Capítulo XIV

Lo más horrible

DEBATIÉNDOSE en medio de un chillido de alas, corrieron callejón abajo. Bartolomeo miró por encima del hombro justo a tiempo para ver emerger de la negrura la alta forma de la dama de morado. La cara de esta, medio oculta bajo la sombra de su sombrero, se volvió hacia él. Luego Bartolomeo dobló, corriendo con todas sus fuerzas detrás del señor Jelliby.

—¿Por qué corremos? —gritó el señor Jelliby mientras cruzaban a la carrera un patiecito, bajo las ramas de un viejo árbol nudoso—. Oye, sustituto, ¿qué son esas alas? ¿Qué está pasando?

—La dama… —boqueó Bartolomeo, tratando de no quedarse atrás—. ¡La dama de morado! Ha vuelto, y seguramente no volvió porque sí…

Sé que estás aquí, dijo una voz lóbrega que se metía en la cabeza de Bartolomeo. Niño Número Diez, puedo sentirte.

Un dolor agudo estalló en sus brazos, como si la punta de un cuchillo le abriera la piel. Casi se desmorona allí mismo.

—¿La dama de morado? —preguntó el señor Jelliby, frenando en seco.

Bartolomeo chocó contra su espalda. Levantando de un tirón la manga de la capa, vio que las rayas rojas estaban hinchadas, sobresalían de la piel y palpitaban con una luz colorada.

Corres, mestizo, dijo la voz, con algo de sorpresa. ¿Por qué corres? ¿Le tienes miedo a algo? En la cabeza de Bartolomeo resonó una risita. No tendrás algo que esconderme, ¿verdad?

—¡Pero eso es excelente! —decía el señor Jelliby—. ¡Llevo semanas buscándola! ¡Y dijiste que tu hermana estaba con ella! Tengo que hablar con esa dama de inmediato —con un paso decidido, dio media vuelta.

Bartolomeo empujó con todas su fuerzas al señor Jelliby contra un portal.

—Usted no entiende —dijo, apretando los dientes por el dolor que sentía en los brazos—. No es siempre la misma.

Hace cosas espantosas. No se da cuenta, ¡ella es la asesina!

El señor Jelliby frunció el ceño.

—Me pidió ayuda —dijo. Después se quitó de encima a Bartolomeo y volvió sobre sus pasos, gritando—: ¡Señorita!

¡Disculpe, señorita!

—¡No puedes hacer esto! —gritó Bartolomeo frenéticamente, y corrió tras él. Pero era demasiado tarde.

Una ráfaga de alas negras llenó la bocacalle y allí apareció la dama de morado, con las faldas de terciopelo flameando a su alrededor. Algo se movió nerviosamente bajo su piel cuando ella vio al señor Jelliby. Algo así como una viborita serpenteando por el hueso y los tendones.

—Tú —dijo la voz, y esta vez no solo en la cabeza de Bartolomeo. La voz reptaba por entre las casas y le pinchaba los oídos. La dama empezó a acercarse.

—¡Señorita! —dijo el señor Jelliby—. ¡Señorita, tengo que hablar de un asunto de suma urgencia! Usted me pidió ayuda, ¿recuerda? ¿En Westminster? Yo estaba en el armario y usted…

La dama no se detuvo. Tras alzar un dedo enguantado, rasgó ferozmente el aire que tenía delante. El señor Jelliby salió volando y se estrelló contra una pared. Bartolomeo se volvió hacia el portal mientras algo así como una bandada de pájaros invisibles pasaba delante de su cara.

—¿Cómo has sobrevivido? —le refunfuñó la voz al señor Jelliby. El dedo de la dama seguía señalándolo y sosteniéndolo contra la pared. Los pies del señor Jelliby colgaban a varios palmos de los adoquines—. ¿Por qué sigue vivo? ¡Nadie ha sobrevivido jamás a esa magia!

El señor Jelliby, que empezaba a ahogarse, se arañaba el cuello con las manos.

Rápida y furtivamente, Bartolomeo salió del portal y levantó un adoquín flojo de la calle. Luego se acercó a la espalda de la dama, con el arma en alto.

Se oyó un grito de alarma. La dama se llevó la mano a la cabeza y se corrió el pelo. El señor Jelliby se desplomó. Bartolomeo quedó paralizado.

La otra cara, la pequeña cara correosa, miraba directo al niño, con dos ojitos brillantes metidos entre los pliegues de la piel. Por entre el cabello de la dama se retorcían unos gruesos tentáculos marrones. La cara espantosa abrió la boca con un aire despectivo.

—Niño Número Diez —dijo—. El de la ventana.

Bartolomeo arrojó el adoquín.

Un aullido de dolor atravesó el callejón, tan fuerte que espantó a una bandada de cuervos. La dama alzó tres dedos, sin duda para liquidarlos a ambos de una vez por todas, pero Bartolomeo ya estaba corriendo, y enseguida doblaba la esquina pisándole los talones al señor Jelliby.

El siguiente callejón era más ancho. Bartolomeo alcanzó a ver muy brevemente que la gente dejaba lo que estaba haciendo para mirarlo, que una ventana se abría, que una carnicería echaba despojos negros a la cuneta. Luego salieron a un espacio abierto, en medio de la multitud y de los tranvías que traqueteaban. Sobre sus cabezas la ropa colgada se mecía al viento. El aire estaba lleno de humo y de voces. A Bartolomeo le pareció oler a nabos hervidos, como en el piso de arriba en su casa del Callejón del Viejo Cuervo.

—¡Tenemos que llegar a la estación de trenes! —gritó el señor Jelliby, abriéndose paso entre un vendedor de agua mentolada y un duende que tenía bocas en lugar de ojos—. Dime si ves algún bicitaxi, muchacho. Por aquí tendría que haber un hombre de azul.

Bartolomeo miró entre las franjas de tela que le cubrían la cara. A su alrededor no vio nada sino piernas. Piernas que llevaban trajes, harapos, ropa de algodón, colores grises, corriendo en toda dirección. Tanta gente. Una puntada de miedo acompañó a ese pensamiento. No te hagas notar. Que no te vean. Estaban por doquier a su alrededor, dedos y ojos muy cerca, peligrosos. Y entonces, entre las piernas, divisó un destello color morado: terciopelo ciruela aferrado por una mano enguantada en azul de medianoche.

—Está aquí —le susurró Bartolomeo al señor Jelliby.

El señor Jelliby echó un vistazo sobre su hombro. Y, en efecto, ahí estaba la dama de morado, avanzando con paso decidido entre la multitud. Era una cabeza más alta que la corriente de chaquetas y sombreros grises, y su cara en sombras no mostraba expresión alguna. Caminaba tiesa como una marioneta, a no más de veinte pasos detrás de ellos, y la brecha iba acortándose deprisa.

Sin pensarlo, Bartolomeo y el señor Jelliby entraron por un portal y tomaron un pasadizo de piedra gris que daba sobre una huerta. El pasadizo los llevó a una cocina ruidosa y desembocó en una calle flanqueada por tiendas. Hicieron un alto para ubicarse.

—¿Por qué quiere matarme? —dijo el señor Jelliby, con una voz a mitad de camino entre un susurro y un grito. Caminaba en círculos por los adoquines, pasándose los dedos por el pelo—. ¡Me pidió ayuda! ¡Mi ayuda, por todos los santos! ¡Y ahora que la encuentro por poco me mata! Unos pájaros graznaron sobre la canaleta de un techo.

Bartolomeo intentaba atarse los cordones de las botas.

—¿Así que ella le pidió ayuda?

No era Bartolomeo el que había hablado. El señor Jelliby se volteó. Ahí, a no más de seis pasos, estaba la dama de morado, y sus labios no se movían. De a poco ella dio media vuelta. Apareció entonces la segunda cara, mirándolos con desdén a través de una cortina de pelo. De un corte espantoso, que le cruzaba la boca, le chorreaba por el mentón un líquido negro.

—Melusina, pequeña traidora —la voz era empalagosa, pero temblaba como si estuviera por quebrarse.

El señor Jelliby miraba la cara con la boca abierta. La cara le sostenía la mirada: su boca ajada temblaba y sus ojitos negros se sacudían como insectos.

Bartolomeo aprovechó la oportunidad. Entró a la cocina de al lado y una vez más echó a correr.

El señor Jelliby lo vio irse y el alma se le cayó al suelo. Así agradece mi caridad, pensó con amargura. Y entonces la dama de morado levantó un dedo primoroso y el señor Jelliby salió volando.

Se estrelló contra la vidriera de un zapatero y cayó dentro de la tienda, que en ese momento estaba cerrada. Por un instante flotó en el centro de la habitación, rodeado de botas y oscuridad. Luego tiraron de él hacia afuera, zarandeándolo hacia el otro lado de la calle, donde se estrelló contra una puerta con tal fuerza que los remaches de metal se le incrustaron en la piel.

Algo desgarró la tela de su chaqueta de punta a punta. Un pedazo de vidrio le cortó la mano. Vio las gotitas de sangre —rojo rubí, brillantes— volar por el aire.

Era el fin. El pensamiento se le ocurrió al golpearse la cabeza contra un cartel pintado. Era el fin. Ahora moriría.

Pero algo ocurría calle abajo. Oyó un alboroto, pasos sobre los adoquines seguidos por un grito desesperado:

—¡Ahí está la mujer! ¡Ayúdenlo! ¡Ayúdenlo, que lo va a matar!

¿El chico? Se forzó a abrir los ojos. Estaba a unos dos metros y medio por sobre el suelo, enredado en el cartel metálico de un herrero. Debajo había dos oficiales de uniforme, que una y otra vez lo miraban y miraban a la dama de morado, con las expresiones más aturdidas que pudiera imaginarse en sus caras bigotudas. La confusión pareció durar una eternidad. Luego corrieron hacia la dama con los brazos extendidos, listos para agarrarla como a un niño.

La dama de morado ni siquiera se inmutó. Mientras sostenía al señor Jelliby en vilo con una mano, hizo un pase con la otra y apuntó, con la palma abierta, a uno de los policías. La cara de este se aplastó como contra un vidrio y el hombre se tambaleó hacia atrás, tomándose la nariz. El otro ya casi estaba sobre ella cuando también se detuvo de golpe. Empezó a marchar como un soldadito a cuerda y dio de lleno contra una pared.

Una vez más el señor Jelliby estaba en el aire. Algo lo había desenganchado del cartel y ahora lo levantaba, en medio de un aullido de alas y de viento. Lo elevó hasta los techos, luego lo dejó caer y tiró de él a centímetros de los adoquines. Pasó volando delante de la dama. Sus dedos rozaron pelo y piel ajada.

Tuvo solo una décima de segundo. Una décima de segundo para pensar e incluso para golpear; pero lo hizo. Le asestó un puñetazo en la boca a la cara arrugada. La dama de morado se tambaleó hacia adelante, y de repente ya nada sostuvo al señor Jelliby, que cayó en picada.

Un espantoso gemido de dolor llenó el callejón. El señor Jelliby se desplomó en la cuneta, mientras el gemido continuaba y continuaba, como rasgándole los huesos. La dama empezó a dar vueltas como una bailarina. Los bordes de sus faldas y las puntas de sus dedos se iban convirtiendo en plumas negras, brillantes y luminosas. Entonces el policía de la nariz ensangrentada saltó sobre ella y la redujo. Mientras las dos figuras luchaban, salían plumas negras para todos lados. La dama gritaba y se debatía, pero no sirvió de nada. El aleteo se hizo más débil y un momento después todo terminó. Las alas habían desaparecido. También el viento huracanado. La calle quedó en completo silencio.

Bartolomeo, la dama, los policías, todos parecían de piedra. Luego los rodeó el ruido de la ciudad. Gritos y bocinazos: sonidos cálidos y familiares.

Los policías fueron los primeros en moverse. Esposaron a la dama por las muñecas, y uno de ellos se la llevó.

El señor Jelliby salió a rastras de la cuneta, adolorido y sin aliento. Bartolomeo hizo ademán de meterse en el pasaje de piedra para esfumarse entre la multitud de la calle ancha, pero el otro oficial lo atrapó por la capucha de la capa.

—No hemos terminado contigo, duendecito. Y me temo que con usted tampoco, señor. Parece que todos daremos un paseo por la comisaría.

La comisaría del octavo distrito de Bath estaba en un edificio macizo de ladrillos, justo debajo de un puente de hierro que llevaba a la nueva ciudad y del que caían chispas y humo. Las ventanas estaban cubiertas de hollín, los pisos sin barrer y todo, desde los archiveros a las lámparas, olía muy fuerte a opio.

A Bartolomeo y al señor Jelliby los hicieron tomar asiento en un despacho frío, en presencia de un secretario con cara de pocos amigos. Cada tanto la cabeza del señor Jelliby caía hacia adelante, y a Bartolomeo le daba miedo que se fuera de bruces al suelo. Tras un largo rato, entró una joven con una gorra blanca y roja que vendó con gasa limpia las numerosas heridas del señor Jelliby. Lo trató con buen humor, pero a Bartolomeo lo miraba nerviosa y siempre se ajustaba el delantal cuando se le acercaba, como si temiera que fuera a arrebatárselo. Al rato volvió a irse. Esperaron otra eternidad. El secretario les ponía mala cara. De la pared colgaba un viejo reloj de metal, y el repiqueteo de sus manecillas parecía ralentizar el tiempo más que contarlo.

Bartolomeo golpeaba el piso con el pie. Quería moverse, salir del edificio y correr hasta encontrar a Queta. ¿Cuánto tiempo tengo? No mucho. No mucho antes de que ella quedara como los demás sustitutos, callada y muerta. De repente la imaginó en el agua. Una forma blanca boyando en la oscuridad. Sus ramas marchitas, mustias entre las corrientes. Queta. Bartolomeo apretó los ojos.

—Gracias por venir a buscarme —dijo de pronto el señor Jelliby, y Bartolomeo pegó un saltito. El hombre no había levantado la cabeza. Aún tenía los ojos cerrados. Bartolomeo no supo qué decir. Por un largo momento se quedó ahí sentado, tratando de pensar en algo, en lo que fuera. De golpe se abrió la puerta y entró un inspector, y Bartolomeo deseó poder hundirse en las sombras de su capa para que no lo vieran nunca.

El inspector se puso a hacerle al señor Jelliby un montón de preguntas. El señor Jelliby se sintió tentado de contarle todo. Todo acerca del señor Lickerish, de los sustitutos asesinados y de los pájaros mecánicos. Y que ellos se ocuparan. Ellos podrían hacerlo. Pero sabía que sería inútil. El señor Zerubbabel no le había creído. Ni siquiera Ofelia le había creído.

Una vez que el inspector se convenció de que el señor Jelliby sabía muy poco del asunto, se marchó también y fue reemplazado por un hombrecito barbudo que llevaba un saco de tweed. El hombre era de lo más corriente. Su cara era corriente, su calva era corriente y su corbata arrugada era corriente. Todo menos sus ojos, que eran de un azul asombroso y gélido, como agua de glaciar. Parecía como si quisiese comerte con ellos.

—Buenos días —dijo. Su voz era suave—. Soy el doctor Harrow, director de Estudios Duéndicos de la Universidad de Bradford. La dama que lo atacó hoy está poseída por un duende. Ahora bien: si usted tuviera la amabilidad de contarme en detalle todo lo que recuerde sobre sus acciones, quiero decir, las de la dama, sus reacciones, el sonido de su voz y el carácter de sus habilidades extraordinarias, se lo agradecería mucho.

El señor Jelliby asintió abatido bajo los vendajes y se embarcó en una larga descripción de cómo lo había atacado y perseguido y arrojado por los callejones. Luego, cuando juzgó oportuno el atrevimiento, preguntó:

—¿Me permitirían hablar con ella? ¿Es seguro? Estoy convencido de que solo me haría falta un momento.

El doctor Harrow pareció dudar.

—¿Dice que no la conoce para nada?

—No, no la conozco —se apresuró a decir el señor Jelliby—. Solo… solo quiero preguntarle una cosa, si es posible.

—¿Y ese es un gnomo? —preguntó el doctor, señalando con el pulgar a Bartolomeo—. Tendrá que quedarse afuera. Es probable que se confabulen entre ellos por medio de la magia.

El señor Jelliby no lo había pensado.

—Muy bien —dijo—. Vuelvo enseguida, muchacho.

El doctor Harrow le hizo señas al señor Jelliby de que lo siguiera, y los dos salieron a un pasillo y bajaron por unas escaleras de metal. Al pie de las escaleras comenzaba otro pasillo, pero este era bajo y abovedado, con paredes blanqueadas y un piso de baldosas verdes. A ambos lados se sucedían gruesas puertas de hierro. El aire olía a lejía y a ácido carbólico, de un modo tan penetrante que al señor Jelliby le quemaba la nariz, pero aun así no cubría el hedor a humanos y a duendes mugrientos.

El doctor lo llevó hasta una de las puertas y le indicó al guardia que estaba sentado al fondo del pasillo que la abriera.

Los hicieron pasar a una habitación muy blanca. No tenía ventanas ni el menor confort. El único mueble era una silla común de madera ubicada en el centro. Y sentada en ella, oscura y quieta, estaba la dama de morado.

Le habían quitado los guantes para tomarle las huellas dactilares. Le habían cortado parte del vestido. El sombrero, con todo, seguía en su lugar, ocultándole los ojos.

—El duende que habita en ella es una especie de sanguijuela —explicó el doctor, rodeándola—. Un parásito. Los casos así son extraordinarios. Por lo general el parásito se apodera de la conciencia de un animal o de un árbol. El hecho de que se haya prendido así a un humano es casi inaudito… De acuerdo con Spense, una vez que el parásito se ha infiltrado en su huésped, de a poco empieza a consumirlo. El duende sanguijuela se apodera de la mente, se mete en la carne y en los nervios… —corrió el pelo de la parte de atrás de la cabeza, revelando una cara retorcida y machacada—. Se dice que solo las cuerdas vocales son imposibles de controlar. Así que tenga cuidado si alguna vez se cruza en el camino de una vaca en silencio —el doctor se rió de su propio chiste.

La cara que estaba debajo del pelo era lo más horrible que el señor Jelliby había visto jamás. No humana, apenas de duende, una masa fofa con dientes, tentáculos y piel arrugada. Tenía la boca abierta. Sus ojos estaban cerrados, casi ocultos por los chichones que le había causado Bartolomeo con el adoquín.

—El duende está sedado —dijo el doctor Harrow, soltando el pelo—. Por cómo se ven las cosas, lleva meses habitando en la dama. Sus raíces llegan muy hondo. Cualquier cosa que coma o sienta él, la afecta también a ella. Debe de estar adormecida. Dudo de que pueda decirle nada útil.

El señor Jelliby asintió. Tras arrodillarse para poder verle la cara de la dama, dijo:

—¿Señorita? ¿Señorita, me oye?

No hubo respuesta. Se quedó ahí sentada, una estatua oscura e inmóvil en una silla.

El señor Jelliby miró al doctor por encima del hombro.

—Dijo que la consume. ¿Vivirá? ¿No se puede… extirpar al duende de alguna manera?

—Quizá de manera quirúrgica —respondió con calma el doctor Harrow—. Pero no sé si ella se recuperará del todo, si su mente volverá a funcionar por su cuenta, o si sus extremidades le responderán. Es poco probable.

Con cara apesadumbrada, el señor Jelliby se volvió a la dama.

—¿Melusina? —dijo en voz baja.

Esta vez los párpados se abrieron. Los ojos estaban negros como la muerte y relucían.

Él le susurró con vehemencia:

—Melusina, me pediste que te ayudara, ¿recuerdas? —las palabras le salían rápido y bajito—. No sé si te he ayudado. Espero que aquí estés segura. Pero la verdad es que soy yo el que necesita tu ayuda. ¿Recuerdas algo de los últimos meses? ¿Dónde estuviste? ¿Qué hiciste? ¿Melusina?

Ella siguió mirando al frente.

—Necesito que recuerdes —susurró él—. ¿Puedes intentarlo? —a sus espaldas el doctor fruncía el ceño, con una mano en la campana de alarma—. ¡Dime algo! ¡Cualquier cosa!

Algo se movió en los ojos de ella, hubo un cambio tras la máscara de su cara. La boca se abrió y soltó un suspiro profundo y adormilado.

—Había un pasillo —dijo. Habló tan de pronto que el señor Jelliby se sobresaltó—. Un pasillo que llevaba a la Luna.

El señor Jelliby creyó ver algo por el rabillo del ojo. Una masa de oscuridad que hormigueaba por la pared blanca.

—Yo corría por el pasillo —continuó la dama—. En busca de algo. Y había alguien detrás de mí… de pie… mirándome.

El señor Jelliby miró de reojo la pared. Nada por ese lado. Se puso de pie, dándole la espalda a la dama.

—El del pasillo era yo —dijo en voz baja—. En Casa Simpar. No estábamos en la Luna —la mente de ella estaba borrada. No sería de ninguna ayuda.

—Ahora tengo que irme —dijo, dirigiéndose al doctor Harrow—. Le agradezco mucho por su tiempo.

El hombre barbudo hizo una pequeña reverencia.

—Ah, no hay de qué —dijo, y los ojos azules le brillaron con una luz extraña—. No… hay… de… qué —con un ademán ostentoso, abrió la puerta de la celda y la sostuvo para que pasara el señor Jelliby.

El señor Jelliby sonrió apenas. Caminó hacia la puerta. Pero justo al cruzar el umbral, se dio media vuelta. Arrojó un puñetazo que le dio al doctor Harrow entre los ojos. Después echó a correr por el pasillo.

—¿Muchacho? —gritó, haciendo a un lado al guardia de un empujón y acelerando escaleras arriba—. Muchacho, ¡sal de aquí!

Los labios del doctor Harrow no se habían movido.