Capítulo VI

Melusina

PAC, sust.: Palabra duende que significa “alguien de nariz larga” o “espía”. (No confundir con el tipo de duende llamado “puc” o “puca”, maligno ser que cambia de forma y cuya astucia y su escandalosa falta de reserva moral ilustran una vez más la naturaleza corrupta del duende.)

El señor Jelliby cerró el diccionario y se agarró la cabeza, dejando que el volumen encuadernado en piel resbalara por su regazo. Cayó en la alfombra y quedó allí, con el lomo hacia arriba y las páginas arrugadas.

Sus labios soltaron un gemido grave. Pensaban que había estado espiando. El señor Lickerish, Lord Canciller de la Reina, lo creía un espía. A él, nada menos. Sin duda personas como Throgmorton y Lumbidule no tendrían reparo en echar abajo una puerta o dos para enterarse de los asuntos de los demás. Pero el sospechoso resultaba ser el señor Jelliby, que se cansaba solo de levantarse de la cama y no sentía deseos de meterse en lo que no le incumbía. No estaba acostumbrado a que desconfiaran de él, y eso lo alteraba mucho.

Tras su vergonzosa partida de la Casa Simpar, estuvo de un humor de perros durante días. Ofelia se dio cuenta casi al instante, pero cuando le preguntó qué le ocurría él no le dijo nada. Dejó de ir a su club. Dejó de recibir a las visitas que acudían a su casa de Plaza Belgravia. En el estreno de la ópera Semiramide estuvo ausente del palco familiar, y hasta se quedó en casa en vez de ir a misa el domingo por la mañana. Cuando por fin Ofelia le planteó cara a cara que una de sus queridas amigas le había contado lo sucedido y que no había de qué preocuparse, se encerró en su estudio y se negó a salir.

Él conocía a las “queridas amigas” de Ofelia. Vaya si las conocía. Eran unas chismosas. Se ocupaban de saberlo todo sobre todo el mundo y luego se arrojaban la información una a otra como flores en una boda. Si habían obtenido alguna noticia escandalosa, sería la comidilla de todos los salones de Londres. Qué humillación. Qué deshonra para su nombre. La gente siempre lo había considerado una persona agradable y un poco distraída. La clase de persona a la que se puede invitar a reuniones sin temor a que vaya a sacar temas como la integración de los duendes o las novelas de Charles Dickens. Nadie le había prestado nunca mucha atención al señor Jelliby, pero al menos no habían pensado mal de él. ¿Y ahora? Ahora inventarían historias descabelladas. En su mente vio una bandada de ocas de cuello largo, con enaguas y miriñaques, sentadas en salones mal ventilados, hablando de él.

—¿Sabías, Gertrudis, que echó abajo una puerta? ¡Así como lo oyes! En casa del Lord Canciller. Mira, detrás de esa pinta suya de buen mozo y de todas sus sonrisas debe de ocultarse un tipo bastante violento.

—Casi seguro que sí, Muriel. En su profesión es necesario. Y solo el cielo sabe cómo se las arregla la pobre Ofelia con esa espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza. Es un ángel: nunca se queja y solo dice cosas buenas de él. Pobrecita. Y es obvio que él es un vil espía…

Y eso no era lo peor. Lo aterraba completamente la próxima reunión del Consejo Secreto. El señor Lickerish estaría presente. Y los demás miembros estarían presentes, todos muy bien informados, todos preguntándose si trabajaba para los norteamericanos, para los franceses o para alguna organización antiduendes. Todos preguntándose cuánto le pagaban.

Pero el día llegó, más allá de que él lo quisiera, y cuando Ofelia acercó la oreja a su puerta y le dijo que debía prepararse, él le gruñó que enviara al valet en su lugar con una nota.

—Eso no hará más que empeorar las cosas, Arturo —dijo ella, apoyando la cabeza en la puerta—. ¡Tienes que enfrentarte a ellos! No hay nada que temer —esperó una respuesta, y al no obtener ninguna agregó con suavidad—: Yo no creo que estuvieras espiando al señor Lickerish. Y tú sabes que no lo hacías. No hiciste nada malo salvo ese pequeño accidente con la puerta, y ya le envié una sincera disculpa al señor Lickerish, con seis guineas para el arreglo.

El señor Jelliby refunfuñó y atizó las cenizas frías de la chimenea.

—Seis guineas. Seis guineas no arreglarán mi reputación. Nunca más podré asomar la cara en público. Gracias a tus tontas amigas es como si hubieran publicado todo en la primera plana del Times.

Ofelia suspiró.

—Ay, Arturo, le estás dando más importancia de la que tiene. ¡La gente siempre habla! Siempre inventa y adorna las cosas para que parezcan más interesantes. Sin duda recuerdas la vez que me puse el vestido azul en vez de guardar luto por el fallecimiento de mi padre, y aunque lo hice por error, de todos modos corrió la historia de que papá no era mi padre y de que me habían adoptado en la India. ¡En la India, querido! Lo único que se puede hacer es no prestar atención a esas cosas. Preséntate con alegría y confianza y…

Tuvo que seguir en esa vena por unos buenos quince minutos, reconfortándolo con paciencia mientras él rezongaba y refunfuñaba. Pero pocas cosas son tan persuasivas como el tiempo, y al final el señor Jelliby dijo:

—Ah, ¡al diablo con todo! —y se vistió, se peinó y salió de la habitación con cautela, como si esperara que toda la casa se abalanzara sobre él apenas pisara el recibidor. Casi se sorprendió al ver que la criada solo le hacía una reverencia, Brahms estaba de buen humor y el gnomo anciano que, para su desgracia, tenía de chofer no se mostraba peor dispuesto hacia él que de costumbre.

Ese día las carretas y los carruajes de vapor taponaban las calles más que el humo, pero el gnomo dio un rodeo por la Calle Colinot y el señor Jelliby llegó a Westminster con tiempo. Se apeó del carruaje frente a la Puerta Sur y se quedó quieto unos momentos, en medio de la muchedumbre de manifestantes y vendedores de periódicos que solía reunirse allí. Las cenizas de las chimeneas se posaron en su abrigo. Inspiró hondo y entró decidido al frío hall.

Todo el aliento que le había dado Ofelia se evaporó en cuanto pisó aquellas enormes baldosas de piedra. De pronto volvió a ser un niño, el alumno nuevo que entra en el comedor del internado por primera vez y siente que cada risita y cada mirada de soslayo le provocan punzadas de vergüenza en las sienes. Caminó con los ojos fijos en sus zapatos, deseando ser capaz de pasar volando delante de todas esas caras entrometidas. Solo cuando se sentó en el rincón más alejado y oscuro de la sala del Consejo Secreto se atrevió a levantar la vista. Un criado lo miró desde donde lustraba las patas de una silla. Por un momento se contemplaron el uno al otro. Luego el criado se encogió de hombros y volvió a ocuparse de su tarea. El señor Jelliby se dejó caer hacia atrás. Caray. No había nadie más en la sala. Había llegado ridículamente temprano.

No podía quedarse ahí sentado veinte minutos. No mientras fueran entrando los lores y los barones con la nariz en alto y los ojos perplejos. Se levantó y salió, y atravesó el hall a buen paso para que cualquiera que lo viese pensara que iba a algún sitio. En el nuevo palacio había kilómetros de pasillos, todos muy anchos y algo oscuros pese a los faroles de gas alineados en las paredes. Al principio halló gente por todas partes y el aire lleno de voces, pero cuanto más se alejaba más desiertos se volvían los pasillos, hasta que no oyó nada salvo el lejano tictac de un reloj que resonaba al ritmo de sus pasos. Tras varios minutos empezó a sentirse medio sonso caminado aprisa por un pasillo vacío tras otro. Se detuvo ante una puerta, escuchó y, al no oír nada, entró.

La habitación era pequeña, del tamaño de un guardarropa si se la comparaba con otras cámaras del palacio. En la pared que daba al río había un gran ventanal, y el resto estaba cubierto de estanterías vacías, excepción hecha de un enorme armario de nogal, junto a la puerta. No había cortinas, papeles ni fotografías. El señor Jelliby supuso que sería una oficina que aún no habría ocupado uno de los empleados. Tanto mejor. Se sentó en el piso de madera desnuda, decidido a esperar. En diez minutos regresaría aprisa a la cámara del Consejo y pasaría desapercibido entre la multitud de caballeros.

Era una habitación muy silenciosa. La ausencia de libros en los estantes le daba un aire hueco y, de alguna manera, falto de vida. Sacó su reloj y esperó que se moviera el minutero. Tic. Se puso a tamborilear con los dedos en el suelo. Tic. Pasaron dos personas por el pasillo. “De lo más inapropiado…”, oyó antes de que las voces desaparecieran. Tic. Más pasos. Se acercaba otra persona por el pasillo, a pasitos ligeros. El señor Jelliby se puso de pie y se estiró. Los pasos se acercaron. ¿Se hacían más lentos? Oh, cielos, no podían detenerse. Seguirían de largo. Tenían que seguir de largo.

Los pasos se detuvieron, justo ante la puerta de la oficina vacía.

El señor Jelliby apretó con tal fuerza su reloj que casi quebró la esfera de vidrio. Sus ojos revolotearon por la habitación. ¿Qué hacer? Podía ir a la puerta y dar la cara ante quienquiera que estuviese por entrar. O podía esconderse. Esconderse en el armario y esperar con las más grandes esperanzas a que quienquiera que fuese se fuera rápido y no tuviera el menor interés en los armarios de nogal. El señor Jelliby optó por el armario.

Se trataba de uno de esos extraños armarios de oficina que son en realidad una diminuta recámara, con cajones y compartimentos para tinta y sobres en las paredes. Tenía un banquito acolchonado y una lámpara de kerosén. En la puerta había un panel de vidrio esmerilado. El señor Jelliby se metió con prisa y torpeza y, cuando estaba bien al fondo, cerró la puerta.

Justo a tiempo. La puerta que daba al pasillo se abrió sin hacer ruido. El señor Jelliby contuvo el aliento. Y Juan Wenceslao Lickerish entró en la habitación.

Al señor Jelliby le llevó un segundo hacerse una idea de su mala suerte. Tenía que ser un sueño. Tal vez había una pérdida en el palacio y había aspirado gases, o se había intoxicado con la comida, y el efecto se presentaba ahora en forma de alucinaciones y dolor de cabeza. Pero no. Se trataba de la vida real. El hecho lo hizo montar en cólera.

¡Maldita sea! ¡Al diablo con todo! Por supuesto que era el duende político. Y por supuesto que ese insufrible cabeza hueca elegía esa habitación entre los cientos de habitaciones que había en Westminster. Si ahora lo descubrían, el señor Jelliby no solo saldría humillado. Lo investigarían, le negarían la entrada a su club y a sus salones favoritos, y tal vez hasta lo arrestaran. Esconderse en el mobiliario de una cámara privada del Parlamento pocos días después de que se rumoreara que era un espía no se prestaba a interpretaciones favorables. Con unas pocas palabras bien elegidas, sus adversarios podrían echarlo del Parlamento para siempre. El señor Jelliby pensó en salir del armario de golpe y gritarle al duende que le traía una mala suerte inmensa y que no quería tener nada que ver con él. Pero, desde luego, nunca se habría atrevido a hacerlo. Se quedó ahí sentado, atornillado al banco, mirando por el panel de vidrio.

El duende fue hasta el centro de la habitación y miró a su alrededor. Se acercó a la amplia ventana con parteluz que daba al Támesis, descorrió el pestillo y la abrió. Sacó una mano. Algo se movió en su palma: plumas de metal y resortes. Un gorrión mecánico. Levantó vuelo desde la palma de Lickerish, aleteando por un instante en el aire. El señor Jelliby vio cómo una cápsula de latón reflejaba el sol y el brillo de una patita. Luego el ave cruzó el río al vuelo y se perdió entre las cintas de humo que despedían los techos de la ciudad.

El señor Jelliby inspiró con mucho cuidado. Una cápsula. De manera que llevaba un mensaje. El pájaro era un pájaro mensajero, como los que habían usado sus abuelos cuando no existían las máquinas de hablar y los telégrafos. Con la diferencia de que los que usaban sus abuelos tenían corazones palpitantes y plumas suaves. Un artilugio como el que acababa de lanzar el duende no era barato. En casa del señor Jelliby no había ninguno. Ofelia no se llevaba bien con esas cosas, sofisticada como era, y le interesaba más la magia que la maquinaria. Pero él los había visto a menudo al salir de paseo: autómatas en forma de perros, cuervos e incluso gente, mirando con ojos redondos y brillantes desde las vitrinas de las refinadas tiendas de mecanoalquimia situadas en Calle Jermyn. Los caballos mecánicos eran el último grito de la moda. Horrendos y ruidosos, despedían vapor por todas las articulaciones y se parecían más a rinocerontes que a caballos, pero el Rey de Francia tenía un establo lleno, y la Reina de Inglaterra, para no ser menos, había comprado suficientes para ocupar un campo entero, y pronto todos los duques y miembros de la baja nobleza tuvieron al menos una diligencia tirada por un caballo mecánico.

El duende cerró la ventana y se volvió para irse, mirando de nuevo en torno a la habitación. Estaba a pocos pasos del pasillo cuando la puerta se abrió nuevamente y casi le rompió un par de sus filosos dientes.

Desde su escondite en el armario, el señor Jelliby no veía al visitante, pero sí vio que la cara del Lord Canciller se contraía, sus ojos se endurecían y sus manos estiraban la tela de su saco. Era alguien conocido. Alguien a quien el duende no quería ver.

—Pedazo de cera maloliente —chilló el señor Lickerish—. ¿Qué haces aquí? ¡No deben vernos juntos, Melusina! ¡No en público!

Era la dama que el señor Jelliby había visto correr por el pasillo brillante de la Casa Simpar. El señor Lickerish la hizo entrar de un tirón y cerró la puerta detrás de ella, para luego deslizar con fuerza el pasador.

La mujer fue hasta el centro de la habitación.

—No estamos en público —dijo, volviéndose para mirar al duende.

El señor Jelliby se la quedó mirando. Sus labios, de un rojo carmesí que resaltaba en medio de su piel empolvada, no se habían movido. La voz provenía de las inmediaciones, pero no era una voz de mujer. Ni siquiera era una voz de hombre. Era una voz atiplada, fría y perezosa que al señor Jelliby le hizo pensar en hojas escarchadas encima de una piedra. Era la voz inconfundible de un duende.

El señor Lickerish pegó una patada contra el piso.

—Melusina, nosotros…

—No me llames así —ladró la voz. De nuevo los labios permanecieron inmóviles.

Los ojos del señor Lickerish se dilataron hasta formar dos lunas negras. Con una prontitud salvaje, alzó su bastón y golpeó la parte trasera de la cabeza de la mujer. Se oyó un aullido de dolor. Ella se inclinó hacia adelante por la fuerza del golpe, pero su cara siguió tiesa.

—Nunca me des órdenes —dijo el señor Lickerish, bajando el bastón. Y agregó—: Melusina —escupiendo el nombre.

—Perdóname, Sathir —la voz era de nuevo baja—. Es el nombre de ella, no el mío. Y le trae recuerdos. Cosas en las que quisiera que no piense.

El señor Lickerish iba de un lado a otro a espaldas de la mujer, que permanecía inmóvil como una figura de cera, una estatua sombría en el centro de la habitación. El señor Jelliby se sobresaltó al darse cuenta de que la cara de la mujer enfocaba directo a su escondite. Ella llevaba una galerita que le ocultaba los ojos, pero ¿lo estaba mirando? ¿En ese mismo momento? La miró a su vez, preguntándose quién sería. En una época su ropa había sido suntuosa, metros y metros de terciopelo, botones y costuras arremolinadas. Ya no lo era. Las faldas color ciruela estaban mugrientas, y con cada movimiento salían a la luz capas y capas de encaje y enaguas, sucias y descoloridas. Uno de sus guantes estaba desgarrado y salpicado con lo que parecía ser sangre seca. Trató de distinguir sus rasgos, pero todo lo que veía era un mentón delicado y esa boca rojísima.

—¿A qué has venido, Saltimbán? —el señor Lickerish se detuvo el tiempo suficiente para fulminar con la mirada la espalda de la mujer—. Dilo rápido, y más te vale que sea lo bastante importante como para haberme molestado. El Consejo Secreto se reúne en menos de cinco minutos —sacó un reloj de bolsillo de su chaleco y lo estudió con una mirada feroz.

—Minutos —dijo la voz, con una mezcla de desdén e incredulidad—. Los minutos son para los humanos.

Los ojos del señor Lickerish se dilataron una vez más. La mujer se alejó de él un par de pasos, titubeando.

—No importa —agregó rápido la voz—. Por supuesto, harás lo que tengas que hacer. Pero he encontrado un espécimen más.

Hubo una pausa.

—Lo vi el día que me llevé al Niño Número Nueve, al espiar desde una ventana. Vive enfrente del Nueve, en el mismo callejón.

Otra pausa. El señor Lickerish guardaba silencio.

—Los barrios de los duendes son de gran provecho para nosotros, Sathir. Decenas y cientos de sustitutos listos para ser arrancados. Y a nadie le importa un candelero si viven o mueren —en la habitación resonó una risa ronca y desagradable—. Al último ni siquiera tuve que robarlo. Lo compré bajo las narices de su madre. Por una bolsa de escaramujos.

Al señor Jelliby le había dado un calambre y trataba de aliviarlo por todos los medios sin hacer ruido, pero eso no le impidió parar la oreja. Sustitutos. ¿Dónde había oído hablar de ellos por última vez…? Ah, claro. Caramba. De manera que Juan Lickerish… estaba metido en eso. El Lord Canciller de Inglaterra, enredado en la muerte de nueve mestizos.

El señor Jelliby solo podía pensar en lo desafortunado que era enterarse de eso. Si solo me hubiera quedado afuera de esta maldita habitación. Habría podido elegir otra puerta, o hacerse el distraído, o simplemente quedarse en la cámara del Consejo y enfrentarse a las miradas. En unas pocas horas habría vuelto a casa y pasado una tarde agradable quejándose ante Ofelia de sus muchas cuitas. Y es que el señor Jelliby no quería saber quién era el asesino de los niños. A fin de cuentas, eran sustitutos. Estaban lejos, y él no los conocía, y tenía sus propios problemas. Pero la conversación continuó, y el señor Jelliby se vio obligado a escuchar cada palabra.

—No necesito cientos —decía el señor Lickerish, con voz airada pero muy baja—. Necesito uno. Uno solo que funcione. Estoy harto. Harto del fracaso constante. Ya llevamos mucho tiempo, ¿me oyes? El asunto llama demasiado la atención y demasiada gente se está enterando. La semana pasada el Consejo Secreto se reunió para discutir este mismo tema —se volvió hacia la ventana con expresión tensa—. Si prestaras algo de atención a lo que pasa a tu alrededor hubieras oído que encontraron a los sustitutos fallidos. Yo lo tenía previsto. El río no se guarda a los muertos mucho tiempo. Pero ¡quién hubiera pensado que se armaría semejante revuelo! Solo fueron nueve. Nueve despreciables mocositos distintos, y todo el país se pone histérico. Hay que terminar. Tienes que encontrarme un sustituto que funcione, uno que cumpla todos los requisitos. No quiero más casi. No más muy cerquita —el señor Lickerish se paró sobre las puntas de sus zapatos lustrados y le susurró a la nuca de la mujer, tan bajo que el señor Jelliby apenas alcanzó a oír las palabras—: Quiero uno que lo tenga todo, Saltimbán. No me traigas otro hasta estar seguro.

La mujer se alejó de nuevo del señor Lickerish.

—Creí estar seguro la vez pasada —dijo la voz—. Estaba seguro. Y sin embargo… no. No cometeré más errores, Sathir. Esta vez tomaré más precauciones. Para que no quede ni sombra de duda.

La pierna del señor Jelliby pegó un tirón. Un tironcito ínfimo, de un músculo o de un tendón, pero que repercutió en el armario. El banquito acolchonado crujió apenas. El señor Lickerish se dio vuelta.

—¿Oíste eso? —susurró, paseando la mirada por toda la habitación.

El señor Jelliby palideció.

—Sí —dijo la voz—. Sí, lo oí.

El señor Lickerish dio un paso hacia el armario, con los labios tan apretados que parecían exangües. Alzó una mano, estirando los dedos hacia el pomo de la puerta. Era demasiado bajo para ver a través del vidrio, pero eso no cambiaba nada. Un paso más y abriría la puerta. Vería al señor Jelliby encogido en la oscuridad y entonces…

Un espasmo en la cara de la mujer, un temblor bajo la superficie de su cara, y de repente su expresión ya no estaba en blanco. Sus ojos se fijaron en los del señor Jelliby a través del vidrio. Él los vio bien, relucientes y transidos de dolor. Luego los labios rojos se abrieron y la mujer habló con una voz suave y cremosa y con un ligerísimo acento extranjero.

—Es la madera, amo. Se expande con el calor.

La voz se detuvo, pero siguió mirando al señor Jelliby, y la boca continuó moviéndose. Formó una palabra. Una sola palabra muda, dicha solo una vez, que resonó como una campana en su mente.

Ayúdeme.