Capítulo XI
El Niño Número Diez
LAS huellas de la cabra se paseaban por el suelo de la cocina, de la puerta a la mesa, de las camas a la estufa panzona sobre la que se secaban unas hierbas. La madre de Bartolomeo inspiraba y espiraba dormida, y la vieja cama crujía con cada inspiración. En su armario, Queta se movió un poco y suspiró.
Bartolomeo soltó el aire de a poco. ¿A qué había venido el duende? ¿Qué quería?
Ojalá no lo hubiera invitado. Ojalá hubiera escuchado a su madre y hubiera prestado atención a sus advertencias. Le había dicho lo que podía ocurrir. Por poco le había suplicado que no lo hiciera. Pero él tenía mucha necesidad de un amigo. Quería que alguien lo protegiera y le hablara, que le hiciera sentir que no solo era extraño y feo. Pero este no iba a ser su amigo. No iba a protegerlo, y tampoco iba a darle cuerda al rodillo de la ropa. Lo único que hacía era pasearse por la noche y meterle pesadillas en la cabeza a Queta. Con toda probabilidad, el número diez en el papel del ático era otra de sus bromas. Seguramente el duende se reía solo en ese mismo momento.
Bartolomeo se mordió el labio y siguió las huellas hasta la puerta de entrada. Seguía cerrada. Mete el dedo en las cerraduras, entiendes, y el mecanismo se abre, así de simple. Y con llave, al parecer. Tras bajar la llave de su ganchito, la abrió. Luego, cuidando de no hacer ruido, salió de puntillas al pasillo.
La casa estaba fría y oscura. Las maderas del suelo, pulidas por los años, relumbraban con la luz tenue que entraba por la ventana.
El rastro de cenizas llevaba arriba. Se hacía más débil a medida que Bartolomeo lo seguía, y se borraba hasta ser apenas una exhalación sobre la madera. Cuando llegó al tercer piso casi había desaparecido. Lo mismo daba. Sabía adónde había ido el duende.
Silencioso como la Luna, subió al ático por la trampilla. Se agachó ante la primera viga y avanzó a rastras, mirando hacia todas partes, en busca de una pista sobre el escondite del duende. Al encontrarlo lo mataría. El pensamiento se le ocurrió con repentina violencia. Si encontraba al monstruito, le retorcería el pescuezo. Se lo retorcería antes de que la criatura se lo retorciera a Queta, y a su madre, y a él mismo.
Al oír un sonido frenó en seco: voces, susurrantes, amortiguadas bajo el tejado.
—Ah, sí. Es un distinto como cualquier otro —la voz que hablaba era un bisbiseo, pero Bartolomeo la reconoció de inmediato. Hueca, terrosa. La voz que cantaba. Solo que ahora, cada pocas palabras, su dueño inspiraba laboriosamente a través de los dientes—. El mestizo construyó una casa, ¿ves? Una casa muy inferior, con la que atrapar a un duende. La encontré al explorar el lugar. La rompí a patadas, claro. ¡Ja, ja! La hice trizas.
Se oyó una risa. Bartolomeo se clavó los dedos en las palmas y se apretó contra el techo inclinado. La voz provenía del lugar que estaba bajo el alero. Su lugar.
—Y ese estúpido sustituto sigue creyendo que funcionó. Se cree que soy su duende esclavo —una inspiración—. Me hizo preguntas y todo. Me escribió una carta, con palabras, toda muy cuidadita, y me preguntaba qué quería decir algo en el idioma de los amos duendes y —otra inspiración— entonces pasó lo más extraño de todo. Resulta…
—No me importa —lo interrumpió una segunda voz. También hablaba muy bajo, pero de un modo totalmente distinto. Era áspera, peligrosa y fría—. ¿Es lo que necesito o no? No puedo permitirme más errores. Ni de parte tuya ni de nadie. Te contrato para que te asegures de que los sustitutos sirven, de que son lo que el Lord Canciller necesita —la voz se enfureció—. ¡Y nueve veces seguidas me has entregado basura! Lo pagaré con mi cuello si una vez más el material resulta ser inutilizable.
—Bueno, tienes tantos cuellos que…
Hubo un siseo furioso y Bartolomeo vio una sombra que pasaba rápido sobre la viga.
—Cállate. Cállate de una vez. Hay demasiado en juego. ¿Te aseguraste con la lista que te envió mi amo? ¿Te llegó siquiera, la lista? Últimamente ha habido… interrupciones a los pájaros mensajeros del Lord Canciller. Él no estaba seguro de que esta hubiera llegado a destino.
—Sí, recibí los pájaros —hubo un sonido metálico.
Bartolomeo se acercó un poquitín. Por entre las vigas distinguió apenas una figura. Se quedó sin aire. Era el andrajoso. No cabía duda. La criatura respondía exactamente a la descripción de Queta. Era pequeño y malformado, y estaba de pie muy quieto, con la barbilla pegada al cuello. Tenía un sombrero de copa roto inclinado sobre su cara. Solo llevaba un chaleco y una chaqueta harapienta. No usaba pantalones. De inmediato Bartolomeo vio por qué. De la cintura para abajo el andrajoso era una cabra. El pelaje de sus ancas era espeso y negro, empastado con tierra y sangre. Dos pezuñas descascaradas asomaban debajo de la lana enmarañada de sus patas. El andrajoso era un fauno.
—Muy bien —dijo la voz fría—. Te creo. Aunque si tuviera tiempo lo investigaría yo mismo.
Bartolomeo no podía ver al que había pronunciado esas palabras. Quienquiera que fuese, estaba oculto tras la esquina del alero, y Bartolomeo no se atrevía a acercarse más para ver mejor.
La voz continuó en un susurro.
—Te lo advierto, sluagh. Si el Lord Canciller queda insatisfecho una vez más con la entrega —si el sustituto es de nuevo un fracaso—, te golpearé en la cabeza bastante más que para sacarte solo un par de dientes. El andrajoso movió las pezuñas y no dijo nada.
—¿Está claro? —la voz era de hielo.
Bartolomeo no esperó para oír el resto. Arrastrándose como antes, reculó hacia la trampilla.
Todo era diferente. Toda había cambiado. Aquel asunto ya no era obra de un tonto duende doméstico. No quería imaginarse qué le harían esas criaturas si lo descubrían escuchándolas. Se descolgó en el pasillo del tercer piso y fue a toda prisa hacia la escalera.
La cabeza le daba vueltas. Entonces no funcionó. La invitación. La casita lamentable con las cerezas metidas en las paredes. No había servido de nada. El andrajoso no era su duende. Al andrajoso lo habían contratado. Para espiar. Para asegurarse de que Bartolomeo sirviera, fuera apropiado, a diferencia de los otros nueve. Nueve. El chico de los Buddelbinster era uno de ellos. Sin duda. Y ahora Bartolomeo sería el número diez. El papel del ático. Se arremangó y miró las marcas de su brazo. Números diez rojo sangre en el lenguaje de los duendes. Al menos en eso, el andrajoso le había dicho la verdad.
Se echó a correr escaleras abajo, pinchándose la mano con las astillas de madera de la barandilla. No sabía para qué lo querían. La criatura —la que estaba oculta— había dicho que trabajaba para el Lord Canciller. ¿No era eso bueno? ¿No le estaba permitido solo a la gente más buena y más sabia ser Lord Canciller? Pero ¿por qué un Lord Canciller contrataría a duendes cuya voz sonara como el invierno y que amenazaran con bajarle los dientes a la gente? Bartolomeo no sabía qué pensar. Estaba aterrado y excitado al mismo tiempo, y tenía la sensación de que una nube de polillas batía las alas dentro de su estómago. En su mente destelló una imagen de gente importante, duques y generales llenos de medallas, capas de armiño que se arrastraban sobre pisos de mármol, y grandes salones con innumerables velas encendidas. Un cuchillo de plata golpeaba contra una copa. Vitoreaban a alguien. Y Bartolomeo se dio cuenta de que lo vitoreaban a él. Barti Perol. El Niño Número Diez, del Callejón del Viejo Cuervo, Séptimo Distrito Duende, Bath. Era una idea ridícula. Una idea feliz, esperanzada y de lo más ridícula, que hacía agua por todos lados.
Casi había llegado a la puerta del departamento cuando, por la ventana del pasillo, vio algo que le llamó la atención. Había algo en el callejón, una sombra más donde no era lugar de sombras. Volvió sobre sus pasos y acercó la cara a los paneles redondos con rebordes de plomo.
Era la dama de morado. Había vuelto al Callejón del Viejo Cuervo y estaba sentada sin moverse en un banco de madera rugosa, contra la pared de un lugar conocido como Casa del Musgo. Los aleros medio desmoronados llegaban tan bajo que la cubrían de oscuridad. La mujer se recostaba contra la pared, con las manos en el regazo y el mentón apoyado en el pecho.
Por un momento Bartolomeo se olvidó de los duendes que discutían en el ático. Se olvidó de los salones con velas encendidas y de las capas de armiño. ¿Por qué resistirse a que se lo llevara la dama? Alguien —no, no cualquiera—: el Lord Canciller se había tomado mucho trabajo para encontrarlo. Eso quería decir que él era importante. En el gueto de los duendes no lo era. En el gueto de los duendes era una más de las criaturitas feas escondidas de las que nunca se hablaba. Moriría allí. Tarde o temprano.
Pero los horrendos duendes que estaban en el ático, gritó una voz, redoblando dentro de su cabeza como la campana de un carro de bomberos. La advertencia de la madre de los Buddelbinster, esa cara fea en la nuca de la dama, y las pezuñas, y las voces. Bartolomeo la silenció. No importaba. ¿Qué más daba cuando lo único que hacían era llevarlo a un lugar mejor? El lugar al que pertenecía. Sería mejor para todo el mundo que él se fuera. Su madre tendría una boca menos que alimentar, un sustituto menos del que ocuparse. Queta lloraría, y él la extrañaría horrores, pero seguro que iría de visita. Y si la habitación a la que había viajado a través del círculo de hongos se parecía en algo al lugar adonde iba, pues le gustaría vivir ahí. Podría raspar la doradura de los muebles y su madre y Queta comerían pato y pasteles durante meses.
Para cuando se apartó de la ventana se había decidido. En alguna parte de Londres había gente esperándolo, gente gloriosa con pájaros mecánicos, habitaciones hermosas y chimeneas. Dejaría atrás el Callejón del Viejo Cuervo.
Apoyó la cabeza contra la puerta del departamento y susurró:
—Adiós, madre. Adiós, Queta. Voy a mejorar las cosas.
Esperó unos momentos, como si esperara una respuesta. Luego bajó las escaleras. El gnomo estaba dormido en su banqueta. La cara de la puerta miraba ciega, ojos de madera gris sobre mejillas de madera gris. En silencio, Bartolomeo se despidió también de ellos. Luego se deslizó hacia los estrechos confines del callejón.
Las casas aledañas eran puntas negras recortadas contra el cielo. El sol aún no había salido y solo el gris de la madrugada le daba algo de luz al callejón. A unas cuantas calles de distancia, un carro traqueteaba sobre los adoquines, con un ruido reverberante.
Bartolomeo cruzó el callejón y se acercó a la dama con cuidado, pegado a la pared. Ella parecía incluso más alta de cerca, más oscura y más imponente, como si atrajera las sombras de los rincones y de los hondos portales, y estas le empaparan las faldas. La última vez que la había visto, Bartolomeo estaba en el ático, detrás del vidrio. Ahora la veía en detalle. Era joven. Para nada una gran dama, sino una muchacha de no más de veinte años. Aún llevaba la galerita inclinada sobre su cabeza, pero ya no tenía joyas en la garganta, y uno de sus guantes color noche estaba desgarrado, con una costra de lo que parecía ser sangre seca. El carmín de sus labios estaba algo corrido. Bartolomeo pensó que era la cosa más magnífica y aterradora que había visto.
Se acercó hasta una distancia de tres pasos y se detuvo. Ella estaba muy quieta. Muy pero muy quieta a la sombra del alero. Bartolomeo consideró la posibilidad de estirar la mano y tocar la de ella. No le pareció prudente.
Estaba a punto de meterse de nuevo adentro y quedarse temblando contra la puerta hasta que se le ocurriera qué decir, cuando la dama se movió. Sus párpados se abrieron y dijo muy bajito:
—Oh, hola, niñito.
Su voz era aireada y etérea, a mitad de camino entre el sueño y la vigilia.
Bartolomeo se echó atrás. Por un momento dudó de que le hablara a él, porque no había vuelto la cabeza y ni siquiera lo había mirado. Pero el callejón estaba vacío. La dama y él eran los únicos que estaban ahí.
—¿Te envía mi padre? —preguntó ella—. ¿Eres el nuevo valet?
Bartolomeo se quedó de pie, con la boca abierta, sin saber qué contestar. ¿Es una especie de prueba? Ay, no. No tengo que embarrarla. Algo inteligente, debo decir algo inteligente para impresionarla. Ella seguía siendo la hechicera que se había llevado a su amigo, la mujer con la otra cara, retorcida. Pero sus ojos eran muy amables. Y tenía una voz muy linda. Bartolomeo ya ni se acordaba de la otra cara. A lo mejor pertenecía a otra persona.
—Dile que no daré el brazo a torcer —prosiguió ella—. Mientras el cielo sea cielo, Jack será mío, y nada se interpondrá entre nosotros. Pero estoy tan cansada… ¿Qué es esta silla dura sobre la que estoy sentada? ¿Dónde están mis almohadas? ¿Dónde está Mirabel con los pêches et crème? Niño, dónde…
De pronto sus ojos se abrieron del todo. Sus pupilas enfocaron a Bartolomeo y ella se sentó bien derecha, aferrándolo de las manos.
—Oh, no —murmuró la dama, y la voz le tembló. En su cara se veía la desesperación y sus ojos brillaban con el fulgor del miedo—. No, no. Tienes que escapar. Niño, han venido a llevarte. No los dejes. Corre. Corre como el viento y nunca vuelvas la vista atrás.
De inmediato se oyó un sonido, un golpeteo que se expandió por el callejón. Venía de los techos. Bartolomeo alzó la vista justo a tiempo para ver que la ventanita redonda de su tejado se abría de golpe, escupiendo una nube de vidrio al aire. De allí salió volando una forma, una masa hirviente de negrura. Cayó en picada, mientras el vidrio destellaba a su alrededor, y aterrizó en el callejón con un espantoso sonido a pequeños pasos.
El corazón de Bartolomeo dio un vuelco. La mujer soltó un grito ahogado y dejó caer las manos.
Entonces todo pareció moverse muy lentamente. El vidrio de la ventana llovió sobre el suelo, rebotando como cientos de diamantes. La forma que se retorcía avanzó hacia ellos por sobre los adoquines. Y la cabeza de la mujer se volvió hacia Bartolomeo, con los ojos llenos de lágrimas.
—Dile a mi padre que lo siento —susurró—. Dile que lo siento —y entonces la forma oscura se estrelló contra ella y ella se dobló en dos, sin aire.
Cuando alzó de nuevo la cabeza, sus ojos eran duros y negros. Ojos de duende.
Bartolomeo echó a correr.
—¡Vekistra takeshi! ¡Vekistra! —gritó la dama de morado a sus espaldas—. Atrapa al décimo niño.
Era la voz de la criatura oculta en el ático que Bartolomeo no había podido ver. Y ya no era tranquila y fría.
Era chillona, desesperada.
Bartolomeo entró a toda velocidad en la casa. Un momento antes de dar un portazo vio a la dama de morado agacharse en el pavimento, con la botella en la mano, para dejar caer tinta negra en los adoquines. Entonces la puerta encajó en el marco y él corrió escaleras arriba y entró en el departamento. Cerró la puerta y pasó el cerrojo. Pasos. Alguien subía por la escalera, a los pisotones en la casa en silencio. Bartolomeo agarró la llave y la metió en la cerradura. ¿Adónde puedo ir? El grito de “atrapa al décimo niño” aún resonaba en sus oídos, horrendo y final. La dama de morado no se lo llevaría con delicadeza como al chico de los Buddelbinster. No tenía intención de volar con él a salones encantados llenos de luz y de ropas finas. Iba a raptarlo.
—¿Queta? —gritó Bartolomeo, corriendo a su cama—. Queta, despierta. ¡Despierta! ¡Están por entrar! —abrió de golpe la puerta del armario, dando manotazos en las mantas para despertarla.
Queta no estaba en su cama.
Bartolomeo soltó un alarido y corrió a la cama de su madre. La sacudió y le golpeó la espalda con los puños.
—¡Madre! —gritó, mientras le saltaban lágrimas de desesperación—. ¡Madre, despierta! —su madre ni siquiera se movió.
Las pisadas habían llegado al pasillo. Se acercaban a la puerta, lenta y deliberadamente. ¿Por qué no despierta?
Abriría la ventana. La abriría de par en par y daría gritos hasta que el gueto de los duendes se levantara sobresaltado. Pero era demasiado tarde. En la puerta sonó un ínfimo clic. La cerradura. Alguien la había abierto.
Bartolomeo se alejó de la forma inmóvil de su madre. Sus dedos se cerraron en torno a la manija del recipiente del carbón. Lo levantó, estrechándolo contra sí. Era muy pesado. De ser preciso, con él podía romperle la cabeza al duende. Pegado contra la pared, esperó detrás de la estufa panzona.
La puerta del departamento se abrió. Muy, muy de a poco, reveló una figura que se recortaba contra la luz mortecina del pasillo. La figura tenía patas de cabra y un sombrero desfondado. Dos ojos de carbón encendido brillaban bajo su ala. Se pasearon por la habitación, de un lado a otro, de un lado a otro. Hicieron una pausa. Volvieron a la estufa panzona. Él no puede saber, no puede saber… —Hola, niñito.
Con un enorme sollozo de ira, Bartolomeo salió de un salto de atrás de la estufa, blandiendo el recipiente del carbón tan alto como podía. El andrajoso esbozó una sonrisa. De sus ojos salió un intenso destello, chisporroteó por la habitación y asestó a Bartolomeo un golpe en un punto sensible de lo profundo de su cabeza. Su visión se apagó. Se supo ahí de pie, ciego y torpe, en el medio de la habitación. A lo lejos, oyó un batir de alas, alas oscuras que se arremolinaban y golpeaban, y el rugido de un viento helado. Su cuerpo le pesaba mucho, como si tiraran de él hacia abajo. Queta, pensó, antes de desmoronarse. A la que querían era a Queta. Y se la han llevado.
El recipiente cayó de su mano. Se estrelló contra el suelo como un trueno. Pero en la casa nadie despertó.