Querido Alessio:
Ahora que habéis llegado al final del escrito de mis dos amigos, permitidme que me despida brevemente de vos. Esta vez, para verificar la autenticidad de los hechos narrados, no he tenido que hacer indagaciones. En efecto, he recibido además un disco que contiene todas las piezas musicales que se citan en el texto, así como un apéndice de pruebas documentales. Feliz circunstancia, pues, desde el lugar donde me encuentro, sin duda no habría podido llevar a cabo ninguna investigación, y tampoco encontrar una grabación de la tan desconocida como fascinante folía de Albicastro, o un aria inspirada en El pastor Fido.
Os dejo ahora el placer de comprobar si todo cuanto se afirma en el texto que acabáis de leer es cierto. La labor es menos ardua de lo que podéis suponer. Además, los intérpretes anónimos de las piezas del disco, que adjunto a este escrito, os harán buena compañía.
Como leeréis en las páginas siguientes, Rita y Francesco han encargado a dos grafólogos el examen de la firma del testamento de Carlos II de España. El resultado ha sido inequívoco: es falsa.
No os adelanto nada más. De todos modos, sé que aún estáis esperando que os explique por qué os envío este texto. Es muy simple: porque en Roma, cerca del Santo Padre, seguramente tendrá más fortuna que aquí, en las manos de un pobre obispo degradado a cura, en la lejana Tomi. Pero no os vayáis a lanzar al vuelo con vuestra túnica de preciada tela por los pasillos y las habitaciones más reservadas; no merece la pena. En este sentido, permitidme que os recuerde aquella advertencia del poeta latino Ovidio, mi compañero de desdichas, citado por Atto Melani: «Tú eres mortal, Faetón, y no lo por ti deseado».
Creo que terminaréis dando suerte a mis dos amigos. «¿De qué manera?», os preguntaréis con sarcasmo, pero también —lo sé— con inquietud.
La respuesta está en la mente de Dios, quem nullum latet secretum.