Capítulo X
El mecanoalquimista
—AH, Melusina, Melusina —la tía Dorcas sacudió la cabeza, juntó las manos sobre el barato broche de peltre que llevaba en el pecho, y puso una cara nostálgica y de lástima. Pronunció el nombre de la dama misteriosa como si hablara de su más querida amiga.
Ofelia levantó la vista de la mesa del comedor en la que estaba ordenando unos rollos de tela que la tía Dorcas había traído consigo en el carruaje de vapor. La Calle Curzon no quedaba tan lejos de Plaza Belgravia y el marchante siempre enviaba a un mandadero con las compras grandes, pero como había dicho la tía Dorcas: “Es una bajeza ir a pie”. Poco importaba que tuviera que pedirle dinero para el taxi al cocinero de los Jelliby.
El señor Jelliby, que hasta ese punto había permanecido sentado, con cara de desánimo, en su sillón de tela estampada, se irguió de golpe. La tía Dorcas sabe. Sabe quién es la dama de morado.
El señor Jelliby carraspeó. Se ajustó los puños de la camisa y procurando no parecer demasiado interesado, preguntó:
—¿Y? ¿Quién es, tía?
—Sí, ¿quién es? —dijo Ofelia, con un atisbo de sarcasmo en la voz.
La tía Dorcas sonrió con benevolencia.
—Melusina Aiofe O’Baollagh —dijo, agitando su abanico ante sus mejillas coloradas. Se suponía que el abanico debía tener el aspecto elegante de esos con un piski encima de un palo que agita sus alas delgadísimas. Pero el de ella no estaba vivo. Era una pobre copia hecha de cera esculpida y algodón, y habría que ser un poco ciego para confundirlo con un duende vivo—. Irlandesa —agregó rápido, al ver que ellos no sabían quién era—. La pobre. En fin, no era más que la hija de un comerciante, pero un comerciante muy pero muy rico.
El señor Jelliby parpadeó.
—¿Era?
—Cayó en desgracia —dijo la tía Dorcas, con un suspiro—. Creo que fue por culpa de su enamorado. Era el hombre más apuesto del mundo, por lo que dicen. Estaban comprometidos, pero hubo un incidente. Algo muy misterioso. Nadie sabe los detalles. Lo cierto es que la familia empezó a sospechar de él y ¡los tortolitos huyeron juntos! A ella los suyos la repudiaron, y nunca se volvió a saber de la pareja. Es muy romántico.
—Sí, muy… —dijo el señor Jelliby, reclinándose pensativo en su sillón.
Ofelia apartó un fino rollo de encaje veneciano y preguntó: —¿Se puede saber de dónde conoces a esta apasionada criatura, Arturo?
—Bueno, no es que la conozca —dijo el señor Jelliby, encogiéndose de hombros con algo de timidez—. Oí hablar de ella. La mencionó un caballero de Westminster. ¿Hace cuánto pasó todo esto, tía?
—Ah, no hace tanto. Déjame ver —inclinó la cabeza y cerró los ojos. Dos segundos después los abrió y dijo—: ¡El mes pasado! El mes pasado oí a Lady Swinton hablar del tema mientras yo le hacía el dobladillo de las enaguas… Quiero decir, mientras la visitaba… —los miró a ambos con dureza—. Y después, hace dos semanas dijo algo Madame Claremont, y el martes pasado salió el tema en casa de la Baronesa de Eresby. La verdad, está en boca de todos. No entiendo cómo no han oído nada.
—Sí, qué extraño. Bueno, gracias, tía —el señor Jelliby se puso de pie y le hizo una reverencia, luego se volvió hacia su mujer y repitió la acción—. Y que pasen buen día, queridas. Me temo que debo irme.
Y tras decirlo se alejó aprisa de la habitación.
El día anterior, apenas la anciana lo había despachado con la mano vendada en un retazo de los piyamas de Herald y el pájaro mecánico cuidadosamente recogido en una palita, el señor Jelliby había vuelto directo a la cafetería que quedaba en la esquina de la Plaza Trafalgar.
Tras darle un chelín al camarero para poder sentarse sin verse obligado a pedir bebidas de colores poco naturales, extendió la criatura rota en la mesa tambaleante de hierro forjado y se puso a examinarla. De entre el enchapado de su pecho saltó un resorte que cayó sobre la mesa. El señor Jelliby maldijo en silencio. El pájaro había quedado muy estropeado. Sus alas colgaban hechas pedazos y los ojos negros, tan penetrantes y observadores unas horas antes, estaban opacos como el carbón. Tal vez habría sido mejor derribarlo de un tiro.
Desprendió la cápsula de su pata y la estudió con los dedos. En alguna parte tenía que haber un engarce oculto… Pasó la uña por la superficie y lo halló. La cápsula se abrió con un clic y salió un rollito de papel. Era blanco inmaculado, de buena calidad. Lo desenrolló con cuidado.
Envíalo a la Luna, decía, en una letrita de patas de hormiga. Y después, manchado de tinta y subrayado con un trazo cruel:
Ya viene el Niño Número Diez.
El señor Jelliby parpadeó. Lo leyó de nuevo. Lo dio vuelta y miró el envés. Las palabras eran raras y perturbadoras, pero no le decían nada. Ninguna dirección. Nada de “para Fulano de parte de Mengano”. Nada acerca de la dama de morado. Tanto esfuerzo por diez palabritas que no le decían más que si hubieran estado escritas en algún dialecto antiguo de duendes. ¿Por qué alguien tenía que enviar algo a la Luna? Era de suponer que el Correo Real no hacía entregas ahí. ¿Y el Niño Número Diez? ¿Quién…?
El señor Jelliby sintió un escalofrío helado en la espalda pese a la tibieza del día. De pronto, los sonidos de la Calle Strand, el ruido de los cascos de los caballos, los gritos de los vendedores, el redoble de las campanas de la iglesia St. Martin-in-the-Fields, le parecieron ecos muy lejanos.
Solo ha habido nueve… Esas habían sido las palabras del duende caballero; lo que le había dicho a la dama mientras el señor Jelliby escuchaba desde la oscuridad del armario. El Niño Número Diez era un sustituto. El señor Lickerish iba a matar a uno más.
El señor Jelliby echó una mirada a su alrededor. Era el final de la tarde y los cafés estaban muy concurridos. Había muchas parejas en las terrazas de la vereda, y también un puñado de caballeros y una de esas modernas mujeres que llevaban pantalones y se sentaban solas en los cafés. Y todos estaban mirándolo. Creían hacerlo con discreción, ocultos tras abanicos levantados o periódicos, por encima de los anteojos y bajo el ala de sombreros de flores. Pero de cualquier manera lo miraban fijo. Solo para ver qué iba a hacer a continuación ese hombre apuesto con la palita.
Lentamente se volvió hacia el pájaro. Por un segundo quiso salir corriendo. Dejar el pájaro y el café, tomar un carruaje a Plaza Belgravia y beber coñac en casa como si nada hubiera sucedido. La gente no sabía. Nadie sabía lo que él sabía, y a todos les daría lo mismo que él nada supiera.
Pero en alguna parte del gueto de los duendes un niño iba a morir. Y Arturo Jelliby era la única persona en el mundo que lo sabía. Sentía que se le había atragantado una piedra y tenía que empujarla con fuerza. Era su responsabilidad. No solo hallar a la mujer del vestido ciruela. Todo. Ya no podía hacer de cuenta que no sabía nada.
Tras sacar un estuche laqueado del bolsillo de su chaqueta, se enganchó unos quevedos en la nariz. Se inclinó para estudiar al pájaro más de cerca. En alguna parte diría dónde lo habían construido. Si solo pudiera encontrarlo… Entrecerró los ojos y dio vuelta la máquina en sus manos. El pájaro parecía muy frágil. Mientras lo palpaba, la maquinaria se movía minuciosamente, y por un segundo tuvo el impulso infantil de aplastarlo en el puño y sentir cómo los resortes y las placas de metal se deshacían entre sus dedos. No lo hizo, claro. Bastante esfuerzo le había costado atraparlo como para hacerlo añicos. Además, ahí estaban las palabras. Acababa de verlas. Una letrita diminuta grabada con una aguja al rojo vivo en el envés de una pluma metálica.
Decía: Mcn. Alq.
Y después, en letritas más pequeñas: X.Y.Z.
Lo de Mcn. Alq. quería decir “mecanoalquimista”. Eso el señor Jelliby lo sabía. ¿Y lo de X.Y.Z.? Tal vez las iniciales de la tienda, o del fabricante mismo. Pero qué iniciales más extrañas. El señor Jelliby tendría que buscarlas en una guía al regresar a casa. Y ojalá el mecanoalquimista hubiera puesto un anuncio. Si trabajaba en negro metido en un agujero de Limehouse nunca lo encontraría, por más que buscara cien años.
Abandonó el café y tomó por la Calle Regent hacia Mayfair, mientras buscaba con la mirada un kiosco de periódicos. Era costumbre ver en ellos listas de tiendas, junto a las capas y capas de volantes que flameaban como los pétalos de una flor sucia: circos, ópera, pantomimas y espectáculos de variedades. Pero al toparse con uno encontró solo dos folletos que anunciaban mecanoalquimistas y los dos, que atendían en la Calle Grovesnor, eran intimidantemente prestigiosos y no tenían una sola X, Y o Z.
El señor Jelliby regresó a Plaza Belgravia en taxi y entró de puntillas en la sala de su casa. Ofelia estaba sentada en su sillón preferido, leyendo absorta el último número de Hebra de Araña y Gotas de Rocío: Revista de Magia Duéndica. Sintió de inmediato la presencia de su marido, pero no lo llamó; él fue hacia arriba, se encerró con llave en su estudio y se puso a estudiar con prisa febril los anuncios de los periódicos especializados que guardaba.
Le llevó casi una hora hallar lo que buscaba. El anuncio era pequeño, sobrio, recortado nítidamente contra las ilustraciones suntuosas de pelucas y sardinas y criadas mecánicas. Unos renglones negros que declaraban —con bastante empaque pese a su aspecto humilde—: ¡Las maravillas mecánicas del señor Zerubbabel! ¡Todo lo que ha soñado y mucho con lo que nunca soñó, confeccionado en latón y mecanismos de relojería, hecho a mano, único en su tipo. Baterías duéndicas de larga duración y rendimiento impecable. Encargos solamente. Tarifas accesibles. Y luego la dirección: Calle Stovepipe 19, quinto piso, Clerkenwell.
¿Clerkenwell? El señor Jelliby bajó el periódico. No era un barrio muy elegante. De hecho, era de baja categoría. Y el señor Jelliby nunca había oído hablar de un establecimiento llamado “Las Maravillas Mecánicas del Señor Zerubbabel”. Se hubiera dicho que un caballero en la posición del señor Lickerish acudiría a los mejores mecanoalquimistas de Londres en busca de artilugios. No a Clerkenwell. A menos que el duende no quisiera lo mejor. A menos que quisiera lo más tranquilo, lo más rápido y lo más secreto.
Fue en ese momento cuando sonó el timbre, la tía Dorcas desembarcó en la casa, Ofelia lo llamó para que la saludara y demostrara buena educación, y él hizo las preguntas del caso acerca de Melusina.
Pero acababa de escapar. Fue al recibidor y recogió su saco y su sombrero de donde esperaban para ser cepillados. Luego salió y apretó el paso por los adoquines, que estaban resbaladizos por la lluvia.
Clerkenwell quedaba a una distancia considerable de Plaza Belgravia. Decidió que lo más fácil sería subir la interminable escalera de caracol que llevaba al tren de vapor y viajar por encima de los techos de Londres. Eso era mejor, en cualquier caso, que buscar el camino por entre las calles. Rara vez se aventuraba más al norte del puente de Waterloo, nunca pasaba de Ludgate Hill, y ese día no tenía ánimo de lidiar con las barriadas sucias y peligrosas que mediaban entre su casa y Clerkenwell.
Cuando el señor Jelliby llegó a la cima de las escaleras, casi sin aliento, un autómata que no tenía piernas ni ojos, no se parecía en nada a un humano y, sin embargo, estaba equipado con un bigote de latón enrulado y una galera, extendió hacia él una mano en forma de tenaza. El señor Jelliby depositó en ella un chelín. La mano con la moneda se cerró y se metió dentro del cuerpo del autómata. A continuación sonó una campanita dentro de su barriga y le expidió al señor Jelliby un billete. Luego el autómata lo saludó en silencio mientras pasaba a la plataforma.
El tren de vapor llegó a su debido momento, y el señor Jelliby se sentó en un compartimento de paneles oscuros del vagón de pasajeros. El tren empezó a moverse. Al otro lado de la ventanilla pasaban veletas y humo. Pese a la claridad del día, había lámparas de gas encendidas en las paredes, que consumían el oxígeno. Para cuando bajó en la estación King’s Cross, se le partía la cabeza.
El hecho de bajar por las escaleras a las calles cavernosas y llenas de humo de Clerkenwell no lo alivió en nada. Entre los conventillos destartalados, el aire era repugnante. Le llenaba los pulmones como un montón de algodón negro llenaría una botella; lo hacía boquear. Al menos la población parecía menos peligrosa que el aire. La mayoría eran mujeres y niños de mejillas hundidas. Sin duda los ladrones y los vándalos están trabajando en partes más prósperas de la ciudad, pensó el señor Jelliby.
Calle Stovepipe, Calle Stovepipe. Cielo santo, ¿no había letreros en Clerkenwell? Buscó con la vista, entre los ladrillos mugrientos, los carteles descascarados de las tiendas y de las puertas. Encontró uno solo, medio roto, atado con un pedazo de alambre a la cima de un farol, pero no pudo leer qué decía. Alguien había pintado encima, en letras rojas: Duendilandia.
Subió aprisa por la calle, no vio nada parecido a un mecanoalquimista, dio la vuelta cuando pensó que nadie lo miraba y volvió rápidamente sobre sus pasos. Hizo eso varias veces antes de atreverse a pedirle indicaciones a una mujer sin dientes vestida con enaguas escarlata. Esta le señaló un callejón oscuro que serpenteaba entre una masa de edificios dilapidados. Ya había pasado delante del callejón al menos cinco veces, y cada vez le había parecido demasiado sospechoso para arriesgarse a meterse por ahí.
Por fin lo hizo. El aire era espeso, viscoso como alquitrán. Miró las casas que se inclinaban encima de su cabeza y vio una enorme gota de agua tiznada con hollín que caía hacia él. Dio un paso a un lado y la gota reventó contra el suelo, produciendo un eco entre las construcciones. Tampoco en aquel callejón había letreros, ni siquiera carteles de tiendas o tabernas. Solo casa inclinadas, negras como la noche y llenas de ventanas rotas. A mitad del callejón vio a un gnomo borracho repantigado en un umbral, y volvió a pedir indicaciones.
El gnomo hizo una mueca bajo sus cejas pobladas.
—Por ahí —dijo con voz ronca, señalando con su garra una casa alta y estrecha, cerca del final del callejón. La construcción se encontraba tan desvencijada como el resto. Por cierto, no era un sitio donde imaginar al Lord Canciller de visita. Él, con sus trajes extravagantes y su perfecta piel blanca.
El señor Jelliby le agradeció al gnomo y se acercó a la casa con cautela. Al alzar la vista descubrió que terminaba en una enorme maraña de chimeneas y volutas de humo, que le recordó una cabeza de pelo negro y enredado. Entró por una puerta baja y subió por las escaleras, una planta tras otra, pasando delante de inquilinos recelosos y habitaciones fétidas, hasta que por fin llegó al quinto piso. Allí encontró un pequeño cartel pintado a mano que indicaba una puertita pintada a mano en la que decía, muy sencillamente, Señor Zerubbabel. Nada de maravillas mecánicas.
Al entrar el señor Jelliby, sonaron un montón de campanas oxidadas sobre la puerta. De techo bajo, la sala se veía oscura y abarrotada: con todos los estantes y pilas de maquinaria que había, era difícil distinguir su verdadera forma. Unos esqueletos de autómatas a medio construir estaban sentados encima de cajones, con los ojos muertos fijos en la nada. El cielo raso era un entrelazado de rieles, y, sobre ellos, docenas de hombrecitos de lata iban de un lado a otro montados en monociclos, rechinando bajito y llevando en la mano destornilladores, martillos y vertedores de aceite brillante.
En un rincón alejado de la habitación se oyó un ruido metálico y, cuando el señor Jelliby se volvió, vio a un anciano encorvado sobre un escritorio, que ajustaba las cintas de un caracol mecánico.
El señor Jelliby se acercó un paso.
—¿Señor? —dijo.
La palabra cayó en el suelo como una bola de piel. El anciano alzó la vista. Arrugando la nariz, escudriñó al señor Jelliby a través de sus anteojos de medialuna.
—¿Qué se le ofrece? —dijo, dejando el caracol en el escritorio. Este zumbó contento y empezó a dar círculos alrededor de un jarro lleno de grasa negra.
—Ah, ¿tengo el gusto de dirigirme al señor Zerubbabel?
—Sí, soy el señor Zerubbabel, aunque lo de tener o no el gusto corre por su cuenta —la voz del anciano era educada, muy incongruente con aquel taller revuelto. Llevaba en la cabeza un sombrerito negro—. Xerxes Yardley Zerubbabel, para servirlo.
El señor Jelliby le agradeció con una sonrisa.
—Tengo una pieza de mecánica dañada, que fue construida en este taller. Resulta que… que se estrelló contra la ventana de mi ático —esa mañana, mientras leía el periódico durante el desayuno, había practicado lo que iba a decir. No le estaba saliendo bien—. Si usted tiene la bondad de decirme adónde se dirigía, se lo llevaré de inmediato a su dueño.
—Ah, no es necesario, se lo aseguro. En absoluto. Tengo los nombres de todos mis clientes archivados. Muéstreme la máquina, por favor.
El señor Jelliby empezó a sacar el pájaro del bolsillo. Una garra de metal se enganchó en la tela y se desprendió con un ruido como el de una cuerda de guitarra. El anciano hizo una mueca de dolor. Mientras el señor Jelliby se esforzaba por soltar las plumas de las costuras de su chaleco, el anciano dijo:
—¡Ah! El pájaro del sidhe. Gracias, me aseguraré de devolvérselo yo mismo.
—Sí —el señor Jelliby pareció acongojado—. Bueno, en cualquier caso, ¿no me podría decir adónde se dirigía?
El entrecejo del ancianito se oscureció. Al hablar, fue precavido.
—No, no, creo que es mejor no hacerlo.
El señor Jelliby retorció la boca, tironeó de uno de los resortes de pájaro, movió los pies en el lugar y después dijo:
—De acuerdo, escúcheme bien. Estoy con la policía, y la criatura que le compró este pájaro es un criminal atroz.
—Es un político —dijo el anciano sin inmutarse.
—¡Pero también es un asesino! Ha estado matando niños inocentes en Londres y en Bath y los ha dejado vacíos como árboles muertos, y usted, como inglés honrado que es, tiene el deber de ayudarme.
El señor Zerubbabel gruñó.
—Primero, no soy inglés. Segundo, nunca en mi vida oí un cuento tan disparatado. Y eso de la policía, ¡vamos! No le creo una palabra. Y por más que lo hiciera… —resopló y, levantando las cejas, se puso a retocar el mecanismo del caracol—. No es asunto mío.
El señor Jelliby alzó las manos, exasperado.
—¿Cómo puede… qué… no tiene…? —dejó caer los brazos. Abrió la billetera, sacó dos relucientes monedas de oro y las agitó en las narices del viejo—. ¿Lo puedo tentar para que lo sea?
El viejo echó una ojeada a las monedas. Agarró una y la mordió. Luego miró al señor Jelliby, se puso en puntas de pie para observar por la ventana del taller y dijo de mala manera:
—Voy a buscar en el archivo.
Como una rata vieja, el señor Zerubbabel se metió por un agujero entre dos estantes abombados. Adentro, el señor Jelliby solo veía negrura. Salieron unos juramentos, seguidos por un estruendo aparatoso que sacudió la altísima casa hasta sus cimientos. De un frasco cercano se derramó una cascada de mosquitos mecánicos. El viejo asomó la cabeza.
—Se lo han comido. Un momento, por favor.
Desapareció en el agujero una vez más.
Se oyó otro estruendo, que sonó a garras que tamborileaban y a susurros furiosos, y el viejo volvió a salir, esta vez con un mapa en la mano.
—¡Ahora sí! —dijo, agitado—. Veamos qué tenemos aquí —desplegó el mapa sobre una pila de piezas sueltas y se puso a estudiarlo, con ojos que iban de un lado a otro como moscas. Había largas líneas rojas trazadas en él. El señor Zerubbabel las siguió con un dedo marchito.
—Tengo a un duende aéreo para que recorra las distancias, calcule las rutas seguras, etcétera —explicó—. Identifica los obstáculos y mide la altura desde la que hay que soltar los aparatos —miró de reojo al señor Jelliby—. Para que no se estrellen contra las ventanas de los áticos, ¿me entiende?
El señor Jelliby asintió sabiamente.
El señor Zerubbabel volvió a su mapa, frunciendo el ceño. Golpeó con los dedos tres veces, en distintos lugares del mapa.
—Estos son los puntos que me dio. Tres pájaros. Cada uno tiene su propia ruta. Tres pájaros para tres rutas. Y todos parten de distintos puntos en Londres —por un momento el señor Zerubbabel se quedó pensativo—. El que usted atrapó va desde el palacio de Westminster, parece, hasta el norte de Yorkshire. Se lo lanza hacia el este para evitar las cenizas de las fábricas. El segundo vuela entre Bath y una casa en el puente de Blackfriars. Y al tercero nunca lo entendí. Me hizo calibrarlo para que volara en línea recta hacia arriba desde un altillo en Islington, cien metros hacia cielo abierto. Y cuando envié a Bonifacio —mi duende aéreo— a fijarse qué había ahí, no encontró nada. Solo nubes y cielo.
El señor Jelliby había dejado de escuchar. Tenía lo que necesitaba.
—Gracias, señor, muchísimas gracias. ¿Me podría dar las referencias? ¿Las líneas longitudinales o como quiera que se llamen? —le mostró otra moneda—. Se lo agradecería muchísimo.
El viejo metió la moneda en el bolsillo y garabateó una serie de números en un pedazo amarillento de papel. Se lo pasó al señor Jelliby.
—No sé qué se trae entre manos. Supongo que intentará arruinar a ese sujeto. ¿Chantaje, tal vez? Ustedes son muy parecidos, los ingleses y los duendes. Están tan desesperados por los extremos que no pueden ver nada en el medio. Ah, bueno, me callo. En esta parte de Londres nada habla más alto que la cara de una moneda y, como dije, no es asunto mío.
Al señor Jelliby no le pareció de muy buen gusto haber dicho aquello en voz alta. Estaba por despedirse del hombre con frialdad, cuando las campanas sonaron sobre la puerta y entró otro cliente.
Y quién entró no era otro que el duende mayordomo del Lord Canciller Juan Wenceslao Lickerish.
La mano del señor Jelliby apretó el pájaro. Muy lentamente, empezó a metérselo en la manga. La garra se le enganchó en el puño. No se soltaba. De golpe se le ocurrió que el mayordomo, por sus brazos y sus dedos largos, se parecía mucho a una mantis religiosa, a un mortal insecto pálido. El duende tenía que inclinar extrañamente la cabeza hacia un lado para no golpearse contra el cielo raso. La maquinaria de latón de su cara estaba tiesa, inmóvil.
Un paso. Un paso a la derecha y el señor Jelliby quedaría oculto tras los tentáculos de un pulpo mecánico lleno de remaches. Pero era demasiado tarde. El duende mayordomo se dio vuelta y lo vio.
—Oh —exclamó, mientras los lentes de su ojo verde enfocaron ruidosamente el pájaro que sostenía el señor Jelliby—. Pero qué sorpresa, usted por aquí…