Segunda Jornada
8 DE JULIO DE 1700
Al cabo de unos minutos Buvat y yo vimos desaparecer el coche de Atto por las callejuelas. Traté de poner orden en mis ideas. ¿Maria, la condestablesa Colonna (pues tal debía de ser la identidad de la misteriosa dama con quien Atto mantenía desde hacía tiempo contactos secretos), estaba pues en Roma? El abate había pedido que la carta se entregase en el monasterio de Santa María, en el Campo de Marte. Ahora bien, ¿no había escrito la propia Maria en su misiva que se había detenido en las afueras de Roma y que no llegaría antes del día siguiente?
El cielo, de una claridad implacable, dejó pronto el campo despejado al flagelo creciente de la canícula. Nuestra marcha era lenta, pero no por el calor, sino por el paso vacilante y distraído de Buvat. Mirando hacia arriba como alelado, se detenía cada dos por tres para observar fascinado una cúpula, un campanario o un simple muro de ladrillos.
Por fin decidí romper el silencio:
—¿Sabéis en manos de quién debemos dejar la carta?
—No en las de la princesa, desde luego. Hemos de entregarla a una monjita que le es muy devota. Verás, de joven la princesa pasó una temporada aquí, porque la abadesa era su tía.
—¿Sabéis si la princesa conoce al abate Melani?
—¿Que si lo conoce? —dijo entre risas Buvat, como si la pregunta fuese digna de ironía.
Permanecí un instante en silencio.
—¿Queréis decir que lo conoce bien? —pregunté luego.
—¿Sabes quién es la princesa Colonna?
—Bueno, si no recuerdo mal, creo que… era la esposa del condestable Colonna… que murió hará diez años.
—La princesa Colonna era —me corrigió Buvat—, antes que eso, la sobrina del cardenal Mazzarino, gran estadista y político muy sutil, gloria de Francia y de Italia.
—Sí, en efecto —farfullé, azorado por no haber sido capaz de recordar lo que sabía perfectamente años atrás—. Y ahora —añadí tratando de apurar el mal trago— vamos a entregarle secretamente esta carta de parte del abate Melani.
—Claro —dijo Buvat—, Maria Mancini está en Roma de incógnito.
—¿Maria Mancini?
—Es su nombre de bautizo. En realidad detesta incluso oírlo mentar, pues no es de ilustre cuna. El abate debe de estar muy nervioso. La princesa y él no se ven desde hace mucho tiempo. ¡Mucho tiempo, caray, mucho tiempo!
—¿Mucho tiempo? ¿Cuánto?
—Treinta años.
Ya sabía quién era la misteriosa Maria por la que Atto suspiraba de forma tan desgarradora. Se había casado años atrás con el príncipe Lorenzo Onofrio Colonna y, por su conducta demasiado libre, se había granjeado una reputación de mujer testaruda y veleidosa, que aún persistía. Todo eso sólo lo sabía de oídas, pues cuando se afianzó su fama yo era apenas un zagal.
¿Por qué Atto no me había dicho a quién estaba destinada la carta que nos había confiado? ¿Cuál era la naturaleza de su relación? Las misivas que había leído furtivamente me habían dejado in albis en este punto, no así en el de la sucesión de España, tema que evidentemente interesaba sobremanera a los dos. Pero tuve que dejar para más tarde tan apremiantes interrogantes porque habíamos llegado a nuestro destino.
Nos hallábamos ante el convento de las monjas de Santa María, en el Campo de Marte. Tras llamar a la puerta, Buvat explicó a la monja que salió a recibirnos que tenía que entregar personalmente una carta a sor Caterina y se la enseñó. Cumpliendo las órdenes de Atto, yo me aparté. Pasados unos minutos de espera, otra religiosa se asomó al portal.
—Sor Maria no ha llegado —dijo apresuradamente antes de arrebatar la carta a Buvat con un raudo movimiento de manos y de cerrar enseguida el pesado batiente de madera.
Buvat y yo nos cruzamos una mirada de perplejidad.
Estaba resuelto el misterio: los contactos que mantenían el abate Melani y la condestablesa eran tan secretos que las cartas siempre se dejaban en el convento, estuviese allí Maria o no (esta vez, además, primero iba a ir a la villa Spada). Se confiaban, pues, a la férrea discreción de las monjas.
Seguidamente fuimos al palacio Rospigliosi en Monte Cavallo, donde Buvat entró para buscar los zapatos que había olvidado el día anterior. Durante los breves minutos que lo esperé en la calle, admiré el imponente y descomunal edificio que se alzaba sobre la colina del Quirinal y que estaba repleto, según había leído, de beldades, magníficos jardines, espléndidas terrazas curvadas y maravillosos recintos de delicias.
En el camino de regreso, el secretario de Melani seguía deteniéndose a contemplar el paisaje y me forzaba a cambiar constantemente de rumbo. Además, cada vez que volvía a una calle por la que ya habíamos pasado, lo hacía en la dirección inversa, aunque siempre con paso seguro.
—Pero ¿no había que ir por aquí? —preguntaba sorprendido, sin reparar en su distracción ni en el esfuerzo que yo hacía para llevarlo por el camino correcto.
Me acordé entonces de que Atto, al presentarme a su secretario, me había mencionado otro de sus defectos. Quizá había llegado el momento de aprovecharlo. Decidí que no sería difícil llevar a Buvat por la dirección equivocada, dado que había algo en su naturaleza que lo impulsaba hacia allí.
Atravesamos un callejón en el que mercaban algunos de los muchos miserables llegados a la urbe para el jubileo. En cosa de segundos nos abordaron gentes que de ordinario menudean por las calles, siempre distintas y siempre iguales: vendedores de polvos para eliminar la ventosidad intestinal, alumbre de heces que hace eterna la llama de las mechas, aceite de tejo verbasco contra las resfriaduras, pasta de cal viva para matar a las ratas, espejuelos que permiten ver en la oscuridad. También había individuos portentosos que, impávidos, empuñaban tarántulas, cocodrilos, lagartos de India y basiliscos; otros que bailaban sobre una cuerda dando saltos mortales o que caminaban rapidísimo con las manos, levantaban pesos con los sombreros, se lavaban la cara con plomo fundido, se hacían cortar la nariz con un cuchillo o se sacaban de la boca una cuerda de diez brazos de largo.
De repente aparecieron en el callejón unos caballeros honestamente vestidos, acompañados por mujeres muy elegantes, que anunciaron su deseo de interpretar una comedia.
Al punto rodeó a los actores un gentío de niños, mujeres, curiosos, zascandiles, haraganes, transeúntes que lanzaban pullas y viejos que murmuraban malévolos, pero no despegaban la vista de la escena. Los comediantes sacaron de no se sabe dónde unas tablas y en un santiamén montaron un estrado. Subió la mujer más guapa del grupo y se puso a cantar, acompañada a la guitarra por uno de los actores. Entonaron primero una mezcla de canciones y ritmos populares que enardecieron al numeroso público que presenciaba aquel espectáculo gratuito. Terminado el preludio musical, y mientras la gente esperaba que empezase la comedia, subió al escenario el más viejo del grupo. Éste sacó de su bolsillo un frasquito lleno de un polvo oscuro, un portentoso medicamento, según él, que ponderó como algo grandioso e incomparable. Una parte del público comenzó a protestar, ante la evidencia de que los comediantes eran en realidad charlatanes y de que el que ahora hablaba era el archicharlatán. Sin embargo, la mayoría siguió con atención las explicaciones: el polvo no era otra cosa que la quintaesencia mágica, capaz de hacer rico inmediatamente a su poseedor. Si se unía con aceite bueno, se convertía en un ungüento milagroso contra la sarna; si se mezclaba con estiércol de gato, era perfecto para preparar emplastos y cataplasmas.
Mientras el archicharlatán vendía las primeras botellitas de polvo, compradas con entusiasmo por campesinos de paso que habían asistido embargados a la exposición, nos alejamos de la muchedumbre maloliente que obstruía casi todo el callejón y salimos a la calle.
Cuando llegamos ante una taberna, dejé caer mi propuesta como quien no quiere la cosa.
—Estoy seguro de que, en vez del merecido descanso, no os desagradaría refrescar el espíritu de otra forma —dije aminorando el paso.
—Eh… sí, creo —repuso titubeante, mirando un campanario. Luego, al ver el cartel de la taberna, pero sobre todo al oír el ruido de vasos y el vocerío procedentes del interior, cambió de tono—. ¡No, maldición, por supuesto que no!
Mientras mojaba en un buen vaso de vino tinto la rosquilla que había pedido para desayunar, Buvat decidió satisfacer mi curiosidad y abrirme una rendija sobre la vida de la condestablesa.
—Diez años antes de su muerte, los últimos de su poder en Francia, el cardenal Mazzarino hizo ir a París a un montón de parientes que vivían en Roma: dos hermanas y siete jóvenes sobrinas. Estas últimas eran todas casaderas.
Las hijas de la primera hermana del cardenal, Anna Maria y Laura Martinozzi, contrajeron nupcias con el príncipe de Conti y con el duque de Módena, respectivamente. Imposible lograr mejores enlaces. Ahora bien, al cardenal le quedaban por casar las sobrinas más complicadas: las hijas de su otra hermana, las cinco hermanas Mancini: Ortensia, Marianna, Laura, Olimpia y Maria.
Eran caprichosas y astutas, maliciosas y bonitas, y su llegada había desencadenado en la corte sentimientos parejos y especulares: el odio de las mujeres y el amor de los hombres. Algunos las llamaban, con desprecio, «las Mazzarinetas».
Pero las Mazzarinetas sabían escanciar en el cáliz de la seducción néctares opuestos entre sí: inocencia y malicia, pureza y desvergüenza, juventud y experiencia, prudencia y astucia. Quien bebía de él era gobernado por las jóvenes con la ciencia exacta e implacable de las pasiones.
Aun así (o, mejor dicho, justamente por sus miras ambiciosas), Su Eminencia consiguió con el tiempo encontrarles buenos partidos. Muy pronto Laura se prometió con el duque de Mercoeur. Marianna se desposó con el duque de Bouillon. A Ortensia le tocó el marqués de La Meilleraye, y a Olimpia, el conde de Soissons. Lo increíble había tenido lugar. Ahora eran condesas, duquesas, estaban casadas con príncipes de la sangre, con grandes maestros de la artillería, con descendientes de Richelieu, de Enrique IV, y además eran riquísimas. Sus madres, las hermanas de Mazzarino, pertenecían, por supuesto, a la aristocracia romana, pero a la pobretona.
—Sin duda, la familia Mancini es de antigua cuna —precisó el secretario—. Se remonta a antes del año mil, pero nunca ha tenido las riquezas de las mejores aristocracias. En este sentido, sus apellidos son elocuentes: Martinozzi, Mancini… —canturreó remarcando los ozzi y los ini—. Es fácil darse cuenta de que no son nombres conspicuos.
A pesar del temperamento de las muchachas, los matrimonios de las Mazzarinetas se habían concertado y celebrado, en última instancia, sin excesivas complicaciones. Solamente una sobrina había causado a Mazzarino infinidad de problemas: Maria.
A su llegada a París contaba catorce años, y el joven Luis, uno más. Se instaló en el palacio de su tío, casi aturdida por el lujo y el boato que habían inflamado la rabia del pueblo contra el cardenal durante los años de la Fronda. Al principio la reina madre, Ana de Austria, la trató con benevolencia, igual que a todas las otras sobrinas de Mazzarino, como si fuesen de su misma sangre.
—Pues bien, un día la madre de las Mancini cayó gravemente enferma y empezó a recibir regularmente visitas de Su Majestad. Ahí, el rey encontraba siempre a Maria. Ni que decir tiene que todo era muy comedido: lamento mucho el mal estado de vuestra señora madre, et cetera, et cetera. Oh, majestad, pese al triste momento, me siento honrada por vuestras palabras, y así sucesivamente —dijo Buvat remedando primero la afectación regia y luego el azoramiento femenino.
La madre de Maria finalmente murió, y el día del funeral hubo quien notó que la joven departía con el soberano con una confianza y una libertad mucho mayores que las que usaba antes de la desaparición de la difunta.
La misma noche de las exequias, en la corte se representó un ballet de título profético: L’amour malade. Luis, como solían hacer los jóvenes, participaba en las danzas. En el gran salón del Louvre, en presencia de toda la corte, el regio piruetear de Luis abrió la primera de las diez entrées, cada una de las cuales representaba un remedio para la curación del dios doliente.
No pocos cortesanos advirtieron que los jarretes de Luis estaban más muelles de lo usual, que respiraba más hondo, que sus saltos eran más largos, que miraba con más atención y expresividad, como si una fuerza invisible lo sostuviese y le susurrase la receta secreta que cura el amor y lo hace triunfar.
Ni uno solo de los nobles de su edad que frecuentaban la corte lograban tratarlo con verdadera amistad. Era demasiado afectado, demasiado serio cuando sonreía, y demasiado risueño cuando mandaba.
Cuando conversaban con él, las jóvenes se sentían tan atenazadas por la ofuscación y el respeto que se guarecían bajo el manto opresivo de las formalidades y las reverencias.
La única que no temía a Luis era Maria. Mientras todas las demás temblaban de miedo (y de ganas de ser elegidas) ante el rey, la joven italiana jugaba la partida del amor con la serena malicia que habría empleado con cualquier otro joven apuesto.
En público el rey era gélido y distante con todo el mundo, pero con Maria, a veces sin darse cuenta, se turbaba y cambiaba su máscara de indiferencia por la del deseo. Se moría de ganas de brindarle su plena y total confianza, y le tenía prohibido que guardase con él las formas. En presencia de Maria llegaba incluso a tartamudear, a enrojecer, a perderse en cómicos aturullamientos.
—Hay quien ha visto a Su Majestad —juró Buvat— morder la almohada antes de conciliar el sueño, atormentado por el recuerdo de pequeñas pero insoportables meteduras de pata. Por ejemplo, una insinuante ocurrencia de Maria que le había hecho mucha gracia, pero a la que sólo supo responder con un torpe tartajeo. Así, además de su regia compostura, había perdido la oportunidad de decirle «te amo».
Una vez más, los hechos se imponen a causa de una enfermedad. A finales de 1658, en Calais, tras una serie de viajes y de inspecciones sumamente agotadoras, y quizá también por el aire insano que le enturbia los humores, Luis enferma gravemente. Padece fiebre violenta y persistente, todo París teme por la vida del soberano durante un par de semanas. Merced a las artes de un médico de provincia, Luis por fin se recupera. A su vuelta a París, no tardan en referirle el chisme que más se oye en la corte: en toda la ciudad, los ojos que más lágrimas han derramado, la boca que más ha invocado su nombre y las manos que más han rezado pertenecen a Maria.
De esa suerte, en lugar de una declaración abierta (cosa imposible con un soberano), Maria ha enviado a Luis un mensaje involuntario pero mucho más poderoso. La corte entera es la que, con sus murmuraciones, dice al rey: ella te ama, y tú lo sabes.
En los meses siguientes la corte se instala en Fontainebleau, donde Mazzarino, que sigue llevando las riendas del gobierno, mantiene ocupado al joven soberano con nuevos entretenimientos cada día; excursiones en carruaje, comedias, conciertos, paseos en barca se suceden sin tregua. Y siempre, ya en carruaje, en la tierra desnuda o en la hierba, las huellas de Luis se entrelazan con las de Maria. Se buscan constantemente y se encuentran a cada segundo.
—Permitidme una pregunta —interrumpí—. ¿Cómo es que conocéis tan bien todos estos particulares? Eso ocurrió hace más de cuarenta años.
—El abate Melani conoce esta historia mejor que nadie —se limitó a responder.
—Vaya. De modo que también a vos, como a mí, os ha contado todo lo de aquella época —dije exagerando adrede—. Os ha hablado de los trabajos confidenciales que realizaba para el cardenal Mazzarino, de Fouquet…
Había mencionado a propósito dos secretos bien guardados del pasado de Melani: su amistad (que él mismo me había revelado diecisiete años atrás) con el superintendente Fouquet, ministro de Finanzas de Francia, perseguido por el Rey Cristianísimo, y el hecho (que había conocido por otros) de que Atto había sido un agente secreto al servicio de Mazzarino.
Creí percibir un destello de sorpresa en la mirada de Buvat. Tal pensaba que el abate Melani me había hecho las mayores confidencias y que, por consiguiente, yo era digno de confianza.
—Entonces también te habrá contado —añadió bajando la voz— que estuvo muy enamorado de Maria sin que, naturalmente, nada llegase a haber entre ellos y que, cuando la razón de Estado obligó al rey a casarse con la infanta de España, Maria dejó París y vino a Roma pare contraer matrimonio con el condestable Colonna. Y que en Roma Maria y el abate siguieron viéndose, pues él llegó aquí poco después. Y continúan escribiéndose; el abate no la ha olvidado.
Me llevé el vaso de vino a los labios y bebí un largo trago procurando taparme lo más posible la cara para que no se notase mi sorpresa. Ya que había conseguido que Buvat creyese que conocía bien las interioridades de la vida de Atto y que por tanto podía hablar libremente conmigo, no podía dejar que descubriese que lo escuchaba todo de su boca por primera vez.
Así pues, Atto había estado enamorado de Maria, y justo cuando a ésta la galanteaba el joven rey de Francia. Ahora se explicaban sus suspiros en el instante en que le entregaron la carta de la condestablesa en la villa Spada, me dije.
Tras pedir otra rosquilla me acordé de una conversación de diecisiete años antes, cuando conocí a Atto; una conversación entre los huéspedes de la posada donde trabajaba. Recordé que entonces se decía que Atto había sido el confidente de una sobrina de Mazzarino, de la que el rey estaba locamente enamorado, tanto que quería casarse con ella. Ahora sabía quién era aquella sobrina de Mazzarino.
De pronto nos interrumpió una escena lamentablemente habitual en las tabernas. Cuatro mendigos habían entrado para pedir limosna, lo que provocó la cólera del dueño y el mudo enfado de los parroquianos.
Uno de los intrusos empezó a insultar a un par de jóvenes que estaban sentados a nuestro lado, y enseguida estalló una trifulca, tan violenta que tuvimos que apartarnos. Eran unos diez individuos —mendigos, clientes de la taberna, dueño y mozo— los que se enfrentaban. En la pelea cayeron sobre nuestra mesa y por puro milagro no volcaron la jarra de vino.
Por suerte, una vez que los mendigos se marcharon, todo volvió a la normalidad y pudimos volver a sentarnos. Oí al dueño despotricar un buen rato contra los pordioseros que invaden las calles de Roma en tiempos de jubileo.
—Pues sí, yo también sabía que el abate Melani estaba muy enamorado de Maria Mancini —mentí con la esperanza de sonsacar algo más a Buvat.
—Tan enamorado que, al marcharse ella, cada día iba a visitar a su hermana Ortensia —explicó Buvat sirviendo vino en los vasos—. Hasta que encolerizó a su marido, el duque de La Meilleraye, un sujeto mojigato y violento, que lo mandó apalear y lo hizo expulsar de Francia.
—Ah, sí, el duque de La Meilleraye —repetí mientras bebía, recordando aún lo que había oído contar a los huéspedes del Donzello.
—El abate, que, según parece, no podía vivir sin alguna de las Mazzarinetas, aprovechó entonces para irse a Roma y ver a Maria, con la bendición del rey, que le había dado una buena suma de dinero. Pero creo que ya es hora de que nos vayamos —dijo Buvat tras comprobar que habíamos apurado toda la jarra de vino—. Han pasado varias horas; el señor abate se estará preguntando dónde estoy —añadió, y pidió la cuenta al dueño.
Tras alquilar dos jamelgos, cabalgamos hasta la villa Spada sin decir palabra. Yo me caía de sueño, mientras Buvat se quejaba de mareos, que atribuía a la temprana hora en que el abate lo había levantado. A mí me sorprendía sentirme tan rendido; quizá los acontecimientos del día anterior habían sido demasiado para mí. Ya no era el fresco muchachito de antaño. Apenas tuve fuerzas para despedirme de Buvat con una pequeña reverencia, tras lo cual monté en mi mula y me dejé llevar hasta mi casita. Sabía que no encontraría a Cloridia. Aquel dichoso parto se hacía esperar. Tumbado de espaldas en la cama y, cuando ya me vencía el sueño, me reconfortó la idea de que nos veríamos esa noche en la villa Spada: se esperaba la llegada de la princesa de Forano, invitada a la fiesta, y, como se hallaba en avanzado estado de gestación, se había requerido por mayor seguridad la presencia de Cloridia. Y así me quedé dormido.
Me despertaron de una manera inesperada y desagradable, por no decir más. Fuerzas hostiles y poderosas me zarandeaban, acompañadas de una voz tronante, perentoria e insistente. Vano hubiese sido todo intento de regresar al inmaterial universo de los sueños y de oponerse a los indeseables apremios mundanos.
—¡Despertad, despertad, os lo ruego!
Abrí los ojos, que enseguida hirió dolorosamente la luz solar. Tenía una jaqueca insoportable, la más fuerte que había sufrido jamás. Un mensajero de la villa Spada, que reconocí a duras penas por el dolor de cabeza y lo que me costaba mantener los ojos abiertos, me sacudía un hombro.
—¿Qué hacéis aquí… y cómo habéis podido entrar? —pregunté débilmente.
—He venido a entregaros una nota de parte del abate Melani y he encontrado la puerta abierta. ¿Os sentís bien?
—Más o menos… ¿La puerta estaba abierta?
—Mi intención era llamar, creedme —afirmó el mensajero con la deferencia que creía me debía como destinatario de una nota de un huésped tan importante como el abate Melani—, pero me he permitido entrar para asegurarme de que no os había pasado nada. Diría que os han robado.
Miré alrededor. La habitación donde había dormido parecía uno auténtica leonera. Ropas, mantas, muebles, zapatos, rejilla, orinal nocturno, los instrumentos para el parto de Cloridia y hasta el crucifijo que normalmente colgaba encima del tálamo conyugal estaban diseminados por todas partes, de la cama al suelo. Había un vaso hecho añicos junto a la puerta.
—¿No notasteis nada al llegar?
—No, yo… Creo que todo estaba en orden…
—Entonces ha pasado mientras dormíais. Eso sí, debíais de tener un sueño muy profundo. ¿Queréis que os ayude a poner las cosas en su sitio?
—No; no os molestéis. ¿Dónde está la nota?
Tan pronto como el mensajero se hubo marchado, intenté sobreponerme a la consternación poniendo un poco de orden, mas no conseguí sino aumentar mi desconcierto y desasosiego. También en las otras habitaciones —en la cocina, en la despensa y hasta en la bodega— lo habían revuelto todo salvajemente. Alguien había entrado en casa mientras dormía y escudriñado en todos los rincones en busca de algo valioso. Peor para ellos, me dije; los únicos objetos de valor estaban enterrados debajo de un árbol cuya ubicación sólo conocíamos mi esposa y yo. De hecho, después de una media hora larga, comprobé que no faltaba nada importante. Me senté en la cama, todavía atormentado por la jaqueca y la debilidad.
Habían entrado en mi casa en pleno día, me repetí. ¿Había notado algo a mi llegada? A decir verdad, lo único que recordaba era que me moría de sueño. De pronto, aún medio obnubilado, caí en la cuenta de que no había leído la nota que me había mandado Atto. La abrí y me quedé boquiabierto:
Buvat narcotizado y robado.
Ven a verme de inmediato.
—No cabe duda, a los dos os han drogado —dijo el abate Melani recorriendo nerviosamente de arriba abajo su aposento en la villa Spada.
Buvat estaba sentado en un rincón, ojeroso, tan alelado que incluso parecía incapaz de bostezar.
—Es imposible que no hayas oído a los ladrones mientras te ponían toda la casa patas arriba —continuó Atto dirigiéndose a mí—, y que Buvat no haya notado que lo levantaban del colchón, lo tendían en el suelo, hurgaban entre sus mantas y lo despojaban de todo, dinero incluido, dejándolo medio desnudo. No, todo eso es imposible sin la ayudo de un poderoso somnífero.
Buvat asintió tímidamente, sin ocultar el sentimiento de culpa y la vergüenza por lo que le había pasado. De modo que también él, al volver de nuestra misión en la ciudad, se había quedado dormido como un tronco. El abate tenía razón: nos habían drogado.
—Pero ¿cómo lo han hecho? —bramó Melani.
Crucé con Buvat una mirada inexpresiva y cansada; no teníamos la más remota idea.
—¿Nadie ha intentado entrar en vuestros aposentos? —pregunté a Atto
—No. Tal vez porque yo, en vez de ir por las tabernas —recalcó con gesto elocuente—, he estado despierto trabajando.
—Pero ¿no habéis oído nada?
—Nada de nada, y eso es lo más raro. Había, claro está, atrancado la puerta que comunica mi habitación con la de Buvat. De todos modos, quien lo haya hecho tiene que ser un auténtico mago.
—Es posible que Sfasciamonti no hubiese regresado aún —dije—, pero los otros esbirros de la villa tienen que haber visto…
—Los esbirros, los esbirros…[1] —canturreó el abate nerviosamente—. Ésos sólo saben beber y disipar en los burdeles. Seguro que dejaron entrar a cualquier fulana que, después de brindarse a los guardias, ayudó a los ladrones. Ya se sabe cómo son estas cosas.
—Todo es muy extraño —observé—. Pasa esto pocas horas después de la funesta agresión al encuadernador. ¿Habrá alguna relación entre los dos hechos?
—¡Dios santo, ojalá no! —susurró Buvat, que no tenía el menor deseo de ser el causante, aunque sólo fuese indirecto, de una muerte.
—Es indudable que buscaban algo que podía tener alguno de vosotros dos —afirmó Atto—. Lo demuestra el hecho de que éstas son las únicas estancias del casino que les han interesado. He interrogado discretamente a la servidumbre, pero ningún criado sabía nada; nadir los ha molestado.
—Hay que avisar enseguida a don Paschatio Melchiorri —exclamé.
—De eso nada —me detuvo Atto—. Al menos hasta que tengamos las ideas más claras sobre este asunto.
—Pero ¡alguien ha entrado en el casino! ¡Todos podríamos correr peligro! Y es mi deber informar a mi amo, el cardenal Spada…
—Claro, así alarmarías a todo el mundo, los invitados se quejarían del servicio de orden de la villa y se marcharían. Y adiós a los festejos nupciales. ¿Es eso lo que quieres?
El abate estaba tan acostumbrado a tener mala conciencia que le daba lo mismo ser la víctima en los casos oscuros, como el presente; de todos modos, temía tener algo que ocultar y siempre optaba por el secreto. Hube, con todo, de reconocer que sus objeciones estaban bastante fundadas; no me atrevía siquiera a imaginar que pudiese malograr los himeneos del cardenal Fabrizio. Así pues, me resigné a complacer al abate.
—¿Qué debían de buscar? —pregunté cambiando de tema.
—Si no lo sabéis vosotros, yo menos. Es obvio que el objetivo de los ladrones guarda también relación conmigo, porque soy el único que os conoce a los dos. Pero ahora…
—¿Sí?
—Tengo que reflexionar, y mucho. Mientras, vayamos por orden. Hay que despejar otras incógnitas cuya solución tal vez nos lleve a aclarar el resto. Tú, chico, vas a venir conmigo.
—¿Adónde?
—A bordo, como te había prometido.
Después de pasar rápidamente por las cocinas para recoger algo que echarnos al coleto, dejamos la villa Spada con la mayor discreción. Evitamos la alameda de entrada atajando por el viñedo y ganamos la verja sin que nadie nos viese.
Mientras avanzábamos por aquel sendero irregular y nos embarrábamos los zapatos, Atto debió de sentir en la nuca el aliento caliente de mi curiosidad.
—Bien, se trata sencillamente de lo siguiente —dijo sin más preámbulos—. Tu amo debe subir a bordo de algo en compañía de Spinola di San Cesareo y de un tal A.
—Lo recuerdo perfectamente.
—En contra de lo que puedas pensar, lo primero que hay que averiguar no es dónde van a reunirse, sino quiénes participan en el encuentro.
—Es decir, quién es A.
—Exactamente. Sólo si se conocen la condición y las prerrogativas de los que participan en una reunión secreta, puede descubrirse el sitio donde tendrá lugar. Si es entre un príncipe y dos simples burgueses, se celebrará en las heredades del príncipe, que lógicamente no puede incomodarse por dos inferiores; si es entre dos ladrones y un hombre honrado, a buen seguro se llevará a cabo en un sitio elegido por los ladrones, que están acostumbrados a los conciliábulos secretos, y así sucesivamente.
—Ya entiendo —dije con una punta de impaciencia, mientras a duras penas nos abríamos camino por el lodazal.
—Pues bien, tenemos dos cardenales. Uno informa al otro y le dice que él en persona avisará al tercero. Se trata seguramente de uno de sus pares, pues de lo contrario tu amo se habría expresado en otros términos en la nota, en éstos, por ejemplo: «Nos vemos mañana a bordo; también estará A»., para subrayar que el tercer personaje no es de su rango. Pero la nota reza: «Yo aviso a A»., ¿no es así?
—Así es —confirmé, al tiempo que salíamos a hurtadillas de la verja de la villa.
—Es como decir: esta vez le aviso yo, tú no te preocupes. En pocas palabras, ese mensaje me hace pensar que entre los tres hay, o podría haber, relaciones frecuentes, familiares, habituales.
—Conforme. ¿Luego?
—Luego, tenemos un tercer cardenal.
—¿Estáis seguro?
—En absoluto, pero es el único indicio que tenemos. Ahora mira esto.
Por suerte, nos hallábamos lo bastante lejos de la villa para que no pudiesen vernos sus ocupantes. Con un gesto muy rápido extrajo de su bolsillo una hoja medio ajada, doblada por la mitad. La desplegó.
Acciaioli
Albani
Altieri
Archinto
Astalli
Barbarigo
Barberini
Bichi
Boncompagni
Borgia
Cantelmi
Carpegna
Cenci
Colloredo
Cornaro
Costaguti
…
—Pues bien, ahora te pregunto: ¿cuántos apellidos de cardenales empiezan por la letra A?
—Don Atto, ¿qué me estáis mostrando? —pregunté, inquieto por aquel extraño documento. ¿Pretendía Melani mezclarme en algún asunto de espionaje?
—Lee y punto. Son los cardenales que elegirán al próximo Pontífice. ¿Cuáles empiezan por la A?
—Acciaioli, Albani, Altieri, Archinto y Astalli —leí en las primeras líneas.
Acto seguido dobló la hoja y la guardó en el mismo bolsillo del que la había sacado, mientras reanudábamos la marcha.
Ya casi habíamos llegado a la puerta San Pancrazio, por la que se sale de la ciudad a la via Aurelia, que lleva al este. Atto echó un rápido vistazo en derredor, pues no quería levantar sospechas. El documento que llevaba podía acarrearle una acusación de espionaje, lo que tendría terribles consecuencias.
—Vamos a ver —dijo con una sonrisa, como si estuviésemos hablando de cualquier vanidad.
Comprendí que estaba relajando los músculos de la cara para el inminente encuentro con los guardias de la puerta San Pancrazio. Yo aún no sabía adónde íbamos, pero era evidente que Atto había elegido un camino que pasaba necesariamente por esa puerta.
—Astalli es legado pontificio en Ferrara —prosiguió—. Ahora no está en Roma, y aquí sólo tiene un motivo para venir: el cónclave. Archinto está en Milán, demasiado lejos para acudir a la fiesta de tu amo. Acciaioli, el primero de la lista, no es, hasta donde yo sé, buen amigo de los Spada.
—Sólo quedan, pues, Altieri y Albani.
—Así es. Altieri encaja perfectamente en nuestras suposiciones, ya que, al igual que Spada, forma parte del grupo de los cardenales nombrados por el papa Clemente X, de feliz memoria. Sin embargo, Albani encaja aún mejor por una cuestión de equilibrios políticos.
—¿Qué queréis decir?
—Es muy sencillo: si tres cardenales se reúnen en secreto es porque representan a tres facciones distintas. Pues bien, Spinola, a entender de muchos, respalda al Imperio. Spada, en cambio, dada su condición de secretario de Estado de un Papa napolitano, sería afín a España. Por su parte, Albani pasa por ser amigo de Francia. En resumidas cuentas, tenemos un pequeño sínodo de preparación para el cónclave. Por eso tu amo está tan nervioso estos días: su bronca al gentilhombre de la casa, su aire alterado y afligido.
—Sé por una lechera que el cardenal Spada visita mucho a embajadores y cardenales por algo que tiene que ver con un breve papal —dije, sorprendido de poseer informaciones interesantes, a las que sin embargo aún no había sabido sacar provecho.
—¡Estupendo! ¿Me equivoco, o Albani es secretario para los breves? —concluyó Atto satisfecho.
Atto estaba en lo cierto; yo mismo se lo había oído decir a dos damas durante la cena de la víspera.
En ese momento dejamos de hablar. Habíamos llegado ante los guardias que custodiaban la puerta San Pancrazio. Yo vivía justo a extramuros y la cruzaba a diario en un sentido o en otro, de modo que los guardias me conocían de sobra. Ir en compañía de un caballero constituía una ventaja añadida, de forma que nos dejaron pasar sin el menor problema.
—Aún no me habéis dicho adónde vamos —observé, aunque empezaba a formarme una idea en los meandros de mi fantasía.
—Verás, nuestros tres cardenales quizá celebren su conciliábulo a bordo de una embarcación. ¿En el Tíber, por ejemplo?
—No parece muy verosímil.
—Yo creo que sí, en la medida en que su intención es ocultarse de miradas indiscretas. No obstante, disponen de un lugar mucho más cómodo y seco, y además a dos pasos de la villa Spada. Ya casi hemos llegado. A lo mejor has oído hablar de él: se llama el Navío.
Tras todas las deducciones de Atto, era el nombre que yo esperaba.
—Lo conozco perfectamente —repuse—. Paso por ahí todos los días de camino hacia la villa Spada, pero, de no ser por vos, jamás se me habría ocurrido pensar que podría ser el lugar de encuentro de tres cardenales —admití—. Ahora entiendo que la expresión «a bordo» no era más que un juego de palabras…
Atto apretó el paso, acogiendo con una sonrisa muda mi diplomática declaración de inferioridad.
—El lugar —continuó— es francamente singular. Como quizá sepas, está estrechamente vinculado a Francia, circunstancia que hace todavía más interesante el encuentro entre Spinola y tu amo Spada: un cardenal de la facción española y un cardenal amigo del Imperio se citan clandestinamente en terreno francés…
—En suma, es una reunión para elegir al próximo Papa. Si además resulta que el tercero es Albani, pro francés, Francia vendría a ser la anfitriona.
—Ahora sólo echaremos una ojeada —dijo—. Seguramente el encuentro ha tenido lugar al amanecer, hora de las maquinaciones ocultas, de modo que ya habrá terminado todo. De todos modos, podremos recabar datos interesantes. Además…
—¿Además?
—Una coincidencia enormemente extraña. En el Navío se guarda algo muy singular. Objetos que… bueno, es una vieja historia que te contaré tarde o temprano.
Justo cuando Atto pronunciaba estas últimas palabras, llegamos a nuestro destino. Tuve, pues, que dejar para más tarde todas las aclaraciones.
El sitio al que nos aprestábamos a entrar, que distaba muy poco de mi morada rural y que iba a desempeñar un papel muy importante en los hechos que aquí contaré, era conocido por todo el mundo, pero contadísimas personas lo habían visitado.
Se llamaba villa Benedetta, por un tal Benedetti, de quien solamente sabía que décadas atrás había hecho construir aquel edificio con fasto y pompa. Por su peculiar forma, similar a un velero, los lugareños le daban también el nombre de villa del Navío o, más sencillamente, el Navío.
Ya he dicho que todo el mundo lo conocía, y no sólo en la zona. La villa, en efecto, gozaba de una fama por demás inusual. A la muerte de su constructor, unos diez años antes, había heredado el palacio y su jardín un pariente del cardenal Mazzarino, que sin embargo jamás había ido a la villa, con lo que se convirtió en un lugar olvidado. Pero no abandonado: cuando anochecía, se vislumbraban luces; de día, sombras de personas; desde la calle se oían acordes musicales, ruido de pasos, risas bajas. El murmullo suave de una fuente sonaba sin pausa, y en la grava del patio, los pasos presurosos de algún lacayo.
Ahora bien, jamás se había visto a visitante alguno. Ningún carruaje se paraba para que se apeasen huéspedes de importancia, ningún criado salía para aprovisionar las cocinas o, en invierno, para surtir de leña. Pero, aunque nunca se le viera, todos sabían que alguien debía de haber dentro.
Era como si el Navío estuviese animado por una vida secreta, independiente de todo contacto con el exterior. Misteriosos señores sin rostro parecían ocultarse en su interior, como dioses de un Olimpo menor, ajenos al mundo y conformes con su misteriosa intimidad. Alrededor, un halo arcano espantaba a los curiosos e inspiraba cierta inquietud incluso a quienes, como yo, pasaban por la villa al menos una vez al día.
Por otra parte, el emplazamiento del Navío no podía ser más hermoso ni ideal, asomado como estaba a la via Aurelia, justo en la cumbre de las dulces alturas de la colina del Janículo. En el límite entre la ciudad y el campo, el edificio disfrutaba de un aire perfecto y de vistas muy amenas y variadas, sin que el ojo tuviese que hacer el esfuerzo de buscarlas. Aunque se alzaba entre las suaves y púdicas alturas de la colina, el Navío tenía un aspecto orgulloso y gallardo: más que una villa o un palacio, semejaba un auténtico castillo. Por añadidura, un castillo navegante, si puede emplearse un término así. La proa (como no tardaría en comprobar) era la escalinata doble de la fachada, encajada en el verde del jardín, que, formando una doble curva simétrica y convergente, llevaba a una pequeña terraza, fiel imagen de una toldilla. La popa, en el extremo opuesto, estaba representada por una fachada semicircular, con una galería interior cubierta por amplias ventanas en forma de arco que daban a la parte de atrás, es decir, a la puerta San Pancrazio. El casco, por último, se componía de cuatro plantas para habitación, de formas sencillas y airosas, rematadas por cuatro torreones, que a su vez estaban coronados por gallardetes, como banderas izadas en la arboladura de un velero.
El Navío dominaba altivamente las copas de los árboles circundantes, tanto que se veía desde muy lejos. Y no tenía importancia que el jardín no fuese muy grande, como, por lo demás, rezaba un lema latino ubicado en la entrada, que había leído muchas veces al pasar por allí:
Agri tantum quo fruamur
non quo oneremur.
Es decir, su creador aconsejaba poseer la cantidad de tierra suficiente para disfrutar, en vez de despilfarrar el dinero para comprar mucha.
Aquel lema, que pertenecía a la antigua sabiduría rural, no era sino el preludio de los numerosos descubrimientos que haríamos en la villa,
Atto se detuvo y observó atentamente la lejana bifurcación que se abría en la calle de la puerta San Pancrazio dejando a la vista el cercano casino Corsini.
—Sé que fue un tal Benedetti quien construyó el Navío —comenté mientras explorábamos discretamente la calle—. Pero ¿quién era?
—Un hombre de confianza de Mazzarino. Era agente suyo aquí, en Roma. Compraba en su nombre cuadros, libros, objetos de valor. Con el tiempo se convirtió en un discreto experto. Mantenía contactos con Bernini, Algardi, Poussin… No sé si estos nombres te dicen algo.
—Por supuesto que sí, don Atto. Son grandes artistas.
Benedetti no era arquitecto, pero tenía talento para la arquitectura, continuó Atto. A veces se embarcaba en proyectos que lo sobrepasaban. Por ejemplo, propuso construir una gran escalinata en la colina que hay entre la plaza de España y Trinitá dei Monti, pero no le hicieron caso. En ocasiones, sin embargo, sus ideas se llevaban a cabo.
—A partir de un proyecto suyo se levantó el catafalco para el funeral que se celebró aquí, en Roma, por la muerte del cardenal. A mi juicio era un poco pesado y pomposo, pero no feo. Benedetti era un buen diletante.
—Puede que también interviniera en el Navío —aventuré.
—En efecto, se cuenta que la villa es obra suya, mucho más que de los arquitectos a quienes se encargó. Y yo sé que es verdad.
—¿Lo conocíais bien?
—Lo ayudé cuando estuvo en Francia, hace poco más de treinta años, precisamente por el Navío. A su muerte me dejó, como muestra de gratitud, algunas cosillas en herencia. Un par de graciosos cuadritos.
Habíamos llegado al vallado de la villa. Atto miró a poniente; tuvo que parpadear levemente para protegerse del resplandor del mediodía.
—Fue a Francia a visitar Vaux-le-Vicomte, el castillo de mi amigo Nicolas Fouquet. Lo acompañé, y me reveló que buscaba inspiración para su villa.
»Pero basta de charlas, ya hemos llegado. Podrás verlo todo con tus propios ojos, y juzgar, si quieres.
Nos acercamos a la entrada, que era de una factura insólita y admirable. La popa del Navío pendía sobre nosotros: una gran galería cubierta, redonda y con luminosas arcadas, que daba a la calle donde nos encontrábamos. El agua de una fuente susurraba queda. La popa estaba pegada al vallado, magníficamente tallado en forma de peñasco, con ventanas y puertas que figuraban grutas marinas y ensenadas. El Navío, ondeando sobre imaginarias olas, parecía anclado en una escollera. Así, entre pinos, adelfas, tréboles y margaritas, se ofrecía a la vista la imagen deliciosa y absurda de un velero fondeado.
Nadie parecía vigilar la portezuela de entrada a la villa, situada en el vallado. De hecho, estaba apenas entornada y daba a un zaguán, que a su vez daba a un jardín.
Atto y yo avanzamos con prudencia, convencidos de que en cualquier momento alguien saldría a nuestro encuentro. Del interior de la villa nos llegaban voces que la distancia apagaba. Resonó una carcajada femenina. No apareció nadie.
Llegamos a un amplio patio, a cuya derecha se erguía la mole esbelta e imponente del Navío. En medio, una hermosa fuente, animada por juegos de agua, entonaba con delicadeza sus suaves murmullos.
Nos detuvimos y echamos una ojeada alrededor para orientarnos. Delante y a la izquierda se extendía el parque, que cautamente comenzamos a explorar. A lo largo de la orilla había espalderas y macetas de cítricos y de otros frutos valiosos; una rampa de nueve calles con rosales, órdenes de árboles en cenadores hechos en forma de escaque, con espalderas de distintos frutos, y un bosquete.
Los chorros de una segunda fuente que había en una terraza ubicada en el centro de la primera planta del edificio hacían de gracioso y siempre nuevo contrapunto sonoro.
—¿No nos anunciamos?
—Por ahora, no. Sé que estamos violando una propiedad privada, pero no había nadie de guardia. Si alguien nos pide explicaciones, diremos que queríamos presentar nuestros respetos al dueño de esta preciosa villa. Dicho de otro modo, nos haremos los tontos.
—¿Hasta cuándo? —pregunté, preocupado por la posibilidad de tener algún problema en un sitio tan próximo a mi casa y a la villa Spada.
—Hasta que encontremos algo interesante sobre la reunión de nuestros tres cardenales. Y ahora deja de hacer preguntas.
Una vereda cubierta por un enorme parral de variadas uvas exquisitas se extendía ante nosotros.
—La uva, símbolo cristiano del renacimiento; Benedetti recibía así a sus visitantes —observó Melani.
El parral terminaba, como pudimos observar, frente a un bello fresco de Roma Triunfante.
Como no podíamos acercarnos al edificio, porque seguramente alguien nos descubriría en nuestra inspección ilícita, fuimos por entre las umbrosas veredas del parque, donde nos sentimos protegidos y abrigados por el apacible mediodía, por la fragancia de los cítricos, por el suave murmullo de las fuentes.
Deambulando por el jardín dimos con una glorieta en la que se elevaban dos pequeñas pirámides. Cada una tenía una dedicatoria. En la primera se leía:
GENII AMOENITATI
Qui procul a curis ille laetus;
si vis esse talis,
esto ruralis.
—Bien, chico, te toca a ti —me retó amablemente Atto.
—Diría: «A la amenidad del genio. Dichoso quien no tiene preocupaciones; si tú también quieres ser dichoso, vive en el campo».
La otra pirámide tenía un epígrafe análogo:
AMICITIAE FELICITATI
In secunda, et in adversa fortuna,
nil solidius amico:
hunc facilius in rure
quam in aula invenies.
—«A las dichas de la amistad. En la suerte buena y en la mala, no hay nada más digno de confianza que un amigo: pero lo encontrarás más fácilmente en el campo que en la corte» —traduje.
Permanecimos unos segundos en silencio ante las dos pirámides, ambos —eso al menos me figuré— con el deseo de saber qué pensaba el otro. ¿Qué reflexiones podían inspirar esas sentencias a Atto? El genio y la amistad… Si hubiese tenido que decir qué genio lo dominaba, enseguida habría pensado en sus dos auténticas pasiones: la política y la intriga. ¿Y la amistad? El abate Melani me tenía aprecio, yo lo sabía desde que le encontrara mis perlitas secretamente guardadas en el corazón, a manera de exvoto en el escapulario de la Virgen del Carmen. Pero, hecha esa salvedad, ¿Atto era o había sido alguna vez, por un instante al menos, mi amigo, un amigo verdadero y desinteresado, como le gustaba presumir cuando le convenía?
De improviso se oyó en lontananza una melodía sinuosa, un canto extraño, como de una sirena grave, que parecía brotar ya de una flauta, ya de una viola de gamba, o incluso de una voz femenina.
—Interpretan música en la villa —observé.
Atto aguzó el oído.
—No, el sonido no procede de la villa, sino de las inmediaciones.
Exploramos el parque con la mirada, pero en balde. El viento empezó entonces a soplar y levantó con un susurro el manto incoloro de las hojas caídas que, víctimas precoces de la canícula estival, invadían los parterres, las veredas y los setos.
La melodía parecía surgir de nuevo del edificio.
—De ahí, sale de ahí —se corrigió Atto.
Señalaba una ventana que daba al patio de entrada, hacia poniente, que entreveíamos a través de las hojas de los árboles. Sin demora nos acercamos.
Así, por primera vez llegamos a pocos pasos del edificio, al pie de la ventana, desde donde cualquiera no sólo podía vernos, sino también oírnos. Sin embargo, seguimos moviéndonos a nuestras anchas. Aunque no daba crédito a que nadie nos cortase el paso, poco a poco cobré aplomo en aquel lugar tan desconocido y misterioso para mí hasta hacía apenas un rato.
Dirigimos la vista y el oído hacia lo alto, hacia la ventana (la única que, en efecto, estaba abierta) de la que aparentemente provenía la música. Empero, una vez más el velo invisible del silencio cayó sobre el parque y sobre nosotros.
—Da la impresión de que les divierte esconderse —refunfuñó Atto.
Pudimos así contemplar mejor la arquitectura del Navío. La fachada a cuyo pie nos hallábamos estaba dividida en tres órdenes; en su superficie había un vano conformado por un hermoso pórtico, al que o rodeaban arcos y columnas sobre las cuales, a la altura del primer piso, se extendía una terraza. Nos acercamos al pórtico.
—Don Atto, mirad aquí.
Hice notar al abate que encima de cada una de las cuatro lunetas del pórtico había una inscripción latina:
AERIS SALUBRITAS
LOCIS SUBLIMITAS
URBIS VICINITAS
DOMUS COMMODITAS
—«Aquí se tiene salubridad de aire, sublimidad de lugar, proximidad a la ciudad, comodidad de la casa» —tradujo Atto—. Todo un himno de Elpidio Benedetti a su villa.
Sobre las dos puertas de la fachada había sendas inscripciones de parejo tema:
Agricola semper in proximum annum dives est.
Laudatio ingentia Rura, exiguum colito.
—«El agricultor siempre es rico… el próximo año». «Alabados sean los grandes campos, y los pequeños cultivados». Divertido. Mira, aquí también hay por todas partes.
Atto me invitó a entrar en el pórtico. Recorriendo la fachada con la mirada vi muchísimos lemas, algo borrosos, como una selva que trepase por los muros, en grupos de tres en cada pilar.
Me fijé en el primero y leí:
La discreción es la madre de las virtudes.
No todos los literatos son sabios.
Más vale un buen amigo que cien parientes.
Un enemigo es excesivo, y cien amigos no bastan.
Un sabio y un loco saben más que un sabio solo.
Es más importante saber vivir que saber hablar.
Una cosa engendra otra, y el mundo la gobierna.
Con poca inteligencia se gobierna el mundo.
El mundo se gobierna mediante opiniones.
A los lados de la galería había medios pilares, que también tenían unos lemas:
En las cortes nadie disfruta más que los bufones.
En la villa, el sabio contempla mejor, y disfruta.
—Había oído hablar de las inscripciones del Navío —comentó entonces Atto, que había ido descubriéndolas conmigo—, pero jamás hubiese imaginado que eran tantas ni que estaban por doquier. Un trabajo francamente notable. Hay que felicitar a Benedetti. Aunque no todas son de su cosecha —concluyó con una sonrisa maliciosa.
—¿Qué queréis decir?
—«El mundo se gobierna mediante opiniones» —recitó Atto con voz chillona e insinuante, estirándose el traje para que pareciese un hábito, con las cejas enarcadas en una expresión severa y dos dedos bajo la nariz a modo de bigote.
—¿Su Eminencia el cardenal Mazzarino? —aventuré.
—Una de sus frases favoritas. Sólo que ésta, a diferencia de tantas otras, nunca la escribió.
—¿Reconocéis más lemas?
—Veamos… «La discreción es la madre de las virtudes». Ésta es de mi buen amigo el papa Clemente IX. Luego… «Más vale un buen amigo que cien parientes». Me la repetía a menudo Su Majestad Ana de Austria, la difunta madre del Rey Cristianísimo… ¿Has dicho algo?
—No, don Atto.
—¿Estás seguro? Juraría que he oído algo como… un susurro, eso es.
Miramos en derredor por un instante, vagamente inquietos. Como no distinguimos nada, continuamos nuestra visita, mientras la melodía se reanudaba, esta vez casi inaudible.
—Una folía —comentó el abate.
—Pues sí, aquí todo es disparatado —convine.
—Pero ¿qué has entendido? Yo me refiero a la melodía que estamos escuchando; son variaciones sobre el tema de la folía. O al menos eso me parece por lo poco que se alcanza a oír.
Guardé silencio, pues no sabía qué era, en música, el tema de la folía
—La folía es un motivo popular de origen portugués, que fue primero una danza —explicó Atto en respuesta a mis tácitos interrogantes—. Es muy conocida. Se compone de una urdimbre musical, digámoslo así, de una estructura muy simple, sobre la cual los músicos improvisan un gran número de variaciones y de contrapuntos de alto virtuosismo.
Seguimos escuchando la melodía, cuyos acordes sonaban ora graves y serenos, ora amorosos y brillantes, ora melancólicos, pero siempre volubles.
—Es muy hermosa —susurré, casi mareado por el encanto de la música.
—Es el bajo continuo, también variado, que acompaña a los contrapuntos: siempre conquista a las naturalezas soñadoras como la tuya —dijo risueño Atto—. De todos modos, en este caso no te falta razón. Hasta ahora creía que no existían mejores variaciones de la folía que las del maestro Marais, en Versalles. Pero éstas, a la manera italiana, son adorables. Su autor, quienquiera que sea, es extraordinario.
—¿Quién compuso la primera folia? —pregunté presa de curiosidad, mientras la música se desvanecía en el aire.
—Todos y nadie. Como te he explicado, es una melodía popular, una danza muy antigua. Se pierde en la noche de los tiempos. El propio nombre de «folía» es misterioso. Pero ahora déjame leer, aquí hay algo de Lorenzo de Médicis. —Se aprestó a repasar unos versos, pero enseguida se interrumpió—. ¿Lo has oído tú también? —murmuró.
Yo también lo había oído. Dos voces. Una masculina y otra femenina. A poca distancia de nosotros. Y pisadas en la grava.
Miramos alrededor. No había nadie.
—Bueno, en el fondo estamos haciendo una visita amistosa —dijo Atto, y ambos soltamos el aliento que habíamos contenido—. No hay nada que temer.
Reanudamos una vez más la exploración. Se me habían quedado grabados aquellos versos de los muros del Navío que animaban a huir de las cosas vanas del mundo y a buscar la verdad y la sabiduría en el seguro puerto de la naturaleza y la amistad. Resultaba curioso, me dije, encontrar justo allí, mientras hacíamos pesquisas sobre la reunión secreta de los tres cardenales, pensamientos y palabras que exhortaban a despreciar los afanes de la política y de los negocios. Yo me había alejado de las cosas del mundo: había renunciado a ser gacetero y me había recluido en mi campito con Cloridia. En cambio, pasados diecisiete años, Atto seguía apegado a ellas, y de qué manera. No obstante, aquellos versos, con su suave insistencia en la caducidad de las cosas de la tierra, parecían haber dejado en su rostro (aunque bien podía ser cierta ilusión) una sombra de duda y de reflexión.
—Vaya versos. Por mucho que los conozcas y los releas, siempre te dicen algo —comentó como para sí.
Leímos, en medio de los arcos, bellas estrofas sobre las estaciones de Marino, de Tasso, de Alemanni, así como dísticos de Ovidio. A continuación atrajo nuestra atención, en el costado del palacio, entre dos ventanas, una serie de sabias máximas:
Quien pierde la fe ya no puede perder nada más.
Al que no tiene amigos, pobre lo llaman.
El que rápido promete despacio se arrepiente.
Hombre reidor es siempre engañador.
Quien sigue el juego acaba pobre.
El burlador es siempre burlado.
Quien habla mal de otros piensa primero en sí mismo.
Quien piensa bien deduce bien.
Quien gana reputación consigue peculio.
Quien quiera tener muchos amigos, que pruebe con pocos.
Quien no se aventura no tiene ventura.
El que más listo se cree es el menos avisado.
—Maldición —bisbiseó de pronto Atto.
—¿Qué os ocurre?
Calló por un instante.
—¿Es que no has oído nada? Un ruido seco, justo aquí, delante de mí.
—La verdad es que… sí lo he oído, como una rama partida.
—¿Una rama que se parte sola? Sería francamente interesante —ironizó mirando alrededor algo inquieto.
Aunque no quería confesarlo, todo indicaba que nuestra exploración seguía dos caminos paralelos: el de las inscripciones que descifrábamos y el de los ruidos misteriosos que nos asediaban, como si ambas realidades heterogéneas, las palabras escritas y los rumores de lo desconocido, no hiciesen más que llamarse mutuamente.
Una vez, más nos dimos ánimos y seguimos adelante. La lista de máximas continuaba más allá.
Quien todo lo quiere de rabia muere.
El que no está hecho a mentir cree que todos dicen la verdad.
Quien está acostumbrado a hacer daño sólo piensa en eso.
Quien paga sus deudas se enriquece.
Quien quiera mucho ha de pedir poco.
Quien cuenta todas las plumas nunca hace colchón.
Quien no tiene discreción no merece respeto.
Quien no estima no merece ser estimado.
Quien compra a tiempo compra barato.
Quien el peligro ama en él acaba.
Quien siembra virtud coge fama.
Después de éstas, otras rezaban:
GUÁRDATE
Del alquimista pobre
Del médico enfermo
De la cólera súbita
Del loco acalorado
Del odio de los señores
De la compañía de los traidores
Del perro ladrador
Del hombre que no habla
Del trato con ladrones
De posada nueva
De puta vieja
De riñas nocturnas
De la opinión de los jueces
De las dudas de los médicos
De las recetas de los boticarios
Del etcétera de los notarios
De las enfermedades de las mujeres
De las lágrimas de las putas
De las mentiras de los mercaderes
De los ladrones de casa
De la criada que vuelve
Del furor del pueblo
—De las putas viejas y de la opinión de los jueces hay que desconfiar, desde luego —dijo Atto con una sonrisita.
Un cuarto grupo de lemas sabios figuraba al final:
HAY TRES ESPECIES DE PERSONAS ODIOSAS
El pobre soberbio
El rico avaro
El viejo loco
A TRES ESPECIES DE HOMBRES HAY QUE EVITAR
Cantores
Viejos
Enamorados
TRES COSAS MANCHAN LA CASA
Gallinas
Perros Mujeres
TRES COSAS HACEN AL HOMBRE PRUDENTE
Un amor
Una discusión
Una pelea
TRES COSAS SON DESEABLES
Salud
Buena fama Riquezas
TRES COSAS SON MUY CIERTAS
La sospecha, que no se va de donde ha entrado
El viento, que no entra ahí donde no ve salida
La lealtad, que nunca se recupera una vez perdida
TRES COSAS MORTALES
Esperar en balde
Estar en la cama y no dormir
Servir y no gustar
TRES COSAS ALEGRAN
El gallo del molinero
El gato del carnicero
El mozo del huésped
—Bueno, éstas no están a la altura del resto —refunfuñó Atto, a quien probablemente no había gustado el lema que aconsejaba evitar a cantores y viejos, categorías de las que él formaba parte.
—Según vos —pregunté con la mente embotada de tantas máximas—, ¿por qué están todas estas inscripciones?
No respondió. Era evidente que Atto se planteaba la misma pregunta y no quería confesar que la compartía conmigo, pues aún me juzgaba inexperto en las cosas del mundo.
El viento, que se había levantado hacía un rato, arreció de pronto hasta hacerse violento. Remolinos caprichosos revolvían los arbustos, la tierra, los insectos. Me entró polvo en los ojos y me cegó. Me apoyé contra el tronco de un árbol para frotarme las órbitas y tardé un buen rato en recuperar la vista. Cuando abrí los ojos, el espectáculo había cambiado bruscamente. Con un pañuelo, Atto se limpiaba los párpados de la suciedad que también le había nublado la vista. Me sentía un poco mareado; por unos instantes la ráfaga más violenta que jamás había visto en la colina del Janículo nos había sustraído del mundo y, con él, de la villa.
Miré hacia lo alto. Las nubes, que antes se perseguían morosamente en un cielo que surcaban el naranja, el rosa y el lila del ocaso incipiente, eran ahora las dueñas lívidas e impetuosas de la bóveda celeste. El horizonte, opaco y lechoso, devolvía una claridad informe y ajena. Ahora parecía que la música llegaba del gran claro por el que se accedía al parque.
Luego todo se despejó. De pronto, tal como había desaparecido, el astro diurno resurgió para proyectar un fino y dorado rayo sobre la fachada del Navío. Una leve brisa nos trajo, por un breve momento, las notas de la folía.
—Qué curioso —comentó Atto limpiándose el polvo de sus sucios zapatos—. La música va y viene, viene y va. Es como si no estuviese en ningún sitio y en todos. A veces, en los palacios de los grandes señores hay salas construidas con artificios de albañilería, concebidos para multiplicar los puntos de escucha y crear la ilusión de que los intérpretes se encuentran en un lugar distinto del real. Pero nunca he oído hablar de un jardín con esas virtudes.
—Tenéis razón —asentí—. Es como si aquel motivo estuviese simplemente, cómo diría yo… en el aire.
De repente oímos dos voces y una argentina risa femenina. Debían de ser las mismas que, sin cuerpos humanos emisores, habíamos oído hacía apenas un rato.
Un alto seto nos impedía mirar. Atto se alisó los pliegues del justillo, preparándose para presentarse y responder a cualquier pregunta. En el seto había una parte menos tupida, desde donde finalmente distinguimos, casi en transparencia, dos figuras. Y, con ellas, dos rostros. Un caballero no precisamente joven, y sin embargo vigoroso, que me llamó la atención —pese a ser una aparición fugaz— por su mirada franca, sus rasgos nobles y sus modales decididos pero corteses, hablaba amablemente con una chica tratando al parecer de darle ánimos. ¿También era suya la risa femenina que habíamos oído a nuestra llegada al Navío?
—… Os guardaré gratitud toda mi vida. Sois mi mejor amigo —dijo ella.
Vestían a la manera francesa, aunque (no sabría decir exactamente por qué) con un toque sumamente singular. Protegidos como estábamos por la verde barrera, no habían reparado en nuestra presencia, circunstancia que nos convertía en unos fisgones.
Se volvieron ligeramente y pude ver entonces con nitidez el rostro de la chica. Su tez era más lisa que el cristal y, si bien no era nívea, la mezcla de blancura y rubicundez le daba ese tono entre claro y moreno que la asemejaba a una nueva Venus (porque, como dice el proverbio, el moreno no quita belleza, sino que la acrecienta). Sus facciones no eran largas, sino de una redondez que igualaba toda la belleza de las esferas celestes. Su cabello, como si despreciara el color del oro tan común en el mundo, era negro azabache, pero nada tosco; su negrura, si acaso, era un aviso de muerte para los que de ella se prendaban sin esperanza. Tenía la frente grande y amplia, bien proporcionada a sus otras gracias, y las cejas, oscuras, lo que no le daba, al revés que a otras, semblante altanero, sino que, cuando abría los ojos, semejaban nubes tras las que aparece el sol después de la tormenta.
La miraba, a través de la casual fisura entre las hojas, y sus grandes ojos, más redondos que rasgados, de una vivacidad incomparable, capaces de encolerizarse pero no de destilar hiel, me parecían instrumentos dulcísimos y crueles, cometas funestos, lanzadores de despiadados dados amorosos, que podían cegar aun a los más linceos; mas no por ello hoscos, pues coexistían con mil dulzuras inocentes. Los labios eran un coral animado, tanto que el cinabrio no podría tener un color más hermoso y vivaz. Su nariz era perfectamente proporcionada, y toda la cabellera de una majestad sin igual, sostenida por el maravilloso pedestal del cuello, bajo el cual descollaban dos colinas de Ibla, o dos genuinas manzanas de Paris, que la hacían digna de ser proclamada diosa de la Belleza. Tenía los brazos tan deliciosamente rellenos que hubiese sido imposible pellizcarlos; la mano (de pronto se la llevó al mentón) era un esfuerzo admirable de la naturaleza, sus dedos estaban conformados primorosamente y su blancura sólo era comparable a la de la leche.
Los atributos de la muchacha, sus movimientos y sus actos, en los que me he detenido sólo para hacer esta tosca e imperfecta descripción, resultaban tan cautivadores y atractivos, tan conmovedora y nada afectada era su risa, su voz tan insinuante, sus gestos tan acordes con lo que decía (o parecía decir) que aun oyéndola sin verla el corazón de cualquiera se hubiese sentido tocado.
Entonces, y sólo entonces, después de haber captado de las palabras de ambos nada más que esa frase de agradecimiento («Os guardaré gratitud toda mi vida. Sois mi mejor amigo»), que podía significar cualquier cosa, Atto me sacó de mis cavilaciones dándome un tirón.
Me volví hacia él. Estaba pálido como después de un desmayo. Me indicó por señas que rodeásemos el seto y nos presentásemos ante los desconocidos. Se puso en camino nervioso, obligándome a seguirlo a paso ligero. Cuando llegó al final de la vereda, se detuvo.
—Mira y dime si continúan allí.
Obedecí.
—No, don Atto. Ya no los veo. Deben de haberse ido a otro sitio.
—Búscalos.
Se sentó en un murete y tuve la impresión de que estaba otra vez viejo y cansado.
Acaté su orden sin rechistar, pues la magnífica visión de la chica daba alas a mi valor y a mi curiosidad. Ya improvisaría algo si alguien me pillaba: que estaba ahí, diría, acompañando a un caballero, súbdito de Su Majestad Cristianísima Luis XIV de Francia, que se había permitido cruzarlos límites de la villa sólo porque deseaba presentar sus respetos al dueño, quienquiera que éste fuese. Por lo demás, como había dicho Atto, ¿no había sido siempre el Navío un territorio de Francia en Roma?
Tras explorar en vano la vereda donde habían aparecido el caballero y la muchacha, me introduje en la contigua, y luego en otra, y luego en otra más, desembocando siempre en el gran patio de entrada. Todo fue en balde; parecía que los dos habían desaparecido en la nada. Tal vez habían entrado en la villa, me dije; más aún, seguramente era así.
Cuando volví a reunirme con el abate Melani, me pareció que había recobrado un poco el color.
—¿Os encontráis mejor? —pregunté.
—Sí, sí. No es nada, sólo una… una impresión pasajera.
Sin embargo, lo noté aún turbado, como si alguien acabase de comunicarle una noticia grave e inesperada. Aunque estaba cómodamente sentado, se apoyaba en el bastón.
—Si os sentís mejor, quizá podamos marcharnos —propuse.
—No, aquí no se está nada mal. Además, no tenemos ninguna prisa. Me muero de sed.
Nos allegamos a una de las dos fuentes, donde el abate bebió, mientras yo lo ayudaba a mantener el equilibrio. Regresamos a las veredas, mirando de cuando en cuando el Navío, ahora silencioso. Atto me había cogido del brazo y se apoyaba en él discretamente.
—Como te he contado, la villa pertenecía a Elpidio Benedetti, que la dejó en herencia a un pariente de Mazzarino —me recordó—. Pero lo que no sabes es quién es ese pariente. Voy a decírtelo: Filippo Giuliano Mancini, duque de Nevers, hermano de una de las mujeres más famosas de Francia, la condestablesa Colonna.
Levanté la vista. Ya no tendría que recurrir a subterfugios para arrancar a Buvat medias verdades, pues el abate se disponía a correr el velo sobre la misteriosa Maria Mancini.
En ese instante me pareció oír, procedente de la villa, el flébil motivo de la folía. Pero era otra pieza —anunciada en tácito claroscuro—, más interior y reposada, lejana y distante; una viola de gamba, quizá, o une voix humaine, una voz humana, elegíaca y crepuscular.
Atto, en cambio, parecía no oírla. Calló un momento, como para tensar en su interior el arco de sus sentimientos y disparar bien el dardo de la narración.
—Recuerda, chico, que un corazón brilla por otro sólo una vez en la vida. Ahí se acaba todo.
Sabía a qué se refería. Buvat me había hablado de ello: el primer amor del Rey Cristianísimo también había sido el mayor de su vida. Y la elegida había sido precisamente ella, Maria Mancini, sobrina del cardenal Mazzarino. Pero la razón de Estado había acabado bruscamente con su romance.
—Luis jugó su carta con Maria y perdió —prosiguió sin reparar en la familiaridad con que había nombrado a su rey—. Era una gran pasión, que fue reprimida, aplastada, pisoteada, a despecho de las leyes de la naturaleza y del amor. Aunque ello ocurriese en un lugar y en un tiempo concretos, y sólo entre dos almas, la reacción de las fuerzas artificialmente coartadas fue desmedida. Aquel amor frustrado, hijo mío, acarreó la venida al mundo de los ángeles vengadores: Guerra, Hambre, Carestía y Muerte. El destino de la gente y el de pueblos enteros, la historia de Francia y de Europa, todo se vio arrastrado por la furia vengadora de las Erinias surgidas de las cenizas de aquel amor.
La historia se vengaba así de aquel amor negado, de aquel agravio. Un agravio pequeño, si se calibraba con los criterios de la razón; inmenso, si se medía con los del corazón.
Y es que el joven rey nunca se había sentido tan ligado a nadie como a Maria, ni siquiera a la reina madre Ana.
—Por norma, el don de la comprensión recíproca y duradera de los corazones se concede a las almas mansas —declaró el abate Melani—, es decir, a aquellos que dejan que sus pasiones se explayen sólo en huertos humildes y ordenados. En cambio, los hombres y las mujeres que albergan en su pecho el vigor imaginativo del bosque sólo pueden sufrir pasiones tan absolutas como fugaces, fuegos de paja capaces de iluminar una noche sin luna, pero que no duran más que esa misma noche. Pues bien —continuó Atto—, para Luis y Maria no fue así. Sus pasiones ardían fogosas, pero también tenaces, y sobre ellas floreció la inefable y secreta comprensión de los corazones, que los unió como nunca se había visto en otros tiempos y lugares.
El mundo, entonces, empezó a odiarlos. Ay, eran frutos demasiado amargos: su cáscara, massime la del joven rey, era excesivamente blanda para soportar las artimañas, los venenos, la sutil ferocidad de aquella corte.
El problema no era la juventud del soberano, pues, cuando se enamoró de Maria, ya contaba veinte años. No era pues un niño, y sin embargo aún no se había casado, y ni siquiera prometido.
—¡Cosa del todo inusitada, contraria a todas las costumbres! —exclamó el abate Melani—. Por regla general no se espera tanto para casar a un joven rey. Más en este caso, habida cuenta de que la familia no disponía de muchos herederos al trono: después de Felipe, hermano del rey, y el tío Gastón de Orleáns, viejo y enfermo, el primer príncipe de la sangre era el Gran Condé, el miembro podrido, el rebelde de la Fronda, derrotado y pasado al servicio del enemigo español…
Pero Ana y Mazzarino esperaban, procurando mantener sobre la cabeza de Luis una cúpula de áurea ignorancia, que les permitía reinar con total libertad. El joven soberano no se daba cuenta de nada; le gustaban las diversiones, los ballets, la música, y dejaba que Mazzarino gobernase. Aparentemente Luis se mostraba indiferente a las futuras, inevitables y tremendas responsabilidades de gobierno. Parecía blando y apático como su padre, aquel Luis XIII, al que casi no había conocido. Era como si hasta los tres años de exilio en que tuvo que vivir por culpa de la Fronda a la tierna edad de diez años, siendo ya huérfano de padre, le hubiesen producido sólo una momentánea e infantil sensación de extrañeza.
—Perdonad —interrumpí—, pero ¿cómo se explica que de alguien tan manso y débil haya surgido el Rey Cristianísimo?
—Es un misterio que sólo los hechos que me dispongo a narrar pueden explicar. Siempre se ha dicho que Luis cambió a causa de la Fronda, que fue la revuelta del pueblo y de los nobles lo que determinó su futuro desquite. ¡Patrañas! Pasaron diez años entre el estallido de la Fronda y el brusco cambio del alma del rey. Así pues, ése no fue el motivo. Su Majestad siguió siendo un joven tímido y soñador hasta mil seiscientos sesenta, más o menos hasta que se casó. Al año siguiente ya era el soberano inflexible del que tanto has oído hablar. ¿Quieres saber qué ocurrió ese año?
—La separación forzosa de madamisela Mancini —dije suponiendo la respuesta, mientras Atto asentía con la cabeza.
—Cuánto odio se derramó sobre aquellos dos pobres jóvenes: el odio de la reina madre, el de Mazzarino…
—¡Qué decís! Su tío, el cardenal, tendría que haber estado encantado.
—Ah, habría mucho que decir sobre ese tema… Por ahora, basta que sepas esto: aunque el cardenal fue muy hábil a la hora de convencer a toda la corte de que estaba poniendo trabas a ese amor por su supuesto sentido del honor de la familia, del deber con la monarquía y demás, yo, que no soy francés, no me tragué sus explicaciones. Conocía bien a Mazzarino, tenía sangre abruzesa y siciliana; para él lo único importante era el provecho personal y el rango de su familia. Nada más. —Atto hizo un gesto para dar a entender que sabía lo que se decía. Luego reanudó su narración—. Te decía, pues, que todos detestaban aquella historia de amor pero, como no podían tomarla con el rey, descargaron todo su odio contra la pobre Maria, a quien ya tenían ojeriza tanto los cortesanos como sus parientes.
—¿Por qué?
—En la corte la odiaban porque era italiana. Estaban hartos de todos los italianos que Mazzarino había llevado a París —respondió Atto, que se contaba entre aquéllos—. Su familia la aborrecía desde el principio: recién nacida, su padre le hizo el horóscopo y previó aterrorizado que causaría rebeliones y desgracias, y hasta una guerra. Obsesionado por la astrología, pasión que luego contagió a la madre de Maria, aun en su lecho de muerte pidió a su esposa que tuviese cuidado con ella.
La madre de Maria no se hizo de rogar: la atormentó durante toda su infancia. Siempre le sacaba a relucir sus defectos, también los físicos («¡Invisibles minucias!», afirmó Atto). No quería llevarla a París con sus otras hijas, a lo que accedió sólo después de los insistentes y tristes ruegos de Maria, que tenía entonces catorce años. Una vez en la corte, la madre la aisló cuanto pudo encerrándola en su habitación, mientras las hermanas menores eran admitidas al lado de la reina. En su lecho de muerte emuló a su marido: a su hermano el cardenal le confió primero sus otros hijos, y luego le rogó que recluyese a Maria, la tercera, en un convento, recordándole la predicción astrológica del padre.
La animosidad de su madre la hirió profundamente, comentó Melani con tono muy serio, y el toque masculino que Maria a veces manifestaba con los íntimos —sus risotadas, su andar un poco pesado y marcial, sus réplicas mordaces y siempre atinadas, pero más propias de un capitán de mercenarios que de una doncella— revelaba la poca fe que en su naturaleza femenina le habían inculcado las enseñanzas maternas.
—¡Femenina sí era, y mucho! —exclamó Atto.
Miró alrededor, como si buscase en el parque un rincón preciso, un lugar mágico en el que una presencia, una entidad cualquiera, pudiera confirmar sus pensamientos e hiciese carne el verbo. Enseguida volvió la vista hacia mí.
—Te diré más: era magnífica, perfecta, una criatura de otro mundo. Y no es un juicio mío, sino una verdad. Ahora bien, si se lo dijeses a quienes la han conocido (con la salvedad, quizá, de su esposo Lorenzo Onofrio Colonna, que Dios tenga en su gloria), puedes estar seguro de que mostrarían su sorpresa y disentirían. ¿Sabes por qué? Pues porque sus movimientos no se correspondían en absoluto con sus cualidades femeninas. En pocas palabras, no se comportaba como una mujer hermosa.
No es que no fuese atractiva, al revés, pero, en cuanto notaba que un hombre la miraba, se descomponía. Si estaba caminando, empezaba a renquear; si estaba a la mesa, se encorvaba; si estaba hablando, no callaba como cualquier muchacha tímida de su edad, porque tenía un ingenio demasiado despierto y vivaz. Así, cuando la veías contener el aliento en una conversación, podías estar seguro de que iba a tener una salida de tono rubricada con una risita. Eso dejaba helado al auditorio francés, nadie comprendía que manifestaba así su profundo malestar y, por ende, su gran pureza de corazón. Es más, todos querían despreciarla como a una simple pueblerina.
Por todo ello, su sinuoso cuello de cisne se tachaba de enjuto, sus ojos relumbrantes se consideraban duros, sus tupidos rizos morenos pasaban por secos y crespos, y la palidez de las mejillas (fruto de las miradas turbias y hostiles de la corte) se atribuía a una coloración naturalmente mortecina.
—En realidad, las mejillas de Maria no tenían nada de mortecinas: ¡cuántas veces las he visto encenderse por el ímpetu o el fervor de su joven espíritu! Y lo mismo se ha de decir de su boca, roja y grande, de dientes alineados y perfectos, que sin embargo ningún pintor se atrevió nunca a reproducir, por lo mucho que contrastaban con los pequeños labios entonces en boga, que recordaban el trasero de las palomas…
—Es una pena saber que tan gran belleza se haya mantenido oculta a sí misma —dije para apoyar el enfático ardor de Melani.
—No fue así toda su vida, por supuesto. La maternidad la transformó. Cuando la vi en Roma, joven puérpera, casada con el condestable Colonna, aunque su corazón roto se había quedado en París, todo su ser había conquistado la plenitud de la feminidad. Al convertirse en madre expulsó de sus miembros el atroz fantasma de su progenitora.
—Vos supisteis entender enseguida la auténtica naturaleza de Maria —apunté.
—No fui el único; también Su Majestad, pues se enamoró de ella. Aunque sin gran experiencia del bello sexo, el rey jamás se hubiese prendado de un rostro poco agraciado, insulso o simplemente corriente. Pero como te he dicho, Maria se había convencido, por los crueles juicios de su madre, de que tenía poca prestancia, de que era desgarbada y poco femenina. Fea, en una palabra. ¡Oh, si hubiese existido un pintor mago capaz de inmortalizar, sin ser visto, la imagen de Maria en aquella época! Yo habría comprado el cuadro al precio de mi propia sangre, porque cuando Maria era realmente ella misma, cuando se olvidaba de sus miedos, era espléndida. Ojalá alguna vez se hubiese cumplido el milagro de que alguien la inmortalizase en toda su naturalidad con cuatro pinceladas. Pero no, los retratos que le hicieron en la corte solo reflejan el empacho que le provoca posar para el pintor, la sonrisa forzada y la postura afectada; como creía ser, no como era.
En la época de sus amores con Luis, Maria aún se sentía una lechuza en una viga, no el ruiseñor que en realidad era. Sin embargo, esa circunstancia no le vino del todo mal. Una vez en Francia, en efecto, se sumió en el estudio, convencida de que debía suplir la gracia con la sabiduría. Así, en apenas un año y medio de formación en el convento de la Visitación, sacó más provecho que sus hermanas y primas, encerradas allí con ella. Gracias a su francés impecable, teñido del encanto exótico del acento italiano, a la apariencia de cultura en todos los campos (que en su caso era mucho más que una simple apariencia), a su amor visceral por la literatura caballeresca y la poesía —que le gustaba declamar— y, por último, a su pasión por la historia antigua, descollaba sobre las fatuas damas de la corte, que se permitían juzgarla de manera ofensiva.
Una vez que ingresó en la corte, Maria reveló un intelecto y un ingenio que superaban con creces a los propios de su edad. Dado su temperamento, que no concebía el amor sin desafío, no tardó en percibir en el soberano, su coetáneo, mucha materia bruta que sólo anhelaba ser forjada.
—Es lo que les sucede a muchos hombres jóvenes de mente despierta y, sin embargo, aniñados: materia aún inerte, pero lista para ser modelada, esencia primordial que invoca la sabia luz de un espíritu femenino, a la vez elevado y fuerte —añadió Atto levantando el índice al cielo en actitud didáctica, con lo que pretendía aparentar que sabía más de la materia femenina que las mismas mujeres—. Un creador con una obra de arte, Hefesto con el escudo de Aquiles, tal era la relación de Maria y Luis. Igual que el escudo aqueo, Luis ya era de factura exquisita; Maria, pues, podía darle la chispa divina de la fuerza, la bondad y justicia, que sólo derivan de un corazón feliz y satisfecho.
Aquella evocación parecía desgarrar el corazón y el alma de Atto, pero no por el esfuerzo que para él, antiguo enamorado de Maria, suponía hablar del amor que ella sentía por un rival imbatible. Otro, creí entrever, era su tormento. La elevación de la materia masculina por medio del espíritu femenino, hecho sobre el que ahora me instruía, era algo que el eunuco Atto había tenido que conseguir por sí mismo, en soledad.
—Había que plasmar aquella lava candente e informe en la sabiduría —continuó—, en la agudeza de ingenio y en la pureza del alma, en la prudencia y también en la confianza en el prójimo, esto es, volver lo puro como una paloma y prudente como una serpiente, según la palabra del Evangelista. El espíritu y el intelecto del Rey Cristianísimo estaban perfectamente preparados para dar ese paso —recalcó melodiosamente.
Éste era, pues, el camino que la vivaz mirada de Maria abría al joven y fogoso rey. Ella fue el primer deseo que tuvo Luis. Se le negó. Él la reclamó con todo su aliento, pero no infringió el orden constituido. Aún desconocedor de su propio poder, permaneció inmerso en los vapores novelescos de la adolescencia: un prolongado letargo en el que su madre, Ana, y el cardenal tuvieron cuidado de recluirlo por su propia conveniencia.
—¿Pensáis, pues, que el Rey Cristianísimo ha sufrido tanto que aún lleva las huellas de ese dolor en el alma?
—Peor. Para sufrir se necesita un corazón, y él ha renunciado al suyo. Es decir, ha permanecido ajeno a sí mismo; sólo así consiguió remontar el abismo de desesperación al que lo había lanzado aquella pasión truncada. Pero no se puede renunciar impunemente al propio corazón. San Agustín nos recuerda: la ausencia de bien genera el mal.
Así, el joven corazón del soberano dejó de sufrir muy pronto y se volvió gélido y cruel. El amor, que había logrado extraer de su naturaleza las mejores cualidades, hizo aflorar las peores cuando le fue negado.
—Su reino se convirtió, y así sigue, en el reino de la tiranía, la sospecha, el veneno, la arbitrariedad y la futilidad elevada al rango de virtud —susurró Atto con voz apenas audible, consciente de que las palabras que acababa de pronunciar podían perjudicarlo si llegaban a oídos hostiles.
Cogió el pañuelo y se enjugó con gesto cansado las gotas que le perlaban la frente y los labios.
—Despreció a todas las mujeres que tuvo después —prosiguió con renovada fogosidad—, como a su esposa María Teresa. O las veneró, para luego relegarlas, como hizo con su madre, Ana. O sólo las deseó carnalmente, como a sus numerosas amantes.
En cada una de ellas Luis buscaba a Maria pero, al no tener ya un corazón al que responder, precisamente a causa de aquella antigua pérdida, nunca buscaba su alma, ni siquiera cuando habría merecido la pena, como en el caso de la pobre madame de La Valliére. Y, casi sin darse cuenta, nunca permitió a ninguna ocupar el puesto de su antiguo amor; es más, acabó volviéndose abiertamente misógino. A su esposa, María Teresa, le prohibió participar en el Consejo del Reino, como, según la tradición, le habría correspondido, e inmediatamente después del matrimonio echó de él también a su madre, Ana de Austria. Luego, no obstante, la gratificó con un cumplido cuando, apenas muerta, afirmó que había sido «un buen rey», tan injurioso le parecía el género femenino. Trató, en resumidas cuentas, a todas sus amantes con suma crueldad.
—En mil seiscientos sesenta y cuatro dijo a sus ministros: «Os ordeno que, si notáis que una mujer, cualquiera que sea, impera sobre mí y me gobierna, me pongáis en guardia; me desembarazaré de ella en veinticuatro horas». Y estaba casado desde hacía tres años.
—Perdonad la pregunta —lo interrumpí—, pero ¿cómo podía Luis pensar en casarse con Maria, que no era de sangre real?
—Duda legítima, pero infundada. Te haré una pequeña revelación: ¿sabes que Su Majestad Cristianísima ya no es viudo, sino que ha vuelto a contraer matrimonio?
—¡No leeré las gacetas, pero, si hubiera una nueva reina de Francia, creo que lo habría oído por la calle! —exclamé presa de un incrédulo estupor.
—En efecto, no hay ninguna reina. Se trata de un matrimonio secreto, aunque es un secreto a voces. Se celebró una noche de hace diecisiete años, poco después de mi regreso a París. La augusta esposa, puedo garantizarlo, es, como poco, socialmente impresentable. Un pequeño ejemplo: de pequeña pedía limosna.
El rey quiso usar con madame de Maintenon (así se llamaba la elegida) una prerrogativa que veinticuatro años antes se le había negado con Maria, o que, mejor dicho, el propio Luis no se atrevió a reclamar: casarse con quien se le antojara, contra la voluntad de todos.
—Su gesto, empero, no fue más que una cáscara vacía —afirmó Alto con tristeza—. Madame de Maintenon no es Maria Mancini, sus cabellos no «huelen a brezo», como gustaba de repetir el joven rey, arrobado ante la exuberante cabellera de mi Maria.
Este matrimonio tardío, concluyó Atto con convicción, no había sido más que un homenaje silencioso y lejano al primer y único amor de su vida, y sólo había valido a la esposa «secreta» (todos lo sabían, pero nadie osaba mencionarlo) la cólera y el malhumor del rey, quien le daba a entender que podía desprenderse de ella cuando se le antojase.
—Así las cosas, ahora madame de Maintenon, al revés que Maria no puede permitirse la libertad de dar al rey el más mínimo consejo sin recibir una severa reprimenda. Sólo le cabe jactarse, como si ella misma hubiese elegido estar confinada en la sombra —añadió el abate con evidente desprecio.
¡El Rey Cristianísimo casado en secreto! Y además, según parecía, con una mujer de orígenes oscuros. ¿Cómo era posible? Mil preguntas afloraban a mis labios, pero Atto ya reanudaba el hilo de la narración.
—En conclusión, creo que el rey de Francia estaba dispuesto a casarse con Maria. De todos modos, has de tener presente —precisó Melani con tono enfático— que en aquella época Luis era rey sólo de nombre; de hecho, reinaban el cardenal Mazzarino y la reina madre. Nada en la absoluta condescendencia que Luis tributaba a su madre y a Su Eminencia permitía presagiar que las cosas pudieran cambiar. Luis, igual que había hecho su padre, Luis XIII, habría podido perfectamente dejar para siempre los asuntos de Estado en manos del primer ministro.
Ni el propio Luis llegó a pensar que las cosas pudieran cambiar. A los veintiún años aún estaba bien acurrucado bajo las faldas de su madre, a la sombra del cardenal, como un adolescente. ¡Sin embargo, desde hacía cinco años se había convertido en «rey mayor de edad»! La regencia de su madre había terminado hacía tiempo.
Luis nunca se opuso a los proyectos matrimoniales que Mazzarino dispuso para él, primero con Margarita de Saboya y luego con la infanta de España; ya sabía cuán transitorias eran tales promesas políticas. Además, en sus veintiún años de vida ni una sola vez se había rebelado contra sus tutores, nunca había puesto un «pero», menos una condición.
Pero sobre todo, prosiguió el abate, ¿qué le importaban a Luis los líos de la política, como las maniobras matrimoniales (eso creía) que Mazzarino urdía alrededor de él? Luis no vivía en la realidad de cada día: era demasiado vulgar y sórdida para él, o al menos eso pensaba.
Cuando trabaron amistad, Maria le leyó a Plutarco, las Vidas de hombres ilustres. En el fondo, nacida con el corazón de un caudillo, ella soñaba con convertirse algún día en «un hombre ilustre». El joven rey, deseoso de evadirse del desierto de la política que Mazzarino alentaba en torno a él, se entregó a esos relatos y se sintió finalmente un héroe.
A partir de entonces empezó a pensar de un modo distinto, más verdadero y sanguíneo, en los lejanos acontecimientos de la Fronda, en las humillaciones sufridas por su familia, enlodada por las manos de la plebe sublevada, en aquellos días trágicos que le habían robado, sin que él se percatara, el tiempo de la despreocupación.
Maria, pues, ama la poesía, la recita bien, con estilo y sensibilidad. Aconseja a Luis que lea novelas y versos, desde los historiadores del mundo clásico como Heródoto hasta los poemas caballerescos y bucólicos. Él se llena los bolsillos con ellos, los disfruta, revela una capacidad de juicio que asombra a la corte, donde nadie le conocía semejantes cualidades.
Está transformado, alegre, conversa con todos. Abandona la apatía áurea y amable que hasta entonces lo había subyugado y participa con ardor en las discusiones sobre este o aquel libro. Superponiendo sus rostros y sus nombres a los de los protagonistas de sus lecturas, Luis y Maria se proyectan en un universo novelesco del que se sienten los héroes.
La mañana de un hermoso día de sol, Luis ordena que se organice un almuerzo sobre la hierba en Franchard, un lugar rocoso y a trasmano, y lleva consigo toda una orquesta. Llegados al sitio, Luis se apea del carruaje, se llena los pulmones con el aire sano de la altura y, sin pensárselo dos veces, comienza a trepar hacia la cima de la colina. Parece un poco eufórico; todos lo miran con una mezcla de ansiedad y desaprobación. Maria lo acompaña, y él le sostiene caballerosamente el brazo durante el ascenso por aquellos peñascos abruptos y empinados. En cuanto llegan a la cumbre, Luis ordena que la orquesta y la corte se reúnan con ellos; unos y otros complacen su deseo, no sin riesgo y esfuerzo. Mientras se arañan las rodillas en las piedras, los cortesanos se miran desconcertados e impacientes. Ningún rey de Francia había escalado jamás montañas como un macho cabrío, y menos con una orquesta y la corte al completo. Tampoco Luis lo habría hecho, piensan, si no hubiera estado esa mujer, la italiana.
Otro día, en Bois-le-Vicomte, Maria y Luis pasean por una arboleda. De repente, quizá para ayudarla, él le ofrece el brazo. Maria tiende la mano, que choca ligeramente contra la empuñadura de la espada del rey. Entonces éste extrae de la funda el acero que había osado ser un obstáculo para la mano de Maria y lo arroja lejos, para castigarlo. Un acto de pueril caballerosidad, que enseguida circula por toda la corte.
Llevado por la ingenuidad de su pasión, Luis se ponía en ridículo, aunque nadie tuvo nunca el valor de decírselo. Además, todos consideraban que bajo tantas niñerías no podía ocultarse un sentimiento adulto.
—¡Los cortesanos se equivocaban! —exclamé.
—Sí y no —me corrigió Atto—. El entusiasmo que unía a Luis y María, y que ellos mismos aún no se atrevían a llamar amor, cobraba a veces, no puedo negarlo, los tonos infantiles y patéticos propios de la pasión de los jovenzuelos, pero sólo porque Luis, demasiado tiempo reprimido por su madre y por el cardenal, vivía por primera vez, a los veinte años y de golpe, en una confusa y ardiente mezcolanza, lo que su corazón ya habría querido experimentar a los dieciséis.
A los dieciséis años Luis XIV apenas había conocido una pálida iniciación amorosa. La reina se había opuesto, pero su padrino se había convertido en su cómplice: una vieja criada, alguna sirvienta dócil y experta, hasta una damisela de honor y una amistad superficial con una hermana de María. Pero nada —Mazzarino vigilaba—, nada que tocara el corazón del rey. El encuentro con María le había abierto las puertas del amor y Luis ya no quiso dar marcha atrás.
La ansiedad, la intemperancia, el rubor, los gestos teatrales…, el joven soberano sufrió con María todos los tormentos del niño al que empieza a despuntarle el vello, a una edad en que por norma un monarca ya ha asumido sus responsabilidades y su corazón ha probado ya las dificultades y durezas del arte de reinar.
—No es casual —argumentó el abate Melani— que la naturaleza masculina haya hecho voluble el corazón de los adolescentes. La mariposa sale de la crisálida y goza de su libertad volando de flor en flor; adquiere así prudencia y experiencia, y sólo después advertirá la urgencia de hacer su nido.
Del mismo modo, prosiguió Atto, el adolescente inexperto e imprudente consume su ardor como el fuego devora la paja: se enamora desesperadamente de una auténtica damisela o de la heroína de un cuento, y por ambas se siente dispuesto a partir en dos el globo con su espada. Pero su joven y voluble corazón muy pronto lo aparta de aquéllas y apaga su sed en las aguas desmemoriadas del Leteo. Luego todo vuelve a comenzar, nuevos sueños, nuevas lealtades y nuevas pasiones, nuevos propósitos desatinados, en la divina locura de los breves años de paso en los que el futuro carece de importancia.
Sin embargo, todo está destinado a disolverse en el olvido de un nuevo presente. Sólo permanecerá, en el umbral de los veinte años, una confusa reminiscencia, una vaga sensación de placer y de peligro. El nuevo hombre se mantendrá sabiamente alejado de esas corrientes impetuosas y, dirigiendo con prudencia la mirada hacia el futuro, pondrá a su corazón el freno de la cordura: elegirá con cordura a la madre de sus hijos y le prodigará luego toda su devoción conyugal.
—Sobre el corazón no se manda, don Atto —me limité a comentar.
—Sobre el de un rey, sí.
Al despertar, merced a María, de su demasiado largo letargo, Luis tuvo la desgracia de encontrar a la mujer de su vida demasiado pronto y demasiado tarde; era demasiado inexperto para conservarla y demasiado adulto para olvidarla. Su corazón bullía, su cordura estaba sometida a él. La razón de Estado, al fondo, era todavía un pensamiento remoto y oscuro.
Yo sabía perfectamente qué pasaba por la mente de Atto cuando se expresaba en aquellos términos: no sólo la juventud del Rey Cristianísimo, sino también la suya; sus años brillantes de cantante castrado recorriendo Europa, entre la música, el espionaje, el fiel servicio a los grandes señores, el peligro que le pisaba los talones y alguna inconfesable pasión amorosa que le encendía los sentidos.
En el preciso instante en que esa intuición me permitía captar su fervor, el abate hinchó el pecho y entonó una melodía.
Se dardo pungente
d’un guardo lucente
il sen mi ferí,
se in pena d’amore
si strugge’l mío core
la notte ed il dí…[2]
Yo sabía muy bien de quién era la mirada brillante que había herido el pecho del abate Melani. Era como si con la fuerza del pensamiento se hubiera introducido en las carnes de Luis, como un guerrero en una armadura, para saborear la dicha y el dolor de aquella pasión amorosa que le estaba prohibida.
Atto cantaba con un tono lastimero y desafinado. Habían pasado diecisiete años desde la última vez que lo había oído. En aquel tiempo su voz, antaño famosa por su timbre y su potencia, había perdido la mitad, si no más, de su vigor. No obstante, las arias que cantaba, de su maestro Luigi Rossi (el seigneur Luigi, como él lo llamaba), conservaban todo su encanto.
La voz aguda y resonante de Atto, celebrada en toda Europa tanto por el público más selecto de las cortes como por los grandes auditorios de los teatros, no era ahora más que un gorjeo débil e incorpóreo. Vacío de toda fuerza interior, su canto parecía la cáscara de una fruta que se ha quedado seca; se había vuelto inmaterial, transformándose de prestación canora en alusión sugestiva, de vocalización en susurro, de afirmación en recuerdo. Lo que oía era un simulacro, aunque extraordinariamente cincelado, de la voz del gran Atto Melani. De sus trinos no quedaba casi ninguna evidencia física, sólo la incierta reminiscencia de una magia perdida para siempre: una magnífica y sublime cita de sí mismo.
No obstante, aquel hilo de voz seguía siendo celestial, arrebatador y refinado, hablaba al corazón mil veces mejor que toda una escuela de sabios al intelecto. Desvanecidas la corporeidad y la potencia de su canto, quedaba, indefensa pero intacta, su íntima e inefable belleza.
Atto repetía ahora los siguientes versos, como si sus palabras tuvieran para él un sentido recóndito y desgarrador:
Se un volto divino
quest’alma rubó,
se amar é destino
resista chi può![3]
Aún lo atormentaba el recuerdo de Maria. Sentía que la había mirado a través de los ojos de Luis, rozado con la yema de los dedos de éste, besado con sus labios y, por último, que había percibido con el corazón del Rey Cristianísimo los latidos desesperados de la separación. Sensaciones que a Atto, año tras año, le parecían más verdaderas y reales que si las hubiera experimentado él mismo. Ya que su condición de eunuco le impedía llegar a Maria, había acabado poseyéndola a través del monarca.
Así se consumaba y renovaba aquel extraño amor a tres, entre dos almas separadas para siempre y una tercera, celosa guardiana de su pasado. A mí me tocaba el honor único y secreto de ser su espectador.
Melani interrumpió bruscamente su canto y, con un breve saltito, señal de que había recuperado el vigor, se separó del murete que le había dado protección y apoyo.
—Ya es hora de que entremos en la villa. Tiene que haber ahí alguien, maldición, que nos mande detener —dijo con una risita.
Me costaba romper el hechizo que la imagen de Maria, evocada por el abate con las palabras y con el canto, había dejado en mi espíritu.
—¿Un aria de vuestro maestro, el seigneur Luigi?
—Veo que no lo has olvidado —respondió—. No, ésta es de Francesco Cavalli, de su Jasón. Creo que ha sido la ópera más representada en el último medio siglo.
Dicho esto, se apartó de mi lado a grandes zancadas; no quería hablar más.
Jasón, o de los celos. Nunca había oído esa ópera tan famosa, pero conocía bien el celebérrimo mito griego de los celos que Medea, reina de Cólquide, tenía de Jasón, jefe de los Argonautas, enamorado de Isifile reina de Lemnos. Un amor a tres, justamente.
Nos dirigimos hacia el lado norte de la villa, opuesto al de la entrada. La puerta de acceso estaba coronada por un dístico:
Si te, ut saepe solet, species haec decipit alta;
nec me, nec Caros decipit arcta Domus.
Una vez más tuve la curiosa e inefable sensación de que las palabras escritas en los muros de la villa recordaban, o incluso reflejaban, una realidad desconocida.
Tanteamos la puerta. Estaba abierta. En el momento mismo en que posaba la mano en el picaporte, creí oír un frenético rumor de pasos y de objetos, como si en el interior alguien se levantara de repente de una silla. Miré a Atto: si había oído algo, no lo demostraba.
Franqueamos la puerta. Dentro no había nadie.
—No hay vestigio de las tres eminencias, según parece —comenté.
—No esperaba encontrarlos aquí, desde luego, pero podrían haber dejado algún rastro de su reunión, una nota, un apunte… Me bastaría saber en qué sala se han reunido. Son detalles que siempre resultan muy, muy útiles. La villa es grande. Parece que aquí nadie tiene ganas de vigilar; mejor para nosotros.
Nos hallábamos en un gran salón oblongo, alumbrado por la luz de las ventanas situadas a los lados. Enfrente de nosotros, una puerta cerrada. Aparentemente el salón estaba destinado a comedor de verano; por una ventana abierta entraba, suave y melancólico, el viento de poniente. En una salita contigua se entreveía una mesa para el juego de trucos, también llamado billar.
Avanzamos unos pasos con cautela, sin perder de vista la puerta del lado opuesto, imaginando que alguien acabaría saliendo por ahí.
En medio del salón había una gran mesa circular sobre la que descollaba una amplia bandeja redonda de buena madera blancuzca taraceada. Nos aproximamos. Atto empujó con cuidado la bandeja, que giró sobre sí misma.
—Brillante idea —comentó—. Los platos pueden pasar de un comensal a otro sin incomodar al vecino o contratar a un trinchante. Diría que Benedetti apreciaba las comodidades de la vida. Alguien debe haber salido de la sala poco antes de que nosotros entráramos —añadió un instante después.
—¿Por qué estáis tan seguro?
—Hay huellas en el suelo. Sus zapatos estaban manchados de tierra.
Nos separamos. Yo fui a explorar la parte del salón próxima a la entrada y Atto se encargó del resto.
Observé que en dos salientes de la pared, opuestos y simétricos, había sendos aparadores empotrados y del mismo color que la pared, de suerte que ocultaban discretamente las comodidades para las viandas y la bebida. Abrí los cajones. Estaban repletos de hermosa platería, con cubiertos de las formas y dimensiones más dispares, así como de utensilios para escamar el pescado y de largos cuchillos afilados para el servicio de carnes y de caza. Numerosos y variopintos eran los servicios de copas, cálices, vasos, cráteras, vasijas y tarros, botellas grandes y pequeñas de vino, bacías para los refrescos, jarras para el agua, tazones para caldos y bebidas calientes, todos de vidrio historiado, dorado y pintado, con alegres figuras de animales, amorcillos o decoraciones florales. El dueño de casa debía de amar los placeres de la vista no menos que los de la mesa; todo ello, para disfrutar del aire salubre del Janículo, entre el verdor de los huertos. A pesar de su extraño aislamiento, el Navío era realmente una villa de delicias.
Pegado a la pared, cerca de uno de los aparadores, había un tubo vertical de latón: empezaba a la altura de un hombre con una embocadura abocinada como una trompeta y ascendía hacia el techo, donde desaparecía. Atto notó mi mirada interrogativa.
—Ese tubo es otra de las comodidades de la villa —explicó—. Permite comunicarse con la servidumbre que se encuentra en las otras plantas sin necesidad de ir a buscarla. Basta hablar por él y la voz sale por las boquillas situadas en los otros pisos.
Me aparté del tubo. En cada postigo de las ventanas había pintados medallones de ilustres mujeres romanas: Pompeya, tercera mujer de César; Servilia, primera mujer de Octaviano; Drusila, hermana de Calígula; Mesalina, quinta mujer de Claudio, y muchas otras, como Cossutia y Cornelia, Marcia y Aurelia y Calpurnia (conté un total de treinta y dos), todas celebradas con solemnes inscripciones latinas con su nombre, estirpe y esposo.
Observarnos que encima de los arcos y entre ventana y ventana había otros dichos, todos ellos alusivos al sexo femenino; eran numerosísimos, hasta el punto de que estas páginas no bastarían para reproducir ni la décima parte:
De las mujeres, el quinto elemento es un natural devaneo.
Es más fácil encontrar dulce el ajenjo que en medio de mujeres gran silencio.
La mujer ríe cuando puede y llora cuando quiere.
Mujeres y gallinas fastidian a las vecinas.
Hombre y mujer en lugar estrecho parecen paja junto al fuego.
Interés más que amor suele atar el femenino corazón.
—Aquí todo está dedicado a las cualidades femeninas y a los placeres de la mesa. Es el salón de las mujeres y del paladar —apuntó Atto mientras observaba un medallón con el perfil de Plautia Herculanilla.
Hasta entonces, ocupados en hallar señales de la presencia de los tres augustos miembros del Sagrado Colegio Cardenalicio, cuyas huellas, de hecho, habíamos encontrado, aún no habíamos prestado atención a lo más interesante del salón: la rica serie de cuadros expuestos en las paredes. Atto se puso a mi lado mientras los contemplaba y caía en lo cuenta de que, como cabía esperar, el motivo de todos ellos era el mismo; a saber: rostros de hermosas mujeres.
El abate Melani comenzó a pasar rápidamente de un cuadro a otro sin siquiera leer los nombres que, alrededor de los marcos, indicaban la identidad de las damas. Conocía a la perfección todos y cada uno de los rostros (y le gustaba demostrarlo), porque los había visto personalmente o en otros retratos, y me enseñaba el nombre.
—Su Majestad Ana de Austria, añorada madre del Rey Cristianísimo —dijo, como si me la presentara en carne y hueso, mostrándome el rostro dulce y altivo de la difunta soberana, la mirada muy penetrante, la frente no vanamente alta, el cuello redondo pero noble, al que envolvía con amoroso respeto la gorguera escotada de organdí del suntuoso vestido de tafetán negro, con el corpiño adornado de brocado plisado, sobre el que se abandonaban suavemente sus regias y diáfanas manos—. Como tuve ocasión de contarte cuando nos conocimos, puedo afirmar que a la reina madre le gustaba sobremanera mi canto —añadió con una punta de coquetería, al tiempo que se ajustaba la peluca con un gesto rápido y discreto—, sobre todo las arias tristes, cantadas al atardecer.
Luego pasó a los retratos de la princesa Palatina, de la condesa Marescotti, de la añorada madame Enriqueta, cuñada del Rey Cristianísimo, todas retratadas de una forma tan noble y realista que se diría que acababan de almorzar en la mesa del salón.
Llegamos al último retrato, más a la sombra que los demás, pero siempre visible.
Puesto que a la mirada la instruye el deseo y a la palabra el intelecto, mis ojos abrazaron aquel rostro femenino y lo encontraron entre mis recuerdos antes de que el abate Melani anunciase su nombre.
Ya la había reconocido, pues, cuando él dijo:
—Madame Maria Mancini.
Era sin duda la muchacha que habíamos entrevisto a través seto, en el parque.
—Naturalmente, ha sido fruto de tu fantasía —dijo Atto después de escuchar mi explicación, mientras salíamos del salón y cruzábamos una puerta situada a la izquierda—. Has quedado sugestionado por un encuentro agradable e inesperado. Es normal; cuando tenía tu edad, me ocurría a menudo. —Al pronunciar estas palabras desvió la vista.
—De todos modos, no entiendo dónde se han metido la muchacha y su acompañante —objeté.
Atto no dijo nada. En las paredes del saloncillo había varios grabados en forma de cuadros que, con un hábil trampantojo, representaban bajorrelieves antiguos de singular gracia y hermosura. También aquí había una serie de retratos, pero esta vez masculinos.
Las paredes estaban adornadas con dichos referidos a la vida de la corte.
EL BUEN CORTESANO
Para adquirir mérito:
Sirva con puntualidad y modestia.
Hable siempre bien de su amo y nunca mal de nadie.
Alabe sin exceso.
Trate a los mejores.
Escuche más que hable.
Ame a los buenos.
Se gane a los malos.
Platique con dulzura.
Obre con prontitud.
No se fíe de nadie ni desconfíe de todos.
No cuente su secreto ni se preste a oír el de otros.
No interrumpa las explicaciones ajenas ni sea prolijo con las propias.
Crea que los demás tienen más dotes que él.
No emprenda obras que lo superen.
No crea fácilmente ni responda sin pensar.
Sufra y disimule.
LA CORTE
En las cortes siempre hay algún lobo con piel de cordero.
Contra las insidias en las cortes no hay mejor remedio que la retirada y la
lejanía.
La corte a menudo recibe consejo del pueblo.
La corte y la satisfacción son dos extremos demasiado grandes.
En el aire de la corte sopla por necesidad el viento de la ambición.
Los asuntos de las cortes no siempre caminan al paso de los más diligentes.
En la corte ni siquiera las más sinceras amistades están exentas del veneno de
las falsas sospechas.
La mayor parte de los cortesanos son monstruos con dos lenguas y dos
corazones.
—¡Sin embargo, a mí me parece que es la misma muchacha! —insistí, mientras Atto empinaba la nariz para leer los lemas
—¿Estáis seguro de que Maria Mancini tiene ahora casi sesenta años? La muchacha que hemos visto… en fin, es idéntica a la del cuadro, pero parece muy joven.
Dejó bruscamente de leer y me miró a los ojos.
—¿Crees que podría equivocarme?
Acto seguido volvió sus pupilas hacia los cuadros para ilustrármelos. Representaban a personas insignes de Francia e Italia: Pontífices, poetas, artistas, científicos, soberanos y allegados, ministros de Estado.
—Su Santidad el difunto papa Alejandro VII; Su Santidad el difunto papa Clemente IX; el caballero Bernini; el caballero Cassiano dal Pozzo; el caballero Marino; Su Majestad el difunto Luis XIII; Su Majestad Reinante Luis XIV; Monsieur, hermano de Su Majestad Luis XIV…
Mientras pronunciaba los nombres pasando apresuradamente de un cuadro a otro, tuve la sensación de que mi pregunta sobre la edad de Maria Mancini lo había dejado bastante alterado. En realidad Atto debía de tener razón: no podía haber visto a Maria en el parque, no sólo porque aún no había llegado a Roma, sino porque, si tenía más o menos la misma edad que el Rey Cristianísimo, ahora debía de contar más de sesenta años.
—… Su Eminencia el difunto cardenal Richelieu; Su Eminencia el difunto cardenal Mazzarino; el difunto primer ministro Colbert; el difunto superintendente Fouquet… —Se detuvo—. «Sufra y disimule» —susurró repitiendo uno de los lemas que acabábamos de leer en las paredes de la sala.
—¿Cómo decís?
—«¡La mayor parte de los cortesanos son monstruos con dos lenguas y dos corazones!». —Sonrió mientras citaba teatralmente ese otro lema, como si quisiera ocultar, valiéndose de una gracia, un pensamiento desagradable.
—Se ha hecho tarde —observó el abate observando el cielo violeta en cuanto salimos del Navío.
La inspección no había dado muchos frutos. No habíamos encontrado rastro de los tres cardenales, fuera de las huellas de zapatos, y ya no teníamos tiempo para explorar toda la villa.
—Ahora vuelve a tus faenas en los jardines de la villa. Mantén la boca cerrada y haz como si no pasara nada.
—Debo poner remedio a los daños del robo antes de que regrese Cloridia…
—Yo te lo reembolsaré todo por el doble de su valor; así tu mujercita se consolará enseguida. Quiero que vuelvas aquí esta tarde, después de vísperas. ¡Y ahora vete! —me ordenó con un tono sumamente brusco.
Atto estaba nervioso. Muy nervioso.