Pruebas documentales

La firma de Carlos II de España

Si es verdad que el testamento de Carlos II fue falsificado, procede preguntarse: ¿qué habría ocurrido si el fraude no hubiese tenido lugar?

La guerra de Sucesión de España no habría estallado, o quizá las alianzas en juego en el conflicto hubiesen sido distintas, como distinto habría sido el resultado final. Es probable que el Imperio español se hubiese dividido pacíficamente entre las potencias, como preveía el tratado de reparto. Francia, al tiempo que se libraba de un terrible conflicto, habría mantenido una posición hegemónica en el continente, y los sucesos revolucionarios de 1789 podrían incluso haber tenido otro carácter o haberse producido más tarde, o con menor violencia. Europa quizá habría adoptado, al final del enfrentamiento militar, un orden muy diferente. Puede que el devenir de los siglos siguientes hubiese sido radicalmente distinto. Y el trono de España no estaría ocupado hoy por un Borbón.

¿Cómo se establece que una firma es falsa? Lógicamente, se recurre a un grafólogo. O mejor, a dos.

Hay firmas auténticas de Carlos II en los archivos de muchas grandes ciudades europeas, donde se conserva la correspondencia diplomática del rey de España con sus embajadores y con otros soberanos. A continuación se reproducen cinco firmas de Carlos II, trazadas en distintos períodos de su breve vida:

Hasta para un profano en la materia es evidente que esa firma ágil, segura, decidida, no puede ser la de un enfermo crónico como Carlos II, que en los últimos meses de su vida tuvo que guardar casi siempre cama (el testamento debió de firmarlo menos de un mes antes de su fallecimiento), postrado por la enfermedad. Las otras firmas son inseguras, irregulares, a veces vacilantes. Cuanto más se acerca la hora suprema, más temblorosas se vuelven. Increíblemente, la última, la del testamento, cuando Carlos estaba al borde de la muerte, fue estampada con la gracia y la despreocupación de un muchacho.

Pero el profano puede equivocarse. Por tal motivo se ha recurrido a dos expertos en grafología, ambos asesores habituales de las autoridades judiciales: uno de ellos reside en Verona, y el otro en Nápoles. Una mujer del norte de Italia y un hombre del sur, completamente distintos entre sí. Como es lógico, a ninguno de los dos se le ha revelado la identidad del otro.

La primera respuesta llegó del norte. La señora Marina Tonini escribió que:

… la comparación de la firma X, fechada el 3 octubre de 1770, con la fechada en abril de 1700 no puede menos que plantear serios interrogantes sobre la autenticidad de la firma del testamento. Además, observamos que en la firma de abril de 1700 falta totalmente la l de «el» en «Yo, el rey». Ahora bien, dicho fenómeno concuerda plenamente con la motricidad gráfica gravemente afectada que aparece en el texto de A5. Así las cosas, es legítimo preguntarse si el sujeto estaba en condiciones de efectuar el gesto suave y suelto que aparece en la firma del testamento.

Por consiguiente, sobre la base de todas las observaciones llevadas a cabo, y habida cuenta de los límites que impone el hecho de haber manejado sólo fotocopias, es legítimo informar de que con gran probabilidad la firma del testamento no pertenece a la mano que trazó las firmas autógrafas.

La expresión «con gran probabilidad» indica que la señora Tonini ha tenido que dejar un mínimo margen técnico de incertidumbre, como es de rigor entre los grafólogos, porque no ha dispuesto de ningún original de las firmas, sino sólo de fotografías y fotocopias. Un obstáculo, por lo demás, imposible de sortear, dado que las cartas de las que están sacadas las firmas se encuentran en España y Austria.

Hacía falta algo más. Y ese algo llegó finalmente con el otro peritaje, el del abogado y grafólogo judicial de Nápoles Andrea Faiello. Por un golpe de suerte, el abogado Faiello conoce, desde la época de sus estudios universitarios, la historia de la sucesión española y está familiarizado con los archivos históricos de su ciudad. Así, aunque el examen de la señora Tonini era muy minucioso, Faiello da un gran paso adelante: en el Archivo de Estado de Nápoles ha visto directamente, en documentos originales, otras firmas de Carlos II. Eso le ha permitido evaluar mejor el conjunto. Y éste es el resultado.

En la firma del testamento, dice el peritaje de Faiello:

… faltan totalmente los signos de la «escritura en cama», que deberían ser frecuentes superposiciones, temblores, yuxtaposiciones, repasos y, en general, los signos de un cansancio progresivo de la mano que escribe […] (cansancio que tendría que ser aún más evidente dado el estado de salud de Carlos II en el período de la presunta firma…).

La escritura aparece, en cambio, «fluida» (signo gráfico: «escritura fluida», propia de la clase de escritura que se inclina con seguridad hacia la izquierda, con un trazo gráfico tendente a desplazarse más en sentido horizontal que vertical, independientemente de la prisa o la calma con que se realice el movimiento, del respeto o del maltrato a las letras; tendencia motriz: impetuosidad y dinamismo en el sentimiento y en la voluntad).

Se nota, además, la presencia del signo gráfico «escritura rápida», propia de la escritura en que las letras o partes de éstas no se alinean en el renglón de base real o imaginaria, sino que se proyectan hacia arriba o hacia abajo […]. En la comparación con las escrituras seguramente autógrafas, se aprecia asimismo una evidente distorsión de la formación del «enlace» (espacio entre «palo», línea descendente, y «perfil», línea ascendente) entre la primera evolución de la «rúbrica» final [= sello] de la firma y el elemento correspondiente en las otras escrituras comparadas. La amplitud de dicho enlace (estrecho) es ciertamente inferior a la de los enlaces, siempre constantes, de las firmas que Carlos estampó en los distintos momentos de su vida y a lo largo del avance de las complejas patologías que lo debilitaron hasta causarle la muerte. Además, en dicha rúbrica hay un ángulo de orientación distinto de los palos y los perfiles.

Por otra parte, el trazo en su conjunto aparece sustancialmente carente de corrimientos, retoques, borrones, abultamientos, vacilaciones y repasos. Tanto las partes finales de las letras como las iniciales están trazadas con una fluidez de ejecución que seguramente se debe a un estado físico distinto de aquel en que se encontraba el soberano y a un ejercicio que hacía factible las mismas evoluciones morfológicas de las letras.

CONCLUSIONES

Por todo ello, con absoluta serenidad y conciencia concluyo:

—Que el sujeto que trazó la firma al pie de la escritura testamentaria fechada el 3 de octubre de 1700 no presenta ninguna de las características seguramente autógrafas de Carlos II de Habsburgo;

—que la firma es APÓCRIFA.

Así pues, es verdad. El testamento de Carlos II, por el que se nombraba heredero a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, nunca fue firmado por el rey español. Quizá firmó otro, luego destruido, en el que dejaba el trono a un Habsburgo de Austria. Pero son suposiciones. Un solo hecho es cierto: la casa de los Borbones ascendió ilegítimamente al trono de España, su actual representante lo ocupa en virtud de un testamento falso. Se podrá objetar que fue Francisco Franco quien, después de la Segunda Guerra Mundial, organizó la vuelta al trono del rey Juan Carlos de Borbón. Pero Franco eligió a un heredero en línea directa de Felipe V, a un Borbón precisamente, que aún se beneficiaba de los efectos de aquella firma falsa.

Los dos peritajes han sido depositados en una notaría:

Dr. Stefan Prayer

Notariat Dr. Wiedermann und Dr. Prayer

Vivenotgasse 1/7

A - 1120 Viena (Austria)

Tel.: +43 1 813 13 56

Fax: +43 1 813 13 56 23

Quien lo desee puede consultar ambos peritajes, bien acudiendo a esta dirección o solicitando el envío, a su cargo, de una fotocopia autentificada. Así podrá tocar con la mano, por decirlo así, esta enésima y flagrante mentira de la Historia.

Las firmas autentificadas que han analizado los dos grafólogos proceden de:

1677: Viena, Haus-, Hof-und Staatsarchiv, Spanien, Hofkorrespondenz 7 (Fasz. 10), c. 1.

1679: Ibidem, c. 12.

1687: publicada por L. Pfandl, Karl II - Das Ende der spanischen Machtstellung in Europa, Múnich, 1940, p. 176.

1689: Viena, Haus-, Hof-und Staatsarchiv, Spanien, Diplomatische Korrespondenz 59, c. 503.

1700: publicada por Pfandl, p. 448.

Asimismo, el perito Faiello ha examinado directamente las firmas originales de Carlos II conservadas en el Archivo Histórico de Nápoles:

—Archivo «Giudice Caracciolo di Villa»: sección Pergaminos, carpeta nº 134.

—Archivo «Sanseverino di Bisognano»: sección Pergaminos, carpeta nº 29.

—Archivo «Giudice di Cellamare»: sección Pergaminos, carpeta nº 94, doc. nº 15.

El testamento de Carlos II está depositado en España, en el Archivo General de Simancas, Estado K, carpeta 1684, nº 12.

¿OPINIÓN O MEDIACIÓN?

Tan sólo la descripción ordenada y clara de los hechos puede explicar la conjura que permitió a los tres cardenales más poderosos de aquel momento (el secretario de los Breves Albani, el secretario de Estado Fabrizio Spada y el camarlengo Spinola) burlar la autoridad del viejo papa Inocencio XII y enviar al rey de España la carta en la que se le aconsejaba que nombrase heredero a un francés. Era el presupuesto necesario para que el testamento de Carlos, que quería que un Habsburgo lo sucediese, fuese falsificado en España. Los dos documentos falsos se confirmarían mutuamente: la opinión del Papa y el testamento de Carlos. Un delito perfecto, en el que todo el mundo ha creído. Hasta ahora.

Todo empieza en la primavera de 1700, cuando se difunde el rumor de que Carlos II ha redactado un testamento con el nombre de su sucesor, un Habsburgo de quince años: el archiduque de Austria, hijo del emperador de Viena, Leopoldo I.

En efecto, el 27 de marzo el nuncio pontificio en Madrid escribe a Roma: «Es probable que el rey elija como sucesor a un príncipe de su misma sangre, de la casa de Austria, no a un francés». Todo indica, pues, que Carlos se inclinaba aún por un heredero de la casa de Habsburgo (M. Landau, Wien, Rom und Neapel, Zur Geschichte des Kampfes zwischen Papsttum und Kaisertum, Leipzig, 1884, p. 455, nº 1).

Como cuenta Maria en sus cartas a Atto (cfr. O. Klopp, Der Fall des Hauses Stuart, VIII, Viena, 1879, p. 496 y ss.), Carlos II pide entonces a su primo Leopoldo I que envíe a Madrid a su hijo segundón, el archiduque de Austria. Manda incluso armar una escuadra naval en el puerto de Cádiz, lista para zarpar e ir en busca del archiduque. Es evidente que Carlos va a nombrarlo su heredero. Sin embargo, el Rey Cristianísimo no podía dejar de intervenir; tan pronto como se enteró de la noticia, anunció a Carlos II, a través de su embajador, que interpretaría tal decisión como una ruptura formal de la paz. Enseguida hace equipar en Tolón una flota mucho más poderosa que la española y dispuesta a levar anclas e ir a bombardear el buque que traslada a España al archiduque de Austria. Leopoldo no se atreve a exponer a su hijo a semejante peligro. Carlos II propone entonces enviar al joven archiduque a los territorios españoles de Italia. Pero Leopoldo vacila: el Imperio, después de años de lucha en el este contra el turco, ya no quiere desangrar a sus propios súbditos para defenderse. Y el rey de Francia lo sabe. Es más, ha comprendido que ha llegado el momento de asestar el golpe decisivo: para asustar más a los españoles, hace público el pacto secreto de reparto de su reino, suscrito casi dos años antes con Holanda e Inglaterra. Consternado, Carlos II abandona precipitadamente El Escorial y va a Madrid. En la corte cunde la impaciencia; el Consejo de Estado teme a Francia y está dispuesto a aceptar a un nieto del Rey Cristianísimo como heredero con tal de evitar una invasión francesa.

El domingo 6 de junio, en efecto, el Consejo de Estado español decide solicitar a Luis XIV el nombre de un nieto al cual destinar el reino (Landau, ibídem).

El 13 de junio, Carlos II reclama la ayuda del Papa (cfr. Galland, «Die Papstwahl des Jahres 1700 in Zusammenhang mit den damaligen kirchlichen und politischen Verháltnissen», en Historisches Jahrbuch der Görres-Gesellschaft, III, 1882, p. 226, y L. Pfandl, Karl II…, op. cit., p. 442). Al mismo tiempo escribe a su primo, el emperador Leopoldo, a Viena para informarle de que ha pedido la mediación del Pontífice y adjunta una copia de la misiva dirigida a éste.

En la conferencia de ministros que se reúnen en Viena para debatir el asunto, se habla en estos términos del propósito de la petición: «Acerca de la carta del rey de España, él escribe que se ha remitido a la mediación del Papa» (el original reza «remissio ad mediationem»; cfr. protocolo de la conferencia del Consejo Imperial del 6 de julio de 1700, Viena, Haus-, Hof-und Staatsarchiv, Geheime Conferenzprotokolle, Conferentia vom 6. Juli 1700. Cfr. también A. Gaedeke, Die Politik Österreichs in der spanischen Erbfolgefrage, Leipzig, 1877, II, pp. 188-189).

La carta que debió de contener la petición de «mediación» estuvo materialmente presente en la conferencia del Consejo Imperial del 6 de julio y fue anexada a las actas; sin embargo, a finales del siglo XIX ya había desaparecido; Klopp la buscó en vano en el Archivo de Estado de Viena, donde tendría que haberse encontrado (O. Klopp, Der Fall…, op. cit., VIII, p. 504, nota 1).

Eso no es todo. En Roma, el 24 de julio, tras una larga espera, Von Lamberg fue finalmente recibido en audiencia por el Papa. El Santo Padre aborda sin ambages la sucesión española. Según refiere Von Lamberg, el Pontífice dijo que, «como no podía negociar con el príncipe de Orange [o sea, el rey inglés Guillermo III, protestante], tampoco podía interponer su mediación» (cfr. L. v. Lamberg, Relazione istorica umiliata alla maestá dell’augustissimo imperatore Leopoldo I, Viena, Nationalbibliothek, p. 30). El propio Von Lamberg recuerda al Papa que los ingleses y los holandeses sólo desempeñan un papel indirecto en ese asunto. En efecto, el problema principal era Francia. El Papa dice: «Es un caso infausto. Pero ¿qué podemos hacer? Se nos priva de la dignidad que pertenece al vicario de Cristo y se nos abandona».

¿A quién se refiere el Papa? Con toda probabilidad, a sus colaboradores más íntimos: a Spada, su secretario de Estado, a Albani, el secretario de los Breves, y al camarlengo, Spinola di San Cesareo, los hombres que, mejor que nadie, podían arrebatarle la autoridad y maniobrar a su antojo. Sea como fuere, para entonces la opinión falsificada ya estaba camino de España.

Una vez en Madrid, la opinión del Pontífice no hace que el rey Carlos II cambie su decisión. A tenor de los protocolos de las conferencias de ministros vieneses del 23 y 24 de agosto de 1700 (Viena, Haus-, Hof-und Staatsarchiv, Geheime Conferenzprotokolle del 23 y 24 de agosto. Cfr. también O. Redlich, Geschichte Österreichs, Gotha, 1921, VI, p. 503), el soberano español debió de comunicar al emperador, por intermedio del enviado imperial en Madrid, Ludwig Harrach, su firme intención de reservar toda la monarquía española a la casa de Habsburgo. Es más, el 10 de septiembre habría manifestado una vez más al Consejo de Estado su total desaprobación a las presiones a las que éste lo sometía para que nombrase heredero a un príncipe francés. Carlos II estaba muy enfermo, casi incapacitado. Sin embargo, aún tenía fuerzas para defender la idea con la que se había criado: dejar su reino a otro Habsburgo, porque, como él mismo afirmó, «sólo un Habsburgo es digno de un Habsburgo».

No termina ahí. Carlos escribe también a su embajador en Viena, el duque Moles (F. M. Ottieri, Istoria delle guerre avvenute in Europa per la successione alla Monarchia delle Spagne, Roma, 1728, I, p. 391), para ordenarle que garantice al emperador que el heredero será un Habsburgo.

Para todo el mundo era evidente que el rey español, por muy débil y enfermo que se encontrara, jamás iba a firmar un testamento a favor de Francia. Sólo quedaba una solución: que el testamento fuese firmado, desde luego, pero por otra persona. Y eso fue lo que se hizo.

RÉCORD DE VELOCIDAD

La forma en que se elaboró la opinión del Papa también es digna de mención.

El 3 de julio, el embajador español, el duque de Uzeda, es recibido en audiencia por Inocencio XII. El hecho suscita sorpresa, pues ya había estado con el Papa la víspera. Lleva una carta autógrafa del rey de España fechada el 13 de junio, que con carácter urgente acaba de entregarle un mensajero: es la petición del soberano español al Pontífice.

El mariscal Tessé (R. de Fralay, Mémoires, París, 1806, I, p. 178) refiere lo que Uzeda le contó en 1708 de aquella audiencia. Al principio el Papa puso inconvenientes; se negó a dar su opinión sobre un tema tan delicado, pero tras los insistentes ruegos de Uzeda, que le había llevado dictámenes de juristas y teólogos, accedió a manifestarse (Landau, p. 452 y ss.). Por entonces Uzeda ya era partidario de los franceses, pero fingía que seguía siendo amigo del Imperio y de Von Lamberg, lo que éste descubrirá demasiado tarde (cfr. Relazione, p. 8). A fin de convencer al Papa de que redacte una respuesta para el rey de España, Uzeda recurre a la ayuda de los tres hombres más cercanos a Inocencio XII: Spada, el secretario de Estado, Albani, el secretario de los Breves, y Spinola di San Cesareo, el camarlengo (Landau, p. 453, que cita a Tessé).

El día 12, el viejo Papa cede. En efecto, Von Lamberg (Relazione, ibidem) anotará más tarde que ese día Uzeda «actuó mal en el punto principal y contravino la fe, que sanctissimum humani pectoris bonum est». El 14 de julio, el Pontífice nombra oficialmente a los tres cardenales miembros de la congregación encargada de redactar un consejo (ibidem, p. 23).

El 16 de julio se envía a España la respuesta del Papa a Carlos II (Voltaire, Le siécle de Louis XIV, Lyon, 1791, II, p. 180).

Sólo dos días, del 14 al 16 de julio, bastaron pues a los tres cardenales para decidir la sucesión de España. Lo normal hubiese sido que, ante un asunto tan candente, hubiesen reunido, o al menos consultado, a juristas, historiadores, expertos en derecho internacional, etcétera. Hubiese sido normal que tardasen unos días, como mínimo una semana o dos, en calibrar y por fin redactar el veredicto. Pero no ocurrió nada de eso: Albani, Spada y Spinola liquidaron la cuestión en apenas cuarenta y ocho horas.

«La opinión, fruto de un largo y serio intercambio de ideas [¡sic!], fue aceptada por el Papa, y su respuesta fue dictada por Albani a un escribano y enviada por correo especial a Madrid». (Galland, p. 226, citado por Ottieri y P Polidori, Vita Clementis XI, Urbino, 1727, p. 40).

La opinión de la Santa Sede sobre el destino del mundo se preparó en un dos por tres. Un Papa viejo y enfermo, que no tardaría en morir, y una de las burocracias menos eficientes de Europa batieron curiosamente todas las marcas de velocidad. ¿Extraño? Sin embargo, hasta hoy los historiadores han aceptado esa versión.

Contadas y tímidas voces se han atrevido a formular la posibilidad de que la opinión papal se hubiese adulterado. El historiador español Domínguez Ortiz constituye una de esas excepciones: «No se conoce el original de la respuesta pontificia y se sospecha que la opinión (favorable a la sucesión francesa), emitida por tres cardenales, fue falsificada». (A. Domínguez Ortiz, «Regalismo y relaciones Iglesia-Estado en el siglo XVII», en Historia de la Iglesia en la España de los siglos XVII y XVIII, volumen IV de la Historia de la Iglesia en España, Madrid, 1979, pp. 88-89; citado en R. Menéndez Pidal, Historia de España, Madrid, 1994, XVIII, p. 155).

Por otra parte, manipular y contrahacer la respuesta del Papa no era difícil: Inocencio XII no firmaba personalmente los documentos. Cumple señalar que Albani, su sucesor, actuó de una forma completamente distinta tras ser elegido con el nombre de Clemente XI. «El número de documentos redactados o corregidos por Clemente XI […] es sorprendentemente alto. Pocos Papas han escrito tanto y, por lo mismo, es el Papa del que se conservan más autógrafos». (L. v. Pastor, Geschichte der Päpste, Friburgo, 1930, XV, p. 10). ¿Temía Albani que un cardenal demasiado avispado alterase sus escritos, como había hecho él con su predecesor?

DESAPARECEN LAS PRUEBAS

Por supuesto, sería fácil demostrar directamente, de una vez por todas, que Carlos requirió una mediación, no una opinión, si hubiesen llegado hasta nosotros la petición de Carlos y la respuesta del Papa. Ahora bien, no ha quedado una sola línea de dichas misivas, pese a su importancia. Se tiene constancia, sin embargo, de que de la petición de Carlos hubo tres copias originales, y dos de la respuesta de Inocencio XII; todas ellas evaporadas en la nada. La coincidencia no puede sino arrojar una grave sospecha sobre todo el asunto. La siguiente es la lista de las desapariciones.

En Roma, del Archivo Secreto del Vaticano han desaparecido la petición original que mandó Carlos II y la copia de la respuesta de Inocencio XII, que, según los archiveros del Vaticano, deberían encontrarse en su sitio (la desaparición se confirmó ya en el siglo XIX; cfr. Galland, p. 228, nota 5).

En España, del Archivo General de Simancas faltan tanto la copia de la carta de Carlos II al Papa como el original de la respuesta de Inocencio XII (en 1822, el director del archivo español denunció su desaparición; cfr. Galland, ibídem).

Como ya se ha dicho, la copia de la carta de Carlos II al Papa, que el propio rey español habría enviado al emperador Leopoldo I, no se encuentra en el Archivo de Estado de Viena (esta misiva ya se había extraviado también a mediados del siglo XIX; cfr. Galland, ibídem, que lo verificó personalmente. Klopp tampoco encontró rastros; cfr. Der Fall…, op. cit., VIII, p. 504, nota 1).

Por último, en París, las dos versiones apócrifas de las cartas, halladas y publicadas por C. Hippeau (Avénement des Bourbons au trone d’Espagne, París, 1875, II, pp. 229-230 y 233-234) han desaparecido del archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores. Estos apócrifos se esfumaron también muy pronto, e Hippeau es el único historiador que puede presumir de haberlos visto.

En resumidas cuentas, son muchas las capitales europeas donde ha habido extrañas desapariciones.

Un par de apuntes sobre las dos cartas apócrifas publicadas por Hippeau. En 1702 circularon en Italia, en una hoja volante, la supuesta misiva de Carlos II y la respuesta de Inocencio XII, en la que éste aconsejaba a aquél nombrar heredero a un francés. Von Lamberg (Klopp, ibídem) fue a ver a Albani, ya elegido Papa con el nombre de Clemente XI, y le pidió explicaciones, dado que el propio Albani había dirigido la célebre congregación para la sucesión española.

Albani le contó que en aquellas cartas «… hay pequeñas cosas ciertas, pero muchas falsas… y basta decir en verdad que ni la petición de Carlos II ni la respuesta de Inocencio XII fueron como las que se leen en la hoja».

El Papa autorizó después a Von Lamberg a imprimir y difundir sus palabras (Klopp, ibídem; Galland, p. 229, nota 5).

No obstante el desmentido público del Papa, algunos historiadores del siglo XVIII estimaron verídicas las dos cartas apócrifas (tal vez a falta de algo mejor). Además, la fecha de envío que figura en la misiva con la opinión es el 6 de julio, no el 16. Esto dio lugar, en los siglos siguientes, a una larga serie de errores en la reconstrucción cronológica de los hechos, cuyos efectos aún se notan en muchos manuales de historia.

EL PAPA ALBANI Y ATTO MELANI

Albani demuestra su reconocimiento a Atto muy poco después de convertirse en Papa: a los dos meses de su elección al solio pontificio, encarga al cardenal Paolucci, secretario de Estado, que escriba al nuncio apostólico en Francia, monseñor Gualtieri, una carta llena de gratitud hacia Melani, con la promesa de recompensarlo cuanto antes por la ayuda que ha prestado (Florencia, Biblioteca Marucelliana, Manuscritos Melani, 3, c. 280):

Nuestro señor está muy bien informado del ventajoso concepto que se tiene en esta corte del señor abate Melani y del esmero con que oportunamente se aplica para servir a esta Santa Sede y a sus Ministros, habiendo tenido varios testimonios en distintas circunstancias […], por lo cual Su Beatitud no sólo guarda un grato recuerdo, sino que además se digna mostrarse muy dispuesta a recompensar la obra del mismo señor abate con los actos de su paternal benevolencia en las ocasiones que pudieran ser favorables a los intereses de su casa aquí.

En el Archivo de Estado de Florencia (Fondo Mediceo del Principato, legajo 4807) hay muchos testimonios más de la atención incesante con que el abate Melani, en los meses previos a su llegada a la villa Spada, sigue la salud del Papa moribundo y los movimientos de los distintos cardenales a la vista del próximo cónclave. El 4 y el 8 de enero de 1700, escribe a Gondi, secretario del gran duque de Toscana, que Luis XIV ha ordenado que todos los purpurados franceses vayan a Roma alrededor del 20 de enero para asistir al cónclave que se avecina. Luego, el 25 del mismo mes, informa de que muchos cardenales no han partido hacia Roma, pues se ha sabido que la salud del Papa «no deja de mejorar»; otros purpurados franceses, con todo, ya habían emprendido el viaje antes de conocer la noticia.

Además, Atto sabía perfectamente desde hacía meses que el viejo papa Inocencio XII había sido privado de su autoridad por los cardenales que lo asesoraban, pese a que en su respuesta a la condestablesa desmienta cándidamente esos rumores. El 1 de febrero, de hecho, escribe a Gondi:

Por más que los señores cardenales de Palacio intenten ocultar la verdad, se sabe que su espíritu [del papa Inocencio XII] varía mucho, y que los cargos dados a distintos prelados han sido el instrumento de que se han valido para que el mundo crea que Su Santidad está en estado de obrar.

NATURALMENTE, TAMBIÉN EL RESTO ES VERDAD…

MARIA Y LUIS

No cabe duda de que Maria espió en España al servicio de Francia, ni de que mantuvo contactos muy secretos con Luis XIV hasta el final. Su intermediario era Atto Melani. Los documentos que han encontrado los autores, citados más adelante, así lo confirman.

Atto Melani fue realmente íntimo amigo de Maria Mancini y admirador de sus célebres hermanas. Una de ellas, Ortensia, en sus memorias (Mémoires d’Hortense et de Marie Mancini, Doscot, ed., Mercure de France, París, 1965, p. 33), cuenta, en efecto, que «un eunuco italiano, músico del cardenal, hombre de gran ingenio», tuvo atenciones «tanto con mis hermanas como conmigo». Añade que «… el eunuco, su confidente [es decir, de Maria Mancini], que se quedó sin crédito por su ausencia y por la muerte del cardenal, intentó granjearse mi voluntad; […] Este hombre gozó de la amistad del rey desde la época que había sido confidente de mi hermana [María]» (citado en R. L. Weaver, «Materiali per le biografie dei fratelli Melani», en Rivista italiana di Musicologia, XII (1977), p. 252 y ss.).

Las cartas de Maria a Atto, en las cuales, por intermedio de éste, la condestablesa se dirige al Rey Sol con el apodo de Silvio y Lidio, existen realmente. Han sido descubiertas por los autores en París, junto con los informes que Maria enviaba desde España al abate Melani ante la inminencia de la guerra de Sucesión española. Estos últimos son una prueba fehaciente de las actividades que desarrollaba Maria. Su contacto francés era siempre Atto, que se encargaba de presentar, explicar y comentar los informes de su amiga a los ministros (las cartas de Maria y los correspondientes escritos de Atto están en C. P Rome Suppl. 10 - Lettres de l’abbé Melani, cc. 120, 185, 187, 206, 222, 259, 281, 282, 285).

Pese a que cumplía tan peligroso encargo, parece que Maria conserva en todo momento la imagen de Luis. Eso se desprende de una carta que escribe a Atto desde Toledo el 9 de agosto de 1701 (c. 285 y ss.), en la que, observando a Felipe V, confiesa: «Me enternezco cuando lo veo, porque me recuerda a su abuelo cuando tenía su edad».

Hasta hoy nadie conocía esta correspondencia entre Atto Melani y Maria Mancini, que duró cuarenta años, ni las alusiones cifradas a Luis contenidas en ella.

Por eso mismo, ni una sola de las numerosas y documentadas biografías escritas hasta hoy de Maria Mancini (desde la de L. Perey [seudónimo de Luce Herpin], Une princesse romaine au XVII siécle, París, 1896, hasta la de C. Dulong, Marie Mancini, París, 1980) ha intuido su verdadero y decisivo papel en la vida del soberano.

Los autores también han descubierto, en la Biblioteca Marucelliana de Florencia (Manuscritos Melani 9, cc. 157-158r), la carta de despedida (desconocida hasta hoy) que Maria escribió al soberano y que Atto Melani le entregó secretamente, como el propio abate cuenta en la cuarta noche. En realidad Atto no se limitó a echar un vistazo a la carta: antes de dársela a su rey, la copió entera. Fue una suerte, porque hoy es la única misiva que nos queda de toda la correspondencia amorosa entre Maria Mancini y Luis XIV La carta, escrita originalmente en francés, que Atto copió e incluyó en su propia correspondencia, omitiendo por prudencia la fecha, el nombre del remitente y el del destinatario, lleva el sencillo y evocador título de «Lettre tendre», carta tierna. Asimismo, la identidad de la infanta de España María Teresa, futura esposa del rey, está oculta bajo el seudónimo de Eleonor:

Me despido de vos, señor, y os escribo desde el mismo palacio donde nos hallamos aún los dos y del que nos disponemos a marcharnos. Los caminos que vamos a tomar son muy distintos: vos vais a llevar a Francia la alegría y el amor a todos los corazones de vuestros súbditos; os aprestáis a dar el anillo a una reina, a la cual a continuación os entregaréis. ¡Ay, señor! ¿Alguna vez imaginasteis que llegaría a asistir a un espectáculo tan triste? Al conceder vuestra mano a Eleonor asestáis el último golpe a mi vida. ¿Podré vivir, Dios mío? ¿Y veros en los brazos de otra? Tal vez me digáis, señor, que yo misma os aconsejé este matrimonio funesto. ¿Oh, señor, es que no sabéis que siempre hago despiadadamente lo que mi honor me exige? Mas por ello no he sufrido menos. Puedo decir que os devuelvo a vuestra libertad, a vuestra patria, a vuestros pueblos y, lo que sobrepasa todas las crueldades, que os regalo una esposa. No había aspirado a este honor, me habría gustado, quizá, que no hubieseis estado destinado a nadie. No me hice ilusiones, pero mis quimeras fueron extravagantes. Quise que fueseis un simple caballero. Si se hubiese cumplido mi deseo, habría hecho por vos más de lo que vos habéis hecho por mí en la situación en la que ahora os encontráis. ¡Qué idea, ay! Pero esa idea aún me halaga, porque además en todos mis otros pensamientos no veo sino horror y desesperación. Si sigo viva cuando celebréis vuestro matrimonio, iré a pasar el resto de mi vida en un lugar austero. Puntas de hierro, espantosas, erizadas y terribles se aprestan a elevarse entre vos y yo. Las lágrimas y los sollozos hacen temblar mi mano. Mi imaginación se ofusca, ya no puedo escribir. No sé lo que digo. Adiós, señor, la poca vida que me queda no se sostendrá sino con los recuerdos. ¡Oh, deliciosos recuerdos! ¿Qué haré yo de vos, qué haréis vos de mí? Pierdo la razón. Adiós, señor, por última vez.

Innumerables indicios inducen a pensar que en los últimos años de su vida el Rey Sol siguió pensando, e intensamente, en su primer amor. Valgan unos ejemplos como botón de muestra. Un día, el rey encarga a Philidor, uno de sus músicos de corte, que haga el inventario de todas las obras representadas bajo su reinado. Ambos conversan a menudo. Así, en una ocasión Philidor reconoce que no se acuerda del texto de Pan del Ballet des plaisirs. Entonces el Rey Sol se pone a cantar enseguida, de memoria, las estrofas. «Se acuerda aún de un aria que había bailado en el Louvre hace casi sesenta años y que probablemente había silbado durante toda una estación, como tenía por costumbre, mientras paseaba con su querida Maria por la terraza de las Tullerías o más lejos, por el jardín Renard». (Combescot, Les petites Mazarines, París, 1999, p. 402).

En 1702, un supuesto padre capuchino, sospechoso de espionaje, es arrestado y llevado a la Bastilla. Su carcelero, el lugarteniente D’Argenson, le encuentra encima cartas, con mechones de pelo, de sus numerosas amantes, entre las que se cuentan damas de alta alcurnia. Sale a relucir el nombre de Maria, que, en efecto, embrujada por el ambiguo atractivo del aventurero, había tenido con éste una relación e incluso lo había presentado al nuevo rey de España, Felipe V.

El rumor llega a oídos del Rey Sol. Mira por dónde, tan pronto como oye decir que su antigua enamorada ha sido una de las amantes del capuchino, ordena interrogatorios rigurosos (el falso capuchino pasará, de hecho, largo tiempo en la cárcel). Maria, que a la sazón se encuentra en Aviñón, se entera del suceso con inquietud; podrían acusarla de espionaje antifrancés. Pero, sobre todo, pregunta temblorosa si también el rey está al corriente de su relación con el siniestro aventurero. Incluso en un caso así, cuya gravedad reside en el espionaje o en los problemas judiciales, la preocupación de ambos es otra: el rey quiere saber si Maria se ha concedido a alguien; Maria, lo que el rey ha sabido.

En 1705, al cabo de más de cuarenta años, Maria regresa a París. A través del duque D’Harcourt le llegan una invitación del rey a Versalles y una oferta de ayuda económica. Ella rechaza ambas cosas. Es demasiado juiciosa para ceder y mostrar a su antiguo amante los signos del tiempo en su rostro. No se encuentran, ni volverán a verse nunca más.

Maria quería ser enterrada en el lugar donde la sorprendiera la muerte. Y así fue: murió el 8 de mayo de 1715 en Pisa, víctima de una indisposición repentina. El epitafio de la lápida, pedido por ella misma, reza: «Pulvis et cinis»; polvo y cenizas. Su tumba se encuentra todavía hoy delante del altar mayor de la iglesia del Santo Sepulcro.

La noticia de su fallecimiento tarda un mes en llegar a Roma, donde vivían sus hijos; desde ahí se divulga por París y toda Europa, y así la conoce el Rey Sol. Puede que sea casualidad pero, no bien se enteró, Luis XIV cayó enfermo. Pocos días después, deja Versalles y se traslada a su residencia de Marly. En Pentecostés, el cirujano Mareschal advierte a madame de Maintenon que el soberano ha entrado en el camino inexorable hacia la muerte. La esposa se irrita, lo manda callar. Pero Luis empeora claramente, hasta que en agosto ya nadie puede negarlo: gangrena. Morirá el 1 de septiembre.

Si el abate Melani no hubiese fallecido, a edad muy avanzada, el año anterior, tal vez habría señalado conmovido: «Luis y Maria no pudieron vivir juntos, pero juntos han conseguido irse».

El pastor Fido, de Giambattista Guarini, que Luis y Maria leyeron juntos y de donde están tomados los versos citados en sus cartas, fue uno de los mayores éxitos de los siglos pasados. Desde su puesta en escena en la corte de Ferrara (1598), conoció una extraordinaria difusión en toda Europa hasta finales del siglo XVIII.

En la corte de Francia había bastantes tapices con escenas inspiradas en el poema de Guarini; entre ellos, los de François de la Planche, alias Van der Plancken, al que Atto menciona en la novela, y los de su hijo Raphäel (cfr. L’objet d’art, de mayo de 2001, con la recensión de la exposición de tapices «Délices et tourments» en la galería Blondeel-Deroyan de París).

También las palabras de agradecimiento que Maria dirige a Fouquet en los jardines del Navío son auténticas. La carta a que se refiere Atto, y que contiene esas mismas palabras, se conserva en París (Biblioteca Nacional, Ms. Baluze 150, c. 237; cfr. además C. Dulong, op. cit., p. 101).

La descripción que se hace de Maria Mancini la primera vez que aparece en el Navío también es verídica (cfr. la descripción que hizo un anónimo contemporáneo en un opúsculo: la «Carta» final de las Memorie della S. P. M. M. Colonna, connestabilessa del regno di Napoli, Colonia, 1678). Asimismo, son reales todos los relatos y todas las anécdotas sobre las amantes del Rey Sol (cfr. los innumerables cronistas de la época, así como el muy documentado libro de Simone Bertiére, Les femmes du Roi soleil, París, 1998).

Todo cuanto narra Maria sobre Carlos II y la corte española está históricamente documentado (cfr. Ludwig Pfandl, Karl II. - Das Ende der spanischen Machtstellung, Munich, 1940).

La predicción de Solón que Maria Mancini hace suya en las cartas a Atto («La divinidad ha permitido a muchos contemplar la felicidad y luego los ha apartado radicalmente de ella») se confirmó: entre 1711 y 1712 el Rey Cristianísimo se queda casi sin descendientes. El gran delfín, padre del delfín e hijo de Su Majestad Cristianísima, fallece en 1711. Al año siguiente le toca el turno a María Adelaida de Borgoña, esposa del delfín de Francia, el nieto de Su Majestad, madre de dos niños, los últimos herederos al trono. María Adelaida muere de sarampión, con apenas veintiséis años, la noche del 12 de febrero de 1712. Desmoronado por el dolor y contagiado por la enfermedad, su marido, el delfín, fallece seis días después. Sus hijos caen también enfermos: primero el pequeño Luis, duque de Bretaña, un hermoso niño de cinco años, que, extenuado por las sangrías, perece el 8 de marzo. Su hermano menor, sin embargo, consigue salir indemne. Tiene solamente dos años, aún no ha sido destetado y apenas ha empezado a hablar.

El destino se desquita entonces del hombre. El Rey Cristianísimo tiembla: está viejo y no soporta la idea de morir sin herederos. Se dirige, pues, al duque de Anjou, convertido en soberano de España con el nombre de Felipe V; es su nieto, más aún, le debe la corona. Pero Felipe no acepta o, mejor dicho, rechaza abiertamente suceder a su abuelo y prefiere quedarse como soberano en su nueva patria, en Madrid.

Afligido por los duelos, encerrado en un mutismo inconsolable, a causa de una extraña represalia de la historia el Rey Cristianísimo se encuentra en la misma situación que Carlos II de España doce años antes: a la cabeza del más poderoso reino de Europa, pero sin herederos. Desde luego, no podía contar con su pequeño bisnieto, de sólo dos años, vulnerable a toda clase de enfermedades, para la perpetuación de la estirpe y la conservación del reino.

Luis tuvo suerte, aunque post mortem: el pequeño sobrevivió y lo sucedió con el nombre de Luis XV. Sin embargo su dinastía, los Borbones de Francia, se ha extinguido (en la actualidad, los derechos dinásticos los reclaman los Orleáns). En cambio, la dinastía de los Borbones de España, descendiente del francés Felipe V, es hoy más fecunda y prolífica que nunca (Juan Carlos tiene dos hermanas y tres hijos).

Así pues, también la última predicción de Capitor se hizo realidad: Luis XIV, con el testamento falso de Carlos II, privó a la corona de España de su legítimo heredero, pero no previó que, en virtud de ese mismo testamento, la corona de España privaría después a Francia de los suyos. El 29 de julio de 1714, se cumple un gran temor del abate Melani: Luis XIV promulga un edicto con el cual abre la sucesión a los hijos bastardos. A partir de ese momento, como dice Atto, ya no solamente un hijo de reina, sino cualquiera, lo que se dice cualquiera, podría convertirse en rey. Y todo pueblerino se preguntará: ¿por qué no puedo ser yo? Un día llegará la guillotina para resolver la cuestión.

ATTO Y MARIA

El abate Melani estuvo realmente enamorado de Maria Mancini, incluso en su vejez y hasta su muerte. Siempre mantuvo con ella una intensa correspondencia, aunque nunca volvió a verla. Se enviaban frecuentes y valiosos regalos (como la piedra bezoar y la concha de las Indias de oro y plata), y Maria fue varias veces huésped en la finca pistoyesa de Atto; iba también a visitar a la familia de éste.

Estas relaciones, desconocidas hasta hoy, han sido descubiertas por los autores en la Biblioteca Marucelliana de Florencia, a la que el Ministerio de Cultura italiano ha destinado recientemente nueve volúmenes de la correspondencia de Atto Melani adquiridos por intermedio de un anticuario. Los numerosos biógrafos de Maria Mancini ignoraban dónde había pasado los últimos años de su vida. Las cartas de Atto Melani arrojan luz sobre este punto: demuestran que la condestablesa pasaba largas temporadas en Pistoya, en el palacio de Atto, y en verano, en su casa de campo.

Este amor eterno está también atestiguado en numerosas misivas que Atto dirigió primero a su hermano Jacinto, y luego al hijo de éste, Luigi, heredero de la familia Melani. En la última carta que el viejo castrado escribe a sus parientes el 27 de noviembre de 1713, un mes antes de su muerte, su amor por Maria aún lo hace suspirar (Biblioteca Marucelliana, Manuscritos Melani, 3, cc. 423-424):

Cuando leí vuestra carta del 4 del presente mes, tuve la sensación de soñar, sintiendo aún en Pistoya a la señora condestablesa…

«Tuve la sensación de soñar…»: palabras conmovedoras e inesperadas en labios de un viejo de casi noventa años, en las postrimerías de su vida. Maria lo hace soñar hasta el final. Luego teme que su amada se haya aburrido durante su estancia en su palacio pistoyés:

… no sé cómo la habréis entretenido, salvo que ella haya aceptado la visita de las damas [las mujeres de la casa Melani] para jugar una partida de hombre.

Maria, que desde hace años deambula por Italia, va sobre todo a Toscana, muchas veces a la casa de Atto, mientras a éste lo retiene en Francia el Rey Sol, que niega reiteradamente al viejo abate el permiso para pasar una breve temporada en Pistoya. Atto ya no aguanta más ese suplicio y lo asalta el incontenible deseo de ver a su condestablesa. Aunque no le quedan fuerzas, decide entonces afrontar el viaje hasta Versalles al final del invierno para ir a suplicar personalmente al rey:

Rogad a Dios que pueda ir Versalles el próximo mes de abril, porque quiero obtener licencia del rey para ir allí, y que me dé permiso durante dos años.

El destino, sin embargo, le será adverso, y Atto no pasa siquiera de ese invierno. Muere en su casa de París en las primeras horas del 4 de enero de 1714.

Dos años antes, en una carta del 27 de junio de 1712 (Biblioteca Marucelliana, Manuscritos Melani, 3, cc. 407-408), encontramos a Maria en la casa de Atto, en la finca de Castel Nuovo, en la campiña pistoyesa. El abate octogenario no consigue ocultar toda la agitación que esa noticia le suscita y anuncia el envío de una espléndida bata a su amiga:

Me ha emocionado sobremanera saber que la señora condestablesa se ha dignado regresar a Pistoya y espero que, pese a los grandes calores que creo habéis tenido, haya disfrutado mucho de Castel Nuovo. El calor por estos pagos ha sido tan excesivo que el termómetro ha marcado más de 33 grados … En la primera ocasión que tenga, mandaré a la señora condestablesa una bata de tafetán ordinario, creada por la señora duquesa de Nevers y que ella misma me ha entregado, para que le sirva de modelo si le gusta esta moda.

La condestablesa debía de tratar mucho con los sobrinos de Atto: en una carta del 3 de mayo de 1712, el gran duque de Toscana Cósimo III escribe a Melani que Maria había ido a visitar al recién nacido sobrino nieto del abate (Archivo de Estado de Florencia, Mediceo del Principato, legajo 4813a):

Puedo deciros que la señora condestablesa, que se encuentra en esta ciudad [o sea, Florencia], me ha alabado mucho la bella casa, y villa, que tenéis en Pistoya, pero mucho más el hermoso nieto que Dios ha dado a Vuestra Señoría, del que decía que parecía un pequeño Jesús de Luca.

En la misma correspondencia (Biblioteca Marucelliana, Manuscritos Melani, 3, cc. 148-149; 156-157; 192-193, respectivamente) aparecen, en fin, la piedra bezoar, útil contra los venenos, y la concha-pastillero de oro y plata: los dos regalos de Maria que Atto lleva consigo en la villa Spada:

París, 27 de diciembre de 1694

Madame Colonna me ha mandado una hermosa piedra bezoar oriental, que yo mismo le había pedido, contra las enfermedades con petequias que marcaban aquí los meses pasados.

París, 14 de febrero de 1695

Madame Colonna me ha mandado una piedra que le fue regalada a la reina madre. Es casi tan grande como un huevo de gallina y de valor incalculable, porque es auténtica piedra oriental, y todos los nuncios que vuelven de España tratan de conseguir una. Aquí también es muy apreciada contra las fiebres malignas porque provoca el sudor y actúa contra el veneno. Esta piedra se encuentra en el cuerpo de un animal y me han prometido un informe de sus propiedades.

París, 14 de enero de 1696

… pastillas de cidra. El marques Salviati me dio unas estos últimos días para guardarlas en una pequeña concha de oro y plata que procede de las Indias, hermosa y galante en grado sumo, que madame Colonna me ha enviado.

No volvieron a verse y, sin embargo, parecen una pareja que se ha mantenido muy unida toda la vida. El 11 de febrero de 1697, Atto escribe con orgullo que ha recibido un bastón muy caro y valioso, «regalo de madame Colonna, que pagó por él ochenta francos». La confianza que tiene en ella es absoluta: cuando Maria le aconseja remedios medicinales, el abate la cree tan firmemente que contradice a sus propios sobrinos (7 de diciembre de 1711).

CAPITOR, EL RETRATO CON EL PAPAGAYO

El Bastardo, en efecto, visitó París en marzo de 1659, llevando en su séquito a la loca Capitor. También es cierto que justo después Mazzarino cambió drásticamente de actitud con respecto a Luis y Maria e hizo cuanto pudo por separarlos. Nadie ha entendido nunca por qué.

La canción que Atto canta con Capitor en presencia de Mazzarino es Pasacalle de la vida, de autor anónimo, publicada en Canzonette spirituali e morali, Milán, 1677.

La Naturaleza muerta con globo y papagayo, del pintor flamenco Pieter Boel, que representa los tres regalos de Capitor, se conserva en Viena, en la Gemäldegalerie der Akademie für bildende Künste (inv. nr. 757). Boel llevaba poco tiempo en París cuando Capitor pasó por la ciudad, y no debe sorprender que pudiera pintar los cadeaux destinados a Mazzarino. La descripción novelesca de las dos divinidades marinas que figuran en el plato y de sus piernas extrañamente cruzadas, que no parecen pertenecer ni a un busto ni al otro, es completamente fiel al cuadro, puede 716 verse en Internet, por ejemplo, en las páginas:

www.khm.at/stillleben/ausstellung/ziel/ausstellungKUENSTLER.html,

http://idw-online.de/de/image5144[12].

El otro retrato de los regalos de Capitor (que, según el relato de Atto, el Bastardo encargó antes de separarse de sus objetos) es un cuadro de Jan Davidszoon de Heem, que estuvo primero en la colección Koetser y ahora se conserva en el Kunsthaus de Zúrich. Es interesante señalar que en este segundo cuadro el globo celeste («hermano» del terrestre regalado a Mazzarino) y la copa con el pie en forma de centauro aparecen claramente, no así el motivo más importante: la mitad del plato de oro está tapada por un paño, de modo que se ven los caballos marinos que tiran del carro de Neptuno y Anfítitre, pero no las dos divinidades, que constituyen la parte más bella e interesante del plato. ¿Acaso se pretendía ocultar a ojos indiscretos el secreto del Tetráchion?

LOS PERSONAJES

La relación personal de Elpidio Benedetti y el abate Melani está asimismo bien demostrada. Benedetti fue efectivamente a Francia para visitar Vaux-le-Vicomte, el castillo de Nicolas Fouquet (cfr. D. di Castro Moscati, «L’abate Elpidio Benedetti», en Antologia di Belle Arti, nueva serie, números 33-34, 1988, pp. 78-95), como afirma Atto en la novela. En su testamento, Benedetti lega al abate «cuatro cuadros grandes ovalados de marinas, en sus marcos de nogal y oro, y otros dos redondos, uno de Galatea y el otro de una Europa, en sus marcos dorados, además de un pequeño cuadro de una coronación ideal del rey presente de Francia, de la época en que era niño, obra de Romanelli como los otros dos mencionados arriba, y un cofre de piedras duras […], con el ruego de que los acepte como pequeños recuerdos de mi agradecimiento por los muchos favores que me ha hecho durante mi larga estancia en París» (Archivo de Estado de Roma, Trenta Notai Capitolini, of. 30, notario Thomas Octavianus, vol. 305, c. 479v).

Es más, Benedetti debía de estar unido a toda la familia Melani, dado que incluye en su testamento a otros dos hermanos de Atto. A Filippo le deja «dos pequeñas perspectivas del difunto Salvucci, en marcos árabes cos negros y dorados». Por su parte, Alessandro Melani recibe objetos que revelan un trato convival: además de «cuatro cabecitas de angelitos, muy bien hechas», Benedetti le lega una preciosa serie de instrumentos para mantener frío el vino, así como «copas y jícaras para chocolate».

Atto y Buvat fueron también amigos y colaboradores en la vida real. En sus memorias, Buvat confirma que el abate intentó convencer a sus superiores de que le aumentasen su magro sueldo. Sin embargo, como se desprende de sus quejumbrosas anotaciones manuscritas, dicho intento fue infructuoso («Mémoire-Journal de Jean Buvat», en Revue des bibliothéques, octubre-diciembre, 1900, pp. 235-236).

La Biblioteca Nacional de París conserva, además (Mss. Fr. n.a. 11220-11222), una colección de Nouvelles à la main de 1700 a 1721: noticias de política interior y exterior recopiladas por Atto (pero también por otros, ya que él murió en 1714) y redactadas en gran parte por Jean Buvat, como informa el catálogo de la biblioteca.

Por último, Jean Buvat es uno de los protagonistas de la novela de Dumas padre El caballero de Harmental.

También Sfasciamonti es un personaje de carne y hueso. El cronista romano del siglo XVIII Francesco Valesio (Diario di Roma, Milán, 1977, II (1702-1703), pp. 272-273) documenta la presencia del esbirro un par de años después de los sucesos novelescos, el 6 de septiembre de 1702, mientras ejecuta una medida digna de él: la incautación de la ropa de una prostituta. Sin embargo, al final fracasó en su propósito, pues él y otro esbirro tuvieron que salir huyendo de los guardias del conde Lamberg, que se arrogaba el derecho de franquicia (y la consiguiente prohibición de entrada de la policía) en el lugar donde Sfasciamonti estaba actuando. Al viejo guardián de la ley debió de afectarle algún nervio el tiro que le pegó Atto, aunque lo hiriera en el trasero: según Valesio, Sfasciamonti era cojo.

La reforma de la policía pontificia, propuesta por un tal monseñor Retti, como murmuran los dos prelados a los que el protagonista espía antes de que se sirva el chocolate y durante el juego de la gallina ciega, fue efectivamente contemplada en la época del papa Inocencio XI (cfr. G. Pisano, «I "birri" a Roma nel `600 ed un progetto di riforma del loro ordinamento sotto il pontificato d’Innocenzo XI», en Roma - Rivista di studi e di vita romana, X (1932), pp. 543-556).

Como tantas otras reformas inteligentes, nunca se llevó a cabo.

El Llaverista, cuyo verdadero nombre era Giuseppe Perti, es asimismo un personaje histórico (cfr. Valesio, I, 434). Su breve y agitada vida termina a las dos de la tarde del 8 de julio de 1701: autor confeso de robos y homicidios, es ahorcado en el puente Sant’Angelo. Se comporta píamente ante la muerte; en sus últimos instantes se arrepiente y hace acto de contrición. Al llegar al patíbulo ruega al pueblo presente que diga una salve regina por su alma. Tenía veintidós años.

Igualmente verídicos (también en sus descripciones físicas y morales) son otros personajes como Corelli, Nicola Zabaglia y Von Lamberg (el temperamento ferviente e ingenuo de éste sale a relucir claramente en su citada Relazione, así como en sus juicios manuscritos sobre la curia romana, conservados en Viena en Haus-, Hof und Staatsarchiv, Botschaft Rom-Vatikan I, Nachlass Gallas; cfr. además G. Rill, «Die Staatsräson der Kurie im Urteil eines Neustoizisten (1706)», en Mitteilungen des Österreichischen Staatsarchivs, XIV (1961), pp. 317 y ss.).

Arcangelo Corelli publicó su folía en la Opera V, precisamente en el año 1700.

El holandés volante del Navío, Giovanni Henrico Albicastro, debía de amar especialmente Italia, pues eligió ser conocido con un seudónimo italiano (se llamaba en realidad Johann Heinrich von Weissenburg). Pese al minucioso estudio del profesor Rudolf Rasch, de la Universidad de Utrecht (a quien los autores quieren expresar aquí su agradecimiento por los datos que les ha aportado), su singular figura de violinista, compositor y soldado sigue en gran medida envuelta en el misterio. Vivió, aproximadamente, entre 1660 y 1730; de origen bávaro (hecho que tal vez explique su perfecto conocimiento de Sebastián Brant), sólo se sabe que era adolescente cuando llegó a Holanda, a Leiden, para combatir en la guerra de Sucesión española, como él mismo anuncia al final de la novela. Dejó numerosas composiciones (tríos, sonatas para instrumentos de cuerda, sonatas para violín, conciertos y cantatas), a las que sólo en las últimas décadas se ha prestado la atención que merecen.

La nave de los necios, de Sebastián Brant, es quizá el libro alemán que ha tenido más éxito a lo largo de los siglos. Publicado en Basilea en 1494 con motivo del carnaval, está ilustrado con xilografías de Alberto Durero[13].

Todos los miembros del servicio de la casa Spada (don Paschatio, don Tibaldutio, los trinchantes, los cocheros, los marmitones) figuran, con nombres y apellidos, en los papeles de familia conservados en el fondo Spada-Veralli del Archivo de Estado de Roma.

Atto cuenta que al cardenal Spada le preocupa granjearse enemigos. Este apunte psicológico es veraz. Lo demuestran las numerosas cartas que Spada dirigió a sus parientes, conservadas en el fondo Spada-Veralli del Archivo de Estado de Roma.

EL BRAZO DE ATTO, LAS MUJERES DE AUXERRE Y LOS SECRETOS DEL CÓNCLAVE

Atto no falta a la verdad cuando dice que lo habían herido en el brazo once años antes, en 1689, en París. En el Archivo de Estado de Florencia (Mediceo del Principato, legajo 4802) se conserva, en efecto, una de sus cartas a Gondi, secretario del príncipe Cósimo III de Médicis, con fecha del 12 septiembre de 1689, en la que se lee:

Aunque dentro de seis días termina mi cuarentena, no dejo de estar incómodo por mi brazo y por mi hombro, y sin las continuas visitas que he recibido me habría muerto de melancolía y desesperación, porque si no hubiese sufrido este accidente habría ido a Roma con el duque de Chaulnes. Pero hágase siempre la voluntad de Dios y, mientras no me ocurran más desgracias en mi año climatérico, tendré ocasión de dar las gracias a Su Majestad, pues sobraban razones para que yo hubiese muerto en ese foso.

Que el brazo herido fue el derecho se deduce del hecho de que las cartas anteriores no son de su puño y letra, señal de que el accidente le impidió usar la pluma (el abate no era zurdo) y de que por consiguiente tuvo que dictar las cartas a un copista.

El episodio sobre el paso de la corte por Auxerre, que Atto narra en la sexta jornada, también es real. Se encuentra en una carta de Melani a Gondi, también en el Archivo de Estado de Florencia (Mediceo del Principato, legajo 4802), fechada el 5 de julio de 1683:

La corte no ve la hora de regresar a Versalles, habiendo padecido enormemente en este viaje: M. de Louvois ha tenido unos dolores de barriga atroces, pero se ha aliviado con tres sangrías. Dicen que el rey ha adelgazado y que a todas las damas las ha descompuesto el sol. Cuentan que al pasar por Auxerre, donde las mujeres son sumamente hermosas, toda aquella gente llegó para ver a las personas regias y a las damas que estaban en el carruaje con la reina, las cuales asomaron la cabeza para ver a la gente que había por las calles y en las ventanas, y entonces el pueblo de Auxerre comenzó a decir: «Á qu’elle son laide, et qu’elle son laide» [¡sic!] , lo que hizo reír a carcajadas al rey, que estuvo hablando de ello durante el resto del día.

El tratado que Atto había escrito para el Rey Sol y que roban los cerretanos existe realmente. Los autores han descubierto el manuscrito en un archivo y ya lo han dado a la imprenta[14]. Su título es Mémoires secrets contenant les evénements plus notables des quatre derniers conclaves, avec plusieurs remarques sur la cour de Rome. Es un manual jugoso, rico en anécdotas y apuntes relativos a la corte romana, sobre el arte de influir con medios más o menos lícitos en la elección de los Papas para conseguir que salga el candidato más favorable a Francia y al Rey Cristianísimo.

Las reuniones de Albani, Spada y Spinola en la villa de Torre, hoy villa Abamelek, residencia del embajador ruso (cfr. el diario romano de Valesio, I, 26), son verídicas.

LOS CERRETANOS, LOS PEREGRINOS, LAS COMADRONAS

Las actas de los dos cerretanos a los que Sfasciamonti interroga en la novela con métodos no precisamente ortodoxos son reales. Los dos investigadores que tuvieron la suerte de verlas las han publicado (para el acta del Pelirrojo, cfr. A. Massoni, «Gli accattoni in Londra nel secolo XIX e in Roma nel secolo XVI», en La Rassegna italiana, Roma, 1882, pp. 20 y ss; para las dos actas, tanto la del Pelirrojo como la de Geronimo, cfr. M. Löpelmann, «Il dilettevole esamine de’Guidoni, Furfanti o Calchi, altramente detti Guitti, nelle carceri di Ponte Sisto di Roma nel 1598. Con la cognitione della lingua furbesca o zerga comune a tutti loro. Ein Beitrag zur Kenntnis der italienischen Gaunersprache im 16. Jahrhundert», en Romanische Forschungen, XXXIV (1913), pp. 653-664).

Según Massoni, la primera acta estaba en el Archivo Secreto del Vaticano, donde sin embargo no puede localizarse porque el autor omitió anotar la signatura de archivo. Por su parte, Löpelmann afirma que ambas actas se encontraban en la Biblioteca Real de Berlín con la signatura «ital. fol. 17. Fo 646r-659v» (al menos hasta la tabula rasa que hicieron de la ciudad los bombardeos aliados de 1945).

La jerga (o lengua de villanos, si se prefiere) no sólo ha existido, sino que tiene una larga tradición en todas las lenguas europeas. El elemental «treseado» (el idioma que se obtiene intercalando un «tres» entre las sílabas de una palabra, de donde el «tresmientrestes» que el narrador oye antes de caer en el carro de estiércol) siguen empleándolo con fluidez los vendedores del gran mercado romano de Porta Portese para decirse algo que no quieren que entiendan los clientes. El diccionario anónimo de jerga que consulta Buvat es el Modo nuovo d’intendere la lingua zerga, Ferrara, 1545[15].

El discurso final del archimandrita mayor de los cerretanos fue transcrito y se conserva todavía hoy en la Biblioteca Ambrosiana de Milán (manuscrito A13 inf., atribuido a Jacopo Bonfadio).

Un curioso misterio sigue rodeando los orígenes de los cerretanos y sus relaciones con las autoridades eclesiásticas. Como revela don Tibaldutio al protagonista, a finales del siglo XIV los cerretanos gozaban de un permiso regular para pedir limosna en Cerreto, en beneficio de los hospitales de la Orden del Beato Antonio. Esta autorización, por proceder de las autoridades eclesiásticas, vendría a confirmar la activa tolerancia de éstas con el movimiento cerretano.

Si el dato fuese cierto, de algún modo debería constar en el estatuto de la ciudad de Cerreto, redactado en 1380, pero el documento se ha perdido. Existe una copia del siglo XVI. Sin embargo —como refiere don Tibaldutio—, precisamente la parte correspondiente a la cuestación ha sido arrancada por manos desconocidas; basta ir al Archivo Municipal de Cerreto para comprobarlo personalmente.

Todas las tradiciones, ceremonias, costumbres y tretas de los cerretanos y otros grupos de mendigos[16] citados en la novela son auténticas hasta en los mínimos detalles (cfr., entre otros, el soberbio ensayo de P Camporesi, Il libro dei vagabondi, Turín, 1973). Para la Cofradía de Santa Isabel, cfr. C. J. Ribton-Turner, A history of vagrants and vagrancy and beggars and begging, [repr.] Montclair, Nueva Jersey, 1972.

Los trucos con el alcanfor de que Ugonio y los saqueadores de tumbas se valen para espantar a quienes se aventuran en su guarida, así como la teoría de los corpúsculos con que Atto trata de explicar las apariciones del Navío, pueden leerse en M. L. L. de Vallemont, La phisique occulte, París 1693, que cita Melani. Ahora bien, los autores confiesan que aún no han tenido el valor de probar los efectos de esos experimentos con el alcanfor.

Todas las anécdotas sobre el jubileo son completamente genuinas, incluidos los casos de peregrinos raptados y forzados a trabajar en el campo. También es del todo cierto lo que dice don Tibaldutio cuando diserta sobre la validez de la indulgencia jubilar (cfr., por ejemplo, E A. Zaccaria, Dell’Anno Santo. Trattato storico, cerimoniale e polemico, Roma, 1824).

En sus discursos de obstetricia y pediatría, Cloridia demuestra un profundo conocimiento del famoso tratado La commare, de Scipione Mercuri (Venecia, 1676), donde se encuentra también la leyenda de Gerión, rey de España con tres cabezas. Todos los casos de monstruos como el Tetráchion, de prodigios y de partos deformes son reales y pueden consultarse en U. Aldrovandi, Monstrorum historia cum paralipomenis historiae omnium animalium, Bolonia, 1642, y A. Paré, Deux livres de chirurgie (libro II, Des monstres tant terrestres que marins avec leur portraits), París, 1573.

EL MISTERIO DEL NAVÍO

A estas alturas el lector ya no tendrá siquiera necesidad de preguntarse por la existencia del Navío. Las ruinas de la villa Benedetta (como la llamó su fundador), que Elpidio Benedetti mandó construir en 1663, pueden verse aún en la colina del Janículo, cerca de la puerta San Pancrazio. Todas las descripciones que se hacen de la villa y el jardín, incluidas las paredes tapizadas de lemas y los espejos deformantes del pabellón de la terraza donde Atto y su amigo ven (o creen ver) el Tetráchion, siguen fielmente los testimonios históricos, sobre todo el librito, muy ilustrativo y con un extenso apartado de los dichos que figuraban en el Navío, que el propio Benedetti publicó bajo seudónimo (Villa Benedetta descritta da Matteo Mayer, en Roma, por el Mascardi, 1677; segunda edición con algunos añadidos de P. Erico, Augusta, 1694). Cualquier otro detalle sobre el Navío y Benedetti puede verificarse en el muy documentado estudio de Carla Benocci, Villa Il Vascello, Roma, 2003.

Como cuenta Atto, efectivamente Benedetti dejó en herencia la villa a Filippo Giuliano Mancini, duque de Nevers, hermano de Maria y sobrino de Mazzarino, quien sin embargo nunca vivió en ella; es más, ni siquiera llegó a verla, pues jamás volvió a Roma. Es imposible saber si la villa estaba habitada en 1700 o si realmente no residía nadie allí, por la sencilla razón de que en aquellos años se habían perdido los registros de la parroquia a la que pertenecía el Navío, S. Angelo alle Fornaci.

En la historia del edificio se ha señalado (cfr. la entrevista de A. Chiarle a Carla Benocci, «Villa del Vascello», en Hiram, 3/2002) la existencia de «anomalías» y «peculiaridades desconcertantes», como el propio perfil de barco, esencial en la simbología cristiana, sólo que la proa de la criatura de Benedetti apunta hacia el Vaticano. Además, la excesiva proliferación de referencias a la corte francesa «suena falsa, como una tapadera detrás de la cual se oculta una visión del mundo innovadora y profundamente ética». Asimismo, los espejos deformantes del pabellón en la terraza «constituyen un elemento inquietante, cuya función es la de suscitar asombro, pero también la de sugerir que la realidad tangible es algo engañoso, que esconde una realidad completamente distinta».

Los dichos y las sentencias que Atto y su joven amigo leen con franco interés proceden de varios textos, entre los que destaca Il Principe Buono, ovvero le obbligazioni del Principato (Roma, 1661), versión italiana de una obra de Armand de Bourbon, príncipe de Conti, que el propio Benedetti hizo traducir y publicar, en la cual se subrayan el fundamento religioso de todos los actos del príncipe y la necesidad de que éste cumpla las virtudes teologales y cardinales cristianas. Una visión innovadora, pues, y también radical, pero que no se aparta del surco de la moral cristiana.

Un conjunto de extraordinaria originalidad, baluarte de profundos contenidos morales, tal es la sensación que causa el Navío a los muchos viajeros que visitan Roma durante todo el siglo XVIII. La villa era una parada obligada, y en las guías turísticas de la época está catalogada como una auténtica joya equiparable a las más fastuosas mansiones patricias.

Pero todo tiene un final. En junio de 1849, durante los enfrentamientos de la República romana, Giuseppe Garibaldi y sus tropas se acuartelaron en el Navío, mientras que enfrente, en el Casino Corsini ai Quattro Venti, lo hicieron las milicias francesas llegadas para asediar Roma y devolvérsela al Papa. En la villa de Benedetti lucharon los nombres más significados del Risorgimento italiano, como Bixio, Mazzini, Saffi y Armellini, por mentar sólo algunos, además del mismo Garibaldi. Muchos murieron, no sin el consuelo religioso del fraile Ugo Bassi. Entre ellos, Goffredo Mameli, de veintitrés años, autor del himno nacional de la futura Italia unida, que expiró entre los brazos de la célebre y patriótica princesa de Belgioioso. Los cañonazos duraron veintisiete días y toda la zona de la colina del Janículo fue devastada, incluidas la villa de Torre y la villa Spada. Ahora bien, huelga decir que las que sufrieron los mayores daños fueron las que tuvieron la desgracia de ser elegidas como cuarteles generales: el Navío quedó casi completamente destruido.

Tarde o temprano todas las villas fueron restauradas, reconstruidas o reformadas; no se abandonaron ni demolieron. Hete aquí la sorpresa: el Navío fue dejado a su suerte.

Los restos que quedan del Navío tras los cañonazos son muy singulares. Sigue en pie la planta baja, incluidos el mirador semicircular y el imponente costado oriental, que ha resistido hasta el segundo piso. Así, en la loma donde se recortaba majestuosa la villa de Benedetti hay ahora una ruina tan afilada y descollante que se ve desde varios kilómetros de distancia. En todos los rincones de la colina brillan al sol los restos de colores de los frescos y las decoraciones murales. La ruina se convirtió rápidamente en uno de los temas preferidos de los paisajistas de la época.

Una vez expulsados los hombres del Risorgimento y devuelta Roma al Papa, los franceses hacen un cálculo de los daños. Los saqueos de los soldados, reconocen, han destruido lo que se había salvado de los cañonazos. Presupuesto estimado para la reconstrucción: veinte mil escudos, dos terceras partes de cuyo monto los franceses aceptan honestamente pagar en desagravio por sus errores. Sin embargo, por motivos misteriosos, no se hace nada. Se suceden varios dueños, pero la política no cambia y la villa se mantiene como simple viñedo.

Al unirse Roma a Italia en 1870, se enaltece el Navío como «lugar de los heroísmos». En 1876, el rey Víctor Manuel II otorgó al general Giacomo Medici (su primer ayudante de campo en los enfrentamientos de 1849) el título de marqués del Navío. Al año siguiente el general compró la villa, pero no tocó un solo ladrillo; es más, parece que mandó derribar lo que quedaba de la primera y la segunda plantas.

En 1897 el rey Umberto I y la reina Margarita visitan el Navío, que es exaltado como memoria histórica del Risorgimento italiano. Sin embargo, no se dice nada sobre su restauración.

El asunto resulta aún más llamativo si se tiene en cuenta, como acota Benocci en su libro, que el debate cultural sobre la reconstrucción del Navío se había extendido al ámbito internacional hacía ya varias décadas y que en él intervinieron muchas figuras destacadas como el poeta inglés John Ruskin y los arquitectos Eugéne Viollet-Le-Duc y Camillo Boito. Eso no es todo. Entre 1857 y 1859 se restauró cuidadosamente el ex cuartel general francés situado justo enfrente del Navío: el Casino Corsini ai Quattro Venti, una villa espléndida, pero muy inferior a la criatura de Benedetti por su valor intrínseco y originalidad.

En 1897 Medici amplía el parque del Navío comprando una propiedad colindante, donde además hace construir nuevas dependencias. No falta, pues, dinero, pero no se invierte en el edificio del siglo XVII, que es abandonado e incluso demolido trozo a trozo. ¿No se trataba del «lugar de los heroísmos», que había tenido el honor de alojar a Garibaldi y Mazzini? Al soldado y patriota Medici (que ha puesto las ruinas del Navío en su escudo nobiliario) eso parece traerle sin cuidado.

Hoy, de todo el grandioso edificio sólo se conserva una parte de las paredes de la planta baja, donde se ha hecho un apartamento de alquiler. Los dueños son los marqueses Pallavicini Medici del Navío, herederos de Giacomo Medici.

El abandono secular y pertinaz del Navío (pese a sus frescos de enorme valor, como la Aurora, de Pietro da Cortona) y su renacimiento frustrado siguen esperando explicaciones. «Parece una damnatio memoriae», afirma Benocci. Una condena al olvido, ¿por qué? ¿Será porque la inquietante fama del Navío, que era «lugar de heterodoxia en el siglo XVII y de revolucionarios garibaldinos en el XIX», como afirma la estudiosa, «sigue dando miedo al cabo de dos siglos»?

¿Es el Navío un lugar esotérico? Es inevitable preguntarse si el teatro de las peripecias de Atto y su amigo no será realmente la cuna electiva de los espíritus del pasado, de las imágenes de lo que debería haber sido y no fue…

Algo podrían saber sus moradores, pero el apartamento de la primera planta lleva mucho tiempo vacío. Su último inquilino, un conocido hombre de negocios, ha muerto. El sino del Navío parece el de estar deshabitado.

El jardín se ha dividido en dos. Una mitad abarca aún las ruinas del edificio. La otra, en cambio, incluida la entrada original de la villa, pertenece al palacete del siglo XIX que el general Medici mandó construir después de la destrucción del Navío. Es la sede (¿coincidencia?) de una conocida organización, de nombre algo complicado, que seguramente no es ajena al esoterismo: la Obediencia Masónica del Gran Oriente de Italia del Palacio Giustiniani (via di Porta S. Pancrazio, nº 8), a la que los autores quieren agradecer que los hayan guiado amablemente por el interior de la villa y les hayan enseñado el mismo panorama del Vaticano que antaño se disfrutaba desde el Navío.

LA VILLA SPADA

La villa Spada aún existe. También quedó devastada por los enfrentamientos de 1849, pero después se reconstruyó. Hoy alberga la embajada de Irlanda ante la Santa Sede (via G. Medici, nº 1). Con exquisita solicitud, la embajadora, Fiamma Davenport, guió personalmente a los autores durante toda una tarde por el interior de la villa y su parque. Lamentablemente éste es hoy mucho menor a causa de las salvajes parcelaciones de terreno que en los insensatos años sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado (y todavía hoy en algunos países) arrasaron en toda Europa parte de lo que milagrosamente se había salvado de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.

La descripción del palacio Spada, situado en la piazza Capodiferro, y de sus interiores (en especial, la famosa galería de perspectivas de Borromini y la sala del cuadrante catóptrico) no tiene nada de inventado. El cardenal Fabrizio Spada mandó hacer realmente obras de restauración para la boda. Hoy el palacio es la sede del Consejo de Estado y pueden visitarse algunos de sus salones.

La colección de curiosidades de Virgilio Spada aún se conserva en la Biblioteca Vallicelliana de Roma, en el oratorio de los padres de San Felipe. Por desgracia, fue saqueada en el siglo XIX por las tropas napoleónicas y sólo queda una parte mínima de la colección, de escaso valor. Se ignora qué contenía originalmente, pues con el saqueo se perdieron también los inventarios.

La boda de Clemente Spada y Maria Pulcheria Rocci se celebró efectivamente el 9 de julio de 1700. La descripción de las decoraciones efímeras y de los adornos florales de la villa Spada, los menús de los banquetes, las escenas de la boda, el sermón nupcial de don Tibaldutio y hasta Tranquillo Romaúli (abuelo y homónimo del maestro florista de la villa Spada) figuran en los muchos tratados y diarios de la época. Un ejemplo: F Posterla, Memorie istoriche del presente anno di Giubileo MDCC, Roma, 1700-1701.

En crónicas y documentos de la época constan los chismes, los rumores y las polémicas sobre los que se departe durante las cenas y los refrigerios en la villa Spada. Los cardenales, los nobles, los embajadores, su aspecto físico, sus manías y sus tics son auténticos (lo mismo que la amistad o enemistad que existe entre ellos). Por ejemplo, Atto no miente cuando se precia de ser amigo del cardenal Delfino, del cardenal Buonvisi o del embajador veneciano Erizzo.

Delfino fue asiduo corresponsal de Atto y también un valioso informador suyo. En una colección privada romana se conserva un conjunto de cartas que Delfino envió durante largos años al abate Melani. En París hay pistas de la relación entre ambos en los Archives des Affaires Étrangéres, Correspondance Politique, Rome, supl. 10 - Lettres de l’abbé Melani, c. 70 y ss. (carta de Delfino despachada en Roma el 3 de abril de 1700, en la que cuenta, entre otras cosas, sus maniobras para conseguir que Ottoboni defienda los intereses de Francia en el próximo cónclave).

También con Gerolamo Buonvisi y con su sobrino Francesco, ambos cardenales, se carteó Atto semanalmente durante cuarenta años. Asimismo Melani, como él mismo cuenta, obtuvo el título de patricio veneciano por los servicios que había prestado en Francia a la República de Venecia a petición de Erizzo.

Los juegos y pasatiempos organizados para la fiesta de la villa Spada se encuentran en los muchos manuales de la época, así como los fragmentos de conversación sobre el empleo de bracos, los huevos de pájaros o la caza con halcón. Valga un ejemplo por todos: los artificios y entretenimientos venatorios que describe el boloñés Giuseppe Maria Mitelli (La caccia giocosa, Bolonia, 1684).

El entremés de Epifanio Gizzi, Amor, premio de la constancia, al que asisten los invitados de la fiesta de la villa Spada, fue impreso en Roma en 1699.

LA BOLA SAGRADA

Hoy no se podría subir a la cumbre de San Pedro igual que en la novela. En efecto, en el tramo final se ha colocado una escalera de hierro que permite «salvar» las gradas de la parte final que hay en el extremo de la crujía, entre los dos muros de la cúpula, gradas difíciles para quienes no sean buenos escaladores. Además, desde los años cincuenta del siglo pasado está prohibida la entrada a la esfera: sólo pueden acceder a ella los sampietrini. Sin embargo, el común de los mortales no tiene nada que lamentar, pues antes de esa fecha sólo estaban autorizados a visitar la esfera los miembros de la alta aristocracia.

Podemos consolarnos llegando a pie (es mejor renunciar al ascensor, merece la pena) a la terraza situada debajo: el panorama que se contempla desde allí es impresionante. Además, cabe llegar hasta la esfera con la imaginación gracias a un artículo de Rodolfo de Mattei («Ascesa alla "palla"», en Ecclesia, nº 3, marzo de 1957, pp. 130-135), que enumera a los ilustres visitantes del pasado (entre ellos, Goethe y Chateubriand) y da algunos detalles de la construcción.

Por último, cualquiera de los sampietrini puede aún describirnos la gran esfera de bronce y sus cuatro enormes claraboyas, una por cada punto cardinal, a través de las cuales se filtra el primer rayo de sol al alba. Por que los sampietrini siguen subiendo a la esfera, y todavía más arriba. Atados a cables y ganchos, y arriesgando la vida, trepan primero a la esfera y luego a la gran cruz que la corona para reemplazar periódicamente una pequeña vara de hierro, auténtica cima de toda la basílica: el pararrayos.