Capítulo I

Lo más pero lo más hermoso

BARTOLOMEO Perol la vio en el momento en que se fundía con las sombras del Callejón del Viejo Cuervo: era una gran dama vestida de terciopelo color ciruela, que avanzaba con estampa de reina por la calle enfangada. Era de suponer que nunca saldría de allí. Quizás en la carretilla del juntacadáveres o en una bolsa, pero casi seguro no por sus propios medios.

Bartolomeo cerró el libro que había estado leyendo y apretó la nariz contra la ventana sucia. En los guetos de Bath donde vivían los duendes no se era amable con los desconocidos. En un momento podías hallarte en una avenida bulliciosa, esquivando ruedas de tranvías y pilas de estiércol, procurando que no te devoraran los lobos que tiraban de los carruajes, y al siguiente descubrirte en un laberinto de callecitas estrechas flanqueadas por casas que se escoraban en lo alto, ocultando el cielo. Si tenías la mala suerte de cruzarte con alguien, lo más probable era que fuese un ladrón. Y no de los delicados, como los espíritus de dedos finos que hay en Londres. Más bien de esos que tienen mugre en las uñas y también hojas en el pelo y que, si consideraran que vale la pena hacerlo, no dudarían ni un segundo en rebanarte la garganta.

A Bartolomeo le pareció que la dama muy bien valía la pena. Sabía que se mataba por menos. A juzgar por los cadáveres enjutos que sacaban a rastras de las cunetas, se mataba por mucho menos.

Era muy alta y extraña y, engalanada como iba, parecía extranjera; daba la impresión de ocupar todo el callejón opaco. Llevaba las manos enfundadas en largos guantes del color de la medianoche. Le brillaba la garganta enjoyada y en la cabeza tenía una galerita con una enorme flor morada. Como la galera estaba inclinada, hacía sombra sobre sus ojos.

—Queta —susurró Bartolomeo, sin alejarse de la ventana—: Ven a ver, Queta.

En el fondo de la habitación se oyeron pasitos rápidos. A su lado apareció una niña. Era muy flacucha, de cara huesuda y piel pálida, con un tinte azulado por falta de luz solar. Fea, como él. Sus ojos enormes y redondos eran charcos negros que se formaban en los huecos de su cráneo. Tenía las orejas en punta. Con un poco de suerte Bartolomeo podía pasar por un niño humano, pero Queta no. Era evidente que por sus venas corría sangre de duende. Porque donde Bartolomeo tenía un nido de pelo castaño, Queta tenía las ramas suaves y desnudas de un árbol joven.

Tras sacarse una rama caprichosa de delante de los ojos, soltó un grito ahogado.

—Oh, Barti… —suspiró, aferrándole la mano—. Es lo más pero lo más hermoso que vi en mi vida.

Él se arrodilló a su lado, de manera que las caras de los dos asomaban justo por encima del alféizar carcomido.

Por cierto, la dama era muy hermosa, pero había algo extraño en ella. Algo oscuro y agitado. No llevaba maletín, ni capa, ni siquiera una sombrilla con que protegerse del calor de fines del verano. Como si hubiera salido de la quietud sombría de un salón directo al distrito de los duendes de Bath. Caminaba de manera envarada y a las sacudidas, como si no supiera utilizar muy bien las extremidades.

—¿Qué crees que hace aquí? —preguntó Bartolomeo, y empezó a mordisquearse lentamente la uña del pulgar.

Queta frunció el ceño.

—No sé. A lo mejor es una ladrona. Mamá dice que se visten bien. ¿Pero no es un poco llamativa para ser una ladrona? ¿No es como… —Queta lo miró deprisa, y el miedo brilló en sus ojos— …como si estuviera buscando algo?

Bartolomeo paró de mordisquearse el pulgar y miró a su hermana. Después le apretó la mano.

—No nos busca a nosotros, Queta.

Pero al decirlo sintió que, de la inquietud, el estómago se le retorcía como una raíz. Era obvio que la dama buscaba algo. Sus ojos, medio escondidos en la sombra de su sombrero, barrían, estudiaban las casas a medida que pasaba por delante. Cuando la mirada se posó en la casa donde vivían ellos, Bartolomeo se agachó bajo el alféizar. Queta ya estaba ahí abajo. No te hagas notar y nadie te colgará. Era la regla más importante de todas para los sustitutos. Era una buena regla.

La dama de morado caminó hasta el fondo del callejón, donde la esquina doblaba hacia la Senda de la Vela Negra. Arrastraba las faldas por los adoquines, llevándose la mugre aceitosa que lo cubría todo, pero eso no parecía importarle. Luego se dio la vuelta con lentitud y desanduvo lo andado por el callejón, inspeccionando las casas de la vereda opuesta.

Tras recorrer el Callejón del Viejo Cuervo de arriba abajo unas seis o siete veces, se detuvo delante de la casa que estaba justo enfrente de la ventana de Queta y Bartolomeo. Se trataba de una casa en falsa escuadra, de tejados en punta, con chimeneas y puertas que asomaban por entre la piedra en lugares extraños. Estaba apretujada entre dos casas más grandes, y más retirada que las otras del callejón, tras un alto muro de piedra en cuyo centro había un arco. En el suelo yacían los restos retorcidos de una puerta de hierro. La mujer pasó sobre ellos y entró en el jardín.

Bartolomeo sabía quién vivía en esa casa. Una familia de mestizos, la madre duende y el padre herrero, que trabajaba en la fundición de cañones de la Calle Leechcraft. Había oído que se llamaban Buddelbinster. En una época tenían siete hijos sustitutos, y Bartolomeo los había visto jugar detrás de las ventanas y los marcos de las puertas. Pero también otra gente los había visto, y una noche vinieron y se los llevaron por la fuerza. Ahora solo quedaba uno, un niño de apariencia enclenque. Bartolomeo y él eran amigos. Al menos, eso le gustaba creer a Bartolomeo. A veces, cuando el Callejón del Viejo Cuervo estaba muy tranquilo, el niño se escapaba a la calle de adoquines y luchaba con un palo contra cucos invisibles. Al darse cuenta de que Bartolomeo lo miraba fijo por la ventana, el niño lo saludaba con la mano. Y Bartolomeo le devolvía el saludo. Estaba por completo prohibido eso de saludar a la gente por la ventana, pero hacerlo era tan fantástico que Bartolomeo a veces olvidaba la prohibición.

La dama de morado dio unas zancadas por el parque cubierto de escombros y golpeó a la puerta más cercana al suelo. Durante un tiempo larguísimo no pasó nada. Luego la puerta se abrió hasta donde lo permitía su cadena, y una mujer flaca, con cara amarga, se asomó por la rendija. Era la hermana solterona del padre. Vivía con los Buddelbinster, a quienes ayudaba en sus tareas. Eso incluía atender la puerta cuando alguien llamaba. Bartolomeo la vio poner los ojos como platos al beber con la mirada a la exquisita desconocida. Abrió la boca para decir algo, pero pareció pensárselo mejor y le cerró la puerta en las narices.

La dama de morado se quedó muy quieta un momento, como si no entendiera qué había pasado. Después volvió a llamar con tal fuerza que el golpe resonó más allá del jardín, por todo el Callejón del Viejo Cuervo. En una casa un poco alejada, flameó una cortina.

Antes de que Bartolomeo y Queta pudieran ver qué pasaba, la escalera exterior que llevaba a las habitaciones donde vivían empezó a crujir sonoramente. Alguien subía a toda marcha. Poco después entró una mujer de mejillas coloradas, resoplando y limpiándose las manos en su delantal. Era de talla pequeña e iba mal vestida, y aunque bien alimentada habría sido un encanto, nunca había bastante comida, así que su piel parecía quedarle demasiado grande. Al verlos en el suelo se llevó las manos a la boca y pegó un grito.

—Niños, aléjense de la ventana —cruzó la habitación en tres pasos y se los llevó a la rastra del brazo—. Bartolomeo, ¡las ramas de tu hermana asomaban por el vidrio! ¿Es que quieres que los vean?

Los empujó al fondo de la habitación y echó el cerrojo a la puerta que daba al pasillo. Se volvió hacia ellos. Sus ojos se posaron en una estufa panzona, en la que la ceniza se escapaba por las rendijas de la portezuela.

—Ah, pero miren eso —dijo—. Te pedí que la vaciaras, Barti. Te pedí que cuidaras a tu hermana y le dieras cuerda al rodillo de la ropa. No has hecho nada…

En un instante Bartolomeo olvidó a la dama de morado.

—Madre, perdón por haberme olvidado de las ramas de Queta, pero descubrí algo, y tuve una muy buena idea, y tengo que explicártela.

—No quiero oírla —dijo ella, cansada—. Quiero que hagas lo que te pido.

—Pero es eso, ¡no va a hacer falta! —carraspeó, se paró derecho, extendiéndose hasta alcanzar el metro que medía, y dijo—: Madre, por favor, porfa, ¿me dejas invocar a un duende doméstico?

—¿Un qué? Pero ¿de qué hablas? ¿Qué pasa en el jardín de los Buddelbinster?

—Doméstico. Que vive en las casas. Quiero llamar a un duende sirviente. Leí sobre el tema en distintas partes y aquí dice cómo hacerlo —Bartolomeo levantó tres libros viejos que estaban detrás de la estufa y los puso bajo la nariz de su madre—. ¿Por favor, madre?

—Pero caramba con el vestido. Barti, baja esos libros, que no me dejas ver bien.

—Madre, un duende, ¡para la casa!

—Debe costar unas veinte libras, ¿y qué hace la sonsa? Va y lo arrastra por toda esa mugre. Seguro tiene unos cuantos tornillos flojos en la cabeza. No, ni uno bien puesto debe de tener.

—Y si me consigo uno bueno, y lo trato bien, va a hacer todo tipo de tareas para nosotros y ayudarnos a bombear agua y…

Su madre ya no espiaba por la ventana. Se le habían puesto los ojos como de piedra y miraba fijo a Bartolomeo.

—…y darle cuerda al rodillo —concluyó él débilmente.

—Y si te toca uno malo… —no era una pregunta. La voz de su madre se le metió por entre las costillas como una esquirla de hierro podrido—. Te diré qué, Bartolomeo Perol. ¡Déjame decírtelo! Si tenemos suerte, echará la leche a perder, se comerá todo lo que hay en la alacena y se escapará con cualquier cosita brillante a la que eche mano. Si no, nos ahorcará mientras dormimos. No, mi pequeño. No. Nunca invites a un duende a cruzar esa puerta. Están arriba y abajo y al otro lado de la pared. Nos rodean por kilómetros y kilómetros a la redonda, pero aquí no entran. No de nuevo, ¿entendido?

De pronto pareció muy vieja. Le temblaban las manos sobre el delantal y las lágrimas brillaban en los bordes de sus ojos. Queta, solemne y en silencio como un fantasma, se retiró hacia su cama-armario y se trepó a ella, para cerrar la puerta con una mirada acusatoria. Bartolomeo se quedó mirando a su madre. Y ella a él. Entonces Bartolomeo salió corriendo al pasillo.

La oyó gritarle, pero no se detuvo. No te hagas notar, que no te vean. Sus pies descalzos no hicieron ruido al escapar por la casa, pero ojalá hubiera podido gritar y dar pisotones. Quería un duende. Más que nada en el mundo. Había imaginado exactamente cómo ocurriría todo. Haría la invitación, y al día siguiente habría un geniecillo con alas de pétalos agarrado a la cabecera de su cama. Tendría una sonrisa estúpida y orejas largas, y no se daría cuenta de que Bartolomeo era pequeño y feo y distinto de los demás.

Pero no. Su madre siempre arruinaba todo.

En el piso superior de la casona que compartían con varios ladrones y con asesinos y duendes, había un ático amplio y laberíntico. Se extendía en todas direcciones bajo los aleros abombados y, cuando Bartolomeo era pequeño, había estado lleno de muebles rotos y de todo tipo de trastos interesantes y excitantes. Todo lo interesante y excitante había desaparecido: los trastos se habían usado como leña durante los duros meses de invierno o intercambiado por chucherías que vendían los duendes traperos. A veces las mujeres subían allí para poner la ropa a secar sin riesgo de que se la robaran, pero salvo por ellas el ático estaba a merced del polvo y de los zorzales.

Y de Bartolomeo. Había un sitio donde, con mucho cuidado, podía colarse por una brecha entre una viga y la piedra rugosa de una chimenea. Tras mucho culebrear y retorcerse, llegaba a un espacio abandonado bajo un tejado. Lo habían tapiado años atrás, y Bartolomeo ignoraba por qué razón. Pero se alegraba de que lo hubieran hecho. Ahora le pertenecía.

Lo había decorado con bagatelas recogidas por ahí: un felpudo de paja, unas ramas secas, unos gajos de hiedra y una colección de botellas rotas a las que había atado en una lamentable imitación de una guirnalda para la Fiesta de Yule, sobre la que había leído algo en un libro. Pero lo que más le gustaba del ático era la ventanita redonda, como las de los botes, que daba al Callejón del Viejo Cuervo y a un mar de tejados. Nunca se cansaba de mirar por ella. Desde ahí, en lo alto y escondido, podía ver el mundo entero.

Bartolomeo hizo un esfuerzo para pasar por la brecha y cayó rendido al suelo, con la respiración entrecortada. Hacía calor bajo las tejas del techo y afuera el sol caía a plomo, volviéndolo todo frágil y definido. Tras correr por setenta y nueve escalones hasta la punta de la casa, él se sentía como una pequeña hogaza de pan, horneándose bajo el tejado.

Tan pronto como recuperó el aliento, se arrastró hasta la ventana. Veía por encima del muro al otro lado del Callejón del Viejo Cuervo. Veía directamente el jardín delantero de la casa de los Buddelbinster. La dama seguía ahí, una mancha brillante y morada entre los techos marrones y el pasto ralo y quemado por el sol. La mujer con cara amarga había vuelto a abrir la puerta. Al parecer escuchaba con hastío a la dama, mientras sus manos sujetaban y soltaban por turnos la trenza gris que caía sobre su espalda. En eso la dama de morado le entregó algo. ¿Una carterita? Imposible ver bien. La agria mujer volvió a desaparecer dentro de la casa, ávida y encorvada, como una rata que acaba de encontrar un trozo de carne y está resuelta a no compartirlo con nadie.

Apenas se cerró la puerta, la dama de morado entró en actividad. Se dejó caer al suelo, con las faldas arremolinadas en torno a ella, y extrajo algo de su galerita. Con el reflejo del sol, una botella brilló en su mano. La dama mordió el corcho, la destapó y empezó a vaciar el contenido a su alrededor.

Bartolomeo se inclinó hacia adelante, achinando los ojos para ver mejor a través del grueso cristal. Se le ocurrió que, en ese momento, era el único que veía a aquella figura. Otros ojos la habían seguido desde que había puesto un pie en el callejón. Bartolomeo lo sabía. Pero ahora la dama estaba en el fondo del jardín, y cualquiera de los demás curiosos del callejón solo vería el muro alto y descascarado. La dama de morado había elegido la casa de los Buddelbinster a propósito. No quiere que la vean.

Tras vaciar la botella, la sostuvo en alto y la hizo trizas con los dedos, para dejar caer los pedazos de vidrio en el suelo. Luego se levantó de golpe y se quedó mirando la casa, con la calma y la elegancia de siempre.

Pasaron varios minutos. La puerta volvió a abrirse, con cierta desconfianza. Esa vez asomó la cabeza un niño. Era el sustituto, el amigo de Bartolomeo. Como en el caso de Queta, su sangre de duende se transparentaba sin asomo de dudas en su piel blanquísima. En su cabeza crecía una mata de zarzas. Tenía las orejas largas y en punta. Al parecer alguien le dio un empujón desde atrás, porque salió de la puerta de un tropezón y cayó a los pies de la dama. Se la quedó mirando, con los ojos dilatados.

Entonces ocurrieron muchas cosas a la vez. Bartolomeo, con la mirada fija en ellos, inclinó la cabeza de manera que la punta de su nariz rozó el cristal de la ventana. Y, en el mismo momento, hubo un movimiento rápido y brusco en el jardín, y la dama estiró las manos y se apartó los tirabuzones de la parte de atrás de la cabeza. A Bartolomeo le hirvió la sangre. Ahí abajo, mirándolo directamente a él, había otra cara, una cara diminuta, morena, fea como una raíz retorcida, llena de arrugas y de pequeños dientes afilados.

Con un gritito ahogado, empujó la ventana para alejarse y se pinchó las palmas con astillas. La cosa esa no me vio, no me vio. No había forma de que supiera que yo estaba ahí.

Pero lo había visto. Esos húmedos ojos negros habían mirado directo a los suyos. Por un momento se habían llenado de una furia tremenda. Y luego la criatura había estirado sus labios y le había sonreído.

Bartolomeo yacía sin aliento sobre las tablas del suelo; le palpitaban las venas de la cabeza. Estoy muerto. Bien, bien muerto. No tenía mucha pinta de sustituto, ¿no? Desde allá abajo seguro parecía un chico común y corriente. Cerró fuerte los ojos. Un chico común y corriente que la espiaba.

Muy de a poco levantó la cabeza hasta el nivel de la ventana, sin alejarse de la zona de sombra. En el jardín, la dama de morado se había apartado del chico. Su otra cara, la horrible, estaba de nuevo oculta bajo su pelo. Extendía una de sus largas manos envueltas en guantes de terciopelo hacia el amigo de Bartolomeo, llamándolo.

El chico la miró, miró de nuevo su casa. Por un instante, a Bartolomeo le pareció ver a alguien en una de las habitaciones superiores, una sombra encorvada, con la mano alzada contra el vidrio en señal de despedida. Desapareció en un parpadeo, y la ventana quedó vacía.

En el jardín el chico temblaba. Se volvió hacia la dama. Asintió y fue acercándosele, hasta tomar su mano extendida. Ella lo estrechó contra sí. Entonces hubo un estallido de oscuridad, una tormenta de aleteos negros, que explotó alrededor de ambos y ascendió al cielo, chillando. Por el aire pasó una onda. Después desaparecieron, y el Callejón del Viejo Cuervo volvió a sumirse en el sueño.