Octava Jornada

14 DE JULIO DE 1700

—¿Qué insinúas con eso? ¿Que soy un ignorante?

El pobre Buvat calló enseguida, abrumado por el tono agrio de Atto.

Esa mañana el abate estaba sumamente alterado. Buvat acababa de regresar de la ciudad y nos había encontrado hablando muy concentrados, tratando de dar con la manera de introducirnos en la Congregación del Oratorio sin que nos descubriesen los padres de San Felipe. Atto había zaherido a su secretario en cuanto éste intentó meter baza.

—Jamás me lo permitiría, señor abate —se defendió Buvat con gesto vacilante—, pero…

—Pero ¿qué?

—Veréis, resulta que es innecesario ocultarse de los padres de San Felipe, pues, como decía, permiten las visitas.

El abate Melani y yo nos miramos boquiabiertos.

—Además —continuó Buvat—, el propio Virgilio Spada emplazó su colección en un lugar accesible, que en realidad constituye un auténtico museo, hecho para satisfacer la curiosidad de muchos visitantes.

Aunque en su juventud había vestido el uniforme de soldado al servicio de España, Virgilio Spada, por lo que nos explicó Buvat, era hombre muy religioso, cultivado y erudito, buen amigo del gran arquitecto Borromini, al que, medio siglo antes, había introducido en la corte del papa Inocencio X. Requerido por el Pontífice para que pusiese en orden el gran hospital del Espíritu Santo de Saxia, se ganó el nombramiento de limosnero secreto de Su Santidad. Además, gracias a sus dotes espirituales lo habían recibido fraternalmente en la pía Congregación del Oratorio, llamada así porque su creador, san Felipe Neri, había celebrado sus primeras reuniones espirituales en el oratorio de San Jerónimo de la Caridad, y luego en el de Santa Maria in Vallicella, donde ahora se encontraba la sede de la Congregación del Oratorio, y también la colección de Virgilio.

—¿Cómo diantres lo sabéis? —preguntó Melani.

—Sin duda recordaréis que en los pasados días, cuando recorrí las bibliotecas en busca de información sobre los cerretanos, fui también a la Vallicelliana, que se encuentra precisamente en el oratorio de los padres de San Felipe, con quienes departí larga y placenteramente. Entonces podría haber echado una ojeada a la colección de Virgilio Spada, si me hubieseis dicho que pensabais que los objetos que tanto os interesan se hallaban allí.

Melani bajó la mirada y farfulló rabiosamente para sí un par de comentarios obscenos.

—Está bien, Buvat —dijo luego—. Llevadnos a ver a vuestros amigos oratorianos.

—Aquí seguramente está lo que buscáis —dijo el joven religioso girando la llave en la cerradura de una gran cómoda de dos puertas.

Era una sala alegre y luminosa, pero resultaba severa por las vitrinas, las cómodas y las estanterías de nogal que, repletas de toda suerte de objetos, la tapizaban y le daban el aspecto de una sacristía.

—Nadie sabe que estos objetos, los objetos que buscáis, están aquí. Puede que lo recuerde sólo algún miembro de la familia Spada —añadió el religioso con una mirada que delataba su deseo de averiguar por qué estábamos al corriente de que se encontraban en ese lugar.

—Efectivamente, así es —dijo Atto sin satisfacer la curiosidad del oratoriano, que se quedó ayuno de información.

Nos hallábamos en la sala del oratorio de los padres de San Felipe dedicada a museo, una habitación esquinada de la segunda planta, entre la piazza de la Chiesa Nuova y una callejuela llamada via de’Fillipini.

Previamente habíamos tenido que realizar una pormenorizada visita de toda la colección de Virgilio Spada: monedas romanas, medallas de todas las épocas, bustos antiguos y modernos, relojes solares, espejos cóncavos, lentes convexas, gnomones, piedras volcánicas, cristales, piedras preciosas, colmillos de seres monstruosos, zarpas de grandes bestias, dientes y huesos de animales misteriosamente transformados en piedra, famélicas mandíbulas de seres desconocidos, vértebras de elefante, conchas gigantescas, caballos marinos, aves y rapaces disecados, cuernos de rinoceronte y cornamentas de ciervo, caparazones de tortuga, huevos de avestruz y pinzas de crustáceos, además de candiles de los primeros cristianos hallados en las catacumbas, tabernáculos, vasijas y ánforas romanas, griegas y persas, copas, jarras, tinajas, vasos lacrimatorios, cálices de hueso, monedas chinas, esferas de alabastro y mil diabluras más, a cuya ilustración asistimos suspendidos entre la maravilla y la impaciencia.

Después de más de media hora de visita guiada (fatigosa pero necesaria, pues habríamos llamado demasiado la atención si hubiéramos inquirido enseguida por el motivo de nuestro interés), Atto formuló la pregunta fatídica: ¿la colección no contaba por casualidad con tres objetos muy apreciados por el buen Virgilio Spada y que eran así y asá? El oratoriano nos condujo entonces a una habitación contigua, donde el globo de Capitor por fin apareció ante nosotros, triunfal y orondo. El abate y yo, reprimiendo el entusiasmo, lo examinamos sin excesivo interés, como si se tratase tan sólo de una obra hermosa del arte humano.

—Ya lo tenemos, chico, ya lo tenemos —me susurró el abate Melani dominando a duras penas su júbilo, mientras nuestro guía nos conducía hacia el segundo objeto, la copa con el centauro. Una vez más, disimulamos nuestro interés.

—Don Atto, es la que figura en el cuadro, no hay duda —tuve tiempo de decirle al oído.

El momento crucial, empero, no llegó sino al final, cuando la gran llave negruzca giró en la cerradura y accionó el mecanismo que recluía, a saber desde hacía cuánto tiempo, el tercer regalo. El oratoriano abrió las dos puertas y extrajo un objeto de aproximadamente un brazo de largo y dos de ancho, muy pesado y envuelto en una tela gris.

—Aquí está —dijo colocándolo con prudencia en una mesilla y quitándole la tela—. Hemos de tenerlo bajo llave porque es especialmente valioso. Bien es verdad que aquí nadie entra sin anunciarse, pero nunca se sabe.

Apenas oíamos las palabras del padre oratoriano, siempre cortés, pues la sangre nos latía con fuerza en las sienes y nuestros ojos ansiaban reemplazar sus manos para descubrir más prontamente el objeto que tanto habíamos buscado.

Por fin lo vimos.

—Es… precioso —se le escapó a Buvat.

—Es obra de un maestro holandés (al menos eso cuenta la tradición), cuyo nombre, sin embargo, se ignora —se limitó a decir el sacerdote.

Pasados los primeros instantes de emoción, pude finalmente deleitarme contemplando las formas refinadas del plato, las finas decoraciones del borde, las exóticas conchas y las filigranas caprichosas, y sobre todo la maravillosa escena marina central, en la que dos tritones surcan las olas arrastrando el carro de dos divinidades, sentadas la una al lado de la otra, con las partes pudendas apenas cubiertas por un manto dorado: un hombre con aspecto de Neptuno empuñando un tridente y la nereida Anfítrite, que, bien abrazada a su esposo, lleva las riendas. Ambas estatuillas, repujadas en plata, atraían la mirada, pues estaban en el lecho dorado del plato, el cual tenía una pequeña lengüeta de oro que tapaba, como si de un paño se tratara, las partes pudendas de las figuras.

Mientras yo observaba la divina pareja, Atto se acercó para escrutar una minúscula inscripción. Hice lo mismo y también me puse a leer. Las letras estaban grabadas a los pies de las dos divinidades:

MONSTRUM TETRÁCHION

—¿Deseáis ver algo más? —preguntó el oratoriano, mientras Atto, sin haberle siquiera pedido permiso, cogía el plato y con ayuda de Buvat revisaba atentamente las dos estatuillas de plata.

—No, padre, os damos las gracias por todo —respondió finalmente el abate—. Ahora sólo nos queda despedirnos de vuestra merced. Ya hemos visto todo lo que queríamos.

—El significado más correcto de monstrum es «maravilla», «cosa maravillosa». Pero ¿qué sentido tiene escribir monstrum tetráchion, es decir, «maravilla cuádruple»?

Tan pronto como estuvimos en la calle, alejándonos del oratorio de los padres de San Felipe rumbo al Tíber, Atto empezó a interrogarse sobre el significado de la inscripción. Teníamos que apresurarnos para llegar al Navío. Era casi mediodía y, como había anunciado Cloridia dos días antes, los tres cardenales se reunirían una vez más; podía ser nuestra última oportunidad de espiarlos, o al menos nuestro último intento, dado que hasta ahora habíamos fracasado siempre.

—Permitidme, señor abate —lo interrumpió Buvat.

—¿Qué pasa ahora? —espetó nerviosamente Melani.

—En realidad, monstrum tetráchion no significa «maravilla cuádruple».

Atto, desconcertado, miró a su secretario con las cejas un tanto arqueadas y refunfuñó en voz baja.

Tetráchion, como naturalmente sabéis, es una palabra de origen griego. Ahora bien, en griego «cuádruple» se dice tetraplásios, no tetráchion. Por otra parte, tetráchion no debe confundirse tampoco con tetrákis, adverbio que significa «cuatro veces» —explicó el secretario, mientras a Atto se le subían los colores a causa de la humillación.

—Entonces ¿qué quiere decir tetráchion? —pregunté, dado que al abate le faltaba el aliento para hablar.

—Es un adjetivo, cuya traducción es «con cuatro columnas».

—¿Cuatro columnas? —repetimos incrédulos Melani y yo.

—Estoy seguro de lo que digo. En cualquier caso, se puede verificar en un buen diccionario de griego.

—Cuatro columnas, cuatro columnas… —canturreó Atto—. ¿No habéis notado nada curioso en las dos estatuillas, las divinidades marinas?

Buvat y yo reflexionamos por unos instantes.

—En efecto —respondí rompiendo el silencio—. Están en una posición asaz singular, sentadas juntas, y si no me equivoco Neptuno tiene la pierna izquierda entre las de Anfítrite.

—No sólo eso —apuntó Buvat—. Tampoco se distingue la pierna derecha del dios de la izquierda de la nereida. Es como si las dos estatuillas estuviesen… completamente unidas. Sí, están entrelazadas por un costado, o por un muslo, no lo sé, tanto es así que al verlas me dije: «Qué raro, parecen un solo ser».

—Un solo ser —repitió Atto pensativo—. Es como si tuviesen, ¿cómo diría yo?, cuatro piernas en dos —añadió en voz baja.

—Entonces las cuatro columnas son las piernas —deduje.

—Es posible, sí, en términos lingüísticos sin duda es posible, puedo confirmarlo —declaró Buvat, cuyo intelecto, que tal vez carecía de audacia, era incomparable cuando cogía el toro de la erudición por los cuernos.

—Buvat —dijo el abate—, permitidme que, abusando de vuestra admirable ciencia, os pregunte si, en vez de por «maravilla cuádruple», monstrum tetráchion puede traducirse por «monstruo con cuatro piernas» o «con cuatro patas».

Buvat, tras reflexionar unos segundos, sentenció:

—Sí, desde luego. En latín monstrum significa tanto «prodigio» o «maravilla» como «monstruo». No obstante, no entiendo adónde nos lleva todo esto…

—Bien, es suficiente —zanjó Atto.

—En resumidas cuentas, ¿qué es el Tetráchion, don Atto? —pregunté—. Si en verdad es el heredero al trono de España, parece que se trata de un animal.

—Ignoro qué es el Tetráchion. Es más, para ser sincero, sé aún menos que antes, pero tengo la sensación de que si damos otro paso estaremos cerca de la respuesta. Siempre sucede lo mismo: inmediatamente antes de la solución de una verdad de Estado, todo parece confuso; cuanto más avanzas a tientas en la oscuridad, más te aproximas, hasta que de pronto todo se esclarece.

Mientras explicaba así nuestros progresos, cruzamos el puente sobre el Tíber y empezamos a ascender a grandes zancadas por el monte del Janículo en dirección a nuestra meta.

—Sólo falta una tesela del mosaico —prosiguió Melani—. Cuando la tengamos, quizá resolvamos el enigma. Me pregunto de dónde ha salido la palabra Tetráchion. Tenemos que formular un par de preguntitas a cierta persona. Confiemos en que ya haya llegado a la villa Spada. El tiempo apremia; Spada, Albani y Spinola no tardarán en reunirse en el Navío. Démonos prisa.

Nuestra primera exploración en el jardín de la villa Spada dio un resultado negativo. Romaúli, según nos dijeron los otros criados, andaba por ahí, pero nadie sabía exactamente dónde; como casi siempre estaba agachado, se ocultaba con facilidad entre los setos y los parterres.

—¡Voto a bríos! —imprecó Atto—. Necesitamos recurrir a algo.

Buvat y yo lo seguimos a su aposento. En cuanto entró, fue corriendo hacia su mesa y se apoderó de un objeto que ya me era familiar: el catalejo. Lo apuntó hacia el jardín, pero en vano.

Bajamos enseguida y fuimos hacia el lado opuesto de la villa. Esta vez, tras una rápida observación Melani murmuró con tono satisfecho:

—Te he pillado, maldito florista.

Ya sabíamos dónde estaba.

Tan puntual en el cumplimiento de sus tareas como el despuntar del sol y de la luna, Tranquillo Romaúli no podía dejar de regar los lirios de San Antonio, que muy poco antes había plantado en los jardines de la villa Spada y requerían cuidados constantes e intensos. Estaba mojando con precaución los diáfanos cálices lanceolados, reunidos en graciosos racimos, cuando nos presentamos ante él y lo saludamos con toda la cortesía que nos permitían la prisa y la emoción.

—¿Lo veis? Con los lirios, el terreno ha de regarse generosamente, pero nunca hay que empaparlo —dijo sin responder a nuestro saludo—. En realidad, en esta época deberían estar en reposo, pero yo he conseguido un cruce, que…

—Señor maestro florista, permitid que os hagamos una pregunta —lo interrumpí con amabilidad—. Una pregunta sobre el Tetráchion.

—¿El Tetráchion? ¿Mi Tetráchion? —dijo, mientras el rostro se le enternecía sólo de pensar en su criatura.

—Sí, señor maestro florista, el Tetráchion. ¿Dé dónde habéis sacado el nombre?

—Ay, es una historia un poco triste —contestó dejando en el suelo la regadera, con el rostro marcado por algún recuerdo lejano.

Por suerte, no se extendió demasiado en la explicación. Años atrás, Romaúli no se dedicaba solamente a las flores: estaba casado. Como yo sabía muy bien, su difunta esposa era una diestra comadrona, que enseñó su arte a Cloridia y trajo al mundo a nuestras dos niñas. Por lo que se desprendía de su relato, fue la pérdida prematura de su esposa lo que empujó a Romaúli a entregarse en cuerpo y alma a la jardinería, en el vano intento de espantar las sombras indelebles del luto. Poco después del triste suceso, los deudos de su mujer le pidieron que les dejase como recuerdo algún objeto personal de la difunta.

—Les regalé unas joyas, dos cuadritos, una imagen sagrada y los libros de trabajo.

—Es decir, libros para comadronas… —lo espoleó Atto.

—Sirven para conocer los accidentes de los partos difíciles y para instruir sobre las distintas clases de matriz y sobre otras cosas —respondió el florista.

—¿Y de qué libro tomasteis el término Tetráchion?

—Oh, bueno, no me acuerdo, todo eso lo entregué hace muchos años. Los detalles los he olvidado. En realidad, el nombre no es más que un recuerdo, un recuerdo de mi pobre esposa.

Habíamos averiguado suficiente.

—Gracias, muchas gracias por vuestra paciencia, y dispensadnos si os hemos importunado —dije, mientras Atto ya se alejaba sin despedirse hacia la verja de la villa. Romaúli nos miraba sorprendido.

Corriendo di alcance a Atto, que acababa de salir a paso de carga sin siquiera dignarse mirar a dos cardenales que, sin embargo, se habían vuelto hacia él para saludarlo. Por su parte Buvat, por orden de su amo, se había dirigido hacia el casino de la villa.

—Ve en busca de tu mujer —me explicó Melani—. Tenemos que encontrar el libro del que el maestro florista sacó el nombre. Quiero el autor, el título, el número de página, todo.

Nos alejamos rápidamente de la villa Spada. El Navío nos esperaba.

—¡Malditos sean Tranquillo Romaúli y su verborrea! Lo sabía; han vuelto a desaparecer.

Era mediodía. Habíamos entrado en la villa de Benedetti, pero, como en las ocasiones anteriores, no había el menor rastro de los cardenales.

—La cita estaba fijada para esta hora —observé cuando terminamos de inspeccionarlo todo.

Nos hallábamos en el segundo piso. Cerca de nosotros, el cuadro de Pieter Boel yacía en el suelo.

—Es como si tuviese un torpe defecto de factura —comentó Atto.

Inclinado sobre el lienzo, el abate comparaba el retrato del plato de Capitor con el original, que tan detenidamente habíamos contemplado hacía apenas un rato en el museo de los padres oratorianos.

—Justo lo que ya había observado: lo que a primera vista parece la pierna derecha de Anfítrite se desplaza hacia el lado izquierdo de Poseidón —continuó el abate—. Asimismo, la que aparenta ser la pierna izquierda del dios en realidad se desplaza hacia la nereida.

—Entonces yo estaba en lo cierto —intervine—. Sencillamente tienen una pierna entrelazada en la del otro.

—Al principio yo también pensé eso —repuso—, pero mira bien los dedos de los pies.

Yo también me incliné para observar la pintura.

—Es verdad, los dedos gordos… —exclamé sorprendido—. Pero ¿cómo es posible?

—La postura en que están no les permitiría entrelazar las piernas. Por consiguiente, la pierna derecha es de la nereida y la izquierda, de Poseidón.

—En resumidas cuentas, es como si el orfebre hubiera pegado mal las piernas a los lados de las estatuillas.

—En efecto. Lo cual resulta bastante extraño en un artista capaz de producir una obra de arte como ésta. ¿No te parece?

—Tenemos que regresar al oratorio de los padres de San Felipe y pedir que nos enseñen de nuevo el plato.

—No creo que sirviese de mucho. Lamentablemente no hay forma de comprobar a cuál de las estatuillas están fijadas las piernas. Lo intenté con el original, pero ¿ves esa pequeña banda que atraviesa horizontalmente los costados de las dos divinidades para tapar sus partes pudendas?

—Sí, ya me había fijado en ella.

—Pues bien, el orfebre la soldó en las estatuillas, de forma que no se pueda descubrir el misterio. Lo único que me pregunto es por qué… —Melani se interrumpió con una mueca de rabia y contrariedad—. Él otra vez, el holandés loco. ¿Cuándo va a parar?

Surgido, como tenía por costumbre, de no se sabía dónde, Albicastro tocaba de nuevo; orgulloso e indomable, el motivo de la folía resonaba una vez más en las salas del Navío. Al poco rato entró en la habitación en que nos encontrábamos.

—Gracias por el cumplido, señor abate Melani —dijo con tono plácido el violinista, que había oído el comentario de Atto—. Telémaco, hijo de Ulises, venció a los pretendientes precisamente gracias a su locura.

Melani resopló.

—Enseguida me marcho, no os preocupéis —añadió amablemente Albicastro al reparar en el gesto descortés de Atto—. ¡Pero recordad a Telémaco, os será útil!

Era la segunda vez que el holandés mencionaba a Telémaco. Sin embargo, ninguna de las dos yo había entendido el sentido de sus palabras. Conocía a Homero y la Odisea sólo en líneas generales, porque había leído la trama muchos años antes en un libro de historias griegas. Me acordaba de que Telémaco había fingido locura ante la asamblea de los pretendientes que habían invadido el palacio de su padre, Ulises, entregándolos así a la matanza en que éste acabaría con la vida de todos ellos. Empero, se me escapaba el sentido del consejo de Albicastro.

—Don Atto, ¿qué habrá querido decir? —pregunté cuando el holandés se hubo marchado.

—Nada, sencillamente está loco —declaró con brusquedad Melani, que cerró con un fuerte portazo no bien salió el músico.

Volvimos al retrato. Sin embargo, al cabo de unos segundos oímos de nuevo el penetrante son del violín de Albicastro y de su folía. Melani, irritado, puso los ojos en blanco.

—En el cuadro no hay rastros de la inscripción que figura en el plato —dije tratando de centrar su atención en la imagen del Tetráchion—. Es demasiado pequeña para reproducirla correctamente.

—Sí —convino Atto pasados unos instantes—. O quizá Boel no quiso reproducirla. O tal vez alguien le ordenó que no lo hiciese.

—¿Por qué?

—Lo ignoro. El orfebre que creó el plato pudo también hacer las piernas así adrede, atendiendo a un encargo.

—¿Y por qué?

—¡Pardiez, chico! —exclamó Atto—. Sólo estoy haciendo suposiciones. ¡Tú también puedes ejercitar un poco el intelecto y buscar respuestas! ¡Y, sobre todo, di a ese holandés que pare de una vez! Quiero meditar en silencio. —Dicho esto, se puso las manos en los oídos y se dirigió hacia la escalera.

Era sumamente raro que el abate Melani montase en cólera. La música de Albicastro no podía molestar ni afligir tanto, pues no sonaba demasiado fuerte. Tuve la impresión de que, más que el volumen, era su tema, la folía, lo que sacaba de quicio a Atto. O quizá, pensé, lo irritaban más el propio Albicastro, el soldado violinista, y su extravagante filosofía. El abate no solía tachar de locos a sus adversarios. Con Albicastro, que sin embargo no era su enemigo, lo había hecho. Se diría que los razonamientos del holandés lo sulfuraban sobremanera.

—Bien, don Atto, ahora mismo bajo a decírselo…

El abate, sin embargo, había desaparecido de mi vista.

—Déjalo estar, buscaré un lugar mejor —lo oí decir desde alguna habitación cercana.

Enseguida procuré dar con él. Creí que estaría en el saloncito central de la segunda planta, en medio de los cuatro apartamentos, pero ahí no había nadie. Ahora bien, estaba seguro de que Atto no había ido a las plantas inferiores; en efecto, en la escalera principal no se oía ningún ruido procedente de abajo. Fui entonces a la escalera de servicio, donde por fin oí sus pasos, pero, en vez de bajar, subían.

—No hay quien aguante esto —imprecaba mientras avanzaba hacia el piso de arriba.

Cuando empecé a subir, lo entendí. Como ocurriera la primera vez que nos encontramos con Albicastro, el sonido del violín se amplificaba desmesuradamente en la pequeña escalera de caracol, con ecos que transformaban la agradable melodía en una especie de batahola infernal. La caja de la escalera tenía tal resonancia que parecía que no sonaba sólo un violín, sino cincuenta o cien, y que todos tocaban la misma pieza y desafinaban una nota, lo que convertía el tema simple y lineal de la folía en un canon impetuoso y envolvente, que se enroscaba en el oyente con sus espiras vertiginosas y cada vez más estrechas, como las de la escalera de caracol que ahora Atto y yo recorríamos a pocos pasos el uno del otro, él huyendo de la música; yo, siguiéndolo.

—¿Adónde vais? —pregunté a gritos para imponer mi voz a la ensordecedora orquesta de los mil Albicastros que se retorcían como espíritus inquietos en el hueco de la escalera.

—¡Aire, quiero aire! —respondió—. Aquí me asfixio.

Durante el ascenso lo oí toser una vez, dos, y luego tuvo un tremendo ataque, un acceso ronco y doloroso con visos de catarro, de sofocación, de garganta destrozada y pulmones abrasados. Bien es verdad que en el Navío había mucho polvo, pero aquel acceso, aquel resuello de Atto permitía colegir que tenía el humor seriamente alterado. Su alma estaba afligida, su cuerpo buscaba aligerarse de peso huyendo de la folía.

—Don Atto, a la mejor abriendo una ventana… —exclamé.

No dijo nada. Tal vez no me había oído. En efecto, para mi sorpresa observé que, a medida que subía, la música aumentaba de intensidad, pese a que al principio nos había parecido que el sonido del violín de Albicastro procedía de abajo.

—La de arriba es la planta de la servidumbre, y está vacía —indiqué a voces, mientras procuraba dar alcance a Atto.

Llegué enseguida, pero el abate había seguido subiendo.

Ya habíamos estado en la tercera planta, hacía dos días, pero habíamos llegado hasta ella por la escalera de honor, que no tenía más tramos. Ahora, pues, estábamos ante un nuevo hallazgo. A diferencia de la principal, la escalera de la servidumbre conducía hasta la parte superior del Navío, la terraza.

Subí los últimos y angostos escalones y, como un alma que es recibida en el Paraíso, escapé de la oscuridad de la escalera y del estruendo artificial de la folía para salir a la luz diáfana y radiante de la terraza.

Encontré a Melani medio desplomado en el suelo, tosiendo aún, como si acabase de librarse de morir asfixiado.

—Maldito holandés —murmuró—. Que se vaya al diablo con su música.

—Habéis tenido un acceso de tos —observé, mientras lo ayudaba a levantarse.

Ni siquiera me respondió. Había alzado la vista y miraba atónito la belleza del espacio que se extendía ante nosotros, delimitado por un muro coronado de bellos tiestos de piedra con motivos florales. En el muro había unas anchas aberturas ovales, a través de las cuales se disfrutaba de un amplio panorama y se dominaban todas las villas de alrededor. En las cuatro esquinas se alzaban las pequeñas cúpulas que sobresalían en el Navío y que permitían distinguirlo desde lejos; los cuatro pequeños luquetes, revestidos de cerámica de colores variados, tenían en la punta veletas para reconocer los vientos, cada una terminada a su vez en una cruz, que ofrecían un bellísimo ornamento a la terraza.

—Pese a todas las pesquisas que hemos hecho, hasta ahora no habíamos descubierto este mirador. Admira, chico, esta maravilla y esta paz.

Le temblaba el bastón. El acceso de tos, aunque breve, lo había dejado bastante maltrecho. Era de nuevo el Atto viejo y cansado del primer día.

Me dio la espalda y se dirigió hacia el lado corto de la terraza, que estaba orientado al sur y daba a la via di San Pancrazio, la calle por la que se entraba en el Navío.

Acodados en una baranda de hierro forjado en forma de hojas, durante unos minutos contemplamos la soberbia vista de los pinos y las viñas que rodeaban el Navío, los solemnes muros de la Ciudad Santa, la puerta de San Pancrazio y, por último, muy lejano y secreto, el reflejo plateado del sol sobre las olas del mar.

Luego nos dirigimos hacia el extremo de la terraza que daba al norte. Ahí se alzaba un gracioso edificio, una especie de pequeño pabellón, rematado por una galería colgante con lirios de Francia en sus cuatro esquinas, a la que se subía por dos escaleras de hierro ubicadas a los lados.

Subimos por la de la izquierda y al punto nos asombró la magnificencia del panorama que, así a la izquierda como a la derecha, ofrecía a la vista la triunfal grandeza de la Urbe Eterna. Ante nosotros se desplegaban, en una glorificación de símbolos de la fe, un enjambre de cúpulas benditas, un bosque de santas cruces, pináculos audaces, venerables campanarios y tejados rosados de nobles palacios, rodeados por las colinas que desde tiempo inmemorial protegen a la cuna de la cristiandad. Me acordé de los consejos que Virgilio Spada diera a Benedetti, y que Atto me había referido pocos días antes: construir la villa como fortaleza de sabiduría que estimulase a los visitantes a profundas reflexiones de fe y de intelecto.

Volví entonces la mirada hacia los jardines del Navío, hacia el gran emparrado del paseo de entrada; como había señalado el abate, Benedetti recibía a los visitantes con uvas, símbolo cristiano del renacimiento.

—Estamos en la proa —dijo el abate.

En la arquitectura naval del Navío, en efecto, la galería colgante era una metáfora del tajamar.

Como dos almirantes en el puente, contemplábamos ante nosotros la colina del Vaticano, guardiana de las cosas que no perecen jamás. El Navío osaba apuntar su proa hacia los palacios apostólicos, como si dijese: «Yo también custodio un trozo de eternidad». Claro, pensé, ¿acaso el Navío no era el lugar del renacimiento, donde se anudaban los hilos rotos del pasado y el presente? ¿No era eso lo que había sucedido cuando yo mismo había asistido a las apariciones del joven Luis y su amada Maria, a sus escaramuzas amorosas? ¿Y también cuando en el jardín avistamos la imagen del superintendente Fouquet, sereno, libre, todavía no hundido por la calumnia y la desgracia? Esas visiones habían recreado para nosotros lo que la Historia había negado a aquellos personajes. El teatro de lo que debiera haber sido y no fue; eso era el Navío.

Tan elevada labor era lo que hacía reclamar a aquel velero un lugar al lado de la colina del Vaticano. San Pedro, roca de la fe, y a su lado el otro guardián de las cosas eternas, el Navío, fortaleza de la justicia expulsada de la estela de la Historia.

Y así, mientras en aquella pequeña terraza suspendida sobre el infinito el viento me levantaba los lazos de la camisa, por unos instantes me sentí un intrépido marino en la proa de una nueva Arca, embarcación milagrosa capaz de salvar el justo sino y protegerlo en otro tiempo.

Atto se encargó pronto de cortar el vuelo de mi fantasía haciéndome volver a las cosas presentes.

—Puede que tú te hayas formado una idea precisa.

Enseguida entendí a qué se refería.

—No —dije—. Lo único que deduzco es que se trata de un monstruo. Si la previsión es acertada, un monstruo con cuatro patas está a punto de ascender al trono de España. Pero no me parece que tenga mucho sentido.

—Lo sé. No he dejado de pensar en ello, pero no se me ocurre nada. Me temo que hasta que tu esposa nos consiga el libro que consultó Romaúli no sacaremos nada en limpio.

—Espero que Cloridia sea rápida, como tiene por costumbre.

—Bajemos —dijo finalmente el abate—. Quiero echar otra ojeada al cuadro.

Fue entonces cuando hicimos el descubrimiento.

—¡Fíjate! —exclamó Atto—. Por ahí es por donde pasan.

Sólo se veía desde ahí, desde ese ángulo. En efecto, en todo el edificio no había otro punto de observación tan alto y orientado hacia el noroeste como la escalera en que nos hallábamos, desde la cual se distinguía en el muro del jardín una portezuela por la que se accedía furtivamente a una calle que discurría a un costado del Navío. Por dentro quedaba hábilmente oculta por una barrera de plantas y zarzas. Si se desconocía su existencia, era imposible encontrarla. ¿Adónde se iba una vez fuera? Lo vimos con nuestros propios ojos, ya que un grupito, tal vez la escolta de uno de los tres cardenales, entraba por una portezuela parecida en una villa ubicada al otro lado de la calle, propiedad de un noble genovés llamado Torre.

Aguzando la mirada descubrí más lejos a los tres purpurados, que paseaban tranquilamente por los jardines de Torre.

—Ya sabemos por qué Spada, Spinola y Albani se citan siempre en el Navío —dijo Atto—. Confunden a quien intenta perseguirlos entrando aquí y luego desaparecen misteriosamente. En realidad se reúnen en la villa de Torre. Para tu amo, Spada, es una solución perfecta; dispone cerca de su finca de un excelente escondite para sus reuniones secretas, esto es, la villa de Torre, y un lugar para enturbiar las aguas, el Navío. No es casual que hasta hoy siempre nos haya despistado.

El abate Melani hablaba sin apartar la mirada del trío. De pronto estiró el cuello y entornó los ojos para ver mejor lo que ocurría, pero estábamos demasiado lejos. Por excepcional que fuese nuestro punto de observación, nos iba a resultar inútil. Entonces el abate se dio una palmada en la frente.

—¡Necio de mí! La fortuna me asiste y yo la desprecio.

Introdujo la mano en su chaqueta y extrajo un cilindro largo y estrecho: el catalejo. Lo llevaba consigo desde que localizamos a Romaúli en el jardín de la villa Spada, pues desde allí habíamos ido directamente al Navío.

Tras escrutar brevemente al grupo me entregó el artilugio óptico.

—Ahora mira tú, te servirá de experiencia.

Pegué el ocular a la pupila.

El cardenal Spinola meneaba ligeramente la cabeza, como si dudase, mientras Spada y sobre todo Albani le hablaban con vehemencia. En realidad aquello no duró mucho. A unas palabras de Albani, Spinola asintió con un gesto sin excesiva convicción, o eso me pareció desde aquella distancia; acto seguido Albani lo cogió del brazo con visible satisfacción y los tres continuaron su camino. Atto me quitó entonces el catalejo y se puso de nuevo a observar.

A la luz de lo que había averiguado la noche de la víspera leyendo las misivas entre Melani y la condestablesa, aquel episodio ya no tenía misterios ni siquiera para mí. Los tres cardenales debían ofrecer a Su Beatitud Inocencio XII consejos sobre el asunto de la sucesión de España, con el fin de que el Papa pudiese responder de la mejor manera posible a la solicitud de ayuda que le había formulado el rey de España, Carlos II. Así pues, las tres eminencias tenían que acordar una línea común; un gesto de enorme importancia política, dada la inminencia del cónclave, que podía depararles la fortuna o la ruina. A todas luces Spinola no compartía enteramente el parecer de los otros dos prelados.

Mientras Atto espiaba ávidamente la reunión de los tres purpurados, lo observé una vez más. Estaba inquieto, y yo sabía por qué. ¿Aquellas reuniones, en las que casi con plena seguridad se decidía la elección del nuevo Papa, eran imparciales? Apenas dos días antes habíamos sabido por Ugonio que Albani era cómplice del embajador del Imperio, el conde Von Lamberg. Además, Spada era el secretario de un Papa napolitano, que por tanto apoyaba a los españoles. Spinola, por su parte, como había leído en la última carta del abate, se inclinaba por el imperio. Los intereses franceses, al parecer, no los representaba nadie. Sin duda, eso no debía de agradar a Atto. Por si eso fuese poco, Von Lamberg y Albani se habían adueñado de su tratado sobre los secretos del cónclave, del que con toda probabilidad pretendían valerse para perjudicarlo.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté.

—Si bajamos a investigar por ahí sólo conseguiremos que nos descubran los guardias de Torre.

—¿Entonces?

—Me doy por vencido. La fiesta en la villa Spada está a punto de concluir, mañana todos los invitados se habrán marchado. Nunca sabremos sobre qué confabulan esos tres hombres.

La seráfica resignación que traslucían las palabras de Atto no hizo sino confirmar mi convicción. Ahora sabía que su presencia en la villa Spada no guardaba relación con las reuniones secretas, el cónclave ni la sucesión de España, sino con la misión de amor que le había encomendado el Rey Cristianísimo, a saber, que convenciese a Maria Mancini de que lo recibiese.

—Vayamos a echar una última ojeada al cuadro —dijo al fin—, aunque ya he perdido la esperanza de comprender algo. Luego iremos a ver si Buvat ha encontrado a Cloridia.

Bajamos por la escalera de hierro y, justo cuando nos aprestábamos a enfilar la de servicio para volver a la segunda planta, oímos la voz:

El espejo de los locos

a esto denomino,

donde, a fe mía, cada loco se ve

e identifica rostros

idénticos al suyo.

Era el inconfundible timbre de Albicastro, aunque ligeramente apagado. Provenía del pabellón sobre el que reposaba la pequeña terraza.

—Otra vez el holandés loco —gimió el abate Melani—. Como no tenía bastante con el violín, ahora arremete con su condenado Sebastián Brant. Pero ¿qué hace Albicastro ahí dentro? ¿Y cómo ha conseguido entrar? —preguntó irritado.

—Es raro, sí. Si hubiera subido a la terraza, lo habríamos visto —señalé.

—Oh, al diablo —dijo Atto, y abrió la puerta del pabellón, en la que antes no habíamos reparado. Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado.

El pabellón estaba vacío. No había ni rastro de Albicastro. Curiosamente, la luz era escasa. Entraba por dos ventanas de la pared frontal, que daba a San Pedro. Los cristales estaban parcialmente ahumados, con el fin de reducir drásticamente la luminosidad y (eso barrunté) de dificultar los movimientos de los visitantes. El espacio, de forma cuadrangular, tenía dos columnas en el centro, quizá para sostener la terraza. Atto y yo estábamos codo con codo, y la verdad es que resultaba reconfortante sentirlo pegado a mí en un lugar tan extraño. De pronto volvimos a oír al holandés.

Quien bien se mira pronto aprende

—y su mente al punto colige—

que no ha de tenerse por lo que no es

ni por sabio tomarse.

Una voz incorpórea, sin lugar ni destino. A buen seguro aquellos versos eran los típicos desatinos de Albicastro, pero daba la impresión de que para llegar hasta nosotros habían atravesado una dimensión que desvirtuaba la materia sonora y desvaía sus propiedades. Quizá sería más atinado decir que era la voz del fantasma de Albicastro. Parecía provenir de la izquierda.

Nos volvimos, pues, hacia ese lado.

Estaba ahí; mejor dicho, ambos estaban ahí mirándonos. Qué explicación tan cómicamente cruel, pensé en un disparatado rayo de humorismo, mientras contemplaba al ser uno y doble y él nos miraba. Tras la voz fantasmal de Albicastro, el Tetráchion nos arrebataba con toda su carnal evidencia, tan estúpidamente animal.

Nos miraban a la vez, con esa expresión bobalicona que sólo el mentón de los Habsburgo, su mandíbula monstruosamente protuberante, puede conferir a un rostro humano; los ojos disparejos, uno salido y otro metido, el cuello torcido, los cuerpos deformes: uno esmirriado, como acontece a muchos seres maltratados por la naturaleza; el otro hinchado. Sus costados fundidos entre sí y las piernas oscilantes y espantosamente enroscadas, cual tentáculos de un monstruo marino, daban a ese ser el desdichado destino de los gemelos que comparten un solo cuerpo.

Incapaz de abrir la boca, levanté una mano como para protegerme los ojos y vi que el pobre ser (o uno de los dos, pero ¿cuál?) me hacía un gesto, tal vez un saludo, o quizá me rogaba que lo dejásemos en paz. Sus facciones, como hechas de azogue, empezaron a deformarse aún más: el mentón de uno se hundía, al tiempo que la frente del otro despuntaba; un pecho se retorcía en un atroz espasmo, mientras la mano elevada del otro se volvía zarpa, pezuña, muñón. ¿Qué fuerza repugnante y espantosa dominaba aquellas carnes, aquellas pieles, aquellos huesos, y los deformaba con el mismo poder cruel que el disector ejerce sobre los cadáveres vacíos de sus bestias?

Sin la menor contemplación por el triste espectáculo del monstrum tetráchion ni por el horror que nos inspiraba, la voz de Albicastro sonó una vez más, guasona y feroz como esas pinturas grotescas en las que la Muerte, esqueleto andante con la guadaña al hombro, pasea tranquilamente entre damas y caballeros emperifollados, aprestándose a segar:

El puré de los locos nunca olvidé,

pues me gustaba el espejo:

el Orejas de Burro es mi hermano.

Luego no quedó nada. Sólo horror, locura y desesperación, mi grito, nuestra huida precipitada escaleras abajo y enseguida por la calle, sin preocuparnos por el otro, y por último, el dolor de haber encontrado en el abismo misterioso del Navío un segundo abismo poblado de monstruos, de tristes males, de muerte.

—¿Sabéis quién es Ulisse Aldrovandi?

—No; no lo sé —oí responder a mi voz, hueca y descolorida como mi rostro.

Estábamos en los aposentos de Atto, en la villa Spada, donde Buvat había convocado a Cloridia. Seguían temblándome las piernas, pero había recuperado el suficiente aplomo para escuchar voces ajenas, o al menos para fingir que lo hacía.

—¿Qué te pasa, marido mío?

—Nada, nada —contesté, al tiempo que con la mirada le indicaba la expresión ceñuda de Atto y le hacía entender con un gesto que en ese instante no podía explicarle nada—. Cuéntanos qué has averiguado.

Cloridia había tenido éxito enseguida, aunque no había encontrado el libro, sino algo todavía mejor. Ahora podía explicarnos qué era el Tetráchion.

—Vuestro secretario, señor abate Melani, me ha pedido que os hable de algo sumamente curioso —empezó.

—¿Por qué curioso?

—Es una materia de la que se ocupan pocas personas, una materia oscura, diría. Trata de cosas sobre las que las comadronas en realidad no están obligadas a saber, aunque siempre terminamos sabiendo un poco de todo: medicina, anatomía, filosofía natural —dijo con una mueca expresiva.

—¿Y cuál es esa materia tan inusual?

—La ciencia de los fetos anormales y de la generación de prodigios y portentos. La ciencia de los monstruos.

—¿De los monstruos? —preguntó Atto, en cuyo rostro percibí por un instante la misma expresión de terror que había adoptado en presencia del Tetráchion.

Cloridia nos hizo saber entonces que existía una literatura muy amplia sobre el particular. Entre los ejemplos más ilustres, citó los Deux livres de chirurgie, de Ambroise Paré, primer cirujano del rey de Francia, publicado hacía más de un siglo, o el más reciente Monstrorum historia, del muy docto boloñés Ulisse Aldrovandi, que contenía una lista de los casos más célebres de parto monstruoso o de cuerpos contra natura.

—Por ejemplo, el famoso caso del etíope nacido con cuatro ojos, el de un hombre que vino al mundo con cuello y cabeza de grulla, el de otro que nació con cabeza de perro —dijo Cloridia con aire de querer ponernos a prueba.

La lista de partos monstruosos, de la naturaleza o del hombre, seguía con niñas velludas, lactantes con piernas caballunas, recién nacidos que tenían la forma de un pez vestido con hábito de monje, criaturas que parecían escorpiones, que tenían dos manos en cada brazo y grandes orejas de burro, o cara de lobo; otros tenían el cuerpo de un chivo bípedo, zarpas de rapaz, tetas fláccidas, alas de demonio, garras de águila y busto de cánido; los había también con apariencia de sirena (pero sexo masculino), con cabeza de diablo, con cuernos, con orejas caprinas, con grandes fauces bestiales, con lengua bífida, con manos sin más dedos que el pulgar, con aletas crestadas en brazos y espalda, con cola de foca; asimismo había seres con vientre de mujer, una pata de cerdo y otra de gallina, una mano humana y la otra en forma de pezuña, cabeza de asno, una cabeza de gallo en lugar de la cola, el cuerpo entero cubierto de plumas, e incluso espeluznantes entes en forma de pez-puerco, con aletas palmeadas y prensiles, ojos humanos que salen de las escamas de los lados y boca con colmillos; por último, un notable ejemplo de monstrum cornutum & alatum: cara de oso, sin brazos, enorme pene fusiforme terminado en punta, una pierna cubierta de plumas, alas de águila, un ojo en la rodilla y el pie izquierdo en forma de aleta.

—Bien, bien, ya he tenido suficiente —protestó Atto, tan asqueado como yo por las descripciones—. ¿Qué es, pues, el Tetráchion?

—El Tetráchion, señor abate Melani —respondió Cloridia con tono sutilmente sarcástico—, puede resultaros algo indigesto, como algunos de los pobres seres, casi todos ellos abortados o nacidos muertos, que me acabáis de oír mentar.

—¿Y por qué?

—Es otra clase de naturaleza desafortunada. En el lenguaje de los especialistas, se trata del célebre caso que tuvo lugar en París en mil quinientos cuarenta y seis. Una mujer, embarazada de seis meses, dio a luz una criatura con dos cabezas, cuatro brazos y cuatro piernas. El doctor Paré, que describió dicho caso, efectuó el examen anatómico del pequeño y en su interior halló únicamente un corazón. Así concluyó, siguiendo el célebre postulado de Aristóteles, que en realidad no eran dos niños, sino uno. Con toda probabilidad la malformación fue fruto de carencia de materia o de defecto de la matriz, que era muy pequeña, pues, queriendo la naturaleza crear dos niños, no pudo porque halló la matriz demasiado angosta, de modo tal que el semen, al verse constreñido y encerrado en exceso, se coaguló en un globo, lo que dio lugar a dos niños unidos.

—¿Y esos dos seres o, mejor dicho, ese ser tenía… cuatro piernas? —preguntó Atto.

—Dos cabezas, cuatro brazos y cuatro piernas.

Atto bajó la mirada y arrugó la frente, mientras con los ojos del pensamiento volvía a la visión infernal que había compartido conmigo.

—Ahora bien, también existen ejemplos de Tetráchion menos graves, por decirlo así —continuó Cloridia.

—¿A saber?

—El de dos niños gemelos, perfectos en todo, pero unidos en una parte del cuerpo sólo por la piel. O el de dos niños unidos por un miembro, el brazo o la pierna, y por consiguiente deformes. Lamentablemente estos dos casos vienen a ser, desde su nacimiento, iguales a los más graves, motivo por el cual es imposible separarlos, so pena de que se les quiera matar. Hay que dejarlos crecer y, si llegan a la edad adulta, se les puede operar con poco daño; a lo sumo, quedan cojos.

Tanto me había espantado la visión del ser (o los seres) que habíamos hallado en el pabellón de la terraza que no podía tener la certeza de que se correspondiera exactamente con el retrato hecho por mi sagaz consorte. Con todo, en un detalle sí coincidía: en el número cuatro. El cuatro contenido en el Tetráchion, el ser que se sustenta en cuatro columnas. Como en la representación (ciertamente estilizada y mejorada) de las dos deidades del plato de Capitor.

—De todos modos, hay cosas peores —comentó Cloridia.

—Cosas peores… —repitió Atto un poco aturdido—. ¿Qué queréis decir?

Cloridia explicó que aludía a entes inauditos como el monstrum triceps capite vulpis, draconis & aquilae, que antaño rondaba por las orillas del Nilo y que tenía un brazo y una garra de águila, cola caballuna, patas con plumas que terminaban en dos pies, una aleta, una pata de perro y tres cabezas. O como el monstrum bifrons, que una francesa diera a luz en 1555; tenía dos lados, como el dios Jano, con cabeza, brazos y piernas tanto detrás como delante. O como el monstrum biceps caudatum, nacido el 26 de octubre de 1598 en una pequeña ciudad entre Augeria y Tortona: dos niños, con su correspondiente columna vertebral, pero unidos por el costado derecho, de suerte que cada uno de ellos tenía un brazo y una pierna, pero en medio, en lugar de las otras dos piernas, había una enorme y horripilante excrecencia carnosa.

—Decidme sólo una cosa más, doña Cloridia —la interrumpió Atto—. ¿Por qué causa nacen estas monstruosidades?

Mi esposa explicó entonces que, para no ser imperfecto, el parto ha de cumplir cinco condiciones: que el niño nazca en el lugar adecuado, en el tiempo oportuno, con facilidad, con accidentes que se curen con las purgas habituales, y con los miembros sanos y perfectos. El parto que incumpla alguna de estas condiciones será imperfecto, y muy imperfecto si las incumple todas. Si la criatura nace con alguna manquedad recibirá el nombre de monstruo; si las tiene todas, será un trozo de carne informe que recibirá el nombre de mola.

Mas la causa principal reside en la imaginación de la madre. Si una mujer desea con ahínco algo, puede plasmar en el infantil cuerpo la imagen de la cosa por la que suspira. Ahora bien, ¿qué mujer puede ser tan tonta como para desear cosas espantosas que la hagan engendrar hijos monstruosos? La respuesta es que en la generación de los monstruos no hace falta el deseo; basta que la puérpera vea algo monstruoso, aun sin desearlo.

—Se trata de un hecho natural que se produce casi a diario. Si vemos a alguien bostezar, también bostezamos; si vemos brotar vino del odre, nos entran ganas de orinar; si vemos un trapo rojo, nos saldrá sangre de la nariz; si vemos a otro tomar una medicina, o prepararla en la botica, se nos moverá el cuerpo y haremos de vientre tres o cuatro veces. Por esta misma causa, cuando el asesino topa con el cuerpo del asesinado, de las heridas de éste mana más sangre.

Atto no rebatió las palabras de Cloridia. Él mismo había atribuido a una teoría semejante (la de los corpúsculos volantes) la aparición de Fouquet, Maria y Luis en el Navío. ¿Por qué, pues, no aceptar que la imaginación de la madre, tan estrechamente ligada al fruto de su vientre, puede determinar en el feto tamañas y tantas mutaciones?

—Sea como fuere, la comadrona —prosiguió Cloridia— debe bautizar enseguida a los monstruos, pues éstos suelen vivir muy poco tiempo. Para ser exactos, debe bautizar dos veces a un monstruo con dos cabezas o dos bustos, pero una sola vez al que tiene cuatro brazos o cuatro piernas.

En el supuesto de que se reconozca en el monstruo un cuerpo completo y, en cambio, no se distinga el otro, se bautizará primero aquel que con plena seguridad sabemos que pertenece a la especie humana, y luego el otro, pero sub condicione, es decir, el bautizo sólo será válido si Dios establece que también el segundo posee alma, algo que únicamente Él puede ver bajo la apariencia de las deformidades.

—Como habéis visto, no mentía cuando os dije que las monstruosidades de los fetos son una materia sumamente curiosa —comentó Cloridia—. Asimismo, es algo muy placentero de contar a la mujer que acaba de parir una criatura sana y hermosa. Las historias y las teorías sobre los monstruos coronan los dolores que ha sufrido en el parto y la reaniman sobremanera, mientras descansa a la espera de tener las secundinas y las purgas.

—¿La reaniman? —masculló Atto, cuya verdosa palidez hacía temer un ataque de estómago.

—Desde luego —exclamó con entusiasmo mi mujercita—. Existen, en efecto, criaturas monstruosas cuya descripción resulta muy agradable, con cabeza de perro, de ternera o de elefante, de ciervo, de oveja o de carnero, o con patas de cabra u otro miembro semejante al de un animal. O criaturas que poseen más miembros de lo normal, dos cabezas o cuatro brazos, pongamos por caso, como vuestro Tetráchion. O los monstruos fruto de dos especies distintas, como el hipocentauro, mitad hombre y mitad caballo; el minotauro, mitad hombre y mitad toro, o el onocentauro, mitad hombre y mitad asno. Está luego la leyenda de Gerión, rey de España con tres cabezas, que…

—¿Cómo? —volvió a interrumpirla Melani—. ¿Un rey de España con tres cabezas?

—Exacto —confirmó Cloridia advirtiendo el interés de Atto—. Se cuenta que eran tres niños que nacieron unidos entre sí y que reinaron en gran concordia.

—Decidme algo más del tal Gerión, doña Cloridia —pidió Atto enjugándose con un pañuelo el sudor que le perlaba la frente.

—No hay mucho que contar —repuso mi mujer—. ¿No hay en el escudo de los reyes de España un águila bicéfala? Pues bien, esa águila no es sino el recuerdo de un parto múltiple e imperfecto, que tuvo lugar entre los Habsburgo en la noche de los tiempos.

Contuve el aliento. Era el momento de hablar, de explicar a Cloridia lo que nos había pasado.

Mas Atto guardó silencio. Comprendí que procedía así por vergüenza y porque no se atrevía a referir a mi esposa un suceso tan increíble. De todos modos, para explicarse el abate habría tenido que reconocer nuestra deshonrosa huida. Yo, por mi parte, no quise romper su silencio; el secreto nos pertenecía a los dos.

No era casual que en España, continuó Cloridia, todas las clases de embarazos extraordinarios y anómalos se hubiesen estudiado en profundidad. El ibérico Antonio Torquemada, en su libro Jardín de flores curiosas, escribe, por ejemplo, que si osos y babuinos se mezclan con mujeres pueden nacer hombres perfectos y juiciosos. Y narra la historia de una sueca que se unió con un oso y la de una portuguesa que; condenada a muerte y dejada en medio de un desierto, quedó preñada de un babuino; las dos engendraron hombres perfectos. Habla también del caso de una mujer y un perro, que fueron los únicos supervivientes del naufragio de un buque que iba a las Indias Orientales Arribados a un lugar desierto e infestado de fieras llamado Tartaria, el perro defendía a la mujer de los ataques de las bestias, y entre ellos hubo amor. Ella quedó encinta y dio a luz un hombre perfecto. Este hombre se unió a su madre y engendraron muchos hombres y mujeres sabios y perfectos, que llenaron todo el reino. Los descendientes del perro guardaron memoria de su ancestro y todavía hoy no saben dar un título más elevado a su emperador que el de «gran can».

—De ser eso cierto —añadió mi esposa, cada vez más divertida por el desconcierto que mostrábamos Atto y yo—, también los Scaligeri, señores de Verona, que tuvieron en su familia muchos miembros llamados Cane della Scala, e incluso Cangrande della Scala, serían de raza canina.

El abate Melani no tardó en pedirnos que nos marchásemos. Lo miré de hito en hito y advertí que había rebasado el límite de sus fuerzas. La tremenda visión que habíamos tenido que soportar en el Navío lo había dejado rendido y ahora precisaba descansar. Además, ésa era la última noche de los festejos. Y Albani iba a estar presente.

Una vez a solas con Cloridia, la informé de los últimos acontecimientos. Permaneció un momento pensativa y, cuándo le pedí su opinión sobre el tema, sólo me dijo:

—Estáis indagando más de la cuenta. Hay cosas que no se deben tocar. Más vale que te ocupes de que el abate Melani te entregue la dote para nuestras niñas.

Antes del espectáculo final, que empezaría cuando hubiera anochecido, la tarde estaba consagrada a entretenimientos variados y placenteros. Así, se había preparado un frontón y en la tienda del famoso pelotero Horatio, sita en la piazza del Ficco, habían comprado para los jugadores las más perfectas raquetas y pelotas (también llamadas bolas volantes). A poca distancia se había dispuesto otro campo para el juego de las bochas.

Pero había pocos participantes, pues muchos de los invitados preferían ahorrar fuerzas para la larga noche de entretenimientos y de francachela que los esperaba. En efecto, el cardenal Spada había mandado levantar en los jardines pabellones a la turca con velos de seda muy fina, ligera y opalescente, traída expresamente, según se contaba, de Armenia (nunca se había visto nada semejante en Roma), de colores muy vivos, ricamente ornada y sumamente grata a la vista. Quien lo desease podría abrir el techo al cielo estrellado, y se encenderían braseros nocturnos que despedían humos olorosos. Los huéspedes que no quisieran abandonarse al sueño podrían acomodarse en generosas otomanas, donde lacayos ataviados con llamativos atuendos sarracenos les servirían discretamente hasta el amanecer toda clase de delicias, con lo que a un tiempo disfrutarían del exotismo de la decoración y de un marco inusual y caprichoso.

Ante el escaso número de jugadores de frontón y de bochas, don Paschatio me eximió rápidamente de prestar servicio a aquellas señorías, a cambio de lo cual me encargó la preparación de los pabellones turcos. Tenía que desenrollar tapices y alfombras, colocar los braseros, abrillantar jofainas de latón y llenarlas de agua perfumada para lavarse las manos, poner gran número de toallas en cada pabellón, et cetera, et cetera.

Mientras andaba en todo ese trajín, pensaba en el abate Melani. Como sabíamos por Ugonio, su tratado sobre los secretos del cónclave pasaría al día siguiente, jueves, de las manos de los cerretanos a las del cardenal Albani. ¿Qué haría el secretario de los Breves, que había tenido con Atto discusiones tan ásperas? Tal vez esa misma noche se acercaría al abate para proponerle algún sórdido cambio y comprometerlo aún más: yo no te hundo, con tal de que tú me hagas este favor…

O podía optar por esperar al día siguiente, a la visita de los invitados al palacio Spada, para crear un escándalo delante de todos arrojando el manuscrito de Atto a los pies de los otros ministros del Papa, empezando por el cardenal Spada. Todos tendrían entonces ocasión de leer los datos más reservados sobre los cónclaves, las intenciones más ocultas de Francia, la verdadera opinión del abate sobre decenas y decenas de cardenales y los pecados que aquél revelaba sobre éstos en ese informe secreto sólo destinado a los ojos del Rey Cristianísimo.

Toda la vida del abate Melani, una larga existencia dedicada a conjurar trampas, injurias, amenazas, enredos, estaba a punto de tocar a su fin. Su vocación de acróbata de la política, en equilibrio entre el espionaje y la diplomacia, estaba al borde del fracaso: en unas horas, o a más, tardar al día siguiente, toda la discreción que había usado durante décadas, toda su prudencia, sus tapaderas… Sí, todo se iría al traste bajo el peso de la infamia y la delación, y quizá no en secreto, sino ante las altas jerarquías de la Iglesia de Roma, las mismas de cuyo perfecto conocimiento se vanagloriaba. ¿Cabía imaginar un epilogo peor?