su asiento y echó un vistazo por la ventanilla.

Londres. Su madre le había contado cosas sobre aquella ciudad. Ese lugar enorme y lejano donde se escribía la ley y se acuñaba dinero, y donde estaban los espectáculos más deslumbrantes y los vodeviles más ruidosos. Era un lugar de calles muy anchas donde, sin embargo, la gente tenía que levantar vuelo en globos para respirar un poco de aire fresco.

Era una ciudad muy diferente de Bath, de eso no cabía duda, pero a Bartolomeo no le pareció muy alegre. A su madre debía de gustarle porque allí no había muchos duendes. Había algunos: los de los faroles, un gnomo arreando un rebaño de cabras y un puñado de criadas esprigan caminando aprisa por la vereda, con ojos cansados y cestos llenos de ropa. Bartolomeo creyó ver uno o dos palos mágicos caminantes, de los que cantan con voz dulce. Pero nada más. No había raíces danzarinas, ni caras en las puertas, ni árboles. Ni siquiera hiedras por las que trepar por los muros de piedra cubiertos de hollín. La ciudad parecía hecha por entero de humo y mecanismos.

—¿Falta mucho? —preguntó, volviéndose hacia el señor Jelliby. El mapa ocupaba la mitad del carruaje y estaba desplegado delante del caballero. Este tenía el ceño fruncido, con las cejas apretadas encima de la nariz—. ¿Señor Jelliby?

La voz de Bartolomeo era baja pero insistente. ¿Cuánto tiempo les quedaba? El Lord Canciller tenía en su poder a Queta, a sílfides de alas negras y probablemente la poción de la grinbruja. No debía quedar mucho tiempo.

El señor Jelliby alzó la vista.

—Ah, buenos días. Hice un pequeño desvío, pero no te preocupes. Estamos en camino. Todos morirán en sus camas, dijo la grinbruja. El señor Lickerish abrirá el portal por la noche y aún no son las cuatro.

¿Un desvío? Puede que el portal se abra por la noche, pero eso no quiere decir que Queta esté sana y salva.

—Bueno, ¿pero cuánto falta?

—Una hora, quizá dos. Depende del tráfico. Y depende de si puedo entender esto. Hasta ahora no he tenido ningún éxito —el ceño se le volvió a fruncir cuando fijó la vista en el mapa—. La longitud y la latitud ubicarían nuestro destino en Wapping, en las dársenas del puerto, pero ¡la altitud! ¡Cien metros hacia arriba! No tiene sentido.

—Tal vez sea una torre —dijo Bartolomeo, estirando lentamente sus piernas entumecidas—. Hoy en día construyen torres muy altas.

Empezaba a sentirse muy mal. Le dolían las articulaciones y estaba muy cansado y sucio. Quería estar de nuevo en casa. No en el lugar vacío y adormecido que había dejado atrás, sino en la casa de antes. Su madre lo dejaría bañarse en el agua usada de lavar la ropa, mientras seguía tibia. Siempre olía a lavanda, y como a Queta le tocaba primero, tenía pedacitos de corteza y ramitas flotando. Bartolomeo solía armar escándalos por eso. Una vez había echo llorar a Queta, que había escondido su pelo ramoso bajo una sábana durante una semana. Después él se había sentido terrible, aunque peor se sentía ahora. Cuando regresara a Bath, de vuelta al lado de Queta y de su madre, nunca haría llorar de nuevo a su hermana. No dejaría que nada malo volviese a ocurrirle.

—Pero no de cien metros —dijo el señor Jelliby, con naturalidad—. Creo que el señor Zerubbabel me lo mencionó. Algo sobre el hecho de que la dirección estaba en el aire, y que un duende llamado Bonifacio y… ya no me acuerdo —hizo un ruido de enfado con la lengua y empezó a plegar el mapa—. Lo único que podemos hacer es ir a Wapping y ver qué hay ahí.

Bartolomeo lo miró y dijo:

—¿Queta estará ahí?

El señor Jelliby dejó de manosear el mapa y le devolvió la mirada. Sonrió:

—Sí —dijo—. Queta estará ahí —y nada más.

Bartolomeo supo de inmediato que habían entrado a la zona portuaria. El olor a pescado y a agua barrosa se colaba dentro el carruaje. Las calles se hicieron más anchas para dar cabida a los inmensos vapormóviles de acero que transportaban cargas, y ya no se veían casas: solo había almacenes y bosques de mástiles, cuyas puntas asomaban sobre los techos.

—Wapping —dijo el señor Jelliby, y apenas salieron las palabras de su boca el carruaje se detuvo delante de un enorme edificio de piedra. A Bartolomeo le recordó a las estaciones de trenes que había visto, como Paddington y la de Leeds, aunque aquello era más desolado, sin bullicio ni locomotoras. Tenía grandes ventanas cubiertas de hollín y un techo de chapa adornado con puntas y torretas. En el frente había una sola puerta de unos treinta metros de ancho. Un grueso cable de acero se elevaba desde el techo hacia el cielo. Subía y subía y subía…

Al lado de Bartolomeo, el señor Jelliby soltó un silbido de sorpresa.

Ahí estaba. La última dirección. Como una pensativa nube de tormenta, cien metros por sobre el muelle, flotaba una aeronave. El fuselaje era amplio, de líneas elegantes, más negro que el humo y los cuervos, más negro que el resto del cielo sombrío. Un trío de hélices giraba lentamente bajo su cabina.

—Cien metros —dijo el señor Jelliby en voz baja—. Ahí arriba él estará a salvo cuando se abra el portal.

Se apearon del carruaje y se acercaron con cautela al almacén, sin dejar de mirar la aeronave en lo alto. El almacén estaba en una zona muy tranquila y oscura de los muelles. La basura se apilaba contra sus cimientos. Periódicos y volantes rodaban por los adoquines. No había estibadores cerca. Ni un alma salvo un viejo marinero canoso, sentado en un barril a bastante distancia calle abajo. Con su pipa en la boca, los observaba.

El señor Jelliby despidió al carruaje y recorrió el frente del almacén. Bartolomeo lo seguía, mirando con recelo a su alrededor. Intentaron espiar por una de las ventanas, pero era imposible ver nada. El vidrio era completamente opaco, como si lo hubiesen pintado de negro por dentro.

—Tendremos que entrar por la fuerza —dijo el señor Jelliby, con total naturalidad—. Aquí es donde el señor Lickerish abrirá el portal. Debe hacerse. La puerta del almacén deber ser esa de ahí.

Tras poner de vigía a Bartolomeo en la esquina, el señor Jelliby se metió en el callejón que bordeaba la pared norte del almacén. A unos metros halló un gancho en el suelo, medio escondido bajo una pila de pescados viscosos y de mirada fija. Lo agarró y golpeteó con él una de las ventanas del almacén. Trató de pegarle con delicadeza, sin hacer mucho ruido, pero al tercer golpe el panel de vidrio estalló hacia adentro. El vidrio retumbó en todo el recinto. El señor Jelliby se volvió para interrogar a Bartolomeo con la mirada. El niño asintió, indicándole que era seguro proseguir.

El señor Jelliby miró por la ventana rota. El interior estaba en penumbras. Apenas alcanzaba a ver torres y acantilados de cajones de madera apilados hasta el techo. En el rayo de luz que entraba por la ventana rota, vio también que el suelo estaba chamuscado, como tras un incendio.

Llamó a Bartomeo.

—¡Pst! ¿Bartolomeo? ¡Bartolomeo! ¡Vamos!

Bartolomeo echó un último vistazo al muelle. Luego corrió por el callejón.

—Vamos a entrar —dijo el señor Jelliby. Alzó el gancho y rompió una parte mayor de la ventana, barriendo los rebordes de vidrio con la punta. Cuando consiguió un hueco bastante grande como para meterse por él, aupó a Bartolomeo al alféizar y luego subió tras él. Saltaron juntos dentro del almacén.

Adentro todo retumbaba. El espacio era vasto y oscuro, y con cada movimiento, cada respiración, ascendían al techo llevados por alas metálicas. Cuando los sonidos volvían a oírse, eran lejanos y fantasmagóricos, como si otras criaturas anduvieran entre los caballetes, susurrando.

Bartolomeo dio unos cuantos pasos. Un olor extraño le hizo cosquillas en la nariz. Entre la penumbra del techo apenas se distinguían ganchos, poleas y largas cadenas. En la otra punta del almacén se oía el sonido del agua lamiendo la piedra.

—Es una zona de carga —dijo el señor Jelliby—. El almacén da directo al Támesis. Los sustitutos muertos… deben de haberlos echado al río desde aquí.

Bartolomeo tembló y se acercó al señor Jelliby. Queta.

Miró a su alrededor, tratando de ver algo en la negrura. ¿Ella está aquí? ¿Hay algo aquí?

De pronto se aferró al brazo del señor Jelliby con tal fuerza que el hombre pegó un salto.

—¡Pero qué…! —dijo, sin que Bartolomeo lo soltara.

—Hay alguien —dijo Bartolomeo con una débil vocecita. Levantó un dedo y señaló un hueco estrecho que corría entre los cajones como un pasillo.

Y había alguien. En el fondo de las sombras se veía una silla corriente de madera, con una figura reclinada en ella. Estaba sentada muy quieta, desplomada sobre la silla. Una mano colgaba laxa, rozando el suelo con los dedos.

El corazón del señor Jelliby dio un vuelco. Intentó tragar pero no pudo. Le indicó a Bartolomeo que no se moviera.

—¿Hola? —llamó el señor Jelliby, acercándose un paso a la silueta. Su voz reverberó en la oscuridad, fría y hueca como una campana mojada.

La figura de la silla permaneció inmóvil. Casi parecía dormida. Tenía las piernas extendidas y su cabeza estaba echada hacia atrás sobre un hombro.

El señor Jelliby se acercó varios pasos más y se paralizó. Era el doctor de la cárcel de Bath. El director de Estudios Duéndicos. Sus ojos estaban abiertos, fijos, pero ya no eran azules. Eran opacos e invidentes, grises como un cielo lluvioso. El doctor Harrow estaba muerto.

El señor Jelliby retrocedió, con la garganta cerrada por el horror y el asco.

—¿Quién es? —susurró Bartolomeo a sus espaldas—. Señor Jelliby, qué…

El señor Jelliby se dio vuelta. Abrió la boca para decir algo. Vidrio roto en el suelo. La ventana por la que entramos. Se volvió hacia ella. En la ventana no había nadie, pero un momento antes algo había pasado por ahí. Unos pedacitos de vidrio cayeron al suelo.

—¿Bartolomeo? —bisbiseó—. Bartolomeo, ¿qué fue eso?

—Entró algo —gimió Bartolomeo. Miraba desesperado a su alrededor, tratando de identificar formas entre las sombras—. Aquí hay algo.

En ese momento, un resplandor anaranjado iluminó el borde de una pila de cajones. Creció cada vez más, extendiéndose por la superficie de madera. Entonces se vio una silueta. El resplandor provenía de una pipa. La pipa estaba inserta entre los labios ajados del viejo marinero. Los había seguido.

El marinero caminaba con paso pesado y la cabeza gacha, y el resplandor de su pipa se acrecentaba con cada pitada. Luego se detuvo.

Algo se movió a sus espaldas en la oscuridad, y de pronto el hombre se desinfló, como una bandera cuando deja de soplar el viento. Un hervidero de sombras se posó sobre su hombro y sus ojos brillaron en la oscuridad.

Niño Número Diez, dijo una voz dentro de la cabeza de Bartolomeo.

La pipa cayó de la boca del marinero, pero no antes de que Bartolomeo atisbara la cosa que había hablado.

Al verla se le puso la piel de gallina. El parásito que antes estaba en la cabeza de la dama, la sombra del ático, la forma que corría por los adoquines del Callejón del Viejo Cuervo, era ahora una masa de ratas. No tenía más pies que las patitas agitadas de las ratas, otras manos que las que se formaban al enredarse las colas gruesas y marrones. La cara deforme parecía extenderse por los pelajes abigarrados como una máscara.

El señor Jelliby sujetó a Bartolomeo de un brazo y lo hizo agacharse bajo un enorme guinche de hierro, justo cuando la mirada de la criatura giraba hacia ellos.

—Quédate escondido —las palabras del señor Jelliby fueron como una caricia. Bartolomeo asintió, y los dos avanzaron por entre la gruta de cajones.

Es inútil huir, niño. Te siento.

Bartolomeo mantuvo la vista fija en el suelo y siguió caminando. Ya no quería saber quién estaba desplomado en la silla al final del pasillo. Olía la muerte en el aire y eso lo aterraba.

Niño travieso, con el recipiente del carbón. Tendrías que estar frito como el resto. ¿Arturo Jelliby está contigo? Me ahorraría muchos problemas si así fuera.

A Bartolomeo empezaron a dolerle los brazos. Bajó la vista y vio una luz roja que se transparentaba por la tela delgada de sus mangas. De nuevo las rayas resplandecían.

Adelante, un cajón sobresalía más que el resto. Corrió en torno a él y se agachó detrás, con los ojos cerrados. El señor Jelliby intentó hacer que se pusiera de pie, pero Bartolomeo negó con la cabeza.

—Tiene que irse —susurró—. Me encontrará en cualquier parte donde me esconda. Me tiene marcado. Encuentre a mi hermana, señor Jelliby. Rescátela, y yo trataré de reunirme con usted después.

¿Oigo susurros? ¿Mentiritas susurradas en la oscuridad? ¿Tu mami no te enseñó que no hay que susurrar tras la espalda de los demás?

El señor Jelliby miró a Bartolomeo con seriedad. Asintió una vez. Luego le dio una palmada en el hombro y, tras dirigirle una sonrisa no muy convencida, fue a rastras hasta la forma desplomada del doctor Harrow.

Ah, pero claro, graznó la voz. Tu mami está dormida, ¿no? No te preocupes, se despertará dentro de unos días, famélica y prácticamente muerta de sed. Y pensará que durmió mil años, tanto habrá cambiado el mundo. Sus niños queridos. Los niños diez y once. Cómo va a extrañarlos. Porque también ellos habrán cambiado. Ah, sí. Habrán cambiado mucho.

Bartolomeo apretó más fuerte los párpados y apoyó la mejilla contra la madera áspera del cajón. Mi madre no va a extrañarnos, pensó. No tendrá necesidad. Los cajones traquetearon contra la piedra cerca de ahí. Nos iremos a casa, Queta y yo. Iremos a casa, iremos a casa, iremos a casa

—No —escupió la voz. Ya no estaba dentro de su cabeza. Estaba del otro lado del cajón, filosa como clavos. Una mano, de dedos hechos de colas de ratas enlazadas, se agarró del borde. Luego apareció una cara, mostrando los dientes—. No, Bartolomeo Perol, no lo harás.

Un pequeño gnomo jorobado entró al estudio del señor Lickerish e hizo una reverencia, inclinándose tanto que su nariz bulbosa quedó a solo centímetros de la gruesa alfombra.

Mi Sathir me permitirá hablar, ¿sí? ¿Mi Sathir me escuchará? Han encontrado un enorme gato negro en el almacén de abajo. Es un gato muy extraño con muchos dientes. Lleva una botella alrededor del cuello. Suponemos que lo envía la grinbruja, ¿sí?

—Ah —dijo el señor Lickerish, con una sonrisa—. Así que mi brujita lunática ha estado ocupada. Empezaba a preocuparme que tuviéramos que esperar otro día. Tráeme la botella. Echa de aquí a la criatura.

Las manecillas del reloj contaron casi media hora antes de que el gnomo reapareciera. Tenía la cara y las manos llenas de rasguños y aferraba una botella perfectamente redonda contra su pecho. La botella estaba llena de un líquido oscuro. Con los ojos clavados en el suelo, el gnomo se acercó aprisa al escritorio, dejó la botella y, sin decir una palabra, retrocedió hasta salir de la habitación.

El señor Lickerish esperó hasta que la puerta se cerrara. Luego tomó su pañuelo y empezó a frotar la botella, puliendo el vidrio grueso hasta sacarle brillo. El líquido de adentro era muy hermoso. No era negro ni azul ni morado sino una mezcla de todos esos matices. La levantó a contraluz para admirar los colores. La estudió más de cerca. Algo flotaba dentro de la botella, algo apenas visible, en medio del líquido.

Los ojos se le dilataron. Era una pluma. Una perfecta pluma de metal, con el cálamo aún unido a las piecitas rotas de un gorrión mecánico.

Bartolomeo y el duende rata subían al cielo en un ascensor de vapor cuyos pistones causaban un gran estrépito. El ascensor trepaba por el cable que anclaba la aeronave al almacén. No tenía paredes y, cuanto más alto llegaba, más frío se volvía el aire. El viento helado pasaba por entre el pelo de Bartolomeo, su capa y su camisa, hasta tocarle la piel. La mano de colas de rata estaba enlazada en torno a su muñeca. Era tan gélida como el viento.

—Hubieras podido vivir, ¿sabes? —dijo el duende, apretando las colas hasta pellizcarlo—. Te me escapaste en el Callejón del Viejo Cuervo. Te me escapaste en Bath, y en la comisaría. Y ahora vienes a Londres, haces semejante viaje en busca de tu hermana, solo para morir.

No voy a morir, pensó Bartolomeo. Y Queta tampoco. Pero no dijo nada. Hizo oídos sordos a la voz del duende y se apartó de la barandilla. El ascensor estaba muy alto. Veía todo Londres desplegado a sus pies, una negra alfombra humeante de techos y chimeneas que se extendía kilómetros y kilómetros. A la distancia, las torres de Westminster. Un poco más cerca, la gran cúpula blanca de la catedral de St. Paul, como si fuera el pulgar de Dios.

Bartolomeo alzó la vista y miró la imponente aeronave que se iba aproximando. Era enorme y su tela negra se tragaba el cielo. Debajo colgaba una gran cabina, de dos pisos de altura, con hileras de ventanas con montantes que reflejaban las nubes. En la proa, debajo de una florida explosión de alas negras esculpidas, decía en letras rizadas de plata: La Nube que Oculta la Luna.

Bartolomeo apretó los dientes para que no le castañetearan. Qué nombre más tonto para una aeronave. Cerró los ojos. Más valía que el señor Lickerish tuviera consigo a Queta ahí arriba.

Cuando el ascensor entró en la panza de la aeronave, apenas podía sentir sus dedos. El lujo del lugar lo envolvió como un abrigo de piel. El aire se entibió. Ya no había viento. A su alrededor, las lámparas de gas daban a la carpintería y a los paneles de madera un lustre dorado. El suelo estaba cubierto por alfombras indias. En el cielo raso habían pintado un gran mural con un pájaro negro: una especie de cuervo, Bartolomeo no sabía cuál. Sostenía una botella en el pico y un niño en sus garras, y en su pecho emplumado había una pequeña puerta de madera. Bartolomeo se lo quedó mirando.

—No pongas esa cara de sorpresa —ladró el duende rata, instándolo a subir por una escalera—. No te hagas el que nunca viste este lugar.

La escalera los condujo a un pasillo estrecho y bien iluminado. El duende rata lo empujó por él. Se detuvieron ante la última puerta. El duende golpeó una vez y, sin esperar respuesta, entró.

Los ojos de Bartolomeo se dilataron. Era la habitación. La hermosa habitación con las lámparas pintadas y las bibliotecas, el círculo de tiza en el suelo y los gorriones mecánicos. La misma en la que había caído desde el remolino de alas negras. Solo que ahora había alguien sentado tras el escritorio. Un duende blanco y nervudo vestido de negro, que comía una manzana rojísima.

El duende alzó abruptamente la vista cuando entraron. El jugo de la manzana le chorreaba por el mentón y tenía unos trocitos de cáscara roja pegados a los labios.

—Lo tengo, Lickerish. ¿Y ahora qué hacemos con Melusina?

El Lord Canciller no dijo nada. Se llevó un pañuelo a los labios y clavó los ojos en Bartolomeo, mirándolo intensamente.

El duende rata empujó a Bartolomeo, y docenas de boquitas le mordisquearon los hombros y la parte de atrás de las piernas, para que se acerca al escritorio. El Lord Canciller seguía sin decir nada. Dobló el pañuelo. Lo puso a un costado. Recogió una diminuta pluma de metal y empezó a hacerla girar entre el pulgar y el dedo índice.

Cuando Bartolomeo estuvo a solo unos centímetros, el señor Lickerish se detuvo:

—Ah —dijo—. De nuevo por aquí.

Bartolomeo apretó los dientes.

—Quiero ver a mi hermana —dijo—. Devuélvamela. ¿Por qué no puede abrir su estúpida puerta y dejar a Queta en paz?

La pluma se partió en dos.

—¿Dejar a Queta en paz? —el duende respiró—. Ah, me temo que eso es imposible. Queta es la pieza más importante. Queta es la puerta.