Sexta Jornada

12 DE JULIO DE 1700

—¿Es que nunca cierras la puerta?

Abrí los ojos. Estaba en mi casa. La luz del día, que se arrojó sobre mí desde la puerta abierta de la habitación, me encandiló. Reconocí la voz que me había despertado de esa manera tan desagradable: el abate Melani había venido a visitarme.

—Tienes una casa muy bonita. Se nota el toque femenino —comentó.

Con lo rendido que había llegado por la noche, apenas había tenido fuerzas para cerciorarme de que mis dos hijas dormían plácidamente en su camita —Cloridia seguía pernoctando en los aposentos de la princesa de Forano— y enseguida había caído en el negro sopor.

—Vamos, levántate. El tiempo apremia y tenemos cosas que hacer. Buvat no ha encontrado nada en los libros de armas sobre el maldito Tetráchion. Hay que interrogar a Romaúli.

—No, basta, perdonadme, don Atto, quiero dormir —repliqué con tono cortante.

—¿Te has vuelto loco? —exclamó la voz castrada del abate.

Antes de que pudiese pedirle que bajase la voz para no perturbar el sueño de mis niñas, que dormían en el piso de arriba, ambas ya se habían asomado. Se quedaron mirando estupefactas al curioso caballero con calzas rojas, peluca y cara empolvada, todo él guarnecido de encajes y galones. La menor, que era la menos tímida, se acercó a él con desparpajo, ansiosa de tocar las maravillas que trufaban el atuendo de Melani.

—¡Padres! —exclamó Atto encantado, al tiempo que acogía a la pequeña en sus brazos—. ¿Hay algo más dulce que volver a casa, afligido por los negocios, y encontrar en la escalera a tu querida hijita, que te está esperando, y al verte se lanza a ti feliz, te abraza y te besa y te cuenta tantas cosas que enseguida te quita de la cabeza cualquier pensamiento sombrío, juega contigo y te alegra aunque no quieras?

Me levanté apresuradamente para pedir a mis hijas que no molestasen al abate, pero éste me detuvo con la mano.

—¡Quieto! No creas que es impropio de un hombre serio entretenerse con los niños —me espetó con un fingido aire de reproche, olvidando el motivo por el que estaba allí—, pues te recuerdo que Hércules, como se lee en la obra de Eliano, se recreaba jugando con niños tras el sudor de las batallas, y que a Sócrates lo sorprendió Alcibíades en juegos así, y que Agesilao cabalgaba una caña para divertir a sus hijos. Más vale que aproveches para vestirte, mientras yo hago de ayo de estos dos angelitos. Ya sabes lo que nos espera.

Dicho esto, dejó que mis niñas le manoseasen las borlas y las puntillas con una serenidad de la que nunca lo habría creído capaz.

Sí, yo sabía qué nos esperaba: la búsqueda del Tetráchion. O, mejor dicho, del plato que Capitor, la loca vidente, había regalado a Mazzarino y llamado «Tetráchion», nombre que, según la moza de cámara amiga de Cloridia, designaba a un impreciso «heredero» al trono del Rey Católico de España. Atto había oído pronunciar ese mismo nombre a Tranquillo Romaúli, el maestro florista de la villa Spada, lo que resultaba asaz llamativo, dado que el hombre parecía poco propenso a hablar de nada que no fuesen pétalos y corolas. Como era viudo de una comadrona, cabía sospechar que los chismes que se contaban las mujeres y que Cloridia había estimulado habían llegado hasta nosotros a través del maestro florista. Así, inducido por mí, Romaúli había dejado caer que El Escorial se estaba secando —tales fueron sus palabras—, además de mencionar enigmáticamente Versalles, residencia del Rey Cristianísimo, y la vienesa Schönbrunn. Al abate Melani se lo conté todo con pelos y señales, y Buvat apuntó la posibilidad de que Tetráchion fuese un nombre de flor presente en algún blasón nobiliario. Sin embargo, la búsqueda en los armoriales había resultado infructuosa, como el abate acababa de informarme, por lo que éste no veía la hora de conversar más profundamente con Romaúli.

Un plato, un heredero y un maestro florista: tres pistas que parecían conducirnos por sendas distintas.

—Ya que todo indica que tu Romaúli es el único que sabe qué o quién es el Tetráchion —dijo Atto, como si siguiese el hilo de mis reflexiones—, estimo que debemos empezar por ahí.

Una vez en la villa Spada, hice dar a Atto un pequeño rodeo antes de encontrarnos con Tranquillo Romaúli, que a esa hora tenía que estar preparando los jardines para los festejos vespertinos, pues debía acompañar a mis niñas hasta el casino, donde estaba Cloridia, para que ayudasen a mi esposa en su función de partera con la puérpera y con la criatura recién nacida, y para que al tiempo disfrutasen de los amorosos cuidados maternos.

Cuando llegamos, el maestro Romaúli estaba inclinado sobre un arriate, atareado con un par de tijeras y una regadera. Al vernos se le iluminó el rostro. Tras los saludos de rigor, Atto fue directamente al grano.

—Mi joven amigo me ha contado que os complacería continuar cierta conversación —dijo Melani con calculada desenvoltura—, pero quizá ahora prefiráis quedaros a solas conmigo y, por tanto… —De este modo indicó la conveniencia de que me alejase.

—Oh, en absoluto —repuso el maestro florista—, para mí es como si me escuchase mi propio hijo. Os lo ruego, permitid que se quede.

Así pues, Romaúli no tenía el menor reparo en hablar de temas delicados, como el Tetráchion, en mi presencia. Mejor, me dije. Si no le molestaban los testigos, significaba que estaba plenamente seguro de sus argumentos.

Como el maestro florista no había hecho ademán de moverse de donde estaba, es más, permanecía inclinado, Atto tuvo que sentarse para facilitar la conversación. Por suerte, justo al lado había un banquito de piedra. Yo eché una ojeada en derredor; nadie nos observaba ni merodeaba por los aledaños. La situación era propicia para sonsacar a Romaúli cuanto supiese.

—Pues bien, egregio maestro florista —dijo Atto—, ante todo debéis saber que en el momento presente el destino de El Escorial me interesa casi más que el de Versalles, al que tengo el honor de venerar muy fielmente. Por este motivo…

—Claro, claro, cuánta razón tenéis, señor abate —lo interrumpió Romaúli trajinando con un rosal de tallo bajo—. ¿Podéis sujetar un instante las tijeras?

Atto obedeció, no sin una mueca de sorpresa y contrariedad, mientras Romaúli manipulaba con las manos desnudas el tallo de la planta. Luego reanudó su parlamento.

—Por este motivo, decía, estoy seguro de que también vos sabréis calibrar la gravedad del momento y que, por consiguiente, es de sumo interés para todos los… terrenos, por decirlo así, resolver de forma incruenta la crisis grave, gravísima, mejor dicho, que podría…

—Aquí tenéis —lo interrumpió el otro tendiéndole una rosa que acababa de arrancar—. Sé adónde queréis ir a parar: al Tetráchion.

El estupor dejó mudo al abate por unos segundos.

—El maestro florista es un hombre intuitivo y parco en palabras —comentó al cabo con tono amable, mientras echaba una mirada rápida en derredor para comprobar que no había nadie espiando.

—Oh, era obvio —repuso Romaúli—. Nuestro común amigo, aquí presente, me había dicho que queríais volver sobre nuestra primera conversación, en la que aludí al Tetráchion y también mencioné el junquillo de España y el jazmín de Cataluña. Y ahora me habláis de El Escorial; no hace falta tener mucho seso para comprender adónde queréis llegar.

—En efecto, así es. —Atto vaciló, un poco desconcertado por la rápida deducción de su interlocutor—. Pues bien, el Tetráchion…

—Vayamos por partes, señor abate, vayamos por partes —le atajó de nuevo Romaúli, y señaló la rosa que acababa de entregarle—. Tened la bondad de olerla.

Perplejo, Atto giró la rosácea corola entre sus manos, sin entender a qué obedecía el extraño regalo; acto seguido se llevó los pétalos a la nariz y aspiró profundamente.

—¡Pero si huele a ajo! —exclamó con una mueca de asco.

Tranquillo Romaúli rió con ganas.

—Bien, vos mismo habéis demostrado que, si una flor huele mal, igual que una boca con mal aliento, no hay belleza que valga. Por ello, dotar a las flores de buen olor, cuando de él carecen o lo tienen malo, resulta tan beneficioso o milagroso como darles la vida.

—Así será, pero a esta florecilla, ejem, impertinente —objetó Melani con un pañuelo de encaje en la nariz, todavía aturdido por el desagradable olor—, no se le ha dado la vida, sino la muerte.

—Exageráis ——dijo amablemente el maestro florista—. No es más que una flor abonada.

—¿O sea?

—El abono se hace con estiércol de oveja macerado en vinagre al que se añaden musgo, algalia y ámbar en polvo. Las semillas se dejan en ese líquido durante tres días. La flor que nazca tendrá los aromas suaves y deliciosos del musgo y la algalia, que tonifican y confortan las fosas nasales del gentil oledor.

—¡Pero esta rosa apesta a ajo!

—Por supuesto. Ha sido tratada de otro modo, para que sea resistente a los parásitos. De todos modos, como enseñan Dídimo y Teofrasto, basta plantar ajo y cebolla cerca de cualquier especie de flor de guirnalda, y massime cerca de las rosas, para que éstas se impregnen irremediablemente del hedor aliáceo.

—Qué repugnante —susurró Atto—. De todos modos, ¿qué tiene que ver todo esto con el Tetráchion?

—Esperad, esperad. Con el abono —prosiguió Romaúli impertérrito— se puede incluso eliminar el mal olor de ciertas flores, como el de la calta africana, también llamada clavel africano. Basta macerar las semillas en agua de rosas y ponerlas a secar al sol antes de la siembra. Una vez nacida la flor, hay que sacar las semillas y repetir la operación, y así sucesivamente.

—Ajá. ¿Y cuánto tiempo se precisa para conseguir ese resultado? —preguntó Atto con cierta curiosidad.

—Oh, una nadería. No más de tres años.

—Claro, una nadería —repitió Atto sin que Romaúli percibiese su tono irónico.

—Y aún se necesita menos para estos pilluelos —dijo Romaúli avanzando de puntillas e invitando a Melani a volverse a mirar hacia un húmedo y umbroso rincón situado detrás del banco, entre el tronco de una palmera y un murete.

—¡Pero estas flores son… negras! —exclamó Atto.

Tenía razón: los pétalos de un grupo de claveles, ocultos en el rincón (donde a menudo había visto trajinar al maestro florista en los últimos días), eran del negro más intenso que había visto jamás.

—Los he plantado ahí para que no llamen la atención —explicó Romaúli.

—¿Cómo lo habéis conseguido? —pregunté—. En la naturaleza no existen flores negras.

—Oh, es una bagatela para quien conozca el secreto del arte. Se coge el fruto escamoso del aliso, que previamente ha de haberse secado en el árbol, se reduce a un polvo muy fino y se mezcla con un poco de buen estiércol de oveja diluido en vinagre. Se añade sal para corregir la virtud astringente del vinagre y se ablanda todo. Por último, se agregan las raíces del joven clavel. Así de sencillo.

Atto y yo, aunque tediados por las explicaciones del maestro florista, estábamos estupefactos por la amable e ingeniosa perversión con que creaba tales milagros florales. No había revelado a nadie, ni siquiera a mí, su fiel ayudante, la existencia de los claveles negros. Me pregunté qué otras diabluras habría sembrado en los cuadros de la villa Spada. Y, en efecto, nos confió que acababa de concluir un parterre entero de lirios en cuyos pétalos figuraban los apellidos de los novios (Spada y Rocci) teñidos en letras de oro y de plata; otro de rosas abonadas con rarísimas esencias orientales; otro de tulipanes obtenidos con bulbos impregnados de colores (celeste, azafrán, carmín), así como estriados de mil tonalidades, tal que un arco iris bajado a la tierra, y otro de plantas monstruosas, nacidas de semillas heterogéneas juntadas en la misma bola de estiércol, o de arbustos de perejil con las hojas enrolladas en forma de cilindro, que había conseguido majando las semillas en un mortero y ahogando ahí el meato, y mil prodigios más de su arte.

—No veo la hora —concluyó— de que el cardenal Spada se acerque con los invitados a echar una ojeada a mis pequeñas obras.

—Me parece estupendo. Ahora bien, sigo sin entender por qué no queréis hablar del Tetráchion y comienzo a temer que os estoy haciendo perder el tiempo —dijo Atto, cuyo tono daba a entender que era él quien desaprovechaba el tiempo. Acto seguido se levantó con decisión del banco.

Miré desalentado alrededor. ¿Había cambiado de parecer el maestro florista?

—Sin embargo, estoy a punto de abordarlo —aseguró Romaúli—. En El Escorial los jardines se marchitan lastimosamente, como ya tuve ocasión de afirmar la vez anterior.

—¿Los jardines, decís? —preguntó Atto con un ligero sobresalto.

—Muchos, falsamente informados, afirman que aquellos cármenes españoles, antaño espléndidos, no tienen futuro debido al clima, hoy más frío en invierno y más seco en verano. Espero, como ya expliqué a vuestro protegido aquí presente, que vos no compartáis esa errónea opinión. Sabed que he leído mucho sobre aquellos desventurados jardines. Un buen maestro florista los salvaría. Yo nunca he estado en España, jamás me he movido de Roma. Con todo, me encanta hacer paralelismos con los jardines de Versalles, que sé que son ubérrimos, pese al aire húmedo e insano de la región, y con los variopintos prados de Schönbrunn, que, por lo que he leído, recientemente han sido cultivados en el riguroso clima del bosque vienés.

El abate Melani se volvió hacia mí y me miró con encono, mientras el maestro florista se aprestaba a efectuar una de sus operaciones de jardinería.

—Es que yo —intenté justificarme en un susurro—, cuando le dije que estabais preocupado porque la muerte se cernía sobre El Escorial, no pensé que iba a entender…

—¿Le dijiste eso? Qué metáfora tan refinada —murmuró Atto.

—Yo tengo la receta para salvar esos jardines —continuó Romaúli sin enterarse de nada—. Es una suerte que vos estéis aquí, pues, como he sabido por vuestro protegido, tenéis un enorme interés por el asunto.

—Sí, pero ¿qué hay del Tetráchion? —balbucí, aún con la esperanza de que el maestro florista nos dijese algo útil.

—De eso se trata. Pero vayamos por partes. Es un tema delicado —sentenció Tranquillo Romaúli—. Pensad en las anémonas. Para que salgan dobles, hay que elegir la simiente de flores que no sean ni precoces ni tardías; no deben haber sufrido frío ni calor, para que así engendren una semilla de absoluta perfección.

—¿Flores dobles, decís? —pregunté, pues comenzaba a imaginar, y a temer, adónde iría a parar.

—Por supuesto. De un clavel simple saldrá uno doble si un brote de aquél se planta en un tiesto de buena tierra en un plazo de treinta días a contar desde el quince de agosto, fiesta de la Asunción de la Virgen Madre de Dios, y se mantiene en un lugar templado, a resguardo de los rigores del invierno.

»De un clavel doble saldrá uno cuádruple si se cogen dos o tres semillas de la especie doble, se introducen en un canuto de cera o en una pluma más ancha en la base que en el extremo superior y luego se plantan en tierra. Eso es lo yo he hecho, ¿lo veis?

Señaló amorosamente unas flores de aspecto bastante singular: eran claveles muy blancos, con cuatro flores en cada tallo, que el dulce y perfumado peso de aquéllas doblaba casi como un arco.

—Ésta es mi receta para salvar El Escorial. Son flores muy resistentes a cualquier cambio de temperatura y de clima. Las he inventado yo. Son mis claveles tetráchion.

—¿Queréis decir… que vuestro Tetráchion es… esta planta? —balbuceó Atto, que había empalidecido y retrocedido ligeramente.

—En efecto, señor abate Melani —respondió Romaúli un tanto sorprendido por la evidente desilusión de Atto—. Estas cuádruples inflorescencias son tan nobles que he querido darles un nombre rebuscado: tetráchion, del griego antiguo tetra, que precisamente significa «cuatro». Pero quizá no compartís mi opinión ni mis esperanzas sobre El Escorial. Si es así, os ruego que me lo digáis ahora mismo, para no aburriros más. Seguramente os habría complacido más visitar mi taller de esencias de flores. Yo mismo puedo llevaros. Vendréis a verme uno de estos días, ¿verdad?

La charla con Tranquillo Romaúli nos había sumido en el humor más tétrico.

—¡Mal rayo os parta a ti y a tu mujer! —espetó el abate Melani tan pronto como nos hubimos alejado—. Nos había prometido toda clase de información a través de su supuesta red de mujeres, y aquí estamos, con las manos vacías.

Agaché la cabeza y callé; Atto tenía razón. En realidad, empezaba a creer que Cloridia, tras el riesgo al que me había expuesto por servir a Melani, había cambiado secretamente de idea sobre la ayuda ofrecida en un principio y había decidido no dar más noticias, por temor a que éstas me llevasen a otras acciones peligrosas.

Lógicamente, no revelé al abate mis sospechas.

—Es indudable que el maestro florista —dije— no tiene nada que ver con el boca a boca que circula entre las mujeres. De todos modos, al menos nos ha proporcionado un dato: Tetráchion significa «cuádruple».

—¿Y puedes decirme qué diantres tiene que ver con el plato de Capitor? —refunfuñó el abate con una risita nerviosa.

—Creo que nada, don Atto, pero, repito, al menos ahora sabemos qué significa la palabra.

—Para saber que tetra significa «cuatro» en griego no necesitaba a tu maestro florista —replicó, picado.

—Pero no sabíais que Tetráchion quiere decir simplemente «cuádruple» —me atreví a observar.

—De eso ya no me acordaba… a mi edad. No soy bibliotecario, como Buvat.

—Tal vez en el plato de Capitor había algo cuádruple.

—Como te he dicho, representaba a Neptuno y Anfítrite conduciendo un carro entre las olas.

—¿Estáis seguro de que no había nada más?

—Eso es todo lo que vi, a menos que me juzgues completamente chocho —protestó Atto—. De todos modos, sólo lo sabremos con certeza cuando hayamos encontrado los tres presentes de Capitor. Y sabes perfectamente dónde es menester buscarlos.

Mientras con paso cansino y fúnebre nos dirigíamos por enésima vez hacia el arcano Navío de Elpidio Benedetti, me acordé de que me apremiaba preguntar algo al abate Melani: ¿quién era la condesa de Soissons, la mujer que había sembrado cizaña entre Maria y el rey? Bien podía ser la misteriosa condesa de S., la envenenadora que la condestablesa había mencionado de forma tan reticente.

Sentí una violenta punzada de resentimiento contra el abate. Seguía sin decirme nada sobre la sucesión de España, mas sus cartas a la condestablesa no versaban sino de eso. A mí me hablaba de otra España, de una España de unos cuarenta años atrás, la de don Juan el Bastardo, Capitor y sus enigmáticos regalos a Mazzarino. ¿Estarían relacionadas esas dos Españas? Quizá existiese un nexo, guardado en la misteriosa esencia del Tetráchion.

—Estás pensativo, chico —comentó Atto, que en realidad hasta ese momento lo había estado más que yo.

Con cierta preocupación observaba mi rostro cogitabundo y ceñudo; como todos los mentirosos de profesión, siempre temía que tarde o temprano sus interlocutores anudasen los hilos rotos de sus medias verdades.

—Pensaba en el Tetráchion y también, ahora que nos acercamos al Navío, en Maria Mancini —dije lanzando un gran suspiro.

A todas luces, era mentira. Sí pensaba en Maria, pero sólo porque se me seguían escapando ciertos detalles de sus cartas a Atto, y eso que las había leído varias veces.

—Para ser exacto, me preguntaba por qué se ensañaron los cortesanos con esa muchacha, como lo hizo, por ejemplo, la condesa de Soissons… A propósito, ¿quién era? —pregunté con fingida ingenuidad.

—Veo que ni los intensos sucesos de las últimas horas ni el escaso reposo nocturno han conseguido que te olvides de mis relatos —observó el abate satisfecho, creyendo tal vez que me había embebido tanto en la narración de las vicisitudes amorosas del joven Rey Cristianísimo que ahora le suplicaba más pormenores. Era lo que Atto esperaba.

La condesa de Soissons, explicó el abate Melani, no era otra que la hermana mayor de Maria. Se llamaba Olimpia Mancini y, según algunos, fue una de las iniciadoras amorosas del joven rey.

En la primavera de 1654, cuando ella contaba diecisiete años y Luis quince, bailan con frecuencia juntos en las fiestas. Y Olimpia alberga previsibles esperanzas…

Sin embargo, su tío Mazzarino la promete muy pronto al conde de Soissons, un Saboya emparentado con la familia real. Se casan en 1657.

—Olimpia tenía un temperamento muy envidioso —refunfuñó Atto ante ese recuerdo palmariamente desagradable—. La cara larga y puntiaguda, sin otra belleza que los hoyuelos en las mejillas y dos ojos vivaces pero demasiado pequeños. La corte se preguntaba: «¿Ha sido la amante del rey?».

—¿Lo fue? —inquirí con la esperanza de que Melani revelase algún particular útil para mis investigaciones.

—La pregunta está mal formulada. No se puede hablar de amantes en el caso de un jovenzuelo de quince años. Se puede preguntar, a lo sumo: ¿cedieron al deseo? Y la respuesta es: ¿eso qué importa?

Según Atto, se sabía con certeza que el pasatiempo con Olimpia, fuese o no platónico, no había tenido ninguna consecuencia para el joven rey; nada que le tocase el alma. Y cuando los corazones de Luis y Maria empezaron a palpitar el uno por el otro, Olimpia ya estaba preñada de su primer hijo.

—Pero el embarazo, ay, no puso freno a la terrible envidia que tenía de su hermana, quien había conseguido, del modo más natural, lo que Olimpia había intentado vana pero calculadamente antes que ella: ganarse el corazón del rey.

El rencor lleva a Olimpia a coquetear de nuevo con el soberano entre el primer y el segundo embarazo. Sin embargo, una vez más fracasa en su propósito. Obtiene entonces el secreto apoyo de la reina madre, reacia al amor entre Luis y Maria, y le regocija turbar a su hermana mediante una carta en que le revela la oposición de la madre de Luis.

—¡De modo que fue ella quien calumnió a Maria al oído del rey, cuando éste volvió a París después de su matrimonio español! —proclamé sorprendido.

Como expósito, sin hermanos ni hermanas, siempre había soñado e imaginado que tenía un montón. Y en mis sueños me los figuraba como los amigos más verdaderos y dignos de confianza.

—¿Te asombra? Las cosas son así desde los tiempos de Caín y Abel —sentenció Melani con aire de suficiencia, y a continuación recitó:

El veneno que en sí guardan la envidia

y el odio se ve mejor entre hermanos:

Caín, Esaú, Tieste, los hijos de Jacob,

y Etéocles, gran envidia albergaban,

como si no hubiesen sido hermanos,

pues la sangre emparentada se incendia tanto

que arde mucho más que la de fuera.

—Como has oído —explicó a continuación—, no es casual que Sebastián Brant, tan apreciado por Albicastro, consagrase unos versos de su Nave de los necios al odio fraterno. Pero por suerte no es una regla infalible —precisó el abate—. Maria se mantuvo siempre muy unida a otra de sus hermanas, Ortensia.

Claro, pensé, ¿no era el propio Atto un ejemplo viviente de amor fraterno? Durante toda su vida había estado unido a sus hermanos por un inquebrantable foedus de ayuda recíproca. Lo sabía desde hacía muchos años, porque una vez, en la Posada del Donzello, un huésped, en un cuchicheo censor, contó que los hermanos Melani actuaban «siempre en grupo, como los lobos».

—Olimpia, pues, susurró malignamente al oído del rey que, mientras él se desposaba en los Pirineos, Maria se había dejado cortejar por el joven Carlos de Lorena y que incluso estaba dispuesta a casarse con él.

—¿Y qué otra cosa podía hacer la pobre? —comenté—. Si el rey ya estaba casado.

—Exacto. Maria quería enlazarse con un francés. No deseaba regresar a Italia, donde las mujeres de abolengo se ven obligadas por sus maridos a marchitarse en casa como adornos.

Una vez que hubo cumplido sus ponzoñosos oficios, Olimpia asistió con maligno placer al fruto de sus maledicencias. Fue el día en que presentaron la lozana esposa de Luis a Maria. Después de mucho tiempo —el de la separación, el de la violencia de Mazzarino, el de las lágrimas de Luis en el castillo de Brouages—, Maria volvía a ver al rey. El amor —y con él los celos— no había desaparecido; sólo estaba encadenado.

Pues bien, cuando Maria se presentó ante Luis, éste, roído por los celos, le lanzó una mirada tan fría y desdeñosa que ella apenas pudo hacer las tres reverencias de rigor. La perfidia de Olimpia había triunfado.

Mazzarino, en su lecho de muerte, recompensó generosamente la acucia con que Olimpia había separado a Luis y Maria: la nombró superintendente de la casa de la reina, para gran contrariedad de la propia María Teresa, nada contenta de verla rondar, siempre esperanzada, a su marido.

—Pobre María Teresa. Olimpia aprovechó su puesto junto a ella para tener el placer cruel de ser la primera en contarle los adulterios del rey.

Empezó con la primera favorita oficial de Luis XIV Louise de La Valliére. Disfrutando secretamente de que el hombre que no había sido suyo traicionara a su esposa, Olimpia, que se entrometía en todo, se la propuso al rey como «tapadera»: fingiría que la cortejaba para poder pasear de noche con su cuñada Enriqueta.

Sin embargo, el muro que divide el poder de los soberanos de su voluntad es sumamente fino, y Louise acabó convertida en la verdadera amante del rey. Olimpia la atacó entonces con un odio inefable, empujando al lecho del fogoso soberano a otra damisela de la reina, Anne-Lucie de La Motte, tras lo cual informó mediante una misiva anónima a la cándida Louise. Como no consiguió separar a los dos amantes, Olimpia pidió una audiencia secreta a la reina María Teresa y se lo refirió todo: las escapadas del rey y la relación estable con madame de La Valliére. Luego gozó del espectáculo: torrentes de lágrimas, una memorable escena entre el rey y su madre y, por último, la trifulca entre las damas de honor.

El propio rey puso remedio inmediato a la situación. Aunque exasperado, aprovechó la ocasión para librarse del yugo materno e imponer a madame de La Valliére a su esposa, a su madre y a toda la corte como su primera amante oficial.

—Sin querer, Olimpia había tirado piedras contra su propio tejado —dijo con sorna el abate—. Ahí comenzó su caída, que aún tendría que haber sido más rápida, habida cuenta de todo el mal que había causado.

—¡Fijaos! —exclamé interrumpiendo la narración.

Habíamos cruzado la puerta San Pancrazio y nos hallábamos en las inmediaciones del Navío. Ante la entrada de la villa había tres magníficos carruajes.

—Uno es del cardenal Spada —observé.

De pronto los tres coches se pusieron en marcha y doblaron a la derecha. Mientras se alejaban, vimos claramente que los habitáculos estaban vacíos. Los pasajeros (Spada, Spinola y Albani) se habían quedado en el Navío, donde probablemente sus lacayos los recogerían más tarde.

—Ánimo, chico, quizá esta vez tengamos suerte. Los tres están «a bordo» —comentó Atto.

Los tres cardenales volvían, pues, a reunirse en la villa de Benedetti. En la anterior ocasión habíamos intentado seguirles inútilmente la pista. Ahora los habíamos encontrado por casualidad; podía ser una buena señal.

Como casi habíamos llegado a nuestro destino, Atto concluyó apresuradamente su narración.

—Olimpia se perdió en su furia celosa. Acabó encargando conjuros y venenos contra las amantes del Rey Cristianísimo, y pociones de amor para el propio Luis. Sus intrigas fueron descubiertas cuando estalló el asunto de los venenos, y le costaron una orden de arresto y una huida presurosa a Bruselas. Hoy sigue deambulando por Europa, poseída por un odio incontenible contra Francia, haciendo todo lo posible por perjudicar al reino del Rey Cristianísimo. Se sospecha, entro otras cosas, que envenenó a su marido, y también a madame Enriqueta y a su hija.

—¿A madame Enriqueta y a su hija? —repetí con tono inseguro.

—Santo Dios, ya estamos otra vez. Siempre te lo tengo que repetir todo. Enriqueta, acabo de decirlo, era la cuñada del rey. Además, hemos visto su retrato aquí, en la planta baja. Era la madre de María Luisa de Orleáns, la primera esposa del rey Carlos II de España. Pero ésta es otra historia —zanjó el abate, que curiosamente siempre tenía mucha prisa cuando nuestra conversación abordaba las cosas que atañían a la situación presente de España.

De todos modos, yo había descubierto por fin la identidad de la misteriosa condesa de S.: madame Soissons era, pues, una hermana de Maria Mancini. La condestablesa, en su carta, había efectivamente mencionado las sospechas de envenenamiento que pendían sobre su cabeza tras la muerte de la reina de España, es decir, María Luisa de Orleáns. La discreción con que hablaba de ello no se debía, ay, a la participación de Olimpia en los asuntos presentes, sino sólo al hecho de que se trataba de su hermana. Eso explicaba que la hubiese nombrado manifestando tanto dolor por sus fechorías. En definitiva, yo había metido la pata (era mi segundo error del día, después del cometido con el maestro florista): la misteriosa condesa de S. no era en absoluto misteriosa ni tenía nada que ver con los peligros que al parecer flotaban sobre la cabeza del abate Melani.

Al terminar Atto su relato me sentía enojado, pero no quería que se me notase. Desde hacía días leía a escondidas la correspondencia entre Atto y la condestablesa acerca de la sucesión de España y no había sacado nada en limpio. Toda su atención parecía concentrada en indagar, dada la proximidad del cónclave, los encuentros entre mi amo, el cardenal Spada, el cardenal Albani y el cardenal Spinola di San Cesareo. Encuentros que tenían lugar en el Navío, aunque esto no dejaba de ser una suposición nuestra, pues todavía no habíamos confirmado nada después de todas las visitas que habíamos hecho a aquella extraña villa hacia la que otra vez nos habíamos encaminando. El Navío, eso sí, con sus inexplicables e inquietantes apariciones, había traído al abate recuerdos lejanos: Maria Mancini, el joven Rey Cristianísimo e incluso el superintendente Fouquet, hasta llegar a Capitor, la loca de don Juan el Bastardo (otra vez volvíamos a España), quien cuarenta años atrás entregara tres presentes a Mazzarino, entre ellos el plato que había llamado Tetráchion.

El Tetráchion. Como perdido en un laberinto circular, pensaba de nuevo en él. La moza de cámara de la embajada de España, de cuyos labios este nombre de oscuro significado había brotado por sorpresa, había sido interrogada hábilmente por Cloridia para ayudarme a esclarecer los lazos entre la puñalada que había recibido el abate en el brazo, la muerte del encuadernador Haver y el copioso intercambio epistolar entre Atto y Maria sobre el tema de la sucesión de España, donde además se nombraba al cardenal Fabrizio, mi amo. En efecto, las cartas referían que el cardenal secretario de Estado Fabrizio Spada se había entrevistado con el embajador español por la demanda de ayuda que el rey de éste, Carlos II, había formulado a Inocencio XII y que, debido al pésimo estado de salud del Pontífice, Spada tenía poder para ocuparse personalmente de los asuntos de aquél.

Regresaba, pues, al punto de partida: la sucesión de España, de la que el Tetráchion, ente indefinible sin rostro ni forma, sería el legítimo heredero.

Desde que el abate y yo nos habíamos puesto en camino, no hacía más que dar vueltas a lo mismo, sin resultado alguno. Intuía que todo estaba relacionado, pero ignoraba de qué forma. Quizá la solución estuviese al alcance de la mano, pero yo era incapaz de descubrirla. Aquella maraña de indicios recordaba la folía: un motivo circular, penetrante aunque huidizo, una especie de serpiente marina, renuente e insinuante, que al cabo ciñe al benévolo oyente en un híbrido abrazo y lo paraliza en sus anillos.

La folía. Acabábamos de cruzar la verja de la villa y aquella música ya nos recibía en el Leteo de su abrazo cálido y picante.

Volvimos a encontrar a Albicastro encaramado en la cornisa, extrayendo del mágico carcaj de su violín los sonidos chispeantes de la folía.

—¿Éste ha de estar siempre en medio? —farfulló Atto—. ¿No tiene miedo al ridículo?

Albicastro dejó de tocar y nos miró. Me estremecí, pues temía que el músico hubiese oído el comentario poco respetuoso del abate Melani, pese a que lo había hecho en voz muy baja.

—¿Sabíais, señor abate, que las cosas humanas, al igual que los silenos de Alcibíades, tienen siempre dos aspectos opuestos entre sí? —dijo enigmáticamente el holandés—. Así como esas estatuillas ridículas y grotescas guardaban imágenes divinas, así lo que desde fuera parece muerte, examinado desde dentro, es vida, y viceversa, lo que parece vida es muerte.

El músico, ay, había oído las mordaces palabras de Atto.

—En las cosas humanas —prosiguió—, lo que parece bello resulta deforme; el rico, pobre; el infame, glorioso; el docto puede revelarse ignorante; el fuerte, débil; el generoso, innoble; el alegre, triste; la prosperidad, adversidad; la amistad, odio; lo provechoso, dañino. Dicho de otro modo, al abrir el sileno, todo se encuentra repentinamente trocado en su contrario.

—¿Queréis decir que lo que me parece ridículo puede ser divino? —preguntó Atto con tono burlón.

—Me asombráis, señor abate. Precisamente a vos, que venís de Francia, os cuesta entender mis palabras. Sin embargo, tenéis un ejemplo delante de los ojos. ¿Qué francés puede decir que su rey no es rico y dueño de todo? Ahora bien, si está a merced de muchos vicios, ¿acaso no es igual al más innoble de los siervos? Y, sobre todo, si su corazón está vacío de los bienes del alma y si muere sin haber podido saciar la concupiscencia, ¿no hay que llamarlo pobrísimo? Sin duda conocéis lo que dijo Solón a Creso, rey de Lidia: «El hombre muy rico no es más dichoso que otro que viva al día, a no ser que la fortuna, en medio de su completa felicidad, lo acompañe hasta llevar a buen fin su vida».

Al oír estas últimas palabras Melani se sobresaltó y se alejó con desprecio sin despedirse siquiera de su interlocutor.

Mientras lo seguía, me puse a pensar. Creso, rey de Lidia; el nombre de aquel famoso monarca de la Grecia antigua me recordaba algo. La palidez que percibía en el rostro de Atto, ahora que con el rabillo del ojo lo veía avanzar mudo, con el semblante crispado, me hizo abrigar la sospecha de que el violinista holandés le había tocado una fibra asaz sensible. Traté de estimular otra fibra en mí, la de la memoria, y recordar dónde había oído la historia del sabio Solón y del lidio Creso; pero fue en vano. Donde la memoria fracasa, me dije, ha de abrirse camino el razonamiento: Albicastro había comparado a Creso con el Rey Cristianísimo…

Unos segundos bastaron, entonces, para que me acordase de aquel nombre, Lidio, que se repetía de forma enigmática en las cartas de Atto y de la condestablesa. Si Creso era rey de Lidia, «lidio» tenía que ser él. Aquel misterioso personaje enviaba a Maria mensajes a través de Atto, y ella le respondía por medio del mismo intermediario. ¿Qué le decía la condestablesa? «Es menester considerar el resultado final de toda situación, pues en realidad la divinidad ha permitido a muchos contemplar la felicidad y, luego, los ha apartado radicalmente de ella». Y además: «No puedo responder todavía a la pregunta que me hacías, Lidio, sin saber antes que has terminado felizmente tu existencia». Pensándolo bien, sonaban a citas extraídas de algún libro del mundo antiguo. Por otra parte, ¿esas frases no se parecían a las que Solón dirige a Creso y que Albicastro había recordado? Me prometí examinar lo antes posible la biblioteca de la villa Spada en busca del episodio de Creso y Solón para confirmar mis sospechas.

Di alcance a Atto y echamos una ojeada alrededor. No había rastro de los tres cardenales.

—No están aquí. Ya habríamos oído algún ruido o visto a algún secretario.

Era como si los tres purpurados se hubiesen esfumado en la nada.

—Hay algo que no encaja —dijo Atto pellizcándose meditabundo el hoyuelo del mentón—. Pongámonos en movimiento. No sirve de nada que nos quedemos aquí como estatuas. Tenemos mucho que hacer.

Nuestro objetivo era el plato. A juzgar por el cuadro en el que figuraban los tres regalos de Capitor, que habíamos encontrado dos días antes en el Navío, y por los recuerdos de Atto, se trataba de un objeto bastante voluminoso, de oro, de factura exquisita y muy bello. Cumplía, pues, todos los requisitos para que Benedetti lo tuviese expuesto en una sala; sin embargo, dado el estado de aparente abandono del Navío, no era imposible que alguien lo hubiese puesto a buen recaudo de los ladrones.

—Encontramos el cuadro en el segundo piso —dijo Atto—. Deberíamos empezar por ahí.

Era la planta donde había cuatro apartamentos con baño y un pequeño salón común. La búsqueda fue muy minuciosa. Revisamos camas, armarios, arcones y cómodas, pero infructuosamente.

No pasamos por alto, en el registro que hicimos de todos los rincones, las pequeñas bibliotecas que había en cada apartamento. Subido en una silla, hurgué detrás de las hileras de libros, tragando una buena cantidad del polvo que a saber desde hacía cuántos años los cubría. Tampoco esta fase de la búsqueda nos deparó ningún fruto, salvo un detalle.

Cuando revisaba los volúmenes de la cuarta y última biblioteca, me llamó poderosamente la atención algo que vi en la tercera fila, contando desde arriba. Era una larga serie de tomos iguales, en cuyo lomo, grabado en oro, se leía:

Heródoto

HISTORIA

En el primer tomo leí, debajo del título:

Libro I

LIDIA Y PERSIA

Conocía, por supuesto, el nombre del célebre historiador griego y el título de su obra, pero lo que me había desconcertado era el encabezamiento del libro: Lidia, el país de Creso.

—Voy al primer piso, aquí no hay nada —exclamó Atto bajando por las escaleras.

—A mí aún me queda algo que hacer. En un momento me reuniré con vos —dije.

Pues sí, tenía algo que hacer. Bajé de la silla y me senté en un sillón. Abrí el libro para buscar los pasajes que hablaban de la historia de Creso.

Mientras lo hojeaba, elevé un mudo agradecimiento a las paredes que me cobijaban. Una vez más, el Navío había prestado oídos, por caminos oscuros e inefables, a una petición de explicaciones, a un deseo de conocimiento. Sólo que en esta ocasión no había respondido con sus inscripciones; para satisfacerme, me había puesto un libro delante de los ojos.

Tuve mucha más suerte en esta búsqueda que en la del plato. El pasaje que lo explicaba todo comenzaba en el capítulo vigésimo séptimo.

El rico Creso, rey de Lidia, recibió un día la visita de Solón, sabio ateniense. Creso le dijo: «Amigo ateniense, hasta nosotros ha llegado sobre tu persona una gran fama en razón de tu sabiduría y de tu espíritu viajero, ya que por tu afán de conocimientos y de ver mundo has visitado muchos países; por ello me ha asaltado ahora el deseo de preguntarte si ya has visto al hombre más dichoso del mundo».

Creso, que era inmensamente rico, venerado y poderoso, estaba convencido de que Solón iba a decirle que él, el gran soberano de los lidios, era el hombre más dichoso.

En cambio, Solón citó como modelo de felicidad a un desconocido, un tal Telo de Atenas, que había tenido vida próspera, muchos hijos y nietos, y que había muerto combatiendo en batalla contra los enemigos de su ciudad. En segundo lugar Solón situó a los hermanos argivos Cléobis y Bitón, los dos atletas que arrastraron más de cuarenta estadios el carro sobre el que iba su anciana madre hasta el santuario donde se celebraba una fiesta en honor de la diosa Hera. Llegados al templo, su madre rogó a Hera que concediese a sus hijos el don más preciado que puede alcanzar un hombre. Una vez concluidas las ceremonias sagradas y el banquete, Cléobis y Bitón se durmieron en el santuario y ya no despertaron; ése fue el fin que tuvieron. El pueblo erigió estatuas con sus efigies y los honró como hombres excepcionales.

Al oírlo Creso se encolerizó. «¿En tan poco aprecias nuestra felicidad, amigo ateniense, que ni siquiera nos consideras dignos de rivalizar con simples particulares?». Solón respondió con sabias palabras:

Me parece que eres muy rico y rey de muchos hombres, pero no puedo responder aún a la pregunta que me hacías sin saber antes que has terminado felizmente tu existencia. Porque una persona sumamente rica no es, desde luego, más dichosa que otra que viva al día, a no ser que la fortuna, en medio de su completa felicidad, lo acompañe hasta llevar a buen fin su vida.

Si lleva a buen fin su vida, ahí tienes a quien buscas, ése es el hombre digno de ser llamado dichoso; pero, antes de que muera, hay que esperar y no llamarlo todavía feliz, sino afortunado.

Ningún ser humano, por sí mismo, posee todos los bienes, pues, si cuenta con unos, carece de otros, y el que permanentemente cuenta con un mayor número y luego termina apaciblemente su vida, ése es quien, en mi opinión, debe recibir en justicia ese nombre. Ahora bien, es menester considerar el resultado final de toda situación, pues en realidad la divinidad ha permitido a muchos contemplar la felicidad y, luego, los ha apartado radicalmente de ella.

—Chico, ¿no piensas bajar? ¡Todavía nos queda todo por hacer!

La voz de Atto me devolvió bruscamente al presente. El volumen de Heródoto tembló en mis manos.

Había leído suficiente, pensé. Ahora empezaba a entender.

Si mis razonamientos eran acertados, el Rey Sol en persona se ocultaba bajo el nombre de Lidio, así como tras la metáfora de Creso contenida en el parlamento de Albicastro. Por lo demás, ¿acaso el propio Atto no me había contado que Heródoto era una de las lecturas preferidas de Luis y Maria?

Ése era el secreto que tan vanamente había indagado: la condestablesa y el Rey Cristianísimo se escribían en secreto, y Atto oficiaba de intermediario.

Ciertamente, ya no eran Luis y Maria, la muchacha ebúrnea y el tímido joven de las apariciones en el Navío; sus escritos ya no eran susurros de amor. Mas el rey de Francia seguía teniendo en gran estima los consejos de Maria Mancini, hasta el punto de aceptar el riesgo de mantener una correspondencia secreta con tal de disfrutar de los beneficios de su inteligencia. Recordaba perfectamente, en efecto, que Atto, en una apostilla, le había escrito:

Sabéis que a él le satisfacen sobremanera vuestro juicio y vuestra aprobación.

Lo cierto era que Atto, en la misma carta, había escrito asimismo que tenía que entregar algo a la condestablesa. Algo que, aseveraba, le haría cambiar de opinión sobre Lidio. ¿De qué podía tratarse?

Pasados los primeros momentos de entusiasmo, empero, surgieron las dudas. Era evidente la referencia a Heródoto, pero no tanto que bajo el sobrenombre de Lidio se ocultase el Rey Cristianísimo. No era casual, sin duda, que a Luis le gustase leer a Heródoto con su enamorada. Mas, por otra parte, Albicastro había establecido un símil demasiado fácil entre Creso y el rey de Francia. En suma, aún no podía descartar del todo que quien aparecía con el nombre del rey de Lidia en las cartas de Atto a Maria fuese otro. Y lo que sabía de la vida de Maria Mancini tras su marcha de París era demasiado poco para poder indagar sobre la identidad de aquel misterioso personaje.

Precisaba, pues, otra confirmación. Ya sabía cuál: Silvio.

En sus cartas Maria Mancini llamaba a veces Silvio a Atto y, en los pasajes en que le daba ese nombre, le dirigía advertencias, recomendaciones y hasta reproches cuyo significado se me escapaba por completo.

¿No serían también citas literarias, como las del Lidio de Heródoto? Dejé volar mi imaginación, y ya veía a Silvio como un personaje de un libro, quizá un mensajero de amor, tomado de la mitología.

Sólo necesitaba encontrar el origen del nombre de Silvio, me dije, para descubrir una pista más sobre la identidad de Lidio e incluso —tal era al menos mi esperanza— la prueba definitiva de que el Rey Cristianísimo y la condestablesa mantenían aún amorosas conversaciones.

Sin embargo, no tardé en desanimarme. Sólo contaba con un nombre: Silvio. Era como buscar una aguja en un pajar. ¿Por dónde comenzar mis pesquisas?

Una mano se posó de pronto en mi hombro y me apartó de mis reflexiones.

—¿Quieres dejar de meditar con ese libro en la mano, como san Ignacio? Ayúdame.

El abate, sudado y cubierto de polvo, había venido a buscarme para que reanudase la actividad.

—Hasta ahora no he encontrado nada. Quiero seguir registrando el primer piso. Échame una mano.

—Enseguida, don Atto, enseguida —dije, y subí de nuevo a la silla para colocar en su sitio el librito de Heródoto.

Dejé para más tarde mis cavilaciones.

Bajamos a la primera planta, donde estaban la galería de espejos de perspectiva falaz, la capilla, el baño y los dos gabinetes, uno dedicado al papado y otro a Francia.

Al punto me encontré ante la magnífica imagen, bordada en un tapiz, de una hermosa ninfa ataviada con una piel de lobo y a la que un joven cazador ha herido en un costado con una de sus flechas. El suave semblante de la ninfa, su ebúrnea tez y sus delicados rizos de ébano contrastaban eficazmente con la vista de la sangre que manaba de su herida y con el sentimiento de desesperación pintado en el rostro del muchacho. Por último, el marco floral, salpicado de cartones y medallones en relieve, ornaba el tapiz con exquisita elegancia.

Luego lo reconocí: era uno de los tapices flamencos que el abate Melani había contemplado en extática admiración durante nuestra anterior visita al Navío. Atto me había explicado que él mismo se los había hecho comprar a Elpidio Benedetti treinta años antes, durante la, estancia de éste en Francia.

¿Qué más me había dicho el abate?, me pregunté, mientras los pensamientos empezaban a bailar en mi cabeza y avanzaban, como bacantes en procesión, hacia una meta emocionante y desconocida. Originariamente, según me había contado Melani, había cuatro tapices, pero el propio Atto había pedido a Benedetti que regalase dos a Maria Mancini, porque las escenas representadas en ellos estaban inspiradas en un drama amoroso, El pastor Fido, muy caro a ella y al joven rey (pero esta circunstancia hube prácticamente de arrancársela de la boca, pues el abate se mostraba remiso a hablar del tema). Un drama de amor…

Con una sonrisa ingenua, y esforzándome para fingir un fuerte ataque de tos a causa de la gran cantidad de polvo, pedí permiso al abate Melani para alejarme de la polvareda que habíamos levantado.

Enseguida, sin esperar siquiera su autorización, eché a correr, cual nuevo Mercurio con sandalias aladas, escaleras arriba hasta el segundo piso, y en contados segundos llegué a la biblioteca donde había dejado la Historia de Heródoto.

Subido en la silla, mis dedos casi arañaban el lomo de los libros al recorrer los títulos, como si las pupilas necesitasen la ayuda del tacto para confirmar lo que leía.

Por fin lo encontré, minúsculo, casi una libreta, de media cuarta de alto y un dedo de ancho. Estaba encuadernado en piel negruzca con cuadrados de oro, el lomo ornado de lirios florentinos. Lo abrí.

Sin pensarlo dos veces, confié en el registro, de fino raso granate ya descolorido; fui a la página que marcaba desde tiempo inmemorial y leí al azar:

Oh, feliz Dorinda.

El cielo te envía la dicha que buscas.

Me emocioné. Dorinda, así se llamaba la ninfa herida que acababa de ver en el tapiz; el abate Melani me lo había dicho la primera vez que lo vimos. Y Dorinda era también el nombre que la condestablesa se había dado en su última carta, en la que llamaba Silvio a Atto.

Había dado con lo que buscaba. Ahora sólo me quedaba encontrar el nombre de Silvio. Si, como pensaba, era uno de los personajes de El pastor Fido, habría vencido. Así pues, con el pecho trémulo de emoción, empecé a recorrer con la mirada las páginas del librito en pos de un Silvio que, como quizá Melani entre la condestablesa y el Rey Cristianísimo, fuese un mediador de amor entre Dorinda y su amado. Bien pronto lo encontré.

¿Conoces, Silvio, de Montán

único hijo, sacerdote de Diana,

hoy pastor famoso y muy rico?

Resultaba que este Silvio no era un mensajero, como yo había esperado, sino un jovenzuelo rico y muy apuesto. Salvo por la riqueza, no parecía el retrato del abate Melani…

Lo que leí a continuación desbordó mi imaginación:

¡Oh, Silvio, Silvio! ¿Por qué natura

en la flor de la vida

habrá sido tan pródiga contigo

en dones y belleza

si todo tu afán es pisotearlos?

Era un diálogo entre Silvio y su viejo criado Linco, que reprochaba al muchacho que fuese duro de corazón. Un poco más adelante leí:

LINCO

Oh, muchacho loco. ¿Por qué buscas lejos

una fiera peligrosa, si aquí mismo la tienes,

a tu lado, toda tuya?

SILVIO

¿En qué selva anida?

LINCO

La selva eres tú, Silvio,

y la fiera que en ella anida

es tu ferocidad.

Y no digo que tengas un corazón de fiera,

sino que tu pecho es de hierro.

No; no podía ser Atto quien se ocultaba bajo el apodo de Silvio. El retrato de aquel pastorcillo rico y soberbio me recordaba mucho, diría incluso que muchísimo, a otra persona:

Mira en rededor, Silvio:

toda la hermosura del mundo

es obra de amor.

El cielo, la tierra, el mar, todo ama.

Todo ama, Silvio,

salvo tú. ¿Va a ser tu alma, Silvio,

en el cielo, la tierra y el mar,

la única sin amor?

Rememoré los relatos del abate Melani. ¿No era merecedor Su Majestad el Rey Cristianísimo de Francia de toda esa retahíla de reproches? ¿El corazón del soberano no se había vuelto de hielo tras su separación de Maria Mancini?

¡Sufre más por ti quien te venera, Silvio!

¿Quién diría que tu gentil semblante

oculta tanto malquerer?

Y además:

¡Oh, inclemente Silvio, oh, muchacho fiero!

Volví al frontispicio. Quería leer primero el argumentum, es decir, la sinopsis de la trama, para conocer el papel de Dorinda, la ninfa bajo cuyo nombre se ocultaba la condestablesa. Así supe que Silvio era novio de Amarilis, pero no la amaba. No amaba a ninguna mujer; sólo quería ir de caza por los bosques. Hasta que, por error, hirió en el costado a una ninfa que estaba enamorada de él, Dorinda, al confundirla con una fiera porque vestía una piel de lobo. Silvio entonces se enamora, parte el arco y las flechas, le cura la herida y se casan.

¿No era esa historia muy parecida a la del joven rey de Francia, prometido a la infanta de España pero enamorado de Maria Mancini? Únicamente el corolario de su amor, que conocía perfectamente por Atto, había sido muy diferente del final feliz de El Pastor Fido, que seguramente ellos esperaban.

El tiempo apremiaba. Atto no tardaría en subir. Me acerqué a la escalera de caracol. Oía un extraño zumbido. Bajé cautelosamente unos escalones y me asomé un poco para ver al abate Melani. Cansado, se había arrellanado en un pequeño sillón esperando mi llegada y se había quedado dormido.

Me senté en un peldaño y llegué a la conclusión de que el Rey Cristianísimo no se ocultaba únicamente bajo el nombre de Lidio, sino también bajo el de Silvio. La condestablesa, pues, no sólo era para el soberano lo que Solón había sido para Creso, sino además la Dorinda amante de Silvio.

Por fin había despejado muchas incógnitas de las cartas de Atto y Maria. Su correspondencia no encubría espionaje de Estado, oscuras maniobras políticas ni las vilezas de la diplomacia internacional, como había sospechado durante los días en que, yo sí, había espiado vilmente al abate y la condestablesa.

No, sus misivas contenían un secreto inimaginable, mayor y más puro: Luis y Maria se escribían para hablar de amor después de cuarenta años de su último adiós.

Comprendí finalmente por qué el abate me hablaba con tanta seguridad de lo que el soberano francés sentía por la condestablesa y de cómo se le había endurecido el corazón por la pérdida de su amada. Entendí asimismo por qué hablaba de todo ello como si fuesen hechos del presente, vivos y palpitantes: ¡nunca había dejado de conocer detalles muy reservados y de primera mano de la relación, jamás muerta, entre los dos enamorados!

Por eso había venido Atto a Roma, para ver a Maria Mancini después de treinta años y entregarle un mensaje de amor del Rey Cristianísimo. En ese instante habría dado cualquier cosa por saber qué le mandaba el monarca por intermedio de Atto. ¿Qué podía requerir un encuentro cara a cara? ¿Una carta autógrafa del rey? ¿Una prenda de amor? También comprendí por qué el abate Melani había vacilado tanto ante mis preguntas la primera vez que vimos los tapices del Navío. El pastor Fido no había sido sólo la lectura preferida de los dos antiguos amantes; lo era aún. Era su código secreto. Y Atto hacía de intermediario ahora igual que entonces.

Pero ¿qué amor puede haber entre dos viejos que no se ven desde hace cuarenta años?

Me respondieron las palabras de una carta de Atto a Maria, que recordé en ese momento:

Silvio fue soberbio, pero veneraba a los dioses, y un día fue vencido por vuestro Cupido. Desde entonces se inclina ante vos llamándoos suya.

Aunque suya no fuisteis.

El amor del rey por Maria Mancini, pues, estaba hecho de recuerdos y de ocasiones frustradas.

¡Y yo que había creído que Atto hablaba así de su desgraciada condición de castrado! No, se refería a la nunca quebrantada castidad de aquel amor y a cuán profundamente esa circunstancia había quedado grabada en el alma del viejo soberano.

Evoqué todos los pasajes de las cartas que Maria había escrito a Silvio y por fin entendí el sentido de las advertencias y de los reproches que tomaba de El pastor Fido:

¡Ay, Silvio, Silvio! Lozano eras cuando el destino te regaló todas las venturas. ¡Pero ten cuidado! Que el juicio que no madura en ignorancia fructifica.

Por fin estas palabras, incomprensibles cuando las relacionaba con el abate Melani, me manifestaban dócilmente su significado. En efecto, el Rey Cristianísimo había ascendido al trono muy joven; su destino, pues, se había cumplido siendo él «lozano». Sin embargo, quien recibe el poder demasiado pronto «en ignorancia fructifica», o sea, es arrogante toda su vida. Y ahora que estaba en juego la cuestión de la sucesión al trono de España, Maria pedía a Luis XIV que actuase sabiamente.

Asimismo, ¿María Mancini no acusaba al soberano de ser en cierto modo responsable, por su arrogancia como gobernante y en su conducta privada, de la cadena de desgracias que habían sufrido en España los amigos de Francia?

¿Acaso crees, muchacho fatuo,

que del azar las desgracias

son fruto? ¡Pues errado estás!

Que estos sucesos tan monstruosos

y nuevos a los hombres no acontecen

sin divina intervención. El cielo

harto está de que desdeñes tan altaneramente

el amor, el mundo y los afectos humanos.

Que a los dioses no los complace

tener iguales en la tierra

ni tanta ostentación de orgullo.

El mecanismo me quedó perfectamente claro enseguida. La condestablesa, con consumada habilidad, hablaba de Lidio a Atto en tercera persona, le enviaba mensajes y respuestas a través del abate, y luego se dirigía a Atto llamándolo Silvio, pero con la intención de hablar al rey. Dos identidades para despistar a los extraños y protegerse de posibles espías. La estratagema había sido plenamente eficaz conmigo. Nunca habría descubierto la verdad si Albicastro y el Navío no me hubiesen enseñado la senda que llevaba a Lidio. El holandés volante con su buque fantasma, como los había llamado Melani.

Claro, observé haciendo girar entre mis manos El pastor Fido, el Navío me había ofrecido todas esas iluminaciones. Primero con la frase de Albicastro, excéntrico ocupante de la villa, quien con singular clarividencia había establecido un paralelismo entre Creso y el rey de Francia. Por eso Atto se había sobresaltado y dado media vuelta sin replicar al músico holandés; lo había turbado aquel arcano oráculo. Luego con el libro de Heródoto, y después con el del caballero Guarini, que había aclarado todas mis ideas. Una vez más, la villa misteriosa de Benedetti había demostrado sus insondables facultades.

Al momento me reí de mí mismo al pensar que era mucho más probable que su difunto propietario, Elpidio Benedetti, en calidad de agente del cardenal Mazzarino en Roma, hubiese reunido en su villa libros, cuadros, objetos de arte y todo cuanto un francófilo a la moda no podía dejar de tener ni de conocer.

Algo era indudable: el tema y el propósito del encuentro anunciado entre Atto y Maria no eran el cónclave ni la sucesión de España, sino el amor. Sus conversaciones epistolares giraban en torno a maniobras políticas, pero el eje era otro. No eran sino una tapadera; podían suscitar el interés de personas hechas a las intrigas, pero nada más.

De ahí que Atto se acalorase tanto cuando, en nuestras visitas al Navío, me contaba la antigua historia de aquel infortunado amor regio. Para él era algo siempre presente, y se diría incluso que las apariciones y los fantasmas del pasado que habíamos visto en el Navío no eran más que las emanaciones espirituales de esa pasión a distancia (pero aún poderosa) entre la condestablesa y el maduro soberano.

Tal era probablemente el auténtico motivo de la presencia de Melani en la villa Spada: para encontrarse, él y la condestablesa aprovecharían la invitación a la boda de los Spada. ¡Sí, ni el cónclave ni la sucesión de España!, me dije.

Sin embargo, Maria no llegaba. Había faltado el día de la ceremonia. ¿Qué la retenía? Quizá una fiebre pertinaz, como ella misma declaraba en una de sus misivas; o, puestos a imaginar, una natural renuencia a la contienda amorosa, que la empujaba a hacerse desear «por delegación», como si identificase en la persona de Atto a su antiguo amante y no lo considerase sólo su mensajero.

Oí los pasos del abate Melani. Se había despertado y subía en mi busca.

Eché otro vistazo al librito de El pastor Fido. Era realmente minúsculo, pensé; guardármelo en el bolsillo y llevármelo, sin que el abate se diese cuenta, era un juego de niños. Después lo devolvería. Ahora lo necesitaba; leería las cartas de Maria a la luz de esos versos.

—¡A buenas horas! ¿Se puede saber qué haces? —exclamó al verme en lo alto de la escalera.

—Como os habíais dormido, decidí dejaros descansar un poco.

—Mal hecho, pues sin tu ayuda no he podido hacer casi nada —me recriminó tratando de disimular su desconcierto.

Era una forma elegante de confesar que lo había vencido el sueño al quedarse solo.

—No podemos seguir a tientas —continuó el abate—. Quiero explorar el Navío de punta a cabo. El plato tiene que estar en algún sitio. Ya hemos registrado bien el segundo piso, de modo que vamos a empezar por la planta baja. Luego pasaremos a la primera y terminaremos en la tercera, la de la servidumbre.

Mientras me precedía por la escalera de caracol, observé su figura curvada y roída por los años, pero siempre espoleada por el reto de la acción. Me conmovió pensar en la naturaleza de su misión. Era la primera vez que, en contra de lo que tantas veces había ocurrido en el pasado, Melani me sorprendía demostrando sentimientos y propósitos nobles.

Con el alma transida de emoción, me adentré en las otras estancias de la villa para ayudar a Atto en la búsqueda de los tres presentes de Capitor, y sobre todo del plato.

Inspeccionamos el gran salón de la planta baja, las estanterías, los aparadores, los cajones. Todos los objetos (cubiertos, vasos, adornos) se hallaban donde los habíamos visto en nuestra anterior visita. Allí estaban los retratos de las bellas y gentiles damas de Francia (entre ellos el de Maria, que yo había admirado tanto).

Cuando me incorporaba después de haber intentado sacudir en vano el polvo que yacía en un sillón, me topé con uno de esos retratos, al que antes no había prestado atención.

—Madame de Montespan —anunció Melani, que se había acercado también a ese rostro femenino de belleza extraordinaria y perturbadora—. Antaño favorita del rey de Francia. Una relación que duró diez años, durante los cuales tuvieron siete hijos. Fue casi una segunda reina.

Apenas tuve tiempo de detenerme en las carnes exuberantes del pecho, en los ojos glaucos y rebosantes de voluntad de despertar deseo, en los labios dispuestos al beso, en los brazos bien torneados. Atto ya había pasado al cuadro siguiente.

—Louise de La Valliére —dijo—, el primer adulterio oficial de Su Majestad, como ya te he contado —añadió ante aquel rostro de pureza singular e irrepetible, coronado por una cabellera rubia plateada, síntesis de finura, elegancia y ligereza, tanto era así que parecía esculpida por el Señor para que la humanidad conociese la tríada bendita que conforman la gracia, la modestia y la ternura, y para capturar de un modo casi mágico, a través de sus ojos del color del mar, el corazón y la confianza.

—¡Qué distintas son! —exclamé—. Ésta, tan pura, y aquélla, tan… ¿cómo decir…?

—¿Conturbadora y pecaminosa? Habla sin reparo. Con un solo ojo se ve que madame de Montespan no era precisamente un ángel —afirmó con sorna el abate—. Sin embargo, lo más importante es que ambas están muy lejos de la índole franca e impetuosa que poseía Maria. Las dos son francesas, aunque opuestas entre sí. Maria era italiana —concluyó el abate recalcando las últimas palabras. La mirada se le había encendido con renovado ardor al recordar a Maria Mancini.

Por fin comprendía yo de qué observador íntimo y privilegiado había tenido la suerte de escuchar el relato de aquel drama que había trastornado el alma del Rey Cristianísimo. Ansiaba, pues, conocer la continuación de aquella historia antigua y desdichada, más aún ahora, que sabía que seguía viva. Por otra parte, estaba convencido de que Atto tenía que ver a María para transmitirle un mensaje sumamente importante del Rey Cristianísimo, y yo quería averiguar su contenido.

—Si la memoria no me falla, el rey de Francia tuvo muchos amores tras la marcha de Maria Mancini —dije, mientras el abate me conducía a la sala donde estaban los retratos de reyes y príncipes.

—Tuvo muchas favoritas —me corrigió—, y nunca menos de dos a la vez.

—¿Dos? ¿Ésa es la costumbre de los soberanos franceses?

—Por supuesto que no. —Atto sonrió, al tiempo que abría un gran aparador lleno de cristales de Venecia y de porcelanas de Savona, que procedió a revisar—. Antes al contrario. Nunca se había visto en Francia nada semejante: una reina y dos amantes titulares, las tres obligadas a vivir juntas. Además, madame de Montespan estaba casada. Enrique IV, abuelo de Luis, tenía una amante, pero nunca se arriesgó a imponerla a su consorte la reina.

—Supongo que esto también fue, en vuestra opinión, la nefasta consecuencia del abandono de Maria —dije para que picase el anzuelo, impaciente como estaba por satisfacer cuanto antes mi curiosidad sobre las relaciones que mantenían ahora el Rey Cristianísimo y la condestablesa.

—El joven monarca transformó el diluvio de dolor que había anegado su corazón en un diluvio universal, capaz de inundar pueblos enteros durante generaciones —afirmó pausadamente el abate—. ¿Que no podía tener a Maria como reina? ¡Pues lo pagarían las otras reinas! ¿Que no podía tener a Maria como mujer? Pues entonces tendría un montón de mujeres, todas a la vez.

Luis, explicó Atto, tendría siempre al menos dos amantes simultáneamente, que a su vez serían traicionadas por otras, en una sucesión constante, y nunca estarían seguras de los sentimientos del rey ni de los designios que tenía para ellas. «Las tres reinas», así se llamaba a esa tríada.

—Quien ha sufrido un daño necesita infligirlo, hasta la extenuación —continuó Melani—. Como no podía pertenecer a Maria, Luis optó por dividirse entre muchas para no ser de ninguna. Con frío cálculo e ira glacial, fragmentó su vida entre sus numerosas mujeres: su esposa, las favoritas estables y sus mil amantes de un mes o de una noche, partiéndoles a todas el corazón. Ayúdame a levantar esta alfombra, por favor.

A todas tenía en vilo, prosiguió, y ni la propia corte supo jamás si las damas con quienes le gustaba exhibirse eran realmente las favoritas del momento o, con su astro en el ocaso, le servían únicamente para encubrir una nueva y secreta preferencia. Todas se sometían a la severa disciplina del soberano, y ninguna se atrevía a levantar la cabeza.

—En la corte fue manifiesto el drástico cambio de talante del rey ya al día siguiente de su matrimonio —contó el abate—. Luis hizo volver a Madrid a todo el séquito español de María Teresa.

La reina, continuó Atto en el ardor de sus recuerdos, no opuso la menor resistencia, pero pidió a cambió una gracia a su marido: la de poder permanecer siempre a su lado. Siempre. Luis se la concedió. Enseguida ordenó al gran mariscal de logis que no los separase nunca. Mantuvo su promesa hasta la muerte de María Teresa: en el Louvre, en Fontainebleau, en Saint-Germain y aun en Versalles durmió siempre a su lado; abandonaba en plena noche el lecho de sus amantes para volver a la alcoba de su legítima esposa y permanecer allí hasta el amanecer. Todo ello sin hacer excepciones, sin dar explicaciones y sin la menor agitación, ni siquiera cuando por la habitación de María Teresa cruzan jadeantes comadronas con un fardo en brazos: el enésimo bastardo que acaba de dar a luz alguna amante del rey en los aposentos contiguos. La concesión que la pobre reina había juzgado una gracia (tener al rey siempre a su lado) Luis la había convertido en una terrible y despiadada condena.

—¡Qué decís! ¿Las amantes del rey parían en los aposentos contiguos a los de la reina?

—Ahora viene lo mejor —respondió el abate Melani con lúgubre ironía—. El parque de caza preferido de Su Majestad estaba integrado por las damiselas que servían a la soberana. Más aún, cuando se cansaba de una concubina, solía concederle un puesto en el séquito de su esposa. Fruto de esta situación, María Teresa decía siempre con un suspiro: «Mi sino es que me sirvan las amantes de mi marido».

El abate examinó con curiosidad el interior de una gigantesca sopera de color nacarado y decorada con granadas de brillante porcelana verde y carmín.

—Durante dos décadas el rey tuvo un vástago cada año, y me limito a los que ha reconocido, pero sólo seis de ellos son hijos de la reina. Siete son hijos de madame de Montespan; el resto, de sus otras amantes —recordó Atto con las cejas enarcadas—. Colbert, su primer ministro, sirvió al rey en silencio hasta su muerte. Le hizo de alcahuete, le consiguió comadronas, ajuares y cirujanos complacientes para que sus amantes diesen a luz; encontró incluso, entre sus viejos criados, las familias adoptivas para criar a los bastardos secretos, es decir, los hijos de las concubinas de paso —concluyó el abate, que a continuación se puso a tantear el relleno de un pequeño sillón.

El rey no se conforma con imponer a la reina la penosa cohabitación con sus amantes y sus vástagos, sino que hasta cuando viaja las lleva en su carruaje y también come con ellas. Luego viene lo peor: legitima a los nuevos bastardos y los declara incluso príncipes de Borbón. Concierta para ellos matrimonios regios, inaugurando la inaudita mezcla con los Borbones legítimos. Llega a dar la mano de una de sus bastardas a un «nieto de Francia»; en efecto, obliga al hijo de su hermano Felipe a casarse con la última hija que ha tenido con madame de Montespan. La corte rumorea; los padres del muchacho se desesperan, gritan y lloran; el rey se regodea.

—¿Adónde va a parar si sigue así? —exclamó Atto con vehemencia.

—Según vos, ¿habría que preocuparse por el futuro del trono?

Tomó aliento un instante, después de retirar de la pared un gran cuadro cuyo marco nos había parecido (erróneamente) demasiado grueso para no tener un doble fondo.

—Temo que un día el rey pueda incluir a sus bastardos en la línea de sucesión al trono. Eso sería el fin. Significaría que ya no solamente un hijo de reina, sino cualquiera, lo que se dice cualquiera, podría convertirse en monarca. Si eso llegase a ocurrir, todo pueblerino se preguntaría: ¿por qué no puedo ser yo?

»Sentémonos un poco —propuso Atto, y se desplomó en un diván con un gran suspiro de cansancio—. Descansemos. Luego continuaremos la búsqueda.

Yo también tomé asiento en un sillón, lanzando un gran bostezo.

—De lo que no cabe duda es de que el Rey Cristianísimo —observé siguiendo el hilo de las evocaciones de Atto— se consoló bien rápido con todas sus amantes tras la marcha de Maria.

Lo estaba provocando: pretendía que me revelase algo sobre los contactos que el soberano y la condestablesa mantenían en este momento. Atto Melani dio un respingo.

—¿Es que no me escuchas cuando hablo? Su primera favorita, Louise de La Valliére, sólo le sirvió para vengarse de la reina madre, que lo había separado de Maria haciéndole creer que la olvidaría pronto. Mas fue un triunfo tardío, una represalia inútil contra su vieja madre, fruto de un coraje póstumo, una furiosa libación ofrecida ante el sepulcro de su corazón —afirmó con apesadumbrada vehemencia.

¿Qué satisfacción podía encontrar el rey obligando a la reina, su esposa, y a la reina madre a que comiesen a la misma mesa que su amante? ¿O introduciendo a ésta a escondidas en los aposentos de su madre y sentándola a la mesa de juego a su lado, junto a su hermano y su cuñada, para luego contárselo a la vieja reina, como un niño malcriado? Eso sí, Luis XIV no podía dejar de defender su reputación. Así, obligó a Louise a dar a luz con una máscara en el rostro, atendida por un cirujano que le habían llevado vendado.

La pobre Louise, esquiva y de natural modesto, fue un dócil instrumento en las manos de un rey que ya no tenía corazón, sino sólo orgullo. Luis quiso imponérsela a su madre mientras ésta vivió, en una partida a dos en la que la verdadera venganza —como en el odio con que persiguió a Fouquet— estaba dirigida contra el gran ausente, Mazzarino.

Cuando no tuvo que luchar más, la despidió, ya aburrido, a pesar de los tres hijos que habían tenido.

—Louise no estaba hecha para la vida mundana, los juegos y las habladurías, las intrigas y los manejos de la coquetería de corte —explicó Melani con un suspiro, mientras se estiraba en el diván—. No era nada necia, le gustaba leer, pero no era mujer de salidas rápidas, frases ingeniosas, respuestas agudas. En una palabra, no era María —concluyó con una sonrisita pícara.

Nos pusimos en pie y reanudamos la búsqueda del plato de Capitor. Empezamos por la sala donde se hallaba la mesa para el juego de trucos, o billar. Las paredes estaban adornadas con grabados en forma de cuadros; algunos representaban bajorrelieves antiguos; otros, a la manera de Annibale Carracci, reproducían retratos de hombres insignes. Los descolgamos por si encontrábamos detrás cavidades secretas, pero no había nada. El verde esmeralda del tapete del billar, lleno de polvo, se había vuelto con los años del color del rocío. En medio había una sola bola de hueso blanco, abandonada y prisionera, casi como metáfora del corazón de Louise de La Valliére, rehén en el desierto de la indiferencia de Luis. Dándole tristemente un golpecito, Atto la hizo rebotar en la banda opuesta y reanudó su relato:

—Así pues, el rey no tardó en acudir a Louise de La Valliére sólo para deleitarse con las coqueterías y las provocaciones de una de sus pares, madame de Montespan, llamada Athénaïs. Un día, forzado a partir a la guerra en Flandes, dejó a Louise sola en Versalles, embarazada de cuatro meses, y se llevó a madame de Montespan en el séquito de la reina.

—¿Damas de la corte en guerra? ¿Y también la reina?

—No me digas que, con todo lo que has leído y estudiado por tu cuenta, no sabes ni siquiera esto —dijo mientras salíamos de la sala del billar y regresábamos al gran comedor.

Desde ahí entramos en un cuarto que conducía a la parte trasera del jardín, expuesta hacia el este. Salimos. Una vereda llevaba, como descubriríamos poco después, a una pequeña y graciosa gruta.

—Os lo repito: he leído libros, no las gacetas falsas y mendaces —repliqué con impaciencia, ocultando cierto empacho.

—Pues bien, al rey le gustaba llevarse a las guerras, a la manera turca, todas las comodidades de que gozaba en la corte: los muebles más hermosos de la corona, las porcelanas, los cubiertos de oro, todo lo necesario para organizar ballets y fuegos artificiales en cada una de las ciudades por donde pasaba, y, naturalmente, a sus mujeres.

Cómo debían de estremecerse los habitantes de las aldeas y los campos, me dije, al ver de cerca la disparatada mezcolanza de guerra y fiesta del cortejo real, con caballeros empenachados que escoltaban los carruajes dorados, cofres irreales que ocultaban a las más bellas damas del reino.

—El fango que ensucia los adornos, la cara del rey, más delgada y quemada por el sol —prosiguió Atto—, y el cansancio de sus mujeres, descompuestas por el viaje y los horarios inhumanos, son los únicos signos que revelan que aquello no es un desfile en el parque de Versalles antes de la representación de una comedia de Moliére. Me acuerdo de un viaje en especial. Los habitantes de Auxerre, donde las mujeres son sumamente hermosas, abarrotaban las calles para ver a la familia real y a las damas que viajaban en el carruaje de la reina. Las damas asomaron la cabeza por las ventanillas y, nada más verlas, el pueblo de Auxerre empezó a desternillarse de risa, diciendo: «Ah, qu’elles sont laides!», «¡Qué feas son!». El rey se carcajeó a gusto y estuvo hablando de ello hasta la noche —explicó con sorna el abate.

El Rey Cristianísimo también se llevó consigo a toda la corte en la guerra de Devolución, que emprendió a la muerte de Felipe IV, su suegro, para reivindicar una parte del Flandes español como herencia de María Teresa.

—Habéis dicho que se llevó a todos menos a Louise. ¿Y la reina?

—María Teresa era la primera que debía acompañarlo, dado que, al menos en apariencia, la guerra se libraba por ella. Tan pronto como una ciudad caía en manos francesas, tenía que ir a tomar formalmente posesión.

Sin embargo Louise, corazón apasionado y simple, en un momento dado decidió poner en peligro su embarazo y exponerse a la cólera del monarca. Alcanzó a la corte en Flandes, adonde llegó desfallecida. Al rey, en absoluto impresionado, sino más bien divertido, le describieron el espectáculo de la pobre muchacha encinta, abatida y casi muerta, con sus acompañantes, en la antesala de María Teresa, mientras ésta, deshecha en lágrimas, vomitaba a causa de la afrenta y la ira.

Entretanto habíamos llegado a la pequeña gruta. Lo más probable era que el plato no estuviese ahí, pero ambos necesitábamos respirar aire limpio después de todo el polvo que nos había entrado en los pulmones.

En la pureza de las ráfagas que mi pecho capturaba en el jardín creí reconocer la descripción de Louise de La Valliére: Louise la ingenua, la entusiasta, tímido céfiro rápidamente mancado.

—¿El rey no montó en cólera por la desobediencia de su amante? —pregunté mientras abandonábamos la gruta para enfilar un pequeño sendero.

—Aparentemente, no. Es más, declinó la invitación que la reina le hizo de subir a su carruaje y siguió cabalgando al lado de Louise. Pero eso no es todo. A la mañana siguiente, cuando iba a misa, la pobre María Luisa se vio forzada a arrinconarse en su propio carruaje para hacer sitio a Louise, y por la noche hubo de soportar su presencia durante la cena. Al día siguiente, sin embargo, olvidándose tanto de su esposa como de su amante, el rey pasa casi todo el día encerrado con llave en su habitación. Madame de Montespan hace lo mismo. Ambas habitaciones, mira qué casualidad, se comunicaban.

La reina ignora aún que habrá de resignarse a una penosa promiscuidad: la presencia a su lado de las dos favoritas de su marido será a partir de entonces la regla, en sus viajes en carruaje y en toda suerte de circunstancias.

La vida de las dos amantes no era mejor que la de la reina. Luis, prosiguió el abate, las tenía bajo llave, absolutamente sometidas. Aunque una de ellas siempre prevalecía sobre la otra, tenía buen cuidado de mantener viva su inquietud con un montón de concubinas anónimas, en un ir y venir constante por sus aposentos. Las favoritas oficiales se sentían oprimidas por la incertidumbre, y el miserable espectáculo de sus piques y sus rivalidades aplacaba los celos de María Teresa.

El sendero nos había conducido a un teatro, mucho menor que el que en esos días se había preparado en la villa Spada para los espectáculos de la fiesta, pero asaz gracioso y preñado de un hermoso misterio. Lo circundaban un pequeño pórtico ornado de bajorrelieves antiguos y macetas de flores; en medio había una pequeña fuente, cuyos acariciadores borboteos sonaban entre un arco y otro.

—El rey había acorazado su corazón con una torre de hielo —prosiguió Atto, profundamente enfrascado en la narración y casi del todo indiferente a tanta belleza—. Sólo los grandes dolores lo turbaban un poco; por ejemplo, al morir sus hijos, y se le murieron muchos. De los seis legítimos, únicamente el gran delfín sigue vivo. Cuando, hará treinta años, falleció su hijo menor, el pequeño duque de Anjou, lo vi destrozado; temió que fuese una señal de la cólera de Dios, pero se le pasó rápido. Sin embargo, jamás supo reaccionar de otra forma que con ira, ni cuando Louise de La Valliére decidió entrar en un convento.

—¿En un convento? —pregunté, entre un trago y otro de rica y fresca agua de la fuente.

—Sí. Pobre mujer, era un corazón sincero. En realidad sólo había pretendido que el rey la amara, que la correspondiera. Fue la única favorita que amó a Luis como a un simple ser humano, lo que lo halagó mucho, pero nada más. Ella, en cambio, se tomó en serio ese sentimiento, y de qué manera; cuando resolvió hacerse carmelita, quiso pedir públicamente perdón a la reina. «Mis pecados han sido públicos; es menester que también lo sea la penitencia», dijo, y se arrodilló a los pies de María Teresa, que, conmovida, la mandó levantarse enseguida y la besó. Había un montón de gente. Fue un momento de intensa emoción. Sólo faltaba el rey.

Regresamos a la casa. En poco tiempo terminamos de registrar la planta baja. El abate miró desconsolado nuestras imágenes reflejadas en un espejo. Por nuestros atuendos blanqueados por el polvo y nuestras cabelleras cubiertas de telarañas teníamos traza de ropavejeros.

—¿Qué hacemos ahora, don Atto? ¿Subimos al primer piso?

—Sí, y no sólo para buscar el plato.

Una vez en el primer piso, Atto me llevó al baño situado junto a la capilla.

Hic corpus! —exclamó Atto repitiendo el lema de la entrada, que habíamos leído tres días antes—. Aprovecharemos las maravillas de la ingeniería hidráulica. Siempre que aún funcione.

Abrió entonces el grifo con la inscripción calida, agua caliente, pero no salió nada. Lo intentó con el del agua frigida, y tuvimos más suerte.

—Abre esos arcones, a lo mejor encontramos toallas.

Atto había acertado. Aunque viejas y resecas, las telas se habían mantenido a resguardo del polvo. También hallé un duro trozo de jabón. Pudimos así, primero él y después yo, lavarnos y limpiarnos a conciencia.

A continuación seguimos con la búsqueda de los regalos, pero sobre todo del plato, de Capitor.

En la primera planta, formada por cuatro saloncitos y la gran galería que, en virtud de un juego de espejos, parecía prolongarse hasta los palacios vaticanos, había realmente mucho que inspeccionar. Abrimos sólidas cómodas de ébano con taraceas de marfil y bronce, o de raíz de roble con incrustaciones de palo de rosa, repletas de viejas tacitas de porcelana. Dimos la vuelta a postigos pintados con vivos colores y a duras penas desplazamos severos armarios oscuros, adornados con espirales y hojas, flanqueados por cabezas de ciervo y solemnes columnas esculpidas en forma de sátiro, ceñudos bargueños de cajones secretos y de polvorientos objetos de cristal.

Apartamos el imponente espejo de la chimenea, sobre cuya repisa había infinidad de estatuillas de porcelana muy fina, entre otras, la de una rubia y delicada pastorcilla con un cuévano; la de un joven deshollinador con gorra y escalera (quizá la más peculiar), y la de un mandarín chino con el índice alzado (con claras marcas de rotura reparadas con cola), en gesto admonitorio.

En las arcas que había debajo de las ventanas encontramos, entre teteras de plata ennegrecidas, cordones y borlas de pasamanería para cortinas, y hasta una baraja de cartas de juego procedente de París. El abate Melani metió la nariz incluso en las estufas, de las que salió manchado de hollín.

Tosiendo por el polvo, enrollamos alfombras y dibujos franceses, levantamos tapices enormes con escenas mitológicas y pastorales, por si hallábamos un boquete secreto, una salida oculta que nos condujese a un cuartito recóndito e íntimo (¡pues no es fácil esconder un globo!), en nuestra porfiada búsqueda de una señal que nos acercase a los presentes de Capitor.

—Después de Louise de La Valliére —dijo Melani sonriendo entre dientes—, empezó el reinado de madame de Montespan. Excepcionalmente hermosa, ingeniosa y siempre a la moda, de sensualidad ardiente y alma de hielo, madame de Montespan quiso conquistar al rey a toda costa, y eso se notaba. Él lo comprendió enseguida, pero se le resistió. No sólo eso, sino que le tomaba el pelo. «Madame de Montespan me querría para ella, pero yo no quiero», decía.

Al cabo, sin embargo, los sentidos del rey y su intelecto, huérfanos del corazón, cedieron. El ascenso de madame de Montespan coincide con la muerte, o su simple apariencia, de todo sentimiento. No es sólo que Luis pierda la capacidad de amar, sino que ya nunca volverá a ser amado.

—Pero el Rey Cristianísimo tardaría mucho tiempo en darse cuenta de que ninguna mujer lo había amado de verdad —añadió Atto con tono enigmático.

Con Athénaïs comenzaron los diez años de apogeo de Luis XIV, la era de la magnificencia y la arrogancia, que terminaría con el asunto de los venenos, cuando el rey descubre que es él quien está a merced de sus amantes, no al revés. En esos años dará lo peor de sí mismo, recibirá en su lecho a un sinfín de doncellas de intrépidas esperanzas, siempre dispuestas y siempre distintas. No todas merecían ser condenadas; algunas pretendían salvar así de la guerra a su joven marido o su novio, o intentaban que el padre recuperase un patrimonio familiar injustamente confiscado por el pérfido Colbert. Pero lo cierto es que el rey se deleitaba sobre todo ensañándose con esas muchachas.

—Chico —soltó Atto al ver el horror pintado en mi rostro—, el Rey Cristianísimo había sufrido, un día de un pasado lejano, como nunca creyó que se pudiese sufrir, él, que había conocido el terror de la Fronda.

Así, como un niño cruel que por simple curiosidad inflige inefables padecimientos a un pajarito, el rey observaba la ominosa quiebra de las ilusiones de aquellas desdichadas para saber si sufrían como él había sufrido y si se podía llegar a sufrir tanto. Dicho de otro modo, quería arrancar a esos corazones el secreto de su dolor, el único que había hecho sucumbir al magnífico Rey Sol.

—Pero todo eso tenía lugar en la intimidad de los aposentos del rey —recordé a Atto, mientras avanzábamos por la galería, bajo cuya gran bóveda resonaban nuestros pasos.

En cambio, en la corte Athénaïs reinaba tranquilamente: «la amante reinante», la llamaban parafraseando el título de «reina reinante», que distingue a la esposa del rey de la reina madre. Y no andaban muy desencaminados. Con madame de Montespan, Luis regaló a la corte un simulacro de reina: poseía la belleza excepcional y el ingenio apropiados para enaltecer el esplendor de la corte de Francia.

—Irradiaba lujo y magnificencia, como la Aurora de Pietro da Cortona —dijo el abate señalando el espléndido fresco del techo de la galería.

El fresco del Mediodía, que, entre la Aurora y la Noche, ocupaba el centro de la galería, atrajo de pronto la atención de Atto. Representaba la caída de Faetón, fulminado por Júpiter porque había querido conducir el carro del Sol.

—La primera vez que vinimos no me fijé en él. Para celebrar la culminación del día, Benedetti eligió un hecho de soberbia castigada. En las paredes de abajo, en cambio, puso lemas que exaltan al rey de Francia. Francamente singular.

—Sí —reconocí sorprendido—, parece una advertencia al Rey Sol. —«Tú eres mortal, Faetón, y no lo por ti deseado» citó de memoria Atto, confirmando mi observación—. Ovidio, Las metamorfosis.

El abate prosiguió con su narración. Athénaïs ejercía de soberana sin serlo: recibía, departía, fascinaba a todos los embajadores. El rey la exhibía con sumo placer, de lo que ella se jactaba; cumplía un servicio a la monarquía, vaya.

—Sabía perfectamente que en realidad Luis no la amaba —explicó Atto con amargura—, pero también que la necesitaba mucho «para que los demás viesen que era amado por la mujer más hermosa del reino», como ella misma solía decir. En definitiva, un ornamento como tantos otros.

Mientras Atto hablaba, llegamos al ventanal. De nuevo, ante la ilusión óptica del juego de espejos, vi la galería multiplicarse y proyectarse al infinito hasta tocar la cúpula de San Pedro. Aquel efecto deslumbrante y sofisticado recordaba el destino de madame de Montespan, ilusoria reina de Francia.

—Athénaïs, como Maria, tenía el valor de enfrentarse al rey —añadió Atto—. No le daba miedo decir lo que pensaba y poseía un gusto exquisito, como una auténtica reina.

Durante la década de su «reinado» el palacio de Versalles se convierte en lo que es aún hoy. El cartón piedra de las arquitecturas efímeras, que en los días de Louise duraban una fiesta, se transmuta en rocas, travertinos, bronces, mármoles, todo dispuesto conforme al orden secreto de lo imprevisto y de la sorpresa, y crea bosquetes, fuentes y arriates. El gran canal se puebla de una flota enana de góndolas y falúas, bergantines y galeras. El parque, que resopla bajo el manto de los bochornos estivales, se motea del blanco y azul de los pabellones chinos.

Mas Athénaïs se dedica sobre todo a su residencia particular, no distante de Versalles, cuyo esplendor reproduce en miniatura. El gran Le Nôtre (sublime genio de la arquitectura, artífice del palacio y, antes, de Vaux-le-Vicomte, el infausto castillo del superintendente Fouquet) tiene que superarse a sí mismo: jardines de nardos, narcisos, jazmines, alhelíes, anémonas, y estanques de agua tibia perfumada con hierbas aromáticas…

—… Y todo cuanto uno no puede ni imaginar si no lo ha visto. Una pena.

—¿Por qué decís eso? —pregunté intrigado por su melancólica queja.

—Porque tanta grandeza no corrió mejor suerte que el castillo de Fouquet. Todo se destruyó con la caída en desgracia de su dueña, igual que Vaux tras el arresto de Fouquet. Además, es otra prueba de lo que te estoy exponiendo.

—¿Por qué? ¿Qué ocurrió?

—Estalló el asunto de los venenos, chico, el mayor proceso del siglo, como ya te he dicho. Tuvo que comparecer casi toda la corte. Al final la más involucrada, después de Olimpia Mancini, fue Athénaïs. Hubo testigos que afirmaron haberla visto en misas negras donde se sacrificaban niños y en las que ella participaba para conservar el amor del rey. Todo se silenció, pero para Athénaïs fue el fin. Y el cazador comprendió que había sido la pieza de caza.

Cuando se enteró de qué vilezas eran capaces sus amantes y supo lo de los ritos satánicos, lo de las brujerías que habían cometido para ganarse sus favores en el lecho, Luis comprendió que en el fondo de todos sus amores había muy poco amor. Nunca se recuperó de aquella revelación. Creía que las cosas eran distintas respecto a los tiempos de Maria Mancini, cuando los suyos lo habían inmolado en el altar del poder. Pero su destino se había repetido: una vez más, había sido un peón en el tablero de quienes le juraban fidelidad. Y ahora estaba solo, no le quedaba ni el consuelo de compartir su triste suerte con la mujer de su vida. Así se le abrieron las puertas de la vejez.

Habíamos terminado de explorar la primera planta y empezamos a subir por la gran escalera de honor. Llegamos así al tercer piso, donde antaño se alojaba la servidumbre. Aquello parecía otro mundo: no había estucos en las paredes y los techos, muebles ni adornos; sólo altillos para criados, otros para guardar talabartería, y varios cuartos de servicio. Arañas, moscas y ratones eran señores absolutos de aquellas estancias desnudas y tristes, que evocaban la tétrica imagen de la vejez del Rey Cristianísimo.

Empezamos pacientemente a golpear las paredes con los nudillos en busca de habitaciones secretas, de una trampilla entre los listones del suelo, de un cofre oculto detrás del marco de una ventana.

Luego pasamos a un baúl. No quería abrirse; a diferencia de todos los muebles que habíamos revisado hasta ese momento, estaba cerrado con llave.

—¡Ajá, a lo mejor lo tenemos! —exclamó el abate con recobrado buen humor—. Baja al primer piso y busca un cuchillo en los cajones de los cubiertos. Creo que he visto uno en el armario que sostiene el gran general Pata de Cabra —indicó con tono socarrón aludiendo al imponente y severo sátiro de madera esculpido en el mueble.

En el primer piso no encontré nada, de modo que fui a la planta baja, donde sí hallé un cuchillo. Antes de regresar con el abate, mi mirada se detuvo unos instantes en un retrato colgado en la pared que previamente no me había llamado la atención.

Era de una dama no muy joven, bastante regordeta, cuyas facciones, aunque no repulsivas, eran tan anodinas y ordinarias que desentonaban con la pomposidad del retrato. Debía de ser, eso sí, un personaje de gran relieve. En la parte de abajo del marco leí: «Madame de Maintenon».

Era la tercera vez que me topaba con ese nombre. ¿No se trataba de la dama con quien el Rey Cristianísimo se había casado en secreto, como me había contado Atto Melani? Sí, en efecto. Volví a observar el retrato: el rostro vulgar, casi de pueblerina, contrastaba sobremanera con la vivacidad y la gracia aristocrática de las otras favoritas regias pintadas a su lado. Subí al tercer piso.

—Madame de Maintenon… —murmuré—. ¿Cómo pudo el rey de Francia casarse con ella? Quiero decir, después de las mujeres tan encantadoras que…

—¿Has visto su retrato abajo? ¿No es increíble? —comentó Atto mientras cogía el cuchillo que yo le tendía—. El rey se casó con ella secretamente una noche de octubre de hace diecisiete años, apenas dos meses después de la muerte de la reina María Teresa.

—Secretamente… —repetí—. Me lo dijisteis hace unos días, la primera vez que vinimos al Navío, pero temo no haber entendido bien; sería una especie de esposa que no es reina. Creo que ya he oído hablar de esta clase de nupcias reales, en las que la consorte del rey no reina a su lado y no da a luz herederos al trono…

—No, ése es el matrimonio morganático, estás desencaminado. Madame de Maintenon es, más modestamente, una esposa «no declarada», no oficial, en suma. Todos en la corte lo saben, y eso le viene de perlas al rey, pero no quiere que se hable del asunto. Tamquam non esset, como si no existiese.

—¿Quién era ella antes? —inquirí al recordar que el abate la había calificado de «socialmente impresentable».

—Una institutriz que, como te conté, pedía limosna de niña —contestó enarcando las cejas y mirándome con una sonrisita, al tiempo que, con la hoja ya metida en la rendija del baúl, trataba de forzar la cerradura.

Françoise d’Aubigné, a quien más tarde el rey otorga el título de madame de Maintenon, prosiguió el abate Melani, era desde hacía diez años la institutriz de los muchos hijos habidos de la unión del Rey Cristianísimo con madame de Montespan. Tres años mayor que el soberano, por sus venas no corría ni una gota de sangre noble. Era una huérfana de muy baja ralea, nacida en una portería donde su madre, mujer de un hugonote que pasaba de una cárcel a otra, había sido acogida por misericordia. Junto con sus dos hermanos, pasó la infancia vestida con harapos mendigando una escudilla de sopa en las puertas de los conventos. La suerte quiso que en plena Fronda encontrase a un viejo tullido, Scarron, poeta satírico y lenguaraz, que en aquellos tiempos de barricadas estaba de moda. Scarron, postrado en una silla de ruedas, no se valía por sí mismo y daba miedo verlo. Pero aquel hombre no se anduvo por las ramas; propuso a Françoise, quien entonces contaba dieciséis años, que se convirtiese en su esposa a trueque de cuidarlo.

Ahora bien, una vez extinguidos los fuegos de la Fronda, los Scarron pasaron apuros. El poeta tenía que componer sin pausa por encargo para distintos personajes. Su joven y lozana mujercita hace de señuelo para los ingenuos: seduce, no se entrega (o eso parece…), pero da esperanzas. Entretanto él la alimenta e instruye.

Cuando Scarron murió, ella apenas tenía veinticinco años. No heredó sino un cúmulo de deudas. Tras subastar en almoneda sus escasos muebles, la joven viuda se quedó en la calle. Algo, sin embargo, había ganado: ahora era poseedora del arte de la coquetería y de la instrucción que precisaba para cautivar a un rico protector que la librase de la miseria.

—Su amistad con Ninon de Lenclos, poderosa pelandusca de alto copete, vino a demostrarlo —dijo con una risita el abate—. De Ninon heredó un par de fogosos amantes, gracias a los cuales conoció a Athénaïs de Montespan.

Ésta acababa de dar su primer hijo al rey: una niña. Como debía criarla en el mayor secreto, propuso a Françoise que fuese su institutriz. Madame de Montespan siguió teniendo hijos y, al cabo de pocos años, llegó el golpe de suerte: la legitimación de los bastardos. Por voluntad del rey, madame de Montespan y sus hijos se trasladaron a vivir a la corte, con muebles, ropas e institutriz.

—Françoise tuvo entonces la listeza de simular que era una dama devota, incluso mojigata —comentó Atto con acritud—. Una desfachatez, si piensas que pocos años antes madame de Montespan le había encargado que disuadiese a Louise de La Valliére de hacerse carmelita asustándola con la vida de privaciones que la aguardaba.

—¡De todos modos, no podía esperar atraer al rey así, yendo de santa!

—Tenía amplias miras. Desde hacía años el clero y los mojigatos de la corte no hacían más que criticar a madame de Montespan y los excesos del rey. Ella se convirtió en su emisario, actuando en la sombra. Llevaba mucho tiempo viviendo con Athénaïs, como una auténtica judas. Su gran momento llegó al final del asunto de los venenos: madame de Montespan ya estaba perdida y el rey había despertado bruscamente.

—¿Queréis decir que adoptó hábitos más morigerados?

—No exactamente —respondió Atto—. En realidad, la conducta del rey nunca fue tan libertina como en los días en que concluyó el asunto de los venenos, como si pretendiese así conjurar el miedo. Pasaba de una desconocida a otra, una distinta cada noche, y todas muy jóvenes, por lo que se murmuraba. Entonces sufrió un nuevo golpe fatal: su reciente favorita, la preciosa Angélique de Fontages, dio a luz un niño muerto, y ella también falleció poco después, ahogada por el chorro de sangre de un horrible mal de pecho. Sólo tenía veinte años, podía ser su hija.

La salud del rey se resiente como consecuencia de tantos reveses. Además, en esos años una caída de caballo y varios abscesos en las caderas, que le extirpaban con hierros candentes, lo constriñen a pasear por las alamedas de Versalles en un sillón con ruedas de madera. Se siente acorralado; primero la traición y ahora la muerte, además de la enfermedad, le gritan que está dramáticamente solo.

—En medio de todas esas envenenadoras y arpías, ¿de quién podía fiarse? Necesita desesperadamente a alguien, pero ya no quiere más favoritas. Ha comprobado que son un juego demasiado peligroso para un hombre maduro.

Una vez que forzamos el baúl, vimos que no ocultaba nada. Abrimos todas las ventanas para que entrasen el aire limpio y los dulces sonidos del mediodía romano. Nos sentamos un momento en un alféizar que daba al oeste. Ante nuestros ojos se extendían las copas blandas y amables de los árboles más altos. Volví de nuevo la mirada hacia los cuartos de los criados y, tal vez por efecto de la narración del abate Melani, me parecieron menos sórdidos. Tan adustos como el rostro de madame de Maintenon, en ellos se notaban más las huellas del tiempo, pero la falta de pompa y de esplendor permitía al alma del visitante descansar de estupores y emociones para experimentar en cambio un sentimiento de paz e intimidad.

Françoise de Maintenon, continuó Atto, se había convertido en una auténtica madre para los bastardos regios, lo que procuraba al rey una sensación de seguridad sin igual. En aquel círculo restringido de la corte, era la única que por su baja extracción no podía aspirar al papel de favorita oficial, pues ésta siempre debía ser elegida entre las familias de rancio abolengo. Sabía ser agradable en su conversación, pero no brillante. El rey, en fin, no se sentía ni atraído ni amenazado por ella, lo que le gustaba en grado sumo. Así, empezó a disfrutar con creciente regularidad de unas horas de charla reposada con ella; sólo hablaban de sus hijos o de temas intrascendentes. Luis se distraía con aquella institutriz, que físicamente no le atraía, pero que tampoco le repugnaba.

—Dicho de otro modo, Françoise le daba paz sin ocupar ningún sitio en su corazón. Sus sentidos estaban agotados, su alma desconfiaba. Además, al enviudar, le horrorizaba la idea de que lo presionasen de todas partes para que volviera a casarse y diese una nueva reina a Francia. Ya se había sometido a un matrimonio forzado. Decidió, pues, que había llegado la hora de vengarse; como te he contado, impuso aquella pordiosera y ex prostituta al mismo reino que le había impuesto a María Teresa y quitado a Maria. Y gozó mucho del escándalo que su elección suscitó en la corte: el ministro Louvois llegó a postrarse a sus pies para suplicarle que no se casase con ella.

Bajamos del alféizar y reanudamos la búsqueda.

—Mas una nueva sorpresa desagradable esperaba al Rey Cristianísimo. Su nueva esposa era mucho menos plácida de lo que pensaba…

—¿En qué sentido?

—Hace unos años el rey descubrió que madame de Maintenon pasaba informaciones, sobre cosas que él mismo le confiaba, a un círculo privado de curas, obispos y devotos, así como a ciertos sujetos sospechosos de herejía. Su propósito no era otro que el de «convertir» al rey. O, por decirlo más claramente, el de infiltrar al clero en el gobierno.

Me quedé boquiabierto. Ciertamente, pensé, no podía decirse que el rey de Francia hubiese tenido suerte con las mujeres: primero madame de Montespan, con sus misas negras, y ahora madame de Maintenon, a quien incluso había concedido la gracia del matrimonio, revelaba los secretos de Estado a los eclesiásticos para conducirlos al gobierno.

El lugar en que nos hallábamos volvió a antojárseme sórdido y hostil, y deseé regresar a los magníficos salones de abajo. Quizá también el rey de Francia añorase así el bello rostro de madame de Montespan cuando descubrió que su insignificante esposa era igual de venenosa.

—Imagínate —dijo Atto—, con todo lo que ya le había hecho pasar el cardenal Mazzarino. Al rey se le inyectaron los ojos en sangre; ¿cómo se atrevía esa mujerzuela del montón, a quien por divertirse había impuesto a la corte como esposa, a conspirar a sus espaldas y a revelar a ese hatajo de mojigatos los asuntos de Estado más secretos? ¡Ella, a la que el rey no había consentido nunca que comiese a su mesa! Ella, que en el palacio de Versalles sigue ocupando un aposento de amante. Ella, que, en fin, aunque es llamada «majestad» en privado, en público tiene que conformarme con quedar postergada.

—¿No la expulsó, como hizo con madame de Montespan?

—Habría podido encausarla, bajo la acusación de conjura política. Sin embargo, eso habría puesto en ridículo precisamente a quien había querido desposarla atentando contra el sentido común.

¿Qué hizo entonces el monarca ante la corte, que esperaba impaciente su reacción? Sorprende a todos y actúa como si nada ocurriese. En lugar de exiliar a la traidora, manda que sus reuniones diarias con los ministros se celebren… ¡en la habitación de ella!

Rey y ministro están sentados, el uno frente al otro. Detrás del segundo ocupa un lugar madame de Maintenon, sumida en la sombra de su «nicho», la cabina forrada de madera que ha mandado hacer, hipondríaca contumaz, para protegerse de las corrientes de aire. De vez en cuando Luis le pide su opinión. Pero no pasan de ser actos de distracción. La prueba es que ella debe responder forzosamente en términos vagos, y ni por pienso puede intervenir sin que lo requiera explícitamente el rey; si lo hace, éste arremeterá contra ella con violencia inaudita.

—Su Majestad no está dispuesto a admitir ante la corte que aquella falsa santurrona lo ha engatusado, por lo que opta por imponerla todavía más que antes. Pero entre ellos todo ha acabado —concluyó el abate Melani.

Detrás de una vieja estufa encontramos un jergón improvisado, a cuyo lado había un cucurucho de higos frescos, algunos todavía intactos, una bolsa de tela con algunas rebanadas de pan y otro envoltorio más grande, lleno de queso. Vimos también una botella de tinto medio vacía y un vaso azul historiado. Completaba el marco un velón medio consumido.

—Conque el holandés volante duerme aquí —observó Atto con desprecio—. Por eso nunca nos deja ni a sol ni a sombra. Fíjate cuánto queso come; una barbaridad, como todos los holandeses. Eso explica sus vaniloquios.

El hambre, con todo, nos rindió. El abate cogió con displicencia un trozo de queso, lo puso en una rebanada de pan con medio higo encima (pues no hay nada más rico que el dulce fruto sobre el sabor salado del queso) y acto seguido le dio un buen bocado. Yo, también con cierto apetito, cogí los mismos ingredientes y lo imité, compartiendo con él tanto el vino como el vaso. Ahora bien, mientras que yo en pocos minutos di cuenta de aquella magra colación, Atto masticaba de mala gana, hasta que al cabo tiró el queso y siguió comiendo sólo el pan y el higo.

—Ya estoy harto del queso. También en Francia lo ponen en todo. Lo aborrezco.

Una vez que hubo terminado, Melani hurgó debajo del jergón, donde halló un peine, un par de zuecos y un tarro de sardinas saladas.

—Todo esto se lo ha comprado a vendedores ambulantes —dijo Atto sin ocultar su desprecio por las frugales costumbres de Albicastro.

Por fin nos pusimos de nuevo en marcha. Llegados al extremo norte de la planta, encontramos una enorme mesa de nogal con un gran cajón de aspecto tan sospechoso como el baúl que habíamos registrado antes.

—Es bien sólido —observó Atto—. Podría haber algo dentro —aventuró, e intentó abrirlo con el cuchillo—. No está cerrado con llave, sólo atascado.

Tratamos entonces de forzarlo con las manos, lo que nos robó mucho tiempo y fuerzas.

—Entre venenos, conjuras y traiciones —comenté—, la galería de esposas y amantes del Rey Cristianísimo es francamente poco honorable.

—No obstante ello, en la corte aún hoy tengo que oír cómo escarnecen y menosprecian a mi Maria —afirmó Atto con ardor, mientras resoplaba para sacar el cajón de la mesa—. La mujer fría, ambiciosa, intrigante y calculadora que en realidad era tenía que darse a conocer, según los cortesanos, con el naufragio de su vida. Los más indulgentes sostienen que finalmente demostró menos inteligencia de la que aparentaba con su brillante conversación. «Tenía ingenio», dicen entre risas, «pero nada de discernimiento. Ardiente, impulsiva, sus estallidos de cólera sedujeron durante un tiempo, pero después molestaron». He tenido que aguantar comentarios de esta índole a esas lenguas encarnizadas. Nunca se ha apaciguado su odio hacia Maria. Ni siquiera ahora, pasados cuarenta años y un número todavía mayor de amantes por el lecho del rey.

—¿Cómo lo explicáis?

—Maria era extranjera, italiana para más inri, como Mazzarino. Los franceses estaban cansados de italianos, tantos había llevado el cardenal. ¡La gota que colmó el vaso fue que el soberano perdiera la cabeza por la sobrina de aquél!

—Sin embargo, el rey tuvo muchas amantes, como acabáis de contar. ¿Cómo es posible que la corte siga acordándose de Maria todavía hoy? —pregunté con la esperanza de sonsacarle algo sobre los contactos secretos que mantenían ahora el rey y Maria Mancini.

—¿Cómo iban a olvidarla? Un ejemplo basta. La reina María Teresa y madame de Montespan se aliaron en una sola ocasión. Ocurrió hace treinta años, y fue contra Maria Mancini. Ésta, huyendo de su marido, pidió refugio en París, pero el rey no se encontraba en la corte, sino en el teatro de la guerra que entonces libraba contra Holanda, y había dejado la regencia, como manda la tradición, a María Teresa. La petición de Maria pasó, pues, a la reina, que se la denegó. Actuó así instigada por Athénaïs, quien se había percatado de todo: Maria no sólo había sido el primer amor del rey, sino también el último; todavía podía quedar alguna llama.

Mientras tanto, habíamos terminado la exploración (bastante violenta, a decir verdad) de la mesa de nogal. En el afán de forzar las partes más íntimas nos habíamos despellejado las manos y las muñecas. Y, como a la postre comprobamos, en su interior no había nada.

—Cuando el rey se enteró de la petición de Maria —continuó mi compañero enjugándose los arañazos con un pañuelo—, ya era demasiado tarde para arreglar lo que María Teresa había hecho.

Luis, sin embargo, no quiere entregar a Maria a su marido, que la reclama. Encarga a Colbert que la instale en un convento alejado de París y le asigna una pensión. Maria, que no sabe nada de las maniobras de María Teresa y Athénaïs, exclama: «¡He oído decir que se da dinero a las mujeres para verlas, no para no verlas nunca!».

—Habéis dicho que eso ocurrió hace treinta años —apunté para acicatearlo.

—Has de saber esto —dijo Atto irritado por la cautela con que acogía sus apasionadas afirmaciones—. Tengo la certeza de que madame de Maintenon intenta desde hace tiempo convencer al rey de que invite oficialmente a Maria a París. ¿Por qué crees que lo hace, con lo celosa que es?

—Lo ignoro —respondí con fingida vacilación.

—Porque al rey se le oye cada vez más hablar de Maria, suspirar por ella. Tiene sesenta y dos años, los desengaños lo han minado, y está enjuiciando su vida. Maria tiene más o menos su misma edad. Lo que madame de Maintenon espera es que, si el rey la ve ahora, se rompa el recuerdo angelical que conserva de ella. Mas no sabe que el encanto de Maria es intemporal —añadió Atto con vehemencia, aunque no podía saber gran cosa del aspecto físico que tenía ahora la condestablesa, pues tampoco la veía desde hacía treinta años.

—¿Madame de Maintenon nunca la ha visto?

—Todo lo contrario. Se conocían y eran amigas. Maria incluso la llevó consigo a un balcón para ver desde allí la entrada triunfal del rey y de María Teresa en París, inmediatamente después de su boda. Pero es menester vivir al lado de Maria para entender que ni mil años de tiempo ni mil leguas de distancia pueden empalidecer su recuerdo —dijo de un tirón el abate.

—Ironías del destino: la primera mujer de Su Majestad y la última juntas en el mismo balcón —comenté—. Pero, don Atto, permitid que insista. ¿Cómo es posible que los sentimientos del rey no hayan cambiado desde hace treinta años hasta hoy? Si no ha vuelto a verla —solté con la esperanza de que por fin se le escapase algo.

Calló un instante, pensativo.

—Yo tampoco la veo desde hace más de treinta años —murmuró.

Y, sin embargo, seguía amándola, concluí para mis adentros.

—Ahora por fin va a llegar —lo animé.

—Sí, eso parece.

Los minutos siguientes transcurrieron en el más absoluto silencio. Atto rumiaba algo.

—Salgo a tomar una bocanada de aire —dijo de pronto—. Ya no soporto tanto polvo. Tú haz lo que te plazca, nos veremos aquí dentro de veinte minutos.

Lo miré con aire interrogativo.

—Ah, claro, no tienes reloj —recordó—. Ven, bajemos.

Nos detuvimos en el segundo piso, donde Melani empezó a abrir los cajones de un bargueño.

—Había visto por aquí un relojito de viaje. Helo aquí.

Lo dejó sobre la tapa de un escritorio que había al lado y comenzó a darle cuerda. Luego lo puso en hora y me lo entregó.

—Ya está, así no te equivocarás. Nos vemos luego.

Atto estaba alterado. Habíamos rebuscado durante horas, pero precisaba salir por otro motivo: el furor de los recuerdos le había henchido el pecho y ahora quería estar un rato solo para aquietar las emociones.

Al punto, pues, me vi sumido en el más completo silencio, con el relojito en la mano, a modo de linterna.

Sentado en un viejo taburete de cuero, medité sobre el largo relato del abate Melani. Me había hablado de tres mujeres del Rey Sol, y tres eran los pisos del Navío que habíamos inspeccionado. Quizá estuviese dejando volar demasiado mi imaginación, mas, como ya presintiera, los tres pisos del Navío guardaban muchas semejanzas con aquellas tres mujeres. Los jardines de la planta baja, la gruta y el jardín secreto eran tan bellos y airosos como Louise de La Valliére; en la primera planta, la falacia y el primor de la espléndida galería de espejos y la superlativa magnificencia de la Aurora de Pietro da Cortona eran como madame de Montespan, «la mujer más bella del reino», «la amante reinante», mientras, al lado de la Aurora, el fresco del Mediodía con la caída de Faetón del carro del Sol parecía una advertencia contra la soberbia de Luis XIV, que en la época de madame de Montespan se hallaba precisamente en la cumbre de su reinado. Por último, la tercera planta era desabrida y ordinaria como el rostro de madame de Maintenon, triste como la vida del rey a su lado, vacía como la vejez del soberano.

A estas alturas ya lo sabía todo, o casi, sobre los avatares sentimentales del Rey Cristianísimo, excepción hecha de lo más importante: las relaciones que en la actualidad mantenía con la condestablesa y qué perseguía el rey con la misión de amor (pues yo ya sabía que de eso se trataba) que había encomendado a Atto.

En ese preciso instante descubrí que no estaba solo.

Si primero fue el día o antes la noche,

si el hombre ha creado al burro,

si Sócrates engendró a Platón o viceversa.

Eso enseñan hoy en las escuelas.

¿No son necios y tontos de capirote

los que noche y día andan por ahí

atormentándose a sí mismos y

atormentando a los demás

con cosas que nadie puede cambiar?

Me volví. La voz que había recitado esos versos era la de Albicastro, que estaba parado en el umbral, balanceando el violín con una mano.

—¿Ahora me tomáis también a mí por loco? —pregunté, sorprendido por su declamación—. ¿Es que os he ofendido en algo?

—De ningún modo, hijo, de ningún modo. Sólo bromeaba. Es más, quería hacerte un cumplido. ¿Acaso el propio Cristo no agradece a Dios que ocultara a los sabios el misterio de la bienaventuranza para, en cambio, revelárselo a los niños o, lo que es lo mismo, a los pobres de espíritu? Porque en griego nepiois significa tanto «pobres de espíritu» como «niños», y se opone a sofóis, sabios.

—Es probable, señor, que por mi estatura semeje un zagal, mas sabed que vos y yo tenemos aproximadamente la misma edad —dije con cierto empacho—. De cualquier forma, sabed que con vuestras palabras no me habéis ofendido…

—Te lo agradezco, hijo —repuso Albicastro, y se sentó con desenfado en una consolle de pórfido—. De todos modos, yo me refería a tu alma, que me parece pura como la de un niño. O como la de un pobre de espíritu, si lo prefieres —añadió con una risita.

—Entonces, no puedo estar en mejor compañía. ¿No llamaban a san Francisco «el juglar de Dios»? —dije, ya definitivamente distraído de mis reflexiones.

—Mejor aún, como dijo el Apóstol: «Dios eligió lo que es locura para el mundo» y «plugo a Dios salvar a la humanidad por medio de la ignorancia».

—¿Qué habría que hacer, entonces? ¿Enloquecer?

—No; no hay que enloquecer, sólo simular locura.

—No os entiendo.

—En primer lugar, todo el mundo da la razón al famoso proverbio: «Donde falta realidad, lo mejor es la simulación». Por eso se hace bien en enseñar a los niños esta máxima: «No hay nada más sabio que fingirse loco en el momento oportuno».

—No creo que la simulación sea una gran virtud.

—Pues lo es, en la medida en que te libra de las alimañas. Fingirse loco es señal de la mayor sabiduría, como sabía perfectamente el joven Telémaco, hijo de Ulises. Fue el artífice del triunfo de su padre, ¿y sabes cómo? Fingió que se había vuelto loco en el momento debido.

No comprendí qué quería decir, pero en ese instante otras dudas me acuciaban.

—Señor Albicastro, permitidme una pregunta: ¿por qué habláis siempre de la locura?

Por toda respuesta, el músico holandés abrazó el violín y empezó a tocar su folía.

—En la primera carta a los corintios, san Pablo dice —recitó lentamente, al tiempo que con el arco pautaba las primeras notas de su melodía—: «Si alguno entre vosotros cree que es sabio, hágase necio, para llegar a ser sabio». ¿Y sabes por qué? Porque, por boca del profeta Isaías, el Señor advirtió: «Perderé la sabiduría de los sabios y reprobaré la prudencia de los prudentes».

Me sentí intrigado y deslumbrado por aquella argumentación singular e indulgente sobre la locura. El holandés, por su parte, haciendo sonar quedas las notas de la folía, parecía encantado de arrastrarme a su terreno. Tal vez Atto tenía razón: comía demasiado queso.

—¿Según vos, entonces, la verdadera sabiduría se oculta bajo la locura? Pero ¿por qué? —pregunté poniéndome de pie para acercarme a él.

—Sertorio nos dice que es imposible arrancar la cola a un caballo de un solo tirón; ahora bien, podemos dejarlo sin cola arrancando las cerdas de una en una —respondió con candor Albicastro dando tres golpecitos a las cuerdas de su violín, como para reproducir el sonido de las cerdas arrancadas de una en una.

No pude dejar de reír ante su graciosa ocurrencia.

—¿Y no se malograría una representación si, en el teatro, alguien quitase la máscara a un actor para que los espectadores viesen su verdadera cara? —prosiguió el violinista—. ¿No merecería ese sujeto que lo echasen a pedradas? Levantar el velo de ese engaño significa arruinar el espectáculo. Todo en esta tierra es una mascarada, chico, pero Dios ha establecido que la comedia se interprete así.

—Pero ¿por qué? —insistí, mientras, repentina e impaciente, en mi alma se abría camino la sed de conocimiento.

—Ponte en el siguiente caso: un sabio, caído del cielo, de buenas a primeras arma un gran alboroto y a grito pelado proclama que uno de los muchos hombres a los que todo el mundo venera como amo y señor no tiene nada de amo y señor; peor aún, que no es siquiera un hombre, pues no es más que un trozo de carne viva que se deja dominar por las bajas pasiones, igual que una bestia. O todavía peor, que no es sino un esclavo de los más embrutecidos, puesto que voluntariamente sirve a otros amos y señores que están por encima de él y cuya vileza nosotros no podemos ni imaginar. Dime, ¿no sería repudiado por todos los pueblos, no dejarían de prestarle atención? No hay nada más dañino que una sabiduría intempestiva.

Dicho esto, Albicastro bajó de la consolle de pórfido y, pirueteando al ritmo de su folía, se dirigió hacia la escalera de caracol.

Que, como Terencio enseña,

quien dice verdad cosecha odio.

Cuando terminó de declamar estos versos, que, según intuí, debían de pertenecer a su querido poema, La nave de los necios, de Sebastián Brant, que citaba siempre, se volvió una vez más hacia mí.

—El mundo es un enorme banquete, chico, y la ley de los banquetes es: «¡Bebe o vete!».

Oí bajar a Albicastro. Me quedé unos instantes inmóvil; sus palabras me bullían aún en la cabeza.

—Hemos de rendirnos a la evidencia.

Levanté la cabeza. Atto Melani había regresado.

—Los regalos deben de estar aquí —dije—. Tal vez no hayamos buscado bien a fondo. Deberíamos tratar de…

—No, es inútil. No se trata de buscar. Lo errado es la idea.

—¿Qué queréis decir?

—Me has dicho que Virgilio Spada, el tío del cardenal, tu amo, fue el primer dueño del papagayo.

—¿Y bien?

—El bueno de Virgilio, como bien sabes, tenía una colección de curiosidades.

—Así es, todos en la villa Spada lo saben. Virgilio Spada era muy religioso, pero también un hombre docto, sabio, y poseía una colección de mirabilia, de objetos curiosos y raros, bastante famosa y…

—Exactamente. Creo que tú también lo has entendido: cuando Benedetti decidió desprenderse de los tres regalos y dárselos a alguien, el candidato ideal era Virgilio Spada.

—Un momento. ¿Por qué había de dar Benedetti los regalos? ¿No le había encargado Mazzarino que los guardase aquí, en el Navío?

—Le encargó que los guardase, en efecto, pero… hay un detalle.

Fue así como Atto me reveló cuanto se había callado cuatro días antes, en nuestra primera visita al Navío, cuando me habló de Elpidio Benedetti, constructor y dueño del Navío, y de las relaciones que tenía con él.

—Verás, chico, una persona influyente ha de afrontar cada día las maquinaciones más dispares e imprevistas —dijo a manera de prólogo—, y por ende necesita contar con hombres fieles y de confianza que lo acompañen en las incertidumbres de los asuntos cotidianos.

—Sí, don Atto. ¿Y bien? —No pude disimular mi malestar por su verbosa introducción, un recurso para justificar su pasada reticencia.

—Pues bien, el cardenal Mazzarino tenía, además de secretarios y colaboradores, una tropa de… fieles, por llamarlos de algún modo, entre los cuales me cupo el honor de figurar.

Los fieles, como explicó Atto con elegantes perífrasis, no eran sino espías, testaferros y muñidores de los que el cardenal se valía en los asuntos personales más secretos y delicados. Uno de ellos era el dinero; mejor dicho, el primero.

—Si te dijese que el cardenal era rico, mentiría. Era… ¿cómo diría yo? —añadió alzando la vista—, la riqueza encarnada.

Los muchos años pasados en la cima del poder del reino de Francia le permitieron un enriquecimiento disparatado, frenético, desmedido. Y, sobre todo, ilegal. El cardenal arañó un poco por todas partes: en los impuestos, en las contratas, en las concesiones, en las exportaciones. Entreveró a su antojo sus propios bienes con los de la corona y, al hacer la partición, buena parte del dinero que pertenecía al erario real se quedó pegada a sus dedos.

Naturalmente, semejante patrimonio (a la muerte de Mazzarino se habló de decenas de millones de livres, pero nadie sabrá nunca la cantidad exacta) debía invertirse con gran discreción.

—Mi pobre amigo Fouquet fue calumniado, arrestado por malversación, apartado de su familia y de sus afectos, y luego encarcelado de por vida. En cambio, el cardenal, auténtico responsable de todo, nunca pagó por sus licencias, por darles ese nombre, que eran incontables y muy graves —comentó el abate con voz amarga—, aunque hay que reconocer que supo evitar los peligros.

Mazzarino ocultó su patrimonio clandestino e ilegal. Confió los capitales secretos a banqueros y testaferros, en su mayoría del extranjero, para impedir así que alguien le tendiese una trampa. El dinero no se dejaba sólo en manos de banqueros. Mazzarino encargaba a sus secuaces que invirtiesen en cuadros, objetos preciosos, bienes inmuebles. Únicamente había que elegir. Su Eminencia podía permitirse lo que quisiera, y la tropa de sus fieles actuaba en toda Europa.

—Aquí, en Roma, por ejemplo, Mazzarino compró hace sesenta años a los Lante el magnífico palacio Bentivoglio en Monte Cavallo, que así se convirtió en el palacio Mazzarino. Desde hace veinte años la familia Rospigliosi reside ahí en alquiler, y mi buena amiga Maria Camilla Pallavicini Rospigliosi tiene la delicadeza de alojarme de vez en cuando.

—¡De modo que el palacio Rospigliosi es en realidad el palacio Mazzarino! —exclamé algo emocionado, pensando en el espléndido edificio situado en el Monte Cavallo, que había visto cuando acompañé a Buvat a recuperar sus zapatos.

—Así es. Pagó por él setenta y cinco mil escudos.

—¡Una buena cifra!

—Es sólo para que te hagas una pequeña idea de las posibilidades del cardenal. ¿Sabes quién lo convenció de comprar el palacio?

—¿Elpidio Benedetti?

—Muy bien. Compraba en su nombre libros, cuadros, objetos de valor. Recuerdo, entre otras cosas, unos hermosos dibujos de Bernini, que le hizo pagar a un precio bastante elevado. ¿Y qué decir del palacio Mancini, donde se crió Maria? Benedetti lo hizo restaurar y ampliar sin escatimar gastos, todo a cargo de Mazzarino, por supuesto. Y cuando Su Eminencia invitó a Roma al señor de Chantelou para que comprase objetos de arte, Elpidio Benedetti fue quien lo mandó a ver a Algardi, Sacchi, Poussin… No sé si estos nombres te dicen algo.

—Son artistas famosos, creo.

—En efecto. Luego contrató, en nombre de su señor, a algunos músicos, que envió a París, como la ñoña de Leonora Baroni.

Atto no me preguntó si conocía ese nombre, pero yo lo recordaba. Él mismo me había contado, muchos años atrás, que aquella mujer había sido una cantante de enorme talento, a la que había tenido como encarnizada rival.

—Elpidio Benedetti fue también testaferro secreto de Mazzarino. A la muerte de éste, conservó dinero a su nombre, cuyo verdadero propietario no conocía nadie más que él. Carecía de medios para pagar algo tan grande y hermoso como el Navío. No es casual que proyectase su construcción inmediatamente después del fallecimiento del cardenal.

—Así pues, el Navío se…

—Se construyó con el dinero de Mazzarino. Como todo cuanto poseía Elpidio Benedetti, incluida su casita de la ciudad. Por algo, como ya te he dicho, Benedetti lo dejó en herencia al duque de Nevers, sobrino de Mazzarino y hermano de Maria.

—Quiso devolver lo robado.

—Bueno, tampoco hay que pasarse de la raya; ¿es ladrón el que roba a otro ladrón? —dijo con una sonrisita Melani.

Cuando el cardenal encargó a Benedetti la custodia de los regalos de Capitor, le puso una condición: esos tres objetos maléficos no debían permanecer en sus propiedades. Continuamente perseguido por sus propias culpas y por los fantasmas que aquéllas evocaban, tenía el oscuro presentimiento de que no sólo su persona, sino también sus bienes debían estar separados físicamente de esos objetos infernales.

Elpidio Benedetti cumplió la condición a rajatabla, pues también él era hombre supersticioso. Así, cuando hubo que decidir dónde guardar los tres regalos, no le quedó más remedio que renunciar a tenerlos en su casa de la ciudad, que en realidad pertenecía a Mazzarino. El Navío a la sazón no existía (sería acabado seis años después de la muerte de su eminencia), de suerte que Benedetti no tuvo más opción que dárselos a otra persona: Virgilio Spada.

—¿Te acuerdas de la inscripción que leímos en la villa y que reza: «Sólo para tres amigos fabriqué, pero luego no supe encontrarlos»? Ya habíamos sospechado que los «tres amigos» eran los tres presentes de Capitor, pero el «no supe encontrarlos» tal vez aluda al hecho de que sólo está su retrato, mientras que los objetos no se pueden encontrar.

—Porque acabaron en poder del padre Virgilio —concluí.

—Por supuesto, no pudo ser una venta, sino una entrega en custodia —especificó Atto—, por cuanto, como te he dicho, el cardenal quería disponer siempre de esos tres objetos, por lo que pudiese pasar. Es posible, pues, que los regalos de Capitor se hallen aún entre los bienes de Virgilio Spada.

—¿Y dónde?

—La villa Spada es pequeña. Si el gran globo de Capitor estuviese allí, ya lo habrías visto.

—Sí —reconocí—. Pero, esperad. Tengo la certeza de que Virgilio Spada poseía un globo terrestre, cuya factura, si no recuerdo mal, era flamenca.

—Como el de Capitor.

—Exacto. Ahora está en el palacio Spada. Yo no lo he visto, pero he oído hablar de él. Sé que visitantes de todo el mundo acuden a admirar las rarezas del palacio. Es algo que enorgullece mucho al cardenal Fabrizio. Si el globo se encuentra en el museo de curiosidades del padre Virgilio, ahí tiene que estar también el plato de Capitor. Pero vos deberías saberlo —añadí—. Cuando nos conocimos en el Donzello, creo que estabais escribiendo una guía de Roma…

—Ay —exclamó Atto con una mueca de disgusto—. ¿Recuerdas cuándo la interrumpí? Desde entonces no he vuelto a tocarla. Llegué a visitar un montón de palacios de Roma, pero el de los Spada era uno de los pocos que me faltaban. Bien es cierto que por libros y otras guías, conozco las maravillas arquitectónicas que en él abundan, pero nada más. Ahora tendremos que encontrar la manera de entrar.

—Podríais aprovechar la visita al palacio que el cardenal Fabrizio ofrecerá a todos los invitados el próximo jueves, el último día de los festejos.

—Para seguir con mi guía de Roma tal vez, pero no para encontrar el plato de Capitor. Faltan tres días para el jueves. No puedo esperar, tanto tiempo. Además, ¡menuda idea! Con el palacio Spada repleto de huéspedes, me dedico a revolotear a mis anchas de habitación en habitación y a hurgar en cajones y cofres —agregó el abate imitando con los brazos el vuelo de una mariposa curiosa.

—¿El palacio Spada, decís? ¿Y por qué ha de preocuparos? —preguntó una voz argentina que yo conocía bien.

El abate Melani se sobresaltó.

—¡Por fin hemos dado con ellos, señor Buvat! Ya os dije que seguramente tanto mi adorado marido como vuestro amo estaban aquí.

Cloridia, seguida por Buvat, había venido a buscarme y me había encontrado.

Mi esposa tenía noticias para nosotros. Informada por nuestras dos niñas (que, en ausencia de su madre, siempre mantenían los oídos bien alerta para luego referírselo todo hasta en los mínimos detalles) del lugar a donde habíamos ido, fue por el secretario del abate Melani, que también nos buscaba, para finalmente adentrarse en el Navío.

Después de haberse evitado varias veces, Cloridia y Atto se encontraban ahora en ese raro trance. Melani, a quien la voz de mi esposa había hecho esbozar una mueca de enfado, se volvió hacia ella. Entonces, al verla por primera vez al cabo de tantos años, de improviso su rostro mudó de expresión.

—Buenos días, doña Cloridia —la saludó, pasados unos instantes, con una inclinación y una cortesía inesperada.

En la Posada del Donzello el viejo castrado había dejado una cortesana procaz y descarada de diecinueve años, y ahora tenía delante a una esposa y madre serena y radiante. Mi mujer era francamente hermosa, y ahora lo era más que cuando la había conocido, pero sólo en ese instante, a través de la mirada admirada del abate, la vi en todo su esplendor, por vez primera privado del dulce manto de la costumbre conyugal. Sus rizos, que ya no llevaba planchados ni eran rubios, sino de su moreno original, estaban recogidos en la nuca con naturalidad y enmarcaban libremente el rostro de Cloridia. Los párpados sin maquillaje y los labios rosa pálido le daban una frescura que Atto no había visto en la joven meretriz de muchos años atrás.

—Perdonad la irrupción —dijo mi consorte tras responder con otra inclinación al saludo de Atto—, pero tengo novedades. Pasado mañana tendrá lugar aquí un nuevo encuentro de los tres cardenales que os interesan —anunció sin más preámbulos.

—¿Cuándo exactamente? —preguntó enseguida Atto.

—A mediodía. Os ruego que tengáis cuidado —agregó Cloridia con un tono que dejaba traslucir cierta inquietud.

Sonreí para mis adentros. La noticia era demasiado importante para que mi mujer no nos la refiriese. Sin embargo, ahora veía confirmado cuanto había sospechado de Cloridia. Se había enfriado el entusiasmo con que al principio se había prestado a ayudarnos en nuestras pesquisas, pues temía por mí.

—Podéis estar tranquila. Yo velaré por vuestro marido —prometió Melani con voz meliflua e increíble empaque.

—Os lo agradezco —repuso mi esposa inclinando levemente la cabeza—. ¡Qué magnificencia! Es la primera vez que entro en el Navío —añadió después de mirar alrededor estupefacta.

Por suerte, la belleza de la villa la había distraído de sus miedos.

—Nuestro Buvat no puede decir lo mismo, aunque no creo que en la ocasión anterior se fijase en nada —dijo risueño el abate acordándose de la llegada de Buvat cubierto de sangre, tras el parto de la princesa de Forano.

El secretario de Atto no le oyó; ya estaba distraído leyendo las numerosas inscripciones de las paredes del salón en que nos hallábamos.

—Para los años que lleva abandonada, la villa se encuentra en muy buen estado. Diríase que su patria son las islas Afortunadas, también llamadas de la Locura, pues ahí nació dicha diosa, donde todas las cosas crecen sin semilla ni aradura, donde no hay fatiga, vejez ni enfermedad. Eso es al menos lo que cuenta el docto Erasmo, mi compatriota —añadió Cloridia como si tal cosa.

Atto y yo nos sobresaltamos. La audaz observación de Cloridia me dejó atónito. Aún no había tenido tiempo de hablarle de nuestro encuentro con el extravagante músico holandés ni del motivo de la folía que éste tocaba sin parar, acompañándolo con curiosas máximas sobre la locura. Y, sin embargo, era como si lo hubiese intuido todo, y además con la mayor naturalidad: el Navío y la locura. Y no sólo eso; criada también en Amsterdam, había oído hablar muchas veces, como Albicastro, de los encomios que su compatriota de Rotterdam había tejido en honor de la demencia. Pensé que la antigua familiaridad de mi esposa con las artes adivinatorias no debía de ser ajena al asunto. Atto parecía compartir mi opinión.

—Antes, si la memoria no me falla, erais maestra en la lectura de la mano —dijo ocultando su turbación—. ¿Puedo ahora preguntaros qué es, según vos, lo que da la eterna juventud a esta villa deshabitada?

—Muy sencillo: lo que los griegos denominaron atinadamente «buena disposición del alma» y nosotros preferimos llamar locura.

—¿De modo que sois dueña de un arte arcano que os permite juzgar que el lugar en que nos hallamos posee un alma? —inquirió el abate sin disimular su escepticismo.

—¿Qué mujer, digna de ese nombre, no posee ese arte? —preguntó a su vez Cloridia con una sonrisita pícara—. Pero pasemos a otra cosa. He oído que necesitáis entrar en el palacio Spada.

Le resumí nuestra complicada situación (suscitando en ella múltiples exclamaciones de asombro) y le hablé del globo flamenco y del plato que debíamos buscar en el museo de curiosidades dejado por el difunto Virgilio Spada.

—Casualmente tenéis ante vosotros a la persona apropiada. Dentro de unos días dará a luz la mujer del credenciero del palacio Spada. La atiendo desde hace meses. Va a ser un parto largo y difícil, la mujer está muy entrada en carnes y seguramente necesitará la ayuda de su marido. El palacio, pues, va a quedar sin vigilancia.

—Pero habrá otros criados —objeté.

—¿Olvidas que todos están ahora en la villa para ayudar a los criados de allí? —repuso Cloridia con aire donoso—. Os diré más. El credenciero y su esposa se han instalado temporalmente en un cuartito de la planta baja, para vigilar mejor ahora que el palacio está vacío. Ellos también debían trasladarse a la villa Spada, pero por el embarazo de la mujer ha ido en su lugar el guardián. Es una ocasión que no podemos desaprovechar —concluyó con aplomo.

Qué segura estaba de sí mi Cloridia, pensé divertido. Temía por mí sólo cuando iba por ahí sin ella. En cambio, cuando podía acompañarme o estar cerca, se volvía incluso temeraria, como si se sintiese una poderosa diosa, cuya sola presencia bastaba para hacerme invisible.

—Pero ¿no hay nadie más en el palacio? —preguntó dubitativo Atto.

—Están los guardias, por supuesto, pero se limitan a ir de ronda alrededor del edificio —explicó Cloridia.

—Lo que ocurre es que nosotros precisamos entrar en el palacio Spada lo antes posible —objetó Atto—. No podemos esperar a que esa mujer esté en días.

—Eso es sencillo. Hoy voy a pasar a hacerle una visita. Le doy una infusión de hierbas estimulantes… y asunto resuelto.

—¿Quieres decir que puedes hacerla parir antes de tiempo? —pregunté perplejo, pues mi esposa nunca me había dicho que las comadronas supiesen recurrir a esos expedientes—. ¿Cómo es posible?

—Muy fácil. Le haré estornudar la matriz.

Temiendo que Cloridia nos estuviese tomando el pelo, Atto y yo nos callamos un instante.

—¿Queréis decir que el útero femenino puede estornudar? —inquirió circunspecto el abate.

—Claro. Tal que fuese la nariz. Hay que coger un dracma de mejorana, medio de neguilla, un escrúpulo de clavo de olor y otro de pimienta blanca bien molidos, medio escrúpulo de nuez moscada, eléboro blanco y castóreo, mezclarlo todo y hacer un polvo casi impalpable. A continuación, con una pluma se ha de soplar varias veces en la matriz de la mujer, que ello provocará admirables estornudos. Si eso no fuese suficiente, hay que echar en un bocal de carbones los mismos polvos mezclados con grasa, con el fin de que produzcan humos que hagan estornudar a la matriz. Naturalmente, antes habrá que abrir mucho el útero, para que el humo penetre hasta el fondo, lo que se consigue fajando bien a la mujer con una sábana alrededor del ombligo.

—Perdonad —la interrumpió Atto preocupado—. Eso no es peligroso, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Ciertos remedios agradan sobremanera a la matriz de la mujer. Así, si se le pone delante aroma de musgo o de ámbar, se siente al punto atraída, por lo mucho que le gustan esos olores. Estoy segura de que, con estos recursos, el credenciero del palacio Spada me mandará pronto a buscar a toda prisa, porque la criatura estará a punto de nacer.

—¿Y si no surte efecto?

—Lo hará. Si no, emplearé algunos simples que actúan rápidamente por propiedades ocultas, como la piedra del águila atada al muslo, la piel de ciervo o la semilla de verdolaga, que se da a beber a la parturienta con vino blanco; o también la placenta de perra pulverizada, que se unta en la boca del sexo; o las mudas que dejan las serpientes en el mes de septiembre, que se introducen en la matriz. Pero este último remedio es menos prudente.

Viendo con qué naturalidad enumeraba Cloridia todas esas maniobras, el abate Melani había empalidecido.

—¿Cuándo crees que…? —pregunté.

—Como está gorda, dudo que los dolores le empiecen antes de mañana, entre las tres y las cuatro. ¿Es demasiado tarde?

—No, nos puede valer. Pero ¿cómo vamos a entrar y salir? —inquirió el abate.

—Hoy, cuando vaya al palacio Spada, me informaré discretamente y estudiaré la situación. Mañana os diré algo. Eso sí, tendréis que arreglároslas solos con las llaves de las habitaciones.

—No os aflijáis por eso —repuso Atto con una sonrisita.

Adiviné en quién estaba pensando.