Capítulo III

Alas negras y viento

BARTOLOMEO estaba hecho un ovillo en el suelo del ático, inmóvil como una piedra. El día se iba agotando. El sol empezaba a hundirse tras la masa imponente de Nueva Bath; la luz que entraba por la ventana estiraba sus dedos cada vez más rojos, cada vez más lejos, por sobre su cara, y él seguía sin moverse.

Un miedo duro y frío se había instalado en su estómago, y no había forma de expulsarlo.

En su mente, volvía a ver una y otra vez a la dama de morado caminando por el callejón. Tenía el pelo apartado; la carita lo miraba, oscura y nudosa, y el niño del pelo de zarza entraba con ella en una sombra con forma de alas. Joyas, y sombreros, y faldas moradas. Una mano azul que pulverizaba vidrio. Húmedos ojos negros y, debajo, una sonrisa horrenda, pero horrenda en serio.

Aquello lo sobrepasaba. Había ocurrido demasiado rápido, un torrente de ruido y furor, como si el tiempo se acelerara. Desde la ventana del ático Bartolomeo había visto ladrones, un autómata sin piernas, uno o dos cadáveres pálidos, pero aquello era peor. Era peligroso, y lo habían visto. ¿A qué vino la dama? ¿Y por qué se llevó a mi amigo? Le dolía la cabeza.

Se quedó mirando las maderas del suelo tanto tiempo que pudo ver cada agujero carcomido. Sabía que no se había amedrentado por la magia. Desde siempre, la magia formaba parte de Bath. En alguna parte de Londres, hombres importantes habían decidido que lo mejor sería esconderla, mantener las fábricas en marcha y las campanas de las iglesias doblando, pero no había servido de gran cosa. La magia seguía presente. Simplemente, estaba bajo la superficie, oculta en los rincones secretos de la ciudad. Cada tanto Bartolomeo veía a un gnomo de ojos brillantes por el Callejón del Viejo Cuervo, que arrastraba tras de sí una raíz con forma de niño. La gente abría la ventana para mirar, y cuando alguien le arrojaba al gnomo un penique o un bollo de pan, este ponía a la raíz a bailar y la hacía dar volteretas y cantar. Una vez cada muerte de obispo, el viejo roble de la Calle Despistápolis murmuraba profecías. Y era bien sabido que la duende de la familia Buddelbinster podía convocar a los ratones de entre las paredes y hacerlos revolver la sopa e hilvanar la lana en su rueca.

Así que a ojos de Bartolomeo un torbellino de oscuridad no era algo espantoso. Lo horrendo era que había ocurrido ahí, dentro de los límites barrosos de su callecita, y que le había sucedido a alguien como él. Y que lo habían visto.

El sol se había ocultado por completo. Las sombras empezaban a colarse desde detrás de las vigas, y eso hizo que Bartolomeo se levantara. Salió del ático a rastras y fue hacia abajo, tratando de que el crujir de la casa hundida no lo delatara. No te hagas notar y nadie te colgará.

Bartolomeo se detuvo ante la puerta de las habitaciones de su familia. Por debajo se filtraba una luz amarilla y aceitosa. En el pasillo, el sonido rítmico del rodillo mecánico para escurrir la ropa resonaba amortiguado.

—Vamos, Queta —decía la madre de los niños—. Toma el caldo de una vez, y después a la cama. A la lámpara no le quedan más de quince minutos, y me hace falta por otras dos noches.

Se oyó un sorbido. Queta murmuró:

—No tiene gusto a nada.

Es que es pura agua, pensó Bartolomeo, apoyando la cabeza en el marco de la puerta. Con gotitas de cera para hacernos creer que hay carne dentro. De ahí que los platos de los candeleros siempre estuvieran vacíos por la mañana. Su madre cuidaba de que no se notase, pero él lo sabía.

Los limpiaban con la cuchara de cocina.

—Mami, Barti todavía no vuelve.

—Mmm…

—Afuera está oscuro. Es hora de ir a dormir, ¿no?

—Mmm.

—Sospecho algo, madre.

—¿Ah, sí, mi amor?

—¿Quieres saber lo que sospecho?

—No tenemos más sal.

—No, eso no. Sospecho que lo agarró un monstruo acuático y se lo llevó a su pozo sin fondo.

Bartolomeo se alejó antes de poder oír la respuesta de su madre. En cuanto terminara de ponderar la sal inexistente, se pondría a escuchar a Queta. Se daría cuenta de que él llevaba horas fuera del departamento. Empezaría a desesperarse. Tenía que volver antes de que pasara eso.

Bajó el resto de la escalera de puntillas, pegado a la pared que llevaba a la puerta de calle. A un lado había un duende sentado sobre un banquito, profundamente dormido. Bartolomeo se deslizó delante de él y buscó a tientas el picaporte de la puerta, que tenía una cara: mejillas y labios gordos, y ojos dormilones que salían de la madera gris y gastada. Su madre le decía que en una época la puerta pedía escarabajos a la gente que quería entrar y escupía los cascarones a la que quería salir, pero Bartolomeo jamás la había visto siquiera pestañear.

Sus dedos encontraron el cerrojo. Lo descorrió. Luego pasó por debajo de la cadena y salió a la calle de adoquines.

Era extraño estar a cielo abierto. El aire ahí afuera era denso y húmedo. No había paredes ni techos, solo el callejón que se bifurcaba en más callejones, y así sucesivamente hacia el ancho mundo. Daba la sensación de ser inmenso, aterrador e infinitamente peligroso. Pero Bartolomeo creía no tener opción.

Cruzó corriendo el callejón hasta el arco del muro de los Buddelbinster. El jardín estaba a oscuras, la casa desvencijada también. Habían abierto sus muchas ventanas que parecían mirarlo.

Saltó por encima del portón roto y se apelotonó contra la pared. No hacía frío, pero aun así tembló. La dama de morado había estado ahí, hacía tan solo unas horas, invitando a su amigo con sus dedos de guantes azules.

Bartolomeo se sacudió y se alejó del muro. El círculo que había trazado la dama en el suelo seguía ahí, a pocos pasos hacia la derecha del sendero. Desde la ventana del ático, Bartolomeo lo había visto con claridad, pero de cerca era muy tenue, casi invisible si no se lo sabía ahí de antemano. Se arrodilló y quitó de en medio unos hierbajos para examinarlo. Frunció el ceño. El anillo estaba hecho de hongos. Honguitos negros que no se parecían a ningún hongo que él tuviera ganas de comer. Arrancó uno. Por un momento palpó con las yemas de los dedos su forma, blanda y suave. Luego la cosa empezó a derretirse, hasta que solo quedó una gota de líquido negro que manchaba la blancura de su piel.

Se miró la mano con curiosidad. La puso dentro del círculo. No pasó nada. La otra mano y la frente. Nada de nuevo. Por poco rió. Ya no surtía efecto. Ahora eran solo hongos.

Tras ponerse de pie, hundió el dedo gordo de su pie descalzo en el suelo frío, dentro del anillo. Luego pisó unos cuantos hongos. No estaba seguro, pero le pareció oír una risita suave al hacerlo, como una multitud de susurros, a la distancia. Sin pensarlo más, saltó y aterrizó en medio del anillo de hongos.

Un griterío espantoso estalló a su alrededor. De pronto todo fue oscuridad y aparecieron alas por todos lados, batiendo contra su cara, golpeándolo. Caía, volaba, y un viento furioso y helado le tironeaba del pelo y de la ropa gastada.

—¡Idiota! —gritó—. Pedazo de imbécil, en qué estabas pensando… —pero era demasiado tarde. La oscuridad ya amainaba. Y lo que vio no fue el Callejón del Viejo Cuervo o el jardín de los Buddelbinster. No estaba en ninguno de los demás guetos de los duendes. Entre las alas, como retazos de sol, destellaban la tibieza, el lujo, el brillo del cobre y la madera lustrada, y pesadas cortinas verdes con hojas estampadas. En algún sitio cercano había una chimenea. Bartolomeo no podía verlo, pero sabía que estaba ahí, crepitando.

Con una sacudida desesperada, intentó librarse de la oscuridad. Por favor, por favor, llévenme de vuelta adonde estaba. La magia no podía haberlo llevado muy lejos en esos pocos segundos, ¿no? Quizás unos cuantos kilómetros, pero si se apuraba encontraría el camino de regreso antes de que los duendes y los ingleses salieran a las calles.

Las alas se alejaron de su cara. Por un momento, la ley de gravedad pareció vacilar, y él pensó que su plan había dado resultado; se elevaba, ingrávido. Y entonces las alas desaparecieron. Cesó el griterío. Se golpeó la cabeza contra la madera pulida y se quedó sin aire en los pulmones.

Mareado, Bartolomeo se incorporó sobre los codos. Estaba en el suelo de la habitación más hermosa que había visto jamás. Tenía cortinas verdes, que se recortaban contra la noche. Más allá, el hogar y las llamas. Por la chimenea escapaba un humo que olía a madera, y el aire era tibio y espeso. Las paredes estaban cubiertas de libros. Unas lámparas con pantallas de seda pintada proyectaban un suave relumbre contra ellos. Cerca de donde Bartolomeo había caído, había un círculo de tiza dibujado con esmero sobre el parqué desnudo. El círculo estaba rodeado por un anillo de escritura, con letras finas y entrelazadas que parecían girar y bailar mientras las miraba.

Se suponía que tenía que aterrizar ahí, pensó, sintiendo el chichón que crecía en su cabeza.

Se puso de pie con un titubeo. La habitación era una especie de estudio. Un pesado escritorio de madera ocupaba la mayor parte de un extremo. Tenía ranas y sapos bulbosos tallados y parecía como si todos estuvieran comiéndose unos a otros. Encima del escritorio, en una fila ordenada, había tres pájaros mecánicos. Cada uno de ellos era de un tamaño apenas distinto al del otro, y estaban construidos para parecer gorriones, con alas de metal y diminutas ruedas de latón que asomaban entre las láminas. Estaban totalmente inmóviles, con sus ojos de obsidiana clavados en Bartolomeo.

Dio unos pocos pasos hacia ellos. Una vocecita dentro de su cabeza le decía que saliera corriendo de la habitación lo más rápido posible, pero se sentía atontado y aún le dolía la cabeza. Unos pocos minutos no cambiarían nada, ¿no? Y ahí era todo tan agradable, tan cálido y reluciente…

Se acercó un poco más a los pájaros. Tenía unas ganas enormes de estirar la mano y tocar uno de ellos. Quería sentir una de esas perfectas plumas de metal, la maquinaria delicada y los penetrantes ojos negros… Desencogió los dedos.

Bartolomeo quedó paralizado. Algo se había movido en el interior de la casa. Una madera del suelo o un panel. Y luego no oyó otra cosa que el clip-clip de unos pasos que se acercaban rápidamente desde el otro lado de la puerta que estaba en la punta de la habitación.

Se le contrajo el corazón, con dolor. Alguien me ha oído. Alguien había oído el ruido y ahora venían a investigar. Hallarían a un sustituto en sus habitaciones, a un indigente del gueto de los duendes claramente metido en su casa. Vendría un policía, lo molería a golpes. Por la mañana estaría colgado del cuello en el aire tórrido de la ciudad.

Bartolomeo cruzó la habitación a toda velocidad y sacudió el picaporte de la puerta con mano desesperada. Estaba cerrada con llave, pero ellos la tendrían. Tenía que salir de ahí.

Volvió corriendo al círculo de tiza, dio un salto y cayó justo en el centro. Sus talones golpearon el suelo dolorosamente, y el impacto repercutió en sus piernas.

No pasó nada.

Miró desesperado la puerta. Los pasos se habían detenido. Alguien estaba justo ahí, al otro lado, respirando. Bartolomeo oyó una mano posarse sobre el picaporte, que empezó a girar. Clic. Cerrado con llave.

El pánico se deslizó por su garganta.

Estoy atrapado. ¡Tengo que salir! ¡Tengo que salir!

Por un momento la persona que estaba afuera permaneció en silencio. Luego el picaporte empezó a traquetear. Primero lentamente, pero después con mayor insistencia, cada vez más fuerte, hasta que toda la puerta temblaba contra el marco.

Bartolomeo dio un pisotón. ¡Vamos!, pensó desesperado. ¡Hazlo! ¡Sácame de aquí! Empezó a dolerle el pecho. Algo le aguijoneaba el fondo de los ojos, y por un momento solo quiso echarse a llorar como cuando era chico y se había soltado de la mano de su madre en el mercado.

La persona de afuera empezó a golpear la puerta brutalmente.

De nada serviría llorar. Bartolomeo se limpió la nariz con la mano. También colgarían a un ladrón lloroso. Miró las marcas que lo rodeaban e intentó pensar.

Ajá. Una sección del círculo de tiza del suelo estaba borroneada. El círculo ya no se cerraba. Debía de haberlo estropeado al aterrizar.

De rodillas, se puso a juntar el polvo de tiza para formar una línea desigual que completara el círculo.

En la puerta, un chasquido leve. La madera. ¡Quienquiera que esté afuera va a romper la puerta!

Bartolomeo no iba a poder copiar todas las marquitas y los símbolos, pero al menos completaría el círculo. Rápido, rápido… Sus manos hacían ruido al frotar el suelo.

La puerta cayó hacia adentro con un estruendo espantoso.

Pero entonces las alas rodearon a Bartolomeo, la oscuridad aulló a su alrededor y el viento le tironeó la ropa. Con una diferencia. Algo andaba mal. Sintió cosas en medio de la negrura, cuerpos fríos y delgados que se le echaban encima y tocaban su piel. Bocas que oprimían sus orejas, vocecitas oscuras que susurraban. Una lengua fría y húmeda lamió su mejilla. Y a continuación solo sintió dolor, un horrendo dolor punzante, que desgarraba sus brazos y se le metía en los huesos. Contuvo el grito hasta que la habitación empezó a desaparecer tras el torbellino de sombras. Entonces aulló con el viento y las alas furiosas.