Octava Noche

14 DE JULIO DE 1700

Tras tantas celebraciones y festejos había llegado el final. En esa última noche de algarabía habría de alcanzarse, según había dispuesto el cardenal Spada, el clímax del júbilo y de la maravilla. Para el adiós solemne se había previsto un gran espectáculo pirotécnico, o de fuegos de artificio, como lo llaman algunos. Máquinas efímeras, cohetes y girándulas deslumbrantes iluminarían la noche romana suscitando la admiración y el estupor en los cuatro rincones de la Ciudad Santa. Si hubiese gozado de buena salud, hasta el Santo Padre habría podido admirar desde su ventana la magia que los artificieros contratados por don Paschatio (sin descartar, por supuesto, que aún podía haber deserciones entre aquéllos) estaban preparando en los prados de la villa. Los nobles invitados ya estaban cómodamente sentados en la hierba, donde se había instalado gran número de sillas, sillones y otomanas para quienes llegaran a última hora.

A pesar de las aventuras que había vivido cada día con Atto, del montón de preguntas sin respuesta, de los nudos que aún había que desatar y de la agitación que acarreaba todo ello, de pronto me sentía cansado y triste. Tenía el cuerpo extenuado y mis cavilaciones estaban teñidas de la tinta amarga del humor melancólico.

A la tarde siguiente, me dije, los huéspedes prepararían sus maletas y regresarían a sus casas y sus ocupaciones, unos a la otra punta de Roma, otros fuera de la ciudad, otros más allá de los limites del Estado de la Iglesia. El gran acontecimiento de la boda de Clemente Spada y Maria Pulcheria Rocci ya quedaba atrás. Dos almas concluían su vida de jóvenes y comenzaban con el matrimonio una existencia nueva. Por alegre que fuera, no se trataba sino de un capítulo antes del siguiente. Así pasaban todas las cosas del mundo, ya fueran gloriosas o mezquinas, dejando tan sólo tras de sí la volátil estela de la memoria humana. Apagadas las luces de la fiesta, la oscuridad se adueñaba nuevamente de mi modesta vida de campesino y criado.

«Tenebrae factae sunt…», decía para mis adentros saludando la llegada de la noche, cuando un fuerte golpe me estremeció.

Los coheteros habían empezado la algazara de los fuegos artificiales. A una señal del cardenal Spada resonaron salvas de cañón, que sobresaltaron a todos, para grande aunque disimulado regocijo del dueño de casa.

A la serie de cañonazos siguió la primera aparición escénica. En aquellos días se había llevado a Roma, desde las tierras de Oriente, un ser nunca visto en la ciudad, de mayor tamaño y más espantoso que cualquier otro animal jamás descrito por el hombre: un elefante. Sus guardianes lo conducían por las calles del centro suscitando el estupor de los niños, la observación atenta de los sabios y el terror de las viejecitas.

Pues bien, todos se volvieron pasmados cuando un coloso igual entró por la verja de la villa Spada. Era otro ejemplar de la misma raza, no menos poderoso que su gemelo; acompañado por cuatro jenízaros, se dirigía hacia los espectadores jadeando salvajemente.

—¡Su Señoría el elefante! —anunció con orgullo el gentilhombre de la casa, al tiempo que algunas damas lanzaban grititos de consternación y otras se levantaban para salir huyendo.

Un instante antes de que el miedo se apoderase del amable grupo de invitados, ocurrió algo inimaginable. Una llamarada blanca, roja y amarilla se elevó del lomo del animal; a continuación una serie de llamitas empezaron a arder en la punta de sus curvos colmillos, y por último una sarta de petardos brotó de su trompa, como si ésta se hubiese transformado en un arcabuz. Entonces todos comprendieron: era un elefante efímero, fabricado de madera y cartón piedra a imitación del verdadero, y dotado de artificios pirotécnicos. Fijándose bien, en efecto, se veía que avanzaba sobre un carrito, que empujaban los artificieros medio ocultos. Los corazones se relajaron y, mientras la tremenda bestia seguía acercándose, recorriendo el paseo principal, hasta los más miedosos se sentaron. Su fuerte jadeo (ahora se veía) lo producía un niño que, accionando un fuelle colocado en el trasero del fantoche, descargaba el aire comprimido en un tubo que terminaba fuera de su boca. El público, massime el femenino, continuaba, sin embargo, más asustado que divertido.

—¡Pobres damas, qué miedo! Como decía el caballero Bernini, las máquinas pirotécnicas sirven para asombrar, no para reír.

Era el abate Melani, que se acercó con discreción mientras yo ayudaba a levantarse a un monseñor que se había caído al tratar de huir. Atto tenía la expresión enardecida y tensa de un corcel que se dispone a correr.

—He preguntado. Albani no está. Puede que venga más tarde —me susurró rápidamente al oído.

Justo cuando llegaba a nuestro lado, el elefante luminoso se apagó como una vela consumida. Empezó entonces, muy oportunamente, la barahúnda de los rayos luminosos. Lanzaron primero un cometa verde, al que siguieron tres estrellas fugaces amarillas, tres rojas y de nuevo una verde, y otras especiales que se descomponían en un mar de chispas, en un diluvio de luz, en el destello de mil meteoros incandescentes.

—¿Os gusta el espectáculo, Eminencia? —preguntó, entre un estallido y otro, el príncipe Cesarini al cardenal Ottoboni, que esa noche participaba por primera vez en los festejos.

—Oh, no está mal. Pero no soy hombre hecho a tanto estruendo. Sólo os digo que recuerdo con más placer las luminarias silenciosas que llenaron la cúpula de San Pedro hace diez años, con motivo de la canonización de san Juan de Dios —respondió el cardenal con tono levemente melancólico, quizá porque entonces era Papa su tío, Alejandro VIII.

Las amables conversaciones quedaron interrumpidas por la llegada de otro carro, en el que iba sentado el mismísimo Lucifer. Los invitados rieron, pues ya sabían que cada aparición, por espantosa que fuese, estaba concebida para su mayor deleite. El monigote autómata del diablo, con cuernos y un semblante infernal, estaba medio oculto en un cañaveral y tenía entre los brazos a la maléfica serpiente del relato bíblico. De repente, de la boca del reptil salió una lengua que despedía un fuego más verdadero que el de verdad, la cabeza del Maligno estalló con inmenso fragor y su cuerpo se incendió en un abrir y cerrar de ojos. Todos, incluidas las damitas más timoratas, prorrumpieron en aplausos. Por fin, cuando se hubo disipado el humo de la explosión, entrevimos atónitos, en lugar de Satanás, a un noble ángel de alas blancas y túnica inmaculada, mientras en cada esquina del carro aparecía una llamita para alumbrar la victoria de la luz sobre las tinieblas y la del bien sobre el mal, cosa que todos comentaron con elogios y entre aclamaciones.

Entonces, en todos los rincones del jardín, hasta en los más apartados, se prendieron las girándulas: colgadas en árboles, en setos, en la muralla, espirales de llamas amarillas, rojas, violetas y del color del rayo escupían fuego por todas partes y transformaban el jardín (con excepción de los sitios reservados a los huéspedes) en un bosque infernal desgarrado por las saetas de Vulcano. Salvas de petardos ensordecían a los presentes e impregnaban el aire de humos tan acres e irritantes que muchos tenían los ojos arrasados en lágrimas. Simultáneamente se lanzaron más cohetes, que llenaron el cielo de destellos multicolores, de manera que todo en derredor parecía un círculo infernal, de cuyas candentes garras Atto y yo, muy juntos, como nuevos Dante y Virgilio, escapamos milagrosamente sólo por la voluntad del Autor que nos había convocado en aquel lugar.

Aunque prodigioso, el diluvio de fuego y rayos no dejó de tener consecuencias. Al conde Antonio Maria Fede, ministro residente del gran duque de Toscana, la chispa de una girándula le quemó la peluca.

Fuimos testigos del grito de sorpresa e indignación del conde, y de la vibrante queja que formuló a don Paschatio. El gentilhombre de la casa mandó buscar enseguida al jefe de los coheteros, pero éste (eso refirieron sus ayudantes) había tenido que ausentarse para cumplir un encargo anterior.

—El conde de La Coba ha estado a punto de abrasarse —comentó Atto con una sonrisita algo amarga, fruto seguramente de la ausencia de Albani.

—¿Cómo decís?

—Es el apodo del conde Fede, porque cuentan que ha medrado dedicándose primero a adular al gran duque de Toscana y luego a Su Santidad. No se ha acercado a saludarme porque sabe que la Serenísima República me concedió el patriciado en abril, de modo que ahora los dos somos nobles. La única diferencia es que él nació mozo de cuerda y yo no, ja, ja.

No entendía de qué se reía Atto, ya que él también había nacido pobre. Desde hacía muchos años, cuando nos conocimos, yo sabía que era hijo de un humilde campanero de la catedral de Pistoya. No por casualidad el padre había destinado a la castración a cuatro de los siete hermanos, pues de esa forma esperaba aumentar el caudal familiar.

—¡Oh! —exclamó el abate en ese momento—. ¡Qué grata sorpresa!

Un caballero elegante y muy engolletado se dirigía hacia él, acompañado por una hermosa dama y un criado.

—Es Niccoló Erizzo, embajador de la República de Venecia —me susurró Melani antes de ir a saludarlo.

—Han visto al príncipe Vaini salir corriendo del bosquete —comentó Erizzo guiñando un ojo después de los saludos de rigor—. Se estaba solazando entre las frondas con una dama guapa, esposa de un marqués cuyo nombre lamentablemente se desconoce.

—¿Ah, sí? ¿Y de qué hablaban entre las frescas frondas?

—Dejo eso a vuestra imaginación. El caso es que de pronto se encendió una girándula gigante y Vaini, por el miedo, casi acaba reducido a cenizas.

—¿Vaini, convertido en cenizas o… en vainilla? —dijo Atto, y todos se echaron a reír—. Oh, os ruego que me perdonéis, hay un viejo amigo…

Enseguida comprendí su ardid. Fingiendo que había visto a otro personaje de relieve dejó a la pareja, que ya se reunía con otros invitados. Sfasciamonti le había hecho señas desde detrás de un seto. Hablaron brevemente y luego Atto volvió sobre sus pasos y vino en mi busca.

—Sfasciamonti ha obtenido la información —dijo pasándome un trozo de papel.

Lo desdoblé inmediatamente y leí:

Nicola Zabaglia.

Fábrica de San Pedro.

Jefe de la escuela.

—Ni hablar, don Atto. Es la última vez que os lo digo.

El abate Melani callaba.

—¿Conocéis San Pedro? ¿Habéis estado allí?

—Claro que he estado, pero…

—En tal caso, sabréis que la empresa que proponéis es una auténtica locura —exclamé exasperado.

Nos habíamos reunido, avanzada la noche, en los aposentos de Atto, cuando los humos de los fuegos artificiales ya se habían disipado y los invitados estaban de francachela en los pabellones turquescos. «Albani no ha aparecido», había comenzado diciendo el abate, con el rostro un poco más animado. Después hablamos de la información que le había facilitado el esbirro.

—De nada os valdrá vuestra porfía, don Atto; no conseguiréis convencerme.

Hasta entonces había resistido bien su insistencia. De pronto, sin embargo, esgrimió el argumento que yo temía.

—Si no por mí, deberías hacerlo por tus hijas.

—¿Por mis hijas? —pregunté fingiendo que no entendía.

—Por su futuro, quiero decir. Si pretendes que los demás respeten sus compromisos, has de dar ejemplo.

—¡Nuestro acuerdo estipulaba explícitamente que no tendría que jugarme la vida!

—Y también que harías todo lo posible para favorecer mis intereses.

—Por cierto, los festejos ya han terminado, de modo que decidme cuándo pensáis cumplir vuestra promesa. ¿Dónde está la dote para mis hijas?

—Ya he acudido a un notario romano —respondió el abate Melani con sequedad—. Está preparando las escrituras. Iremos a verlas pasado mañana.

Sonreí con empacho y alivio.

—Si respetas el acuerdo —añadió con tono gélido.

Yo estaba entre la espada y la pared. Veladamente me amenazaba con no pagar la dote si no accedía a sus demandas.

—No lo entiendo —dije desconsolado—. ¿Qué os hace pensar que está allí? ¿Sólo el hecho de que ahora sabemos que el amigo de los cerretanos, el tal Zabaglia, trabaja para la fábrica de San Pedro?

Atto se explicó. Hube de admitir que su idea era acertada. No la rebatí, señal de que accedía.

—Yo, lamentablemente, no podré acompañarte —concluyó Atto.

—¿Por qué? El tratado sobre los secretos del cónclave es vuestro, sois sobre todo vos quien…

—Es necesario tener piernas ágiles y buenos reflejos, y poder esconderse con rapidez —dijo con voz un poco ronca.

Aunque no expresamente, reconocía que era demasiado viejo para la empresa que proponía.

—Entonces iré con Sfasciamonti —dije resignado.

Atto reflexionó un instante.

—Que vaya también Buvat. Y sobre todo llévate esto.

—Ya lo había pensado, don Atto —repuse, y cogí de sus manos el pesado y tintineante aro de llaves de Ugonio.

Partimos poco antes del amanecer para evitar que los guardias y los esbirros nos cortaran el paso. El abate Melani había dicho a Sfasciamonti y a Buvat que debíamos subir, pero sin especificar cuánto.

La Bola Sagrada. Mientras nos alejábamos de la villa Spada, me reía para mis adentros pensando en aquel nombre un poco cómico usado por los saqueadores de tumbas y los cerretanos. Un nombre que sin embargo, una vez conocido el objeto, resultaba bastante atinada, Había oído algunas de las muchas historias que se contaban sobre aquella Bola Sagrada, que debía su fama a que era inalcanzable, modo que se reputaba de valiente a quien conseguía tocarla.

La empresa era descabellada, mas justamente por eso, me dije, tenía que sacar fuerzas de flaqueza. No debía únicamente mostrarme audaz y temerario, como Atto, sino además sentir que lo era. Igual que san Jorge, tenía que matar a un dragón. El miedo que podía impedírmelo estaba dentro de mí. El adversario más temible duerme entre nuestros oídos.

Ya oía la voz de mi bella Cloridia, que tras escuchar el relato de la empresa me preguntaba y vapuleaba con su férrea lógica hasta forzarme a confesar todas las dificultades, los riesgos y las locuras que Atto había proyectado y yo había hecho.

Su primera reacción sería de congoja; me abrazaría y besaría pensando en el peligro que había corrido. Sin embargo, pronto su invencible lucidez se impondría y entonces, con los ojos fuera de las órbitas y el pelo tieso, cual nueva Gorgona, lanzaría venablos cada vez más hirientes contra mi aventura. Por último, reprimiendo la ira funesta, me llamaría irresponsable, padre y marido indigno, codicioso, bestia y, lo peor de todo, tonto. Estaba en juego el futuro de nuestras hijas, de acuerdo, y había convenido una pingüe retribución por mis servicios, pero para la muerte no hay recompensa.

Durante la regañina de Cloridia nuestras dos niñas asentirían con la carita severa y se reirían a mis espaldas. Tal vez mi esposa acabaría echándome unos días del nido familiar, para evitar la tentación de estamparme una sartén en la frente o de golpearme con uno de sus contundentes y macizos instrumentos de obstetricia.

No podía negarse que la empresa era arriesgada. Ahora bien, si salía bien, podría pedir a Atto una recompensa bastante mayor. Aún era pronto, sin embargo, para pensar en eso; ahora tenía que confiar en las espaldas poderosas de Sfasciamonti y en la mano misericordiosa del Salvador, a quien rogué que velase por mi seguridad.

Ugonio, el saqueador de tumbas, lo había dicho: hasta el jueves, el tratado permanecería en la Bola Sagrada. Don Tibaldutio había añadido: se dice que los cerretanos tienen un amigo en San Pedro. La información que había obtenido Sfasciamonti completaba el cuadro al dar un nombre al amigo de los hampones harapientos.

Nicola Zabaglia era miembro de la venerable fábrica de San Pedro, el instituto secular que se ocupa de la construcción, el mantenimiento y la restauración de la basílica edificada sobre la tumba del primer Papa. Es más, tenía una posición de gran relieve; se le consideraba un genio en la construcción de máquinas para el transporte de grandes objetos (piedras, columnas) y lo habían nombrado director de la escuela de los futuros integrantes de la fábrica, llamados sampietrini.

Sólo los sampietrini podían entrar en los lugares más secretos de la basílica, desde los misteriosos subterráneos (donde precisamente se encuentra la tumba de Pedro) hasta los aéreos pináculos de la cúpula. Con esas referencias, Atto se había formado una idea del lugar donde podríamos encontrar su tratado sobre los secretos del cónclave. El único problema era llegar, massime a esa hora.

El trayecto desde la villa Spada hasta San Pedro, bajando por el lado norte del monte Janículo, fue rápido y fácil. Tras cruzar los arrabales que circundan la basílica salimos a la gran columnata que, formada por dos semicírculos especulares y decorada con ciento cuarenta estatuas de santos, se extiende sobre la gran plaza de San Pedro, fiel imagen de los brazos misericordiosos con que la Santa Madre Iglesia ofrece amparo y consuelo a sus queridos hijos.

La plaza estaba muy expuesta a la vigilancia de los guardias. Sabíamos, pues, que inevitablemente nos verían, pero confiábamos en que eso ocurriera lo más tarde posible. Dejando a la izquierda el gran pórtico de entrada y la contigua Puerta de la Muerte, nos adentramos en el gran conjunto de la basílica por un arco situado en el extremo derecho de la fachada. Pasamos a un pequeño patio, que se comunicaba por un estrecho pasillo a cielo abierto con otro idéntico, pegado al costado norte del Sagrado Colegio y próximo a los jardines del Vaticano.

A continuación, a través de una puerta franqueamos los muros sagrados de la basílica. Nos encontramos en un vestíbulo pequeño y sombrío. A la derecha había una amplia escalera de husillo y, delante de ésta, un guardia apostado, que nos dio el alto. Por suerte Sfasciamonti sabía cómo proceder. Expeditivo, engañó fácilmente a nuestro interrogador valiéndose del trivial pretexto de que buscábamos a un sampietrino, lo que no dejaba de ser cierto (pues era el nombre de Zabaglia lo que nos había llevado hasta allí). Pasamos ante el guardia con toda naturalidad y desaparecimos en la escalera.

Empezamos a subir por la gran espiral. La redonda caja de la escalera estaba débilmente alumbrada por antorchas y salpicada de ventanales cerrados con robustas rejas de hierro. Avanzábamos con prudencia, casi abrazados a la fina barandilla. De vez en cuando, en la pared exterior surgían pequeñas puertas con inscripciones oscuras para nosotros, como «Primer corredor», «Segundo corredor», «Octavas de san Basilio y san Jerónimo», que verosímilmente llevaban a pasadizos secretos utilizados por los sampietrini para llegar a los sitios más recónditos de la enorme construcción.

Al cabo de unos minutos topamos con otro individuo, que también nos preguntó qué hacíamos allí a esa hora. Esta vez Sfasciamonti esgrimió su título de esbirro y dejó bien claro que no se sentía obligado a decir nada. El hombre asintió y nos permitió continuar nuestro camino. Respiramos con alivio.

A continuación, ya jadeantes por el esfuerzo y la tensión, cruzamos un pasillo y llegamos a una pequeña escalera, por la que subimos. Al final nos esperaba una sorpresa. La escalera nos había conducido a una terraza, mejor dicho, a la terraza de San Pedro, una amplia extensión situada detrás de las estatuas del Redentor y de doce santos que dominan y embellecen la fachada. Delante de nosotros se elevaba el coloso: el gran tambor y la ojiva monumental de la cúpula.

Miré hacia atrás. Habíamos salido a la terraza por una cúpula de base octogonal, que comparada con su hermana mayor parecía minúscula. Siendo la planta de la basílica la de una gran cruz, la terraza cubría la superficie del brazo mayor desde su extremo hasta el cruce con el brazo menor. El espacio estaba moteado de cúpulas coronadas de grandes claraboyas que daban luz a las capillas laterales de la basílica y estaba dividido en el centro por un largo tejado a dos aguas.

La noche había extendido su manto color azabache sobre nuestras cabezas. La débil luz de la luna sólo nos permitía distinguir la silueta enorme de la basílica, que nos recordaba el justo temor de Dios, lo que hacía que nuestra visita no fuera del todo inútil.

Mientras esas reflexiones rondaban por mi alma, los acontecimientos adoptaron el cariz que había temido.

—Allí están —oímos decir a alguien en la oscuridad.

Comprendí enseguida que el segundo guardia no se había fiado de nosotros y había enviado a alguien para que nos detuviera. Distinguí un pequeño grupo de dos o tres sujetos, que avanzaban desde el extremo de la terraza que da a la plaza, allí donde, cada amanecer, la estatua de Nuestro Señor dirige su Santa Faz hacia las masas de los fieles.

—¿Qué hacemos? —preguntó Buvat.

—Podría intentar convencerlos soltando un testón —anunció Sfasciamonti—, aunque sinceramente no creo que…

Pero a mí me faltaban oídos para escuchar y paciencia para esperar. Había hecho mis cálculos: si era lo suficientemente rápido, tenía bastantes probabilidades de conseguirlo.

—Eh, muchacho, pero entonces… —oí que gritaba Sfasciamonti, mientras yo salía disparado en dirección a una escalera de dos tramos que arrancaba justo delante de nosotros y ascendía por fuera del tambor de la cúpula hacia una puerta.

Luego no hubo más palabras. A mis pasos en rápida huida respondieron los de Buvat y Sfasciamonti, así como los de nuestros perseguidores, que, sorprendidos y rabiosos, nos pisaban los talones.

—Cloridia mía —susurré con la voz quebrada por el esfuerzo—, cuando te lo cuente, espero que me perdones.

Contaba con la desventaja de mi escaso o nulo conocimiento del lugar, y con la ventaja de la sorpresa y la distancia que sacaba a mis perseguidores. De entrada, mis pequeñas dimensiones me parecieron un inconveniente, mas no tardaría en comprobar mi error de juicio.

Corría con todas mis fuerzas, pero con la íntima (e insensata) esperanza de que no me exponía a demasiados peligros; lo peor que podía pasarme era que me detuvieran los guardias de San Pedro, en cuyo caso nada me impedía achacar mi acto a la audacia juvenil. No estaba robando ni dañando nada. Para evitar las consecuencias legales, Sfasciamonti se valdría de alguno de sus numerosos conocidos y Buvat recurriría a Atto, quien encontraría la forma de sacarme del apuro apelando a sus contactos. Una argumentación de mil «quizá», que me repetía mecánicamente sólo para darme ánimos.

Una vez en el tambor, otra escalera en forma de hélice conducía aún más arriba. Oía los pasos desenfrenados de Sfasciamonti cada vea más cerca, y detrás, los de Buvat y los de nuestros perseguidores. Nadie hablaba: nosotros reservábamos nuestros pulmones para la huida; los otros consagraban los suyos a la caza.

Al final de la escalera había dos caminos. Elegí al azar y fui hacia la izquierda. Franqueé un umbral sin puerta y de pronto me hallé suspendido sobre el infinito.

Estaba dentro de la cúpula, frente a un abismo de dimensiones incalculables. A derecha e izquierda se extendía un pasillo anular, que bordeaba toda la base del inmenso tambor sobre el que reposaba la cúpula. Dicho pasillo abría a mis pies una visión abismal sobre el interior de la basílica: la colosal nave central de San Pedro, justo en el punto donde la cruza el transepto. Sabía que precisamente allí, pero muchas anas más abajo, se elevaba la grandiosa mole del baldaquino del caballero Bernini, gloria de la basílica y de toda la cristiandad. Encima de mí, el luquete desmesurado de la cúpula, abismo sobre abismo, me convertía en algo semejante a un átomo de polvo perdido en la inmensidad del firmamento.

A mi altura, en las paredes del gran tambor que sostenía la cúpula, había colosales mosaicos con tiernos amorcillos que medían como cinco hombres, sentados en cornucopias del tamaño de dos carros.

Pero todo eso lo veía más bien con los ojos de la imaginación, pues sólo unas pocas antorchas iluminaban muy débilmente el interior de la iglesia, cavernoso espacio ilimitado donde resonaba únicamente el ritmo desesperado de mis pasos.

El umbral que había cruzado en aquel observatorio vertiginoso era uno de los cuatro accesos al pasillo anular, diametralmente opuestos entre sí, como los puntos cardinales.

Derecha o izquierda. Izquierda, de nuevo. Esta vez, el umbral tenía una puerta. Empujé; estaba abierta. Detrás de mí el ruido de pasos sonaba más cercano. Otra vez a la izquierda; me di de bruces con el pestillo de una puerta, cerrada. Ya no había ninguna luz, la noche se había quedado sin luna. Una vez más a la izquierda, pues.

Unas escaleras. El primer tramo era recto, pero el segundo era de espiral, con peldaños muy anchos. En la pared de la izquierda, un poco de luz, muy tenue, casi nada. Llegaba de una ventana que daba al exterior. Fuera se distinguían, quietos y ajenos a mis desesperadas meditaciones, los tejados de la basílica. Los escalones seguían subiendo, de nuevo rectos. Me di otro golpe en los morros; a mi lado había una pequeña escalera de caracol que ascendía verticalmente. Subí por ella. Al oír un grito supuse que mis amigos también debían de tener problemas. Ahora sus pasos sonaban más débiles, lo que significaba que seguramente yo había corrido bastante. Pero ¿dónde estaba? Rogué que mis cálculos no se estrellasen contra los hechos. Todavía más importante que llegar era conseguir luego huir. Se trataba de un mecanismo delicado, Atto me lo había mostrado con todo detalle. Afortunadamente, en la biblioteca de la villa Spada había encontrado lo que se precisaba y habíamos aprovechado las horas nocturnas antes de mi partida para afilar las armas. Me refiero a El Templo Vaticano y su origen, obra del docto Carlo Fontana, con abundantes grabados e ilustraciones, impreso en Roma seis años antes, en 1694. Contenía plantas, secciones, perspectivas de la basílica y, lo que más nos interesaba, de la cúpula. En un par de horas de estudio había memorizado bien las representaciones gráficas de la disposición y orientación de las galerías interiores de la parte alta. Aunque de forma aproximada, la memoria me había guiado eficazmente.

La escalera volvió a adoptar la forma de hélice. Había algo extraño: las dos paredes, así la exterior como la interior, estaban espantosamente inclinadas, apenas quedaba espacio para avanzar. Me pregunté cómo lograría Sfasciamonti pasar por aquel absurdo corredor, cuya atmósfera era densa, pesada, irrespirable. De vez en cuando un ventanal ofrecía un poco de alivio y de aire menos tórrido, pero no había tiempo para detenerse y respirar.

Sólo entonces lo comprendí: estaba en la crujía que separaba dos muros de la cúpula. La escalera en forma de hélice se elevaba entre la superficie externa y la interna, paralela, que se veía desde dentro de la basílica. De pronto me abandonó la vertiginosa sensación de que me desplazaba por un cuerpo suspendido, pues la hélice ya no ascendía: ahora había un breve rellano. Abajo, gritos.

—Sfasciamonti, Buvat, ¿dónde estáis? —pregunté.

Por toda respuesta, voces y ruidos indistinguibles. Las piernas me temblaban un poco, y no sólo por el cansancio. Traté de apretar el paso, pero resbalé y caí unos peldaños, sometiendo a dura prueba rodillas y muslos. Me levanté, todavía entero. Regresé al pasillo horizontal, renqueando. No había escalera, ni salida, nada.

Luego noté que faltaba algo delante de mí, a dos o tres pasos: el suelo. Frené, perdí el equilibrio y con la mano derecha me sujeté a la pared interior.

Estaba asido a un escalón de piedra, enorme, tanto que casi me llegaba al cuello. Extendí los brazos y lo palpé. Sí, había otro encima, y más arriba, un tercero. Era más o menos como lo había imaginado, y me fié; por ahí seguía la subida. Se trataba de una de las cuatro escaleras de grandes gradas, una por cada punto cardinal, que llegaban hasta la cima de la cúpula por su crujía, entre la cara interna y la externa. Por fin pude decirme con júbilo que los de pequeña estatura pesan poco, y que los que pesan poco son veloces.

Al principio las gradas eran más altas que anchas; luego, a medida que se acercaban a la cima de la cúpula, sus proporciones se invertían. Sólo me faltaban tres peldaños para llegar, dos, uno. Molido, pero nuevamente de pie, toqué un rellano, mientras desde arriba entraba una débil claridad, o simplemente tinieblas menos densas. Palpé a la derecha, a la izquierda, en todas las direcciones, y primero encontré un muro, después una abertura. Tropecé, quizá con un escalón, y mi brazo derecho chocó con un pasamano. Ya no sabía adónde iba, pero en un santiamén llegué y por fin sentí en la piel el aire, la calle, el cielo. Estaba fuera.

Mis pies pisaban el paseo circular que rodea toda la cúpula por arriba. En el lado interior había una doble fila de columnas, por debajo de las cuales se podía pasar a través de una serie de pequeños arcos. En cambio, en el lado exterior el suelo se inclinaba para facilitar que corriese el agua de lluvia, lo que daba a los visitantes la impresión de verse continuamente empujados al precipicio. La única protección era un pretil, más allá del cual los ojos se embriagaban con el panorama invisible de una Roma nocturna, letárgica y pacífica. Un salto mortal retaba a la mirada en todas las direcciones.

—Dulce esposa mía, a partir de ahora no te contaré nada —musité, mientras los miembros se me ponían rígidos por el miedo y la emoción.

Volví a oír el jadeo de los guardias. Los que me acosaban estaban cerca de mí.

Me quedaba muy poco tiempo. La busqué, pues conocía su existencia merced al libro que había consultado aquella noche con Atto en la villa Spada. Después de recorrer casi la mitad del paseo, la encontré. Un rincón oscuro, una reja de hierro, dos goznes; ahí estaba. Una portezuela que parecía casi excavada con las uñas en la dura piedra de la cúpula. Me despojé de la camisa empapada de sudor y saqué de los pantalones el aro tintineante de las llaves de Ugonio. Busqué las apropiadas. Una grande, otra más pequeña y una tercera. Pasaban los segundos, estaba perdiendo mi ventaja. Introduje la primera en la cerradura; ¡no hacía falta, estaba abierta! La puerta se abrió sin esfuerzo. No había tiempo para imprecar; di unos saltos rápidos y subí.

Al otro lado de la trampilla había un paseo circular semejante al anterior pero mucho menor, cerrado por una baranda con grandes soportes de piedra en forma de seta y enclavado de una manera aún más peligrosa en la cima de la cúpula. Si hubiera tenido tiempo, me habría deleitado contemplando las motas de luz que las estrellas habían salpicado en la negra bóveda del cielo e imaginando que las rozaba con la yema de los dedos.

En el centro del disco que era el paseo superior había una garita, también de planta circular. No tardé en rodearla; carecía de puerta. Ya al borde de la desesperación, porque había oído decir que se podía acceder a ella, de pronto lo vi: una especie de ventanuco bajo, que desde la altura del suelo se elevaba hasta mi estómago. Me agaché y entré, en el preciso instante en que oía pasos en el paseo de abajo.

Sorprendentemente la oscuridad no era total en la garita circular. Una tenue claridad penetraba por el ventanuco que servía de entrada. Además, un leve fulgor caía sobre mi cabeza. Una escalera de caracol conducía hacia mi meta: la esfera de bronce que se yergue en el ápice de San Pedro, debajo de la gran cruz que remata la basílica.

De un salto me así a un escalón y empecé a subir apoyando la punta de los pies en las paredes para ayudarme. La débil luz aumentaba poco a poco.

Se cuenta que dentro de la esfera de San Pedro pueden caber hasta dieciséis personas, si se colocan debidamente. Era obvio que, por numerosos que fuesen nuestros perseguidores, yo jamás podría verificar esa afirmación.

Por fin introduje la cabeza, luego los hombros y, por último, apoyé los codos en la gran esfera de bronce. Sólo entonces mis ojos descubrieron que no me encontraba solo.

Con su gran trasero apoyado contra la pared cóncava de la esfera, sudando como un gorrino, sin apenas poder respirar, ahí estaba Sfasciamonti. Probablemente había llegado hasta allí por otra de las cuatro escaleras de altas gradas que conducen hasta la cima de la cúpula a través de su crujía. En una mano tenía un pequeño libro: el tratado sobre los secretos del cónclave. En la otra, una pistola.

En la cavidad esférica en que nos encontrábamos, al lado del hueco de entrada y de salida, había un escabel. Sin duda habían dejado el librito ahí y el esbirro, más rápido que yo, se había apoderado de él. De pronto me lo entregó.

—¡Métetelo en los pantalones! ¡Están llegando!

Oí ruido procedente de abajo. Sfasciamonti puso el dedo en el gatillo. Todo indicaba que no teníamos escapatoria.

—No podemos disparar, estamos en una iglesia… Además, enseguida nos arrestarían —observé también sin aliento.

—En puridad, estamos encima de una iglesia —repuso el esbirro con una risita sarcástica.

De nada servía bajar por la esfera y huir, pues alguien había entrado en la garita y se disponía a subir. Sfasciamonti y yo nos miramos sin saber qué hacer.

Entonces ocurrió: nuestras pupilas se vieron atravesadas por un destello cegador, que, como un flagelo, fulminó nuestros rostros e hizo que nuestros cuerpos se retorcieran por el estupor.

De repente entendí por qué antes, al entrar en la esfera y luego en la garita, había notado que la luz aumentaba. Años atrás había conocido a un viejo carnicero cuyo hijo era sampietrino, el cual me había descrito lo que ahora estaba pasando. La esfera donde estábamos tenía cuatro tragaluces, situados a la altura de un hombre, que se correspondían con los cuatro puntos cardinales: hundiendo una hoja incandescente en el de levante e inundando todo el espacio, el sol había hecho su alegre entrada ante nosotros.

Era el alba.