Capítulo II
Un engaño secreto
ARTURO Jelliby era un joven muy amable, lo que quizá le había impedido convertirse en un gran político. Era miembro del Parlamento, no porque fuera especialmente listo ni habilidoso en algo, sino porque su madre era una princesa del Estado de Hesse muy bien conectada y le había conseguido el puesto durante un juego de croquet con el Duque de Norfolk. De manera que, mientras que los funcionarios no cabían en sus trajes de ambición, intrigaban en pos de la ruina de sus rivales mientras cenaban ostras o, cuando menos, se informaban sobre los asuntos de Estado, al señor Jelliby le interesaba mucho más pasar largas horas en su club de Mayfair, comprar chocolates para su linda esposa o simplemente dormir hasta el mediodía.
Eso mismo hizo cierto día de agosto, y por eso la citación urgente para asistir a un Consejo Secreto en el Parlamento lo tomó completamente desprevenido.
Bajó a los tumbos las escaleras de su casa de Plaza Belgravia, desenredándose lo mejor posible el pelo con una mano y luchando con los botoncitos de su chaleco color cereza con la otra.
—¡Ofelia! —llamó, intentando poner voz alegre.
Su mujer apareció en la puerta que daba al salón, y él señaló con gesto de disculpa la cinta negra de seda que colgaba mustia de su cuello.
—El valet no está, y Brahms no sabe cómo hacerlo, y yo ¡no puedo atármelo solo! Por favor, querida, hazme el nudo, ¿sí? ¿Y con una sonrisa?
—Arturo, no tienes que dormir tanto —dijo Ofelia con severidad, dando un paso al frente para anudarle el pañuelo de cuello. El señor Jelliby era un hombre alto, de hombros anchos, y ella era bastante menuda, así que tuvo que ponerse en puntas de pie.
—Ah, pero hay que dar el ejemplo. Imagina los titulares: “¡Guerra evitada! ¡Miles de vidas salvadas! El Parlamento inglés durmió durante la sesión”. El mundo sería un lugar mucho más agradable.
La frase no le sonó todo lo ingeniosa que le había parecido en su cabeza, pero Ofelia rió de todos modos; y el señor Jelliby, sintiéndose muy gracioso, se aventuró hacia el tumulto de la ciudad.
Era un lindo día, tratándose de Londres. Eso significaba que era un día apenas menos propenso que otros a sofocarte y envenenarte los pulmones. La lluvia de la noche anterior había dispersado la negra cortina de humo que largaban las chimeneas de la ciudad. El aire aún olía a carbón, pero unos rayos de luz traspasaban las nubes. Autómatas gubernamentales avanzaban por las calles haciendo rechinar sus articulaciones oxidadas, empujando el fango con escobas y dejando charcos de aceite a su paso. En la calle, un grupo de faroleros daba de comer avispas y libélulas a los duendes decaídos y hoscos, que permanecían sentados dentro de los faroles hasta el atardecer.
El señor Jelliby dobló hacia la Calle de la Capilla, alzando la mano para conseguir un taxi. Por encima de su cabeza, se arqueaba un enorme puente de hierro, que chirriaba y soltaba chispas cuando pasaban con estruendo los trenes tirados por locomotoras de vapor. Cualquier otro día el señor Jelliby habría ido sentado en uno de ellos, con la cabeza contra el vidrio, mirando distraído la ciudad. O quizá le hubiera pedido a Brahms, el criado, que lo ayudara a subir a su flamante bicicleta y le diera un empujón para echar a andar por los adoquines. Pero no era un día cualquiera. Ese día ni siquiera había desayunado, de manera que todo le parecía estropeado y acelerado.
Se detuvo a recogerlo un carruaje conducido por un gnomo viejo de dientes filosos y piel verde como una piedra mohosa. El gnomo conducía como si sus caballos fuesen una pareja de caracoles gigantes, y, cuando el señor Jelliby golpeó el techo del carruaje con el bastón y gritó que apurara el paso, recibió por respuesta una parrafada de maldiciones que lo dejó pegado al asiento. El señor Jelliby frunció el ceño y pensó en todas las razones por las que no deberían hablarle así, pero no abrió la boca por el resto del viaje.
El reloj de la nueva y alta torre de Westminster daba los treinta y cinco minutos de la hora cuando se apeó en York Road. Ay ay ay. Llegaba tarde. Cinco minutos tarde.
Corrió escaleras arriba a St. Stephen’s Porch y pasó delante del portero hacia el amplio espacio del hall central. Los hombres se apiñaban en grupos por doquier, y sus voces reverberaban hasta las vigas del techo. El aire apestaba a lima y pintura fresca. En algunas áreas había andamios adheridos a las paredes, y parte del embaldosado aún estaba por terminarse. El palacio de Westminster no llevaba siquiera tres meses abierto para las reuniones. El viejo edificio había quedado reducido a una pila de cenizas después de que un espíritu malhumorado hubiera estallado en mil pedazos en los sótanos.
El señor Jelliby caminó aprisa escaleras arriba y apuró el paso por un pasillo flanqueado de lámparas donde todo retumbaba. Se alegró un poco al ver que no era el único que llegaba tarde. También Juan Wenceslao Lickerish, Lord Canciller y primer sidhe en ocupar un cargo en el gobierno británico, corría detrás de las manecillas apuradas de su reloj. Dobló una esquina desde un lado, el señor Jelliby desde el otro, y chocaron con cierta fuerza.
—¡Oh, señor Lickerish! Mil perdones —rió Jelliby, ayudando al caballero duende a ponerse de pie y limpiándole el polvo imaginario de las solapas—. Me temo que estoy un poco torpe esta mañana. ¿Se encuentra bien?
El señor Lickerish fulminó a Jelliby con la mirada y se apartó de sus manos con un leve aire de desagrado. Iba vestido de manera impecable, como siempre, cada botón en su sitio, cada retazo de tela nuevo y hermoso. Llevaba un chaleco de terciopelo negro. El pañuelo de cuello era de tela de plata, estaba intachablemente anudado, y, al echarle una ojeada, el señor Jelliby atisbó bordados, medias de seda y un algodón tan almidonado que se hubiera podido romper con un martillo. No hace más que realzar la suciedad, pensó. Tuvo que morderse la lengua para no sonreír. El duende tenía medialunas de suciedad bajo las uñas, como si hubiera estado arañando la tierra fría.
—¿Mañana? —dijo el duende. Su voz era suave. Un susurro, como viento entre ramas deshojadas—. Joven Jelliby, ya no es de mañana. Ni siquiera es mediodía. Casi es de noche.
El señor Jelliby pareció confuso. No sabía exactamente qué acababa de decir el duende, pero no le parecía de muy buena educación que lo llamara “joven”. Era muy posible que el caballero no fuera ni un día mayor que él. La verdad, era difícil saberlo. El señor Lickerish era un duende encumbrado, y como todos los duendes encumbrados tenía la talla de un niño, era por completo calvo y su piel era tan blanca y lisa como el mármol que pisaban.
—Bueno —dijo el señor Jelliby de buen humor—. De cualquier manera, llegamos muy tarde —y para gran molestia del caballero duende, le siguió el paso durante todo el camino que llevaba hacia la cámara secreta, conversando amablemente del clima y de mercaderes de vino y de cómo el viento por poco había volado al mar su chalecito de Cardiff.
La sala donde se esperaba que se reuniera el Consejo Secreto era pequeña, de paneles oscuros, y estaba en el centro del edificio; sus ventanas de vidrios romboidales daban a un patio en el que había un espino. Filas de sillas de respaldo alto llenaban la sala, todas ocupadas menos dos. El presidente del Consejo, un tal Lord Horacio V. Esto-o-lo-de-más-allá (el señor Jelliby nunca recordaba su nombre), estaba sentado en el centro, en una especie de podio adornado con ingeniosas esculturas de faunos y racimos pesados de uvas. Al parecer el presidente se había quedado dormido, porque se incorporó de golpe cuando ellos entraron.
—Ah —dijo, cruzando los brazos sobre su amplia barriga y frunciendo el ceño—. Parece que después de todo el señor Jelliby y el Lord Canciller han decidido honrarnos con su presencia —los miró sombríamente—. Tomen asiento, por favor, así empezamos de una vez.
Los presentes refunfuñaron, se acomodaron y recogieron las piernas mientras el señor Jelliby avanzaba entre las filas hasta uno de los asientos vacíos. El duende eligió el que estaba en la punta opuesta de la habitación. Una vez que se sentaron, el presidente carraspeó.
—Señores del Consejo Secreto —empezó—, buenos días a todos.
Una de las cejas delgadas del duende político se arqueó al oír eso, y el señor Jelliby sonrió para sí. (A fin de cuentas no era de mañana; era de noche.)
—Estamos aquí reunidos para ocuparnos de un asunto muy grave y perturbador.
Ay de nuevo. El señor Jelliby suspiró y metió las manos hasta el fondo de los bolsillos. No le gustaba ocuparse de asuntos muy graves y perturbadores. De ser posible, le dejaba eso a Ofelia.
—Supongo que la mayoría de ustedes habrá visto los titulares… —los interpeló el presidente con su voz grave y lánguida—. ¿El último asesinato de un sustituto?
Se levantó un murmullo en la reunión. El señor Jelliby se retorció en su asiento. Oh, no, un asesinato no. ¿Por qué la gente no era amable con los demás?
—Para quienes no estén informados, permítanme resumir. El señor Jelliby sacó un pañuelo y se limpió la frente. Ni falta que hace, pensó, un poco irritado. El calor estaba aumentando hasta lo insoportable. Todas las ventanas estaban cerradas, y no parecía correr ni un soplo de aire en la sala.
—Solo en el mes pasado hubo cinco muertes —dijo el presidente—. En total van nueve. Al parecer casi todas las víctimas son de Bath, pero es difícil saberlo porque nadie ha venido a reclamar los cuerpos. Como sea, las víctimas aparecen en Londres. En el Támesis.
Un caballero menudo y de aspecto severo que estaba sentando en la primera fila hizo un ruido con la nariz y alzó la mano con un gesto de furia.
El presidente lo miró impaciente, después asintió y le cedió la palabra.
—Delitos menores, señor presidente. Nada más. Estoy seguro de que Scotland Yard está haciendo todo lo posible. ¿Es que el Consejo Secreto no tiene nada más importante de qué ocuparse?
—Lord Harkness, vivimos tiempos difíciles. Estos “delitos menores”, como usted los llama, podrían tener consecuencias nefastas en un futuro próximo.
—En ese caso nos encargaremos de ellas cuando nos salgan al paso. Los sustitutos nunca han sido populares. Ni con su gente ni con la nuestra. Siempre se cometerán actos violentos contra ellos. No veo motivo para dar a estos incidentes más importancia de la que merecen.
—Señor, usted no sabe de qué está hablando. Las autoridades creen que hay relación entre los asesinatos, que fueron planeados y cometidos con deliberada malevolencia.
—¿Eso creen? Bueno, supongo que de alguna manera tienen que justificar el sueldo que se les paga.
—Lord Harkness, no es momento para esas cosas —un asomo de inquietud perturbó el talante adormecido del presidente—. Las víctimas son… —vaciló—. Son todas niños.
Lord Harkness habría podido decir: “¿Y con eso qué?”, pero no habría sido de buena educación. En vez de ello, dijo:
—Según tengo entendido, hay pocos sustitutos que no son niños. En general no duran mucho.
—Y la manera de matarlos también es la misma.
—Bueno, a ver, ¿cuál es? —Lord Harkness parecía decidido a demostrar que aquella reunión era una absoluta y ridícula pérdida de tiempo. Nadie quería oír hablar de sustitutos. Nadie quería mencionar sustitutos, o siquiera pensar en sustitutos. Pero menos aún querían oír cómo habían muerto, por lo que los esfuerzos de Lord Harkness fueron recompensados con una tormenta de miradas fulminantes por parte de los demás caballeros. El señor Jelliby estuvo tentado de taparse las orejas.
La nariz del presidente se movió nerviosamente.
—Las autoridades no están seguras.
Ah, gracias al cielo.
—¿Y entonces cómo pueden afirmar que hay relación entre los asesinatos? —la voz de Lord Harkness era ácida. Tenía el pañuelo en la mano y parecía como si quisiera estrangular al presidente con él.
—Bueno, ¡los cadáveres! Están… Caramba, están… —Dígalo de una vez, hombre, ¿están qué?
El presidente miró directo al frente y dijo:
—Están huecos, Lord Harkness.
Durante unos cuantos momentos la sala quedó en un completo silencio. Una rata corrió por debajo del piso de madera y sus patitas apresuradas resonaron como una ráfaga de granizo.
—¿Huecos? —repitió Lord Harkness.
—Vacíos. Sin huesos ni órganos internos. Solo la piel. Como una bolsa.
—Cielo santo —susurró Lord Harkness, y se desplomó en su asiento.
—Ya lo creo —los ojos del presidente recorrieron a los demás caballeros de la sala, como desafiándolos a interrumpir la asamblea—. Los periódicos no dicen nada de eso, ¿verdad? Es porque no lo saben. Ignoran muchas cosas, y por el momento tenemos que asegurarnos de que siga siendo así. Hay algo extraño en estos asesinatos. Algo maligno e inhumano. Ustedes no lo han oído, pero esos sustitutos tenían la piel toda escrita. De pies a cabeza. Marquitas rojas en lengua de duendes. Se trata de un dialecto muy antiguo y diferente que no han podido descifrar los criptógrafos de Scotland Yard. Sin duda ustedes se darán cuenta de los disgustos a los que puede conducirnos el caso.
—Sí, claro —farfulló el Conde de Fitzwatler por debajo de su bigote de morsa—. Y creo que está bastante claro quién es responsable. Son los sindicatos antiduendes, ni qué decirlo. Hicieron asesinar a unos desamparados y luego garabatearon unas palabras de duendes para culpar a los sidhes. Está clarísimo.
Por respuesta recibió abucheos y otros tantos asentimientos de cabeza. Aproximadamente la mitad del Consejo pertenecía a algún grupo antiduendes. La otra mitad pensaba que ser anticualquier cosa era pura estrechez de miras, y consideraba fascinante a la magia y a los duendes, la llave del futuro.
—Bueno, ¡qué duda cabe de que es obra de los duendes! —protestó el anciano Lord Lillicrapp, y golpeó tan fuerte con su bastón en el suelo que le sacó chispas a una astilla de madera—. Pequeñas bestias. Demonios salidos del Infierno, a mi entender. Son la razón de que Inglaterra esté como está. Miren a este país. Miren a Bath. Pura insubordinación, sí señor. Pronto tendremos que lidiar con una rebelión, ¿y entonces adónde llegaremos? Convertirán nuestros cañones en rosales y se adueñarán de la ciudad. No entienden nuestras leyes. No les importa el asesinato. ¿Unos cuantos muertos aquí y allá? —dijo el hombre con desdén—. Para ellos no tiene nada de malo.
Varias cabezas asintieron tras el exabrupto. El señor Jelliby se apretó el puente de la nariz y rogó que todo terminara pronto. Deseaba estar en otra parte, en un lugar alegre y vocinglero, de ser posible donde hubiera coñac y gente que hablara del tiempo y de comerciantes de vinos.
A continuación habló el Arzobispo de Canterbury. Era un hombre alto de aspecto severo y rasgos macilentos, y su traje de paño —ya no muy nuevo— contrastaba con las corbatas y los chalecos coloridos de los demás caballeros.
—Yo no emitiría un juicio tan apresurado —dijo, inclinándose hacia adelante en su silla—. Los sustitutos siempre han sido un problema en nuestra sociedad. La Iglesia los llama “distintos”, y puedo asegurarles que es una de las maneras más amables de llamarlos. “Demonios pálidos” es una muy arraigada. “Los sangre blanca.” “Los niños del Diablo.” En las aldeas más remotas siempre los cuelgan. Los humanos los toman por maldiciones en forma de niños. A los duendes les repugna su fealdad y tienen la costumbre de enterrarlos vivos debajo de los saúcos, por las dudas de que sean contagiosos. Creo que los dos bandos son lo bastante estúpidos e ignorantes como para matar.
Hasta entonces, el señor Lickerish había escuchado de manera calma la discusión. Pero al oír las palabras del arzobispo se puso tieso. Apretó la boca. El señor Jelliby lo vio meter la mano en el bolsillo de su chaleco. Introdujo los dedos, que temblaron y luego se aquietaron.
El duende se puso de pie. Al señor Jelliby le pareció oler tierra mojada. Al aire ya no lo sentía cerrado: solo viejo y húmedo y dulzón, como podrido.
Sin pedirle permiso al presidente del Consejo, el señor Lickerish tomó la palabra.
—Caballeros, estas cuestiones son de lo más perturbadoras. Pero ¿decir que los duendes asesinan a los sustitutos? Es deplorable. No me quedaré sentado en silencio cuando se culpa a los duendes de otro más de los pesares de Inglaterra. ¡Son ciudadanos! ¡Patriotas! ¿Acaso ustedes han olvidado Waterloo? ¿Dónde estaría Inglaterra sin nuestras valientes tropas de duendes? En manos de Napoleón, junto con su imperio. ¿Y el continente americano? Si no fuera por los incansables esfuerzos de los trolls y de los gigantes, que forjan nuestros cañones y mosquetes en medio del calor infernal de las fábricas, que construyen los barcos de guerra y las armas de éter, seguiría siendo una nación rebelde. Debemos mucho a los duendes —la cara del señor Lickerish no se había alterado, pero sus palabras tenían un extraño atractivo, lleno de matices y de un sutil fervor. Hasta los miembros del Consejo que eran antiduendes recalcitrantes se irguieron en sus asientos.
Solo el hombre que estaba junto a Jelliby —un tal Lord Locktower— hizo un ruido con la lengua.
—Sí, incluyendo el cuarenta y tres por ciento del crimen en nuestro país.
El señor Lickerish se volvió hacia él y mostró sus dientes en punta.
—Eso es porque son muy pobres —dijo. Se quedó quieto un momento, estudiando a Lord Locktower; luego giró bruscamente y se dirigió a los caballeros que estaban al otro lado de la sala—. ¡Es porque los explotan!
Más asentimientos y unos pocos abucheos. El olor a humedad era ahora muy fuerte. Lord Locktower hizo una mueca de disgusto. El señor Jelliby lo vio sacar un pesado y viejo reloj del bolsillo y estudiarlo con una mirada furiosa. El reloj era una antigüedad, con firuletes y hecho de hierro. Al señor Jelliby le pareció un poco pasado de moda.
El duende político empezó a dar pasos de un lado a otro.
—Así ha sido desde que llegamos —dijo—. Primero nos masacraron, luego nos esclavizaron, luego volvieron a masacrarnos. ¿Y ahora? Ahora somos un chivo expiatorio, y se nos acusa de crímenes que ustedes consideran demasiado desagradables para culpar a su propia gente. ¿Por qué nos odia Inglaterra? ¿Qué hemos hecho para que nos aborrezcan tanto? No estamos aquí por gusto. No hemos venido para quedarnos. Pero el camino que llevaba a casa ha desaparecido, la puerta se ha cerrado.
El duende dejó de dar pasos. Miraba a la asamblea de caballeros con mucha atención. Con una voz finita, dijo:
—Jamás volveremos a ver nuestro hogar.
Al señor Jelliby aquello le pareció de una tristeza insoportable. Se descubrió asintiendo solemnemente junto a la mayoría de los demás.
Pero el señor Lickerish aún no había terminado. Dio unos pasos hasta el centro de la sala, adonde estaba el podio del presidente, y agregó:
—Hemos sufrido muchísimo en manos del destino. Aquí vivimos encadenados, encerrados en guetos, entre hierro y campanas que nos trastornan hasta la esencia misma de nuestro ser. ¿No les alcanza con eso? Ah, no. También tenemos que ser asesinos. Asesinos de niños inocentes, niños que llevan nuestra misma sangre —negó con la cabeza una vez y sus rasgos, sesgados por la luz, parecieron cambiar, volverse más suaves. Ya no parecía frío. De pronto parecía trágico, como los ángeles que lloran en el parque frente al palacio de St. James—. Solo espero que al final se haga justicia.
El señor Jelliby miró al duende político con la esperanza de transmitirle su honda y sentida benevolencia. Los demás caballeros chasquearon la lengua y resoplaron. Pero entonces Lord Locktower se paró y dio un pisotón.
—¡Ya basta! —gritó, fulminando a todos con la mirada—. Esto no es más que quejas y lloriqueos. No pienso aceptarlo —un caballero que estaba sentado dos sillas más allá intentó callarlo, pero solo logró que subiera el volumen. Intervinieron otros hombres. Lord Locktower empezó a gritar, con la cara toda colorada. Cuando el Barón de Somerville trató de retenerlo en su asiento, Lord Locktower levantó un guante y lo abofeteó con fuerza.
Pareció como si toda la habitación hubiera inspirado hondo. Luego se desató el pandemonio. Las sillas se volcaron hacia atrás, los bastones cayeron al suelo y todo el mundo se puso de pie, a los gritos.
El señor Jelliby se dirigió a la puerta. Los lores y los duques iban de un lado a otro, a los empujones y a los codazos, y alguien gritó: “¡Abajo Inglaterra!”. El señor Jelliby se vio obligado a apartarse, y al hacerlo vio de nuevo al señor Lickerish. El duende estaba de pie en medio de la conmoción, como un barco pálido en un mar de caras rojas y sombreros negros agitados. Sonreía.