Capítulo XII
La casa y la furia
EL Señor Jelliby era el tipo de hombre que no toma decisiones apresuradas. De hecho, era el tipo de hombre que no toma decisiones en absoluto. Pero cuando el ojo mecánico del mayordomo se clavó en el pájaro que llevaba en la mano, y cuando el duende sonrió con esa sonrisa hambrienta que tenía y dijo: “Pero qué sorpresa, usted por aquí”, como si fueran excelentes amigos, el señor Jelliby tomó una decisión muy apresurada, incluso precipitada.
Echó a correr.
Tras meterse el pájaro en el bolsillo del pantalón, salió a toda prisa del taller y enfiló por el pasillo estrecho que llevaba a las escaleras. Oyó gritos a sus espaldas. Las campanas que estaban sobre la puerta se pusieron a repicar con violencia. Él corrió escaleras abajo, de a cuatro escalones por vez, y apenas esquivó a la anciana decrépita que subía en ese momento.
Cuando el señor Jelliby salió como un bólido al aire espeso de Stovepipe Road, frenó en seco.
Oh, no. En la entrada del callejón, inmóvil como un ataúd, estaba estacionado un enorme carruaje negro que bloqueaba su ruta de escape. Había dos caballos mecánicos al frente, que piafaban sobre los adoquines. Sus cascos metálicos desprendían chispas.
El señor Jelliby echó a correr por el callejón a toda velocidad en dirección opuesta. Se abrió camino por una conejera de callecitas, cubriéndose la boca con la manga para que los efluvios apestosos no le dieran arcadas y, en cuanto pudo, dobló de nuevo hacia la avenida más ancha. Llegó justo cuando las campanas daban las siete, anunciando el fin de la jornada laboral. Los trabajadores de las fundiciones y de las cervecerías salían en tropel de los portales y taponaban las calles. Se abrió paso a empujones y subió las escaleras que conducían a la estación del tren elevado.
Cuando llegó a la plataforma un tren de vapor estaba por dejar la estación, haciendo sonar la bocina. El señor Jelliby abordó de un salto el balconcito de acero forjado del último vagón y se desmoronó, exhausto, sobre la barandilla. El sudor se le metía en los ojos, pero se libró de él parpadeando. En las calles había una muchedumbre, fila tras fila de cuerpos cansados y mugrientos que se dirigían con paso pesado a sus pensiones o a los bares, con los ojos fijos en el fango que pisaban sus botas. No se veía ningún duende, pálido como la muerte y delgado como un ciprés, avanzar entre ellos.
El último vagón empezaba a tomar una curva cuando el señor Jelliby vio el carruaje negro, que separaba a la multitud como un bote lustroso en medio del agua sucia. Hizo una breve pausa en una encrucijada. Luego siguió su camino, para desaparecer en la ciudad.
El señor Jelliby inspiró honda y lentamente. Lo hizo un par de veces, pero nada disipaba el pánico que se le había adherido a los pulmones. El duende mayordomo lo había visto. Lo había visto con el pájaro mensajero del señor Lickerish en la mano, sin duda el mismo pájaro por el que lo habían enviado a pedir información. Si antes habían pensado que el señor Jelliby era un espía, ahora confirmarían sus sospechas. Y, para colmo, un ladrón. Entonces se le ocurrió algo que lo hizo sentirse muy extraño: ya había decidido rescatar a Melusina, detener los tejemanejes asesinos del duende político y librar a Inglaterra de la consumación de esos planes siniestros. Pero había querido hacerlo sin que nadie se fijara en él, sin que lo miraran con desaprobación, sin parecer diferente de los demás caballeros de Westminster. Pero así no funcionaban las cosas. Así no funcionaban las cosas difíciles. Ahora se daba cuenta. Claro que se fijarían en él. Lo mirarían con desaprobación y malicia, y tendría que ser diferente de los demás caballeros. Porque los hombres como Throgmorton y Lumbidule no se ponían a perseguir pájaros mecánicos. No iban detrás de asesinos ni ayudaban a la gente. Se ayudaban a sí mismos. Y así cualquiera.
El duende mayordomo comunicaría al señor Lickerish lo que había visto. Este comprendería al instante. Se daría cuenta de que el señor Jelliby sabía cosas que supuestamente ningún humano debía saber. Se daría cuenta de que el señor Jelliby tenía intenciones de entrometerse. ¿Y de qué sería capaz? Ah, ¿de qué sería capaz ese duende con el corazón de piedra? El señor Jelliby tembló y se inclinó contra el viento lleno de cenizas.
Llegó a Plaza Belgravia justo antes del anochecer, desaliñado y manchado con la mugre que se junta al pasar a cincuenta kilómetros por hora entre las chimeneas de Londres. Tras cerrar la puerta, pasó el cerrojo y la cadena, buscó la llave oculta en la pantalla de una lámpara de gas y también le dio vuelta a la cerradura. Luego se recostó contra la puerta y gritó:
—¡Brahms! ¡Brahms! Cierra las persianas en toda la casa. Y corre los muebles contra las ventanas. ¡Ahora! ¿Ofelia?
Nadie le respondió.
—¡Ofelia!
En la cima de la escalera apareció una criada muy sorprendida.
—Buenas noches, señor —murmuró—. La cocinera le ha guardado la cena caliente y se han…
El señor Jelliby se volvió hacia ella.
—¿Jane? ¿O Margaret? Es igual. Tráeme todas las armas de las repisas, y todas las espadas y los cuchillos filosos y, ya que estás, una sartén o dos y todo lo que pueda usarse como arma, y cierra con llave la puerta del jardín. Ah, y dile a la cocinera que salga a comprar una buena provisión de galletas y carne de cerdo, y que cierre las ventanas del ático, no vaya a ser que quieran entrar por el techo, ¡y no te olvides de las armas!
La criada se quedó inmóvil, con la confusión pintada en la cara.
—¿Y bien? ¿Qué ocurre? ¡Haz lo que te digo!
La chica balbuceó algo y empezó a retroceder hacia el pasillo. Luego dio media vuelta y echó a correr, golpeando con los tacos en la alfombra. Se oyó una puerta que se cerraba. Menos de un minuto después, Ofelia apareció en la cima de la escalera, con la criada asomada detrás.
—¿Arturo? ¿Querido, qué pasa?
—¿No cree que habría que dormirlo de un golpe? —susurró la criada—. Tengo entendido que la gente queda poseída por los duendes, y entonces hay que agarrar un palo, me entiende, o ese candelero de ahí, y…
—Ya basta, Beatriz —dijo Ofelia, sin quitar la vista de la cara del señor Jelliby—. Ve a barrer las hojas de té de la sala. Seguro que están llenas de polvo.
La criada inclinó la cabeza y corrió escaleras abajo. Pasó a centímetros del señor Jelliby, lo miró espantada y siguió camino a la sala. Ofelia esperó hasta que la puerta se cerrara. Luego ella también corrió escaleras abajo.
Con su carita arrugada de preocupación, alejó al señor Jelliby de la puerta.
—¿Arturo, qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
El señor Jelliby echó un vistazo atemorizado a su alrededor y llevó a su esposa hasta una silla, para susurrarle:
—Estamos en problemas, Ofelia. Tremendos, tremendos problemas. Ay, ¿qué va a pasarnos? ¿Qué va a pasar?
—Bueno, si me dices lo que ya ha pasado a lo mejor te puedo decir lo que pasará —dijo Ofelia con dulzura.
El señor Jelliby se cubrió la cara con las manos.
—No puedo contarte. No puedes saberlo. No debes. Robé algo, ¿de acuerdo? Se lo robé a alguien importante.
Y ahora lo saben. ¡Saben que robé!
—¡Arturo! ¡Pero no es posible! ¿Con tu herencia?
—Están asesinando gente, Ofelia. Niños. Tuve que hacerlo.
—Tendrías que haber llamado a la policía. En estos casos de nada sirve robar dinero.
El señor Jelliby soltó un complicado sonido de molestia.
—Escúchame, no robé dinero. Robé un pájaro. Un pájaro mecánico encantando.
—¿Un pájaro? ¿De quién? ¿El señor Lickerish? Querido, ¿se trata del señor Lickerish? —se mordió una uña—. Arturo, ¿sabes qué me temo? Me temo que estás atribuyéndole crímenes. Vamos, cuelga tu abrigo —ah, pero qué sucio está, ¿no lo mandaste cepillar?— y siéntate junto al fuego a beber un poco de té de manzanilla. Luego te das un baño caliente y a la cama, y mañana veremos qué hacer. A lo mejor no hace falta reacomodar el mobiliario.
Sonaba razonable. Al fin y al cabo, el señor Jelliby se encontraba en el santuario de su salón principal. La ventana daba a Plaza Belgravia, a carruajes y a gente, a las sombras del ocaso. La somnolienta luz de la tarde pintaba los techos de rosa y cobrizo. ¿Qué podía hacerle ahí el señor Lickerish? Afuera, en la tierra salvaje de la ciudad, podía descargar un millón de horrores sobre su espalda. Podía hacer que lo tiraran de un puente, o lo empujaran debajo de un carruaje, u ordenarles a todas las arañas de Pimlico que tejieran una tela y lo colgaran de una viga. Pero ¿en su propio hogar? Lo peor que podía hacer el señor Lickerish era asesinarlo mientras dormía. Y eso era muy poco probable…
El señor Jelliby se quitó la chaqueta y fue a beber té de manzanilla.
Esa noche, la niebla se coló sigilosamente entre las lápidas de la iglesia St. Mary, Reina de los Mártires. Olía a carbón y a podredumbre, y se estiraba en formas lentas por la pendiente del camposanto. En lo alto pasaban nubes, ocultando la luna. En alguna calle ladraba un perro.
El sereno estaba sentado en su garita junto a la iglesia, profundamente dormido a la luz titilante de un farol. Los robatumbas ya se habían ido; habían terminado su trabajo hacía horas e iban camino a los consultorios médicos de la Calle Harley y a las casas de algunos duendes de paladares exigentes. Nadie oyó el repentino chillido del viento, ni vio la columna de alas que se formó en la oscuridad. Nadie vio a la dama que salió de entre ellas y miró alrededor, sacudiendo la cabeza como un pájaro. La dama dio media vuelta y se dirigió al portón, arrastrando las faldas color ciruela por el suelo húmedo.
Llevaba de la mano a una niña pequeña, una sustituta delgaducha, con ramas por cabello. Era Queta. Por poco se dormía al caminar y tropezaba con raíces y lápidas hundidas. Cada tanto su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si no supiera que estaba en un camposanto lleno de niebla y se imaginara en su cama, donde podía acomodarse en la almohada y dormir.
—Deja de retrasarte, no seas tonta —ladró la dama, tirando de ella—. Ya casi terminamos.
Al hablar no movía los labios. La niebla se tragaba todo, pero aun así la voz de la dama era distante, como si llegara desde atrás de muchas capas de tela.
—Tengo que encargarme de una última cosa y, después, por mí puedes dormir hasta que las uñas te crezcan hasta el suelo.
Queta se frotó los ojos con la mano libre y dijo algo sobre ratas y casas.
—Y cierra el pico —la dama salió por el portón del camposanto, para tomar la Calle Retortijón. Olfateaba el aire. A continuación empezó a caminar por los adoquines. Queta apenas podía seguirla, pero la dama no le prestaba atención. Arrastró a Queta por la Calle Bellyache hasta llegar a Plaza Belgravia. A la luz de los faroles, la cruzaron de prisa y en silencio.
Se detuvieron delante de una casa alta con una bicicleta encadenada a la verja del frente. Más negra que el cielo nocturno, se alzaba imponente, sin una sola luz encendida en sus ventanas. La dama le echó una ojeada. Luego llevó a Queta hasta el farol más cercano y la plantó debajo de él; señaló al duende flamígero que estaba detrás del cristal y dijo:
—Niña sonsa, ¿lo ves? ¿Ves cómo apoya las manitos anaranjadas contra los cristales y te mira? Ahora no te muevas. Vuelvo en un segundo.
Dio media vuelta y se alejó, dejando a Queta encantada bajo el farol.
En la cima de la escalinata de entrada, la dama hizo un alto y sacó de los pliegues de su vestido un pesado cilindro de metal. Antiquísimo, estaba verde de moho y tenía símbolos paganos tallados. En la tapa tenía grabada una cara sonriente, de mejillas gordinflonas y ojos pícaros.
La dama giró la tapa, dándole cuerda como a un reloj, y de repente la cara empezó a cambiar. Al rotar se iba enojando, sus ojos se oscurecían y su boca esbozaba una mueca amarga. El cilindro se abrió.
—Arturo Jelliby —susurró la dama, y sonrió cuando algo salió volando del cilindro, entró por el ojo de la cerradura y se internó en la oscuridad suntuosa de la casa. Cuando no quedó nada en el cilindro volvió a metérselo entre las faldas y, tras volver a sujetar a Queta, volvió al camposanto de St. Mary.
Al señor Jelliby no lo despertó un ruido. Más bien fue el efecto combinado de sentir frío por causa de las mantas caídas y un bulto incómodo en el colchón, a la altura del centro de la espalda, como si asomara un resorte.
Se incorporó y, en la oscuridad, buscó a tientas la fuente de su incomodidad. Estaba agotado. Si en ese momento se le hubiera aparecido un hombre de zapatos en punta y le hubiera pedido que firmara su nombre con sangre en un libro negro, lo habría hecho con tal de que le permitiera acostarse de nuevo sobre su almohada y volver a dormir.
Sus dedos tocaron algo liso y frío entre las sábanas. No era un resorte. ¿Qué demonios? Ni siquiera era de metal.
Con un quejido, se levantó de la cama y encendió la lámpara de la mesa de noche. Sosteniéndola sobre la cama, estudió las sábanas arrugadas. Lo que lo había despertado era un pedazo de madera. Estaba bien pulido y parecía haber crecido hacia arriba desde debajo de la cama, atravesando el colchón y el cubrecolchón, hasta agujerear la sábana.
Dando tropiezos con su mente adormecida, sin entender nada, el señor Jelliby se lo quedó mirando. Con movimientos adormilados se arrodilló y miró debajo de la cama. Era una enorme cama con baldaquín, tallada en madera oscura y de modo tal que parecía un bosque de sauces llorones, con las ramas entretejidas formando un dosel. Ahora que lo pensaba, la madera que estaba entre las sábanas se parecía mucho a…
Se quedó tieso. Algo empezaba a envolverle el tobillo. Soltando un grito sordo, sacudió la pierna y se dio la vuelta para ver qué era. Se oyó un ruido a cosa que se parte, como un fósforo. Miró hacia abajo, y a sus pies había otro pedazo de rama, inmóvil en el suelo.
—¿Ofelia? —susurró en la oscuridad—. Ofelia, me parece que tendrías que echarle un vistazo a esto.
Pero, mientras hablaba, otra rama se irguió detrás de él y le enlazó el cuello en silencio. De un rápido tirón se lo apretó con fuerza. Al señor Jelliby se le cayó la lámpara de las manos. Esta se hizo añicos contra el suelo y se apagó. Los ojos se le salían de las órbitas. Boqueando, se agarró la garganta.
—¡Ofelia! —gritó con voz ronca, y rompió la rama. Ahora las ramas lo atacaban a más velocidad, desde la izquierda y la derecha, crepitando al apartarse de la carpintería de la cama y serpenteando hacia él.
—¡Ofelia!
De pronto, la alfombra dio un violento tirón bajo sus pies y se escapó sola. Él cayó al suelo como una piedra de una tonelada. La alfombra dio la vuelta, se abalanzó sobre él y empezó a envolverlo, retorciéndose y apretando. Con un grito, la apartó a patadas y se arrastró desesperado hacia la puerta.
Logró salir al recibidor, y ahí se hubiera quedado si las maderas del suelo no hubieran empezado a levantarse, para golpearlo en la espalda y en los brazos. Bajó como un bólido las escaleras y abajo se quedó temblando. Era un sueño, seguramente. Tenía que estar soñando.
Echó una mirada a la sala. Todo estaba tranquilo.
Fue a la biblioteca y tomó la licorera de coñac. En unas horas voy a despertar. Las alfombras y las camas de sauce serán exactamente como se supone que eran, y podré…
A sus espaldas crepitó una madera. El señor Jelliby se volvió justo a tiempo para ver que una mesa con patas en forma de garras se le venía encima. Entonces la mesa dio un salto y lo golpeó en el centro del pecho, empujándolo hacia atrás —con todo y la licorera— contra la pared. La licorera se hizo añicos, dejando una mancha que chorreaba en el empapelado. El señor Jelliby luchó con la mesa, resollando, demasiado sorprendido para siquiera gritar. Vio el sable segundos antes de que lo atacara. Venía del escudo de armas que estaba colgado sobre la chimenea, cortando el aire con la punta, en dirección a él. Levantó la mesa como un escudo, pero el sable la traspasó, rozándole la mejilla, y se clavó en la pared a dos centímetros de su ojo izquierdo.
—¡Brahms! —gritó—. ¿Ofelia? ¡Despierta! ¡Despierta! Pasó por debajo de la mesa, dejando que esta se debatiera con el sable y, medio a rastras, medio cojeando, fue hasta el recibidor. Arriba se golpeó una puerta. Las voces se llamaban unas a otras y los pasos corrían por el suelo.
Para cuando el señor Jelliby llegó a la puerta de calle, esta ya estaba moviéndose. Los leones de caoba tallados en el marco daban tarascones, estirándose desde las jambas. Agarró el picaporte, pero este se retorció en su mano. Lo soltó con un grito. Un lagarto de latón se arrojó sobre su cara y su cola le cortó la mejilla, dejando una huella sangrienta. Desde el cielo raso, una enredadera de yeso bajó en espirales hasta su boca. Con todas sus fuerzas, él la partió de un mordisco.
En la cima de la escalera se encendió una luz. Brahms apareció con su gorra de dormir, sosteniendo en alto una gran lámpara de kerosén que iluminaba un círculo de caras fantasmales. Todas miraban con miedo y asombro la batalla que se desataba abajo.
—¿Ofelia? —gritó el señor Jelliby—. ¿Ofelia está bien?
La alfombra del recibidor también estaba viva, y las panteras y los gatos salvajes dibujados en su guarda avanzaban fluidamente hacia él.
Su esposa se abrió paso entre la ronda de criados, vestida con un camisón blanco que flameó en la oscuridad.
—Estoy bien, Arturo, todos estamos bien, pero…
El señor Jelliby dio un pisotón, aplastando a un gato de ojos rojos contra el tejido serpenteante de la alfombra.
—¡Es el señor Lickerish! Ha enviado a alguien. A algo para que…
Otro gato se despegó de la alfombra. Lo sintió en la pierna, el dolor de una mordida, como si le cosieran la piel con hilos. Arañó a la bestezuela.
—Arturo, aquí estamos —gritó Ofelia. Brahms hizo ademán de descender, pero las escaleras se plegaron como un acordeón y dejaron al pobre criado agitando los brazos a varios metros del suelo. Los otros lo agarraron y lo tiraron hacia atrás, gritando de miedo.
—Arturo, ¿qué está pasando?
Tenía que salir. La casa lo perseguía, y a él solo, pero ninguno de los demás estaría seguro hasta que él se fuera. Si la puerta no lo dejaba salir, encontraría otra manera. Andando con dificultad, fue hacia la biblioteca y luego al jardín trasero.
Ahora las cosas se arrojaban contra él desde todas partes. Los clavos se salían del parqué, los soportes de plantas y las sillas corrían tras él desde sus rincones. Los cuadros de las paredes soltaron a sus habitantes, y de pronto lo atacaron unos viejos de pelucas empolvadas, arañando y susurrando. Una señora de nariz ganchuda lo agarró del pelo y, de un tirón, lo obligó a acercar la cabeza a su tela.
—¿No la viste? —susurró en su oído—. ¿No viste a esa sirvientita rayarme con un alfiler? ¡Y no hiciste nada!
El señor Jelliby olió la mano pintada, aguarrás y polvo, mientras las pinceladas que formaban sus dedos le arañaban la cara, en busca de sus ojos. Con un grito, rompió la tela en dos y se alejó de los retratos. Un paraguas se enredó en su pierna. Trató de sacárselo a patadas, pero se tambaleó contra algún tipo de busto, que le escupió un pedazo de mármol en la cara.
—¡Mi nariz no es así! —gritó el busto. El señor Jelliby retrocedió y tanteó la vidriera de colores que daba al jardín. Su mano halló el picaporte de la puerta. Lo sacudió. Cerrada con llave. Tras levantar el busto por el cuello, lo arrojó con todas sus fuerzas contra la puerta. La hizo pedazos y salió de un salto.
Todo se aquietó.
Las mesitas y las pavas alborotadas se detuvieron al borde del umbral. El busto se alejó rodando hacia los matorrales.
El señor Jelliby cayó en el jardín, sin aliento, casi esperando que las plantas se levantaran para devorarlo; pero el jardín estaba en silencio. Nada de voces quejándose. Nada de rosas carnívoras u horrendos espíritus de los bosques. Se levantó con esfuerzo, sintiendo el frío del rocío y la tierra bajo sus pies descalzos. Y entonces lo oyó. En una esquina, al fondo del jardín, crecía un ruido entre las azaleas. El sonido de piedra contra piedra.
Algo se movía entre las ramas. Varias cosas. Las hojas crujían. Un momento después, una gárgola emergió de las sombras, arrastrando sus alas de piedra. La siguió un enano de mejillas rosadas que blandía una hachita. En la cara tenía fija una sonrisa demente. Del follaje fueron saliendo faunos de piedra, ninfas y una enorme rana de latón, cada uno quejándose de sus cuitas.
—Ahí estás —susurró una Venus, y la voz que emitía su garganta era sobrecogedora y rasposa—. ¿Por qué no tengo brazos? ¿Qué clase de imbécil esculpe una diosa sin brazos? Tienes suerte, supongo, porque si los tuviera te estrangularía.
Lenta y firmemente, las criaturas avanzaban, arrastrando los pies por el césped con un frufrú. A sus espaldas, en la casa, el señor Jelliby oía el movimiento del mobiliario, el golpeteo de madera y mármol, y un tamborileo de lata. En pocos momentos estaría rodeado por completo.
Tras inspirar hondo, corrió hacia las estatuas. La gárgola se levantó en dos patas, mostrando los dientes. El señor Jelliby dio un salto. Su pie golpeó en la boca de la gárgola y se catapultó por encima de ella, cruzó el aire y cayó en el césped, lejos. La gárgola soltó un rugido chirriante, pero era demasiado pesada para darse vuelta con rapidez. El señor Jelliby llegó corriendo al muro del jardín. Empezó a trepar. Su pie encontró un enrejado, sus manos se hundieron en la anciana hiedra y subió hasta lo más alto. Giró para mirar el jardín.
Lo vigilaban. Un momento después la Venus se apartó de los otros y se acercó a la base del muro. Lo miró lúgubremente con sus chatos ojos de piedra.
—Este es tu hogar —dijo—. Algún día tendrás que volver. Y cuando lo hagas, te mataremos por todas las injusticias que cometiste en nuestra contra.
—¡Yo no he hecho nada! —gritó el señor Jelliby—. Yo no te esculpí sin brazos. ¡No martillé los clavos contra las maderas ni pinté mal los cuadros!
Pero la Venus no lo escuchaba. Solo lo miraba, mientras su voz monótona recitaba todas las vilezas que, estaba convencida, él había cometido.
El señor Jelliby maldijo y se descolgó del otro lado del muro, en el callejón estrecho que lo circundaba, que era solo una grieta torcida que lo separaba de otros jardines. Estaba desierto. A intervalos regulares se abrían sobre él portones de hierro forjado y puertas descascaradas pintadas de verde y amarillo. Había llovido, y la luz de la luna relucía en el pavimento mojado, convirtiéndolo en un sendero de plata. Se oía un eco de agua que goteaba de las ramas y de los tubos de desagüe.
El señor Jelliby volvió la vista atrás para mirar su casa, oscura y a la expectativa tras el muro del jardín. En una de las ventanas del piso superior relumbraba una lámpara. Luego oyó voces, amortiguadas tras el vidrio. La policía llegaría pronto, con la sirena encendida. Pero no encontrarían nada. Solo una cama en forma de sauce y cuadros desgarrados y una mesa traspasada por un sable, todo tan quieto como era posible.
Arrebujándose en su bata, el señor Jelliby se perdió en la noche.