Capítulo IV
Casa Simpar
LA Casa Simpar parecía un barco: un enorme barco de piedra, salido de una pesadilla, que hubiera encallado en el fango de Londres en la zona norte del puente de Blackfriars. Sus techos dentados eran las velas; sus chimeneas cubiertas de liquen, los mástiles, y las volutas de humo parecían banderas hechas jirones, flotando al viento. Cientos de ventanitas grises moteaban las paredes. Una puerta hundida en el muro daba a la calle. Más abajo pasaba el río, nutriendo los manojos de verdín que trepaban por los cimientos de la construcción y le daban a la piedra un tinte negro y viscoso.
Un carruaje se abría paso hacia la casa por entre el ajetreo vespertino de la Calle Fleet. No paraba de llover. Empezaban a encenderse los faroles de la calle, que se reflejaban en los costados bruñidos del carruaje, arrojando lenguas de luz contra las ventanas.
De pronto el carruaje se detuvo frente a la Casa Simpar, y el señor Jelliby salió de él, saltando por sobre un charco para guarecerse de la lluvia bajo el alero de la puerta. Alzó su bastón y golpeó dos veces contra la negra madera carcomida. Luego se abrazó el torso y frunció el ceño.
Estaba ahí en contra de su voluntad. Hubiera preferido estar en cualquier otra parte. Tenía en su casa, esparcidas sobre su escritorio, gran cantidad de tarjetas con bordes dorados e invitaciones con monogramas que le daban acceso a muchísimos salones alegres y de moda. Y, en cambio, estaba en medio del viento y la lluvia ante la puerta de la casa del señor Lickerish, el duende político. Las situaciones así tendrían que estar prohibidas por ley.
Caray con estas tertulias cerveceras… Eran una tradición muy antigua, pero no por eso al señor Jelliby le gustaban. Los miembros del Consejo Secreto se daban cita, de a dos o tres, en las residencias de uno u otro para beber algo y conversar, con la esperanza de generar compañerismo y respeto por las opiniones divergentes. El señor Jelliby frunció el ceño aún más. ¡Ja, compañerismo! Quizá lo hubieran fomentado hacía cuatro siglos, cuando los miembros aún bebían cerveza. Pero en estos días solo se servía té, y las tertulias eran asuntos inconducentes: anfitriones e invitados las temían por igual.
El señor Jelliby enderezó los hombros. Al otro lado de la puerta traqueteaban las cerraduras. Por lo menos tenía que dar la impresión de no querer estar en ninguna otra parte. Levantó el mentón, dobló los guantes sobre la empuñadura de su bastón y asumió una expresión de agradable curiosidad.
Tras un último y seco sonido metálico, la puerta se abrió. Algo muy alto y delgado asomó la cabeza y miró parpadeando al señor Jelliby.
El señor Jelliby parpadeó a su vez. La criatura que surgía del portal en sombras debía de medir dos metros y pico, pero era tan huesuda y tenía tal pinta de famélica que apenas parecía capaz de soportar su propio peso. La piel pálida de sus manos era seca, delgada como la corteza de un abedul y se tensaba sobre los pequeños nudillos. El duende (el señor Jelliby se dio cuenta de que era un “él”) llevaba un traje gastado que terminaba varios centímetros por arriba de sus tobillos, y el aire que lo rodeaba olía ligeramente a cementerio. Pero eso no era lo más extraño. En un lado de su cara portaba una red de latón, con piececitas y pistoncitos que zumbaban y cliqueaban con un movimiento constante. Un monóculo fijo de vidrio verde le recubría un ojo. Cada pocos segundos vibraba, y un lente pasaba tras él como un parpadeo. Luego un hilo de vapor salía de debajo de un tornillo fijado al marco.
—¿Arturo Jelliby? —preguntó la criatura. Tenía una voz atiplada y suave, y su otro ojo —el sesgado, propio de los duendes— se cerraba casi del todo cuando hablaba.
Al señor Jelliby eso no le gustó nada.
—Ah… —dijo.
—Pase, por favor —el duende lo hizo pasar con un agraciado gesto de la mano. El señor Jelliby dio un paso adelante, procurando no mirarlo fijo a la cara. Oyó un portazo a sus espaldas, y de inmediato quedó sumido en el silencio. Se esfumó el ruido de la Calle Fleet. La lluvia se oía muy lejana, solo un débil tamborileo en el borde de lo perceptible.
El abrigo del señor Jelliby goteaba sobre las baldosas blancas y negras. Se encontraba en un hall alto y lleno de ecos, y las sombras se cernían sobre él, pesadas y húmedas en los rincones y en los umbrales. No se veía una sola mecha encendida, ni una bujía de gas, ni una vela. En los revestimientos de madera había largas y verdes trazas de hongos. De las paredes colgaban tapices desvaídos, que apenas se veían en la penumbra. Un reloj de pie con caritas en lugar de números permanecía en silencio contra la pared.
—Por aquí, por favor —dijo el duende, adentrándose en el recibidor.
El señor Jelliby lo siguió, aferrando con incertidumbre sus guantes. El mayordomo tendría que haberlos tomado. En una residencia decente lo habría hecho, junto con el sombrero y el abrigo del señor Jelliby. De pronto se volvió consciente del ruido que hacían sus zapatos al golpear el suelo mojado. No se atrevía a comprobarlo, pero imaginó que iba dejando a su paso una estela resbaladiza sobre las baldosas, como una enorme babosa.
El duende mayordomo lo condujo hasta un extremo del hall y subieron las escaleras. Estas eran una masa enorme de madera podrida y tenían esculturas de sirenas de un aspecto tan cruel que al señor Jelliby le dio miedo apoyar la mano en la barandilla.
—El señor Lickerish lo recibirá en la biblioteca verde —le dijo el mayordomo por encima del hombro.
—Ah, muy amable —dijo el señor Jelliby, que no sabía qué más decir. En alguna parte de la casa gimió el viento. Sin duda había quedado alguna ventana abierta, olvidada.
La extrañeza de la Casa Simpar lo inquietaba cada vez más. Era obvio que aquel no era lugar para humanos. Los cuadros de las paredes no mostraban paisajes o ancestros ceñudos como en la casa del señor Jelliby, sino cosas simples, como una cuchara opaca, una jarra con una mosca posada encima, y una puerta rojo intenso en un muro de piedra. Y sin embargo todos estaban pintados con tanta sombra que parecían decididamente siniestros. Se diría que habían usado la cuchara para matar a alguien, que la jarra estaba llena de veneno y que la puerta roja daba a un jardín atestado de plantas carnívoras. No había fotografías ni adornos, pero sí muchos espejos y cortinas, y arbolitos que crecían en las grietas de los revestimientos.
Estaba casi en la cima de la escalera cuando vio a un duendecito encorvado que avanzaba por el balcón que daba al hall. Algo tintineaba en sus manos; el duende se paraba ante cada puerta, haciendo sonidos metálicos, y el señor Jelliby vio que las estaba cerrando con llave una por una.
En el segundo piso la casa se volvió un laberinto, y el señor Jelliby perdió el sentido de la ubicación. El mayordomo lo condujo primero por un pasillo, después por otro, haciéndolo pasar por salones y arcos y por galerías largas y lúgubres, y subir más escalones en dirección al interior de la casa. Cada tanto el señor Jelliby percibía movimientos en la oscuridad. Oía pasitos que corrían y risitas contenidas. Pero en cuanto se volvía no veía nada. Han de ser los criados, pensó, pero no estaba seguro.
Unos minutos después pasaron por la entrada de un pasillo largo y muy estrecho, como el de un vagón de tren. El señor Jelliby frenó en seco, para mirar adentro. El pasillo estaba muy iluminado. En las paredes chisporroteaban lámparas de gas, lo que le daba el aspecto de un túnel de oro en llamas que se internara en la oscuridad de la casa. Había en él una mujer que se alejaba a toda prisa, y en su apuro parecía volar como un pájaro, con las faldas moradas flotando tras de sí como alas. Al instante el mayordomo tomó al señor Jelliby del codo y lo llevó por una escalera retorcida, y de nuevo se hallaron entre las sombras.
—¿Disculpe? —dijo el señor Jelliby, soltándose del apretón del duende—. Disculpe, mayordomo. ¿El señor Lickerish tiene esposa?
—¿Esposa? —dijo el mayordomo en su voz dulzona y pegajosa—. ¿Para qué iba a tener una esposa?
El señor Jelliby frunció el ceño.
—Bueno… En fin, no lo sé, pero vi una…
—Aquí estamos. La biblioteca verde. Se servirá el té en un momento.
Se habían detenido delante de una alta puerta en punta hecha de paneles de vidrio verde con forma de anguilas, de algas y de serpientes acuáticas, que se retorcían y se enredaban unas alrededor de otras.
El mayordomo golpeó contra una de ellas con sus largas uñas amarillas.
—¿Mi Sathir? —gimió—. Kath eccis melar. Ha llegado Arturo Jelliby.
A continuación se dio la vuelta y se perdió en la oscuridad.
La puerta se abrió en silencio. El señor Jelliby estaba seguro de que el duende político asomaría la cabeza para recibirlo, pero nadie lo hizo. En cambio, se asomó él. Al frente se extendía una sala muy larga; era una biblioteca, pero no parecía muy verde. Había unas cuantas lámparas encendidas, lo que le daba un aire acogedor si se la comparaba con el resto de la casa. Alfombras y sillas y mesitas ocupaban el suelo, y cada palmo de las paredes estaba revestido de… Ajá. Los libros eran verdes. Todos ellos. Eran de muchas formas y tamaños distintos y, a media luz, le habían parecido iguales a libros cualesquiera, pero ahora que sus ojos se adaptaban veía que, en efecto, esa era una biblioteca de libros verdes. Dio unos pasos, sacudiendo incrédulamente la cabeza. Se preguntó si en esa extraña casa habría también una biblioteca azul de libros azules, o una biblioteca borgoña de libros aborgoñados.
En el extremo opuesto de la sala, contra el resplandor de una chimenea, se recortaban tres figuras.
—Buenas noches, joven Jelliby —lo llamó el duende político cuando él se acercó. Fue una réplica dicha en voz baja, con gran frialdad. El señor Lickerish no ocultó el hecho de que allí el señor Jelliby no era bienvenido.
—Buenas noches, Lord Canciller —dijo el señor Jelliby y se esforzó por sonreír a medias—. Señor Lumbidule, señor Throgmorton, encantado de verlos —hizo una pequeña reverencia y ellos inclinaron a su vez la cabeza. Al parecer tampoco iban a ocultar nada. A fin de cuentas, pertenecían al partido opuesto. El señor Jelliby tomó asiento rápidamente en una de las sillas vacías.
Habían servido refrigerios en una mesa baja. El duende mayordomo entró con una tetera de plata, y entonces todo cobró un aspecto muy respetable e inglés. Sin embargo, la comida no sabía como la inglesa. Ni siquiera como la francesa. Lo que a primera vista parecía un sándwich de paté tenía el gusto de la brisa fría de otoño. El té olía a escarabajos, y la tarta de limón era amarga de modo nada alimonado. Para peor, había un suntuoso incensario de ónix a cada lado de los reunidos, que despedía un humo verdoso. Era de lo más empalagoso y le hacía pensar al señor Jelliby en fruta podrida, moho y moscas zumbonas. Casi igual al aroma que había olido en la cámara del Consejo Secreto, después de que el señor Lickerish agitara los dedos en el bolsillo de su chaleco.
El señor Jelliby apartó su tarta de limón. Miró de reojo a los otros dos caballeros. No parecían en absoluto incómodos. Sorbían su té de escarabajos, sonriendo y asintiendo como para demostrar que todo era de su agrado. Cuando abrían la boca, era para decir algo tan vano que a los dos segundos el señor Jelliby ya lo había olvidado. El duende, por su parte, permanecía inmóvil en su asiento, de brazos cruzados, sin comer ni beber.
El señor Jelliby inspiró, boqueando. El humo verde serpenteaba en su garganta y le daba la sensación de que le estaban llenando los pulmones de seda. Una niebla empezó a afectar su visión periférica. De pronto le pareció que la habitación temblaba. El suelo se mecía, se sacudía, como olas de madera en un mar de madera. Vagamente oyó al señor Throgmorton preguntarle al señor Lumbidule por el peso de su jabalí mecánico de caza.
—Hay que dispararle con un tipo especial de rifle… —decía el señor Lumbidule—; tiene sangre verdadera, carne verdadera y, si uno se cansa de darle caza, se recuesta en su espalda de hierro y…
El señor Jelliby no soportó más. Tras pasarse un pañuelo por la frente, dijo:
—Disculpe, señor Lickerish, pero me siento indispuesto. ¿Hay un cuarto de baño por aquí cerca?
Los otros dos hombres interrumpieron la cháchara un instante para sonreírle con suficiencia. El señor Jelliby apenas lo notó. Estaba demasiado concentrado en hacer un esfuerzo por no vomitar.
La boca del duende dio un tirón. Este miró al señor Jelliby severamente por un momento y luego dijo:
—Por supuesto que hay un cuarto de baño. A la izquierda de la puerta encontrará el llamador de una campana. Alguien lo acompañará.
—Oh… —el señor Jelliby abandonó con brusquedad su asiento y se alejó a los tumbos de las sillas. La cabeza le daba vueltas. Al cruzar la habitación le pareció que volcaba algo —oyó el ruido y sintió que algo delicado se hacía añicos bajo sus pies—, pero estaba demasiado mareado para detenerse.
Salió de la biblioteca a los tropiezos y buscó el llamador a tientas. Sus dedos rozaron unos flecos. Cerró la mano en torno a una gruesa cuerda de terciopelo y jaló con toda su fuerza. En lo profundo de la casa tintineó una campana.
Esperó, prestando oídos al sonido de pasos, a una puerta que se abriera, a una voz. Nada. La campanada se extinguió. Volvió a oírse la lluvia que tamborileaba sobre el techo.
Jaló de nuevo. De nuevo un tintineo. De nuevo nada.
Muy bien. Buscaría el excusado solo. De cualquier manera, afuera de la biblioteca verde se sentía mejor. La cabeza empezaba a aclarársele y ya no sentía el estómago revuelto. Un poco de agua fría y estaría lo más bien. Volvió sobre sus pasos, bajó por la escalera sinuosa y trató de abrir cada puerta que pasaba para ver si detrás había un excusado. Volvió a pensar en el pasillo iluminado, en la mujer que corría por él. ¿Quién sería? No era una criada. No con esa ropa suntuosa. Tampoco le había parecido una duende.
El señor Jelliby llegó al final del hall y entró en otro. Era el mismo donde se había encontrado hacía menos de veinte minutos, pero ahora que estaba allí él solo le pareció algo más oscuro e imponente. Daba a una sala sucia, con muebles cubiertos con sábanas. Esa sala llevaba a otro hall, que a su vez conducía a una sala llena de jaulas para pájaros vacías y luego a un salón fumador, estancias que no se parecían en nada a las que había cruzado. Se dio cuenta de que ya no estaba buscando un excusado. Buscaba el pasillo de las lámparas de gas, y se preguntaba si la mujer seguiría ahí y si podría descubrir quién era. Estaba a punto de dar la vuelta y de buscar por otra parte cuando una habitación se abrió hacia otra y se encontró a la entrada del pasillo brillante.
Hubiera jurado que antes estaba en otro lugar. ¿No había un jarrón con rosas marchitas a su izquierda? ¿Y un aparador con una frutera color hueso encima? Pero ahí estaba el pasillo largo y estrecho que tanto se parecía a los de los vagones. No podía haberse movido.
El pasillo estaba vacío. Las puertas estaban cerradas por ambos lados; sin duda, el duende al que había visto antes les había echado llave. Se adentró un paso, con los oídos atentos. El golpeteo distante de la lluvia desapareció. No había sonido alguno: solo una ligera vibración, un zumbido que no se oía sino que se sentía. Estaba dentro del revestimiento de madera, en el suelo y le hacía cosquillas en el interior de la frente.
Avanzó hasta el fondo del pasillo, rozando con la mano cada puerta que pasaba. La madera de la última puerta estaba tibia. Debía de haber un fuego encendido en la sala de adentro. Acercó un oído a la puerta. Al otro lado se oyó un golpe pesado, como si un objeto grande hubiera caído al suelo. ¿La mujer estará ahí dentro? ¿Se habrá caído? Qué problema. Cabía suponer que se había resbalado de una silla al querer alcanzar algo y ahora estaba tirada con un hueso roto. Giró el picaporte de la puerta. Estaba cerrada con llave. Agarró el picaporte con las dos manos y empezó a sacudirlo. Se oyó otro sonido detrás de la puerta: una respiración agitada y algo así como un raspado. Empezó a golpear la puerta. La mujer no está inconsciente. Pero ¿estará sorda? ¿Muda? Tal vez tendría que ir a buscar a un criado de una corrida. Pero antes de que pudiera plantearse bien esa idea, oyó un tremendo estrépito de madera rota, y la puerta quedó hecha trizas a sus pies. Delante de sus ojos se reveló una habitación iluminada por un hermoso fuego y en la que había un escritorio con sapos tallados. Estaba vacía. Muy, muy lejos, oyó un grito. Tan lejos que no supo si lo estaba imaginando.
Y entonces apareció el mayordomo a la entrada del pasillo, con su ojo verde echando chispas y la maquinaria de su cara sacudiéndose a lo loco.
—¿Qué es esto? —gritó—. Pero ¿qué ha hecho?
El mayordomo empezó a correr, con los largos brazos extendidos al frente como las garras de un horrible insecto.
—Oh, oh, cielo santo —tartamudeó el señor Jelliby—. Mil perdones. No era mi intención…
—¡Señor Lickerish! —se desgañitó el mayordomo—. ¡Sathir, el eguliem pak! —su voz se hizo tan aguda que la última palabra casi le reventó los tímpanos al señor Jelliby. En alguna parte de la casa se abrió una puerta, después otra. Se oyeron pasos por los pasillos y las escaleras; no eran fuertes, pero se acercaban aprisa.
Qué problema, pensó el señor Jelliby.
El mayordomo llegó hasta él y lo tomó del brazo, acercándole tanto la cara que el señor Jelliby pudo oler su aliento fétido.
—¡Venga conmigo ahora mismo! —casi ordenó el mayordomo—. Vuelva a la casa —y por poco lo sacó a rastras del pasillo iluminado, hasta llegar a la sólida oscuridad que quedaba más allá. Alguien los esperaba allí. Un grupo formado por varios “alguien”. El señor Throgmorton y el señor Lumbidule, el señor Lickerish con los ojos dilatados y, entre las sombras, un corrillo de duendes de menor rango, que susurraban “pak, pak” entre ellos.
—No… no era un excusado —dijo el señor Jelliby débilmente.
El señor Throgmorton soltó un ladrido de risa.
—Ah, ¡qué sorpresa! Y aun así echó la puerta abajo. Señor Jelliby, las puertas de los excusados se cierran con llave por buenas razones, si no me equivoco. Se cierran cuando están en uso, cuando no se los debe usar o cuando no son, de hecho, un excusado.
El señor Throgmorton volvió a reír; le temblaban los labios gruesos. El señor Lumbidule se le unió. Los duendes solo observaban, con expresión inescrutable.
De repente el señor Lickerish batió las palmas, produciendo un sonido claro y severo. A los dos políticos se les atragantó la risa.
El duende se volvió hacia el señor Jelliby:
—Es hora de que se vaya —y su voz hizo que el señor Jelliby deseara encogerse y caer por entre las grietas del suelo de madera.
Más tarde el señor Jelliby no recordaría cómo regresó al hall de la escalera con sirenas. Solo recordaba caminar, caminar por pasillos interminables, con la cabeza gacha para ocultar su vergüenza. Y luego se veía ante la puerta, y el mayordomo lo invitaba a salir. Pero antes de salir de un tropiezo a la desdicha interminable de la ciudad, recordaba haber vuelto la vista hacia las sombras de la Casa Simpar. Y ahí dentro, en el descanso de la escalera, estaba el duende político, un destello de blanco en la oscuridad. Observaba al señor Jelliby con las manos pálidas cruzadas sobre los botones plateados de su chaleco. Su cara era una máscara plana e inescrutable. Pero sus ojos seguían bien abiertos. Y al señor Jelliby se le ocurrió que un duende con los ojos bien abiertos no era un duende sorprendido. Era un duende furioso.