Cuarta Noche
10 DE JULIO DE 1700
Volvimos a entrar en el parque del Navío con toda tranquilidad, sólo que esta vez no mirábamos al frente, sino hacia arriba. Sin duda César Augusto estaba ahí, en alguna parte, encaramado en una alta rama, quizá observándonos.
A aquella hora ya no sufríamos los candentes influjos de la canícula. Ahora bien, como en nuestras visitas anteriores, las sombras de la tarde, que a la sazón caía sobre la villa Spada, se desvanecieron en cuanto franqueamos la verja del Navío, barridas, junto con las pocas nubes, por una brisa caprichosa que dejaba el campo libre a una luz resplandeciente de oro puro. En pocas palabras, era como si en la villa de Elpidio Benedetti el crepúsculo fuese un huésped ingrato.
Tras cruzar el patio nos dirigimos hacia los espaldares de cítricos, por donde comenzamos una cauta investigación. Los tonos vivos de los naranjos y los limoneros, los toques de color de los tiestos de rosas, además de las sombras jaspeadas de los cenadores en forma de escaque y las del cercano bosquete, confundían no sólo la vista, sino también el olfato y todos los sentidos. Leves soplos de viento hacían murmurar las hojas, vibrar las flores, mecerse los troncos. Al cabo de unos minutos creía ver a César Augusto en todos los rincones y en ninguno. Recorrimos la alameda cubierta que terminaba en el fresco de Roma Triunfante. Nada. También Atto parecía desanimado. Cambiamos de dirección y fuimos hacia el edificio.
—Maldito pajarraco —murmuró.
—Os confieso que, en mi opinión, tenemos pocas posibilidades de dar con él. Cuando César Augusto no quiere que lo encuentren, no hay nada que hacer.
—¿Nada que hacer? ¡Ya veremos! —dijo blandiendo el bastón de empuñadura de plata hacia el cielo, como para reprender a una divinidad.
—Os digo que, si no quiere que lo encuentren, no hay quien dé con él, aun cuando…
—Soy yo quien dice qué haremos y qué dejaremos de hacer, chico. Soy un diplomático de Su Majestad el Rey Cristianísimo —replicó con brusquedad.
Me contuve un instante y luego decidí hablar.
—Pues bien, don Atto, explicadme entonces por qué me arrancasteis la nota justo cuando acababa de cogerla. Si Buvat no hubiera armado aquel jaleo, si no se hubiera abalanzado sobre mí, posiblemente ahora estaría en nuestras manos. ¡Pero la cogisteis vos y dejasteis que os la birlase el papagayo!
Esperé sus palabras con el pecho henchido de emoción. Como siempre que lo zahería, Atto respiraba muy agitado.
Permaneció callado un segundo y al cabo habló con un susurro cruel.
—No entiendes nada, jamás has entendido nada. No habrías sido capaz de retener esa nota. Albani estaba delante de ti, te habría visto todo el mundo, habrías tenido que devolverla. Buvat y yo éramos los únicos que podíamos hacerla desaparecer, pero tu necio papagayo tenía que estar allí para estropearlo todo.
—En primer lugar, el papagayo no es mío, sino herencia del difunto monseñor Virgilio Spada, el tío del cardenal Fabrizio, que Dios tenga en su gloria. Además, gracias a él logré quitar la nota a Albani.
—Yo habría podido distraer a Albani. Entretanto Buvat habría aprovechado…
—¿Distraer a Albani? ¡Si no habéis hecho más que granjearos su enemistad! Hoy habéis provocado por segunda vez un escándalo delante de él con vuestros discursos temerarios. Todos deben de estar hablando de ello en la fiesta.
—Cállate.
Me enojé. Era la gota que colmaba el vaso. Yo sabía que mis reproches eran justos. Atto no podía mandarme callar por las buenas. Sin embargo, se trataba de otra cosa.
Inquieto y prudente, Melani miraba por encima de mi hombro, como si escrutase a una fiera en libertad.
—¿Está detrás de mí? —pregunté pensando en César Augusto.
—Se está alejando. Va vestido como la otra vez.
—¿Vestido?
Me volví.
Se hallaba a poco más de una decena de anas. Llevaba bajo el brazo un pesado fajo de papeles atados con una cinta roja y se dirigía, con paso rápido y cara arrobada, hacia una muchacha de piel blanca como el requesón y espesa cabellera rizada y negra. Con una inclinación, a la que ella respondió con una amplia sonrisa, le entregó una bolsita de dinero y unos papeles.
Apenas tuve tiempo de reconocer a la pareja antes de que desapareciera detrás de una gran maceta de limoneros. Resultaba difícil equivocarse. Eran otra vez ellos: el maduro caballero y la joven a quienes había visto conversar el día de nuestra primera visita al Navío. Ella era (idéntica a) Maria Mancini. Él, ahora que lo veía por segunda vez, me recordaba vagamente a alguien, pero ¿a quién?
Tal como se habían manifestado, desaparecieron. Ya escarmentados por las otras apariciones, no tratamos de seguirlos ni de entender cómo se habían esfumado. Miré a Atto.
—¡Ay, de modo que es cierto! —murmuró.
Ahora sabía a quién habíamos visto.
Sería demasiado largo recapitular los hechos que me recordaba aquella frase. Baste decir que la pronunció, mientras agonizaba, un huésped del Donzello, la posada en la que trabajaba como mozo y donde, en esos mismos días, conocí a Melani.
El moribundo que había proferido aquellas palabras era Nicolas Fouquet, ex superintendente de Finanzas del Rey Cristianísimo, encarcelado de por vida por una conspiración palaciega y, después de mil peripecias, refugiado en Roma, precisamente en el Donzello. Atto sabía que me acordaba muy bien de aquellos acontecimientos, ya que sobre ellos versaban las memorias que me había sustraído y luego pagado con dinero contante y sonante.
—Era el mismo caballero del otro día, con Maria… —murmuré aún conmocionado por la enigmática manifestación.
El abate dejó que el silencio asintiera por él. Olvidados de nuestro altercado, seguimos mirando de un lado a otro, con la nariz empinada hacia las ramas y las copas, ocultándonos mutuamente que ya no estábamos pendientes de César Augusto, sino del abismo de recuerdos a los que la aparición, con artes de nigromante, nos había precipitado. Yo rememoraba los tiempos en que había conocido al abate Melani; él, en cambio, retrotraía más sus reminiscencias, evocaba su amistad con Fouquet, su tremendo destino, su trágico fin. Por eso, me dije, la primera aparición en el Navío lo había turbado aún más que las siguientes. Había visto al mismo tiempo a Maria, a quien estaba unido por sentimientos de lo más enmarañados y profundos, y a Fouquet, de cuya muerte atroz había sido a la vez espectador y actor.
Me daba perfecta cuenta de la violenta pugna de emociones encontradas que se producía en el alma de Atto. Había visto a su antiguo amigo, pero no viejo y postrado por los años de cárcel, como lo había conocido yo, sino en la plenitud de su fuerza y madurez. El fajo que portaba bajo el brazo debía de contener los documentos que ese trabajador infatigable al servicio del reino se llevaba siempre a casa —Atto lo sabía—, antes de que las maquinaciones de la corte de Francia le arrancaran el sillón de ministro, el honor, la libertad y la vida.
De buen porte y facciones distinguidas, el paso firme y la mirada sombría, pero porque estaba dirigida hacia cosas elevadas y nobles; así era el Fouquet que Atto había conocido de joven. Al volver a verlo ahora el abate se sumía, dando un arriesgado salto hacia atrás, en cien sucesos remotos, en mil conmociones del ánimo y de la Historia, en la angustia de infinitos dolores y quizá en otros tantos remordimientos. En aquella villa, como en un límpido y plácido estanque, el pasado se reflejaba tranquilamente y, ajustándose el tocado, como si hiciera un guiño, decía: sigo aquí.
Vi que Atto caminaba un poco encorvado. Ya no se movía como un anciano todavía ágil, sino con la vacilación de un joven revejido. Me sentía incapaz de afrontar aquellas pruebas del corazón y del espíritu; si yo estuviese en su lugar, pensé, los sollozos sacudirían todo mi cuerpo. En cambio, él resistía y seguía fingiendo que buscaba al papagayo. No pude dejar de perdonarlo; me dije que tenía que pasarle por alto, al menos en parte, sus numerosos defectos (temeridad, doblez, arrogancia…) si de verdad quería considerarme su amigo. Ciertamente, eso podía suponer engañarme a mí mismo en exceso; creerlo, por ejemplo, capaz de una amistad sincera y comprobada. «Sois mi mejor amigo…»; no, era imposible que esa frase, que yo había oído durante la primera aparición de Maria Mancini y Fouquet, la pronunciase alguna vez el abate Melani. Pero ¿acaso la amistad no es compañera inseparable de la ilusión, de la que se nutre para prolongarse a sí misma y prolongar también las alegrías aparentes pero necesarias que da a los seres humanos?
—Creo que tienes razón. César Augusto no está o es demasiado difícil encontrarlo —dijo Atto con voz apagada.
—Si no quiere que lo encuentren, por desgracia éste es el lugar ideal —completé el razonamiento con aire igualmente distraído.
—De todos modos, es curioso que haya venido precisamente aquí —observó Melani—. Los tres cardenales, el Tetráchion, tu papagayo; este sitio comienza a estar atestado.
—En el caso de César Augusto, creo que se trata de una casualidad. Le gustan los árboles grandes y frondosos, y aquí están los más hermosos de todo el Janículo.
—Pues tratemos de averiguar si los otros también han venido aquí por casualidad.
—¿Los otros? —pregunté pensando con aprensión en las apariciones.
—Comenzando por el Tetráchion —se apresuró a aclarar Melani, mientras se dirigía hacia la entrada del edificio.
Sin embargo, de nuevo tuvo que detenerse. Una melodía muy suave, brotada de un violín, se difundía con dulzura por el parque y alrededor de nosotros. Era imposible saber de dónde provenía y para el placer de quién estaba destinada.
—Otra vez esa música… la folía —dijo Atto.
—¿Queréis que demos una vuelta por el edificio para ver de dónde viene?
—No, quedémonos aquí. No hemos parado de correr. No me desagradaría descansar un poco.
Se sentó en un pequeño banco de mármol. Creí que iba a justificarse con una frase como «los años no pasan en balde» o «ya no soy un chiquillo», pero se contuvo.
—La folía, la locura. Como la de Capitor —dije.
—¿Tú también lo has pensado?
—Me lo explicasteis vos. Capitor, la loca de España, cuyo mote no es más que la deformación de La Pitora, que en español significa «la loca».
—Tout se tient. Pero ésta es una folía que no parece tener fin. Cada vez que la oímos, suenan nuevas variaciones. En cambio, la folía de Capitor tuvo fin.
—Queréis decir que terminó marchándose de Francia.
—Sí. Finalmente, un día, ella y el Bastardo se fueron. Pero ya nada fue como antes.
—¿Qué ocurrió?
—Una serie de desventuradas circunstancias que conducirían a la escena a la que acabamos de asistir —susurró Atto, que por fin se decidía a hablar sobre la aparición de Maria y Fouquet.
Después de la exhibición de Capitor, me contó el abate Melani, la actitud del cardenal cambia de manera drástica. La oscura profecía de la loca («Virgen que se casa con la corona trae la muerte») lo acosa, la trompeta del miedo chilla, argentina y tremenda, en sus oídos: hay que estorbar, romper, impedir la unión entre Luis y Maria por todos los medios. «Me juego la cabeza en ello», medita aterrorizado el cardenal, que detrás de la palidez de siempre esconde su nueva e inconfesable angustia.
Así pues, durante los dos meses siguientes, en la primavera de 1659, obstáculos cada vez mayores se interponen entre los dos enamorados. En junio Mazzarino comunica oficialmente que Maria debe abandonar la corte. El cardenal, que ha dispuesto ir a los Pirineos para discutir algunos detalles del tratado de paz con España, llevará a su sobrina consigo para separarse de ella en el camino y mandarla a La Rochelle, donde tendrá que residir con sus dos hermanas menores, Ortensia y Marianna. Partida prevista: 22 de junio.
Temiendo la reacción de Luis, la reina se cuidó mucho de anunciarle la noticia. Mazzarino encargó, pues, a la propia Maria que comunicara al soberano su partida. Luis montó en cólera; amenazó con hacer caer en desgracia a Mazzarino, mientras la desesperanza de Maria aumentaba desmesuradamente su rabia y su sed de venganza. Durante tres días no dirigió la palabra a su madre; en el colmo de la desesperación, se arrojó a los pies de Mazzarino y de la reina y les suplicó entre lágrimas que lo dejaran casarse con Maria. Con voz firme y consumada retórica, Mazzarino le recordó que su padre y su madre lo habían elegido a él, el cardenal, para asistirlo con sus consejos, que le había servido hasta entonces con inviolable fidelidad, que nunca podría hacer ningún daño a la gloria de Francia y de la corona, que, en definitiva, él era el tutor de su sobrina Maria y que preferiría apuñalarla a permitirle semejante traición.
El rey, entre lágrimas, cedió. Cuando se quedaron solos, Mazzarino dijo a la reina: «¿Qué otra cosa podía hacer? En su lugar, yo habría hecho lo mismo».
Incluso después de aquel día Luis continuó asegurando a Maria que nunca aceptaría casarse con la infanta de España, que contaba con poder vencer la resistencia del cardenal y de su madre, y que ella y sólo ella ascendería algún día al trono de Francia. Como prenda de sus promesas, el rey le regaló entonces el precioso collar que había comprado a la reina de Inglaterra y que había reservado para el día del anuncio de su noviazgo.
Maria, sin embargo, ya no se hacía ilusiones. Profundamente herida por la debilidad de su amado, llegó incluso a animarlo a que se casase con la infanta.
Luis trató de tranquilizarla, le juró que sólo pensaba en ella y que encontraría una solución. Mas eran promesas que ya no podían satisfacer a quien las escuchaba ni a quien las pronunciaba.
Los días que siguieron no fueron para Maria sino un alternarse de sentimientos y humores encontrados: se debatía entre su amor por el rey y su amor propio. Entretanto Luis repetía sin cesar en la corte que su dolor por la próxima separación era insoportable. Pero las palabras ya no bastaban.
—Pocos, chico, vieron lo que yo vi entonces. Y puedes estar seguro de que nadie contará nunca nada —afirmó Atto.
Para que pudiera explayarse sin que se le anquilosaran las piernas, Atto y yo comenzamos a caminar bajo los cenadores del parque. En aquel lugar, poblado por los fantasmas del pasado, cada alameda parecía inspirarle un episodio; cada seto, una frase; cada parterre, un pormenor.
La víspera de la partida de Maria, el rey aún no está dispuesto a resignarse. El 21 de junio, la reina madre y su hijo mantienen una larga conversación en el cuarto de baño. El rey sale de allí con los ojos hinchados. Maria debe marchar; Luis ha perdido una batalla, pero aún espera, quién sabe cómo, ganar la guerra.
Al día siguiente, aquejado de un mal de amores de inusitada virulencia, le practican dos sangrías, en el pie y en el brazo (en los días siguientes le realizaron cuatro purgas y seis curas con sanguijuelas). Sollozando sin rebozo y prometiéndole en voz alta que se casaría con ella, Luis acompaña a Maria a su carruaje.
—Naturalmente, ella no entendía nada. Luis era el rey, podía hacer lo que se le antojara. Sin embargo, estaba cediendo a los deseos de su madre y del cardenal.
—¿Qué dijo Maria?
—«¡Ah, sire, vos lloráis, pero sois el rey, y quien se va soy yo!» —respondió Atto con una sonrisita en los labios.
—Pero ¿por qué no impuso el rey su voluntad?
—Has de saber que sólo la ausencia del bien amado nos revela su importancia. Luis estaba muy enamorado, pero, justo porque era la primera vez, aún no sabía que sería la única. La reina Ana lo convenció de que con el tiempo olvidaría a Maria y de que un día le estaría agradecido por el mal que ahora le infligía. Él la creyó. Y el daño fue irreparable.
Volvimos a sentarnos en un banco de mármol.
Tras la partida de Maria, entre los dos enamorados empieza una correspondencia intensa y desgarradora. Ella opta por dejar a sus hermanas en La Rochelle y refugiarse a poca distancia, sola, en la fortaleza de Brouage.
Estamos en agosto. Luis, con Ana y la corte, se pone en camino hacia los Pirineos, donde se ultimará el tratado entre Francia y España y donde, para sellar el acuerdo, se celebrará el matrimonio entre Luis y la infanta.
—Como creo que ya te he referido, yo formaba parte de aquella expedición tan capital en la historia de Europa —dijo Atto con palmario orgullo.
El 13 y el 14 de agosto, las Mazzarinetas van a saludar al rey y a su madre, que están de paso por la zona. Aunque todos pernoctan en el mismo palacio, a Maria y Luis no se les permite cruzar una sola palabra. El rey sufre en silencio.
—Fue entonces cuando pensé: «¡Su Majestad va a ser igual que el lirón de su padre, Luis XIII! El cardenal puede dormir tranquilo…» —dijo Atto con una sonrisa sarcástica.
En aquella ocasión, justo cuando el joven rey montaba en su caballo para reanudar el viaje, Melani le entrega una carta secreta de Maria: el adiós definitivo.
—Nadie, salvo yo, supo de la existencia de aquella misiva. Era larga y conmovedora. Nunca olvidaré sus palabras finales.
Dicho esto, recitó de memoria:
Des pointes de fer affreuses, hérissées, terribles, vont être entre Vous et moi. Mes larmes, mes sanglots font trembler ma main. Mon imagination se trouble, je ne puis plus écrire. Je ne sais ce que je dis. A Dieu, Seigneur, le peu de vie qui me reste ne se soutiendra que par mes souvenirs. Ô souvenirs charmants! Que ferez vous de moy, que feray je de vous? Je perds la raison. Adieu, Seigneur, pour la derniére fois[9]!
—Y fue realmente el último adiós de Maria a su amor —concluyó.
—¿Leísteis la carta a escondidas?
—¿Eh? —Atto se mostró molesto—. Cállate y no me interrumpas.
Mientras para mis adentros me reía por haber pillado a Melani en falta (era evidente que había leído la carta de Maria antes de entregarla al rey), prosiguió con su relato.
Mazzarino intriga para que Maria acepte la propuesta de matrimonio del condestable Lorenzo Onofrio Colonna, miembro de la noble y antiquísima familia romana a cuyo servicio había estado el padre del cardenal. El propio Mazzarino había servido a Felipe Colonna, abuelo de Lorenzo Onofrio. Precisamente Felipe Colonna era quien había disuadido a Mazzarino, cuando éste contaba veinte años, de casarse con la hija de un oscuro notario de la que estaba enamorado, además de encauzarlo por la senda de la «sotana», esto es, de la prelatura, merced a la cual, como le había predicho, obtendría una gran fortuna. El camino del joven rey parecía así seguir y adaptarse al del cardenal, que retorcía sin piedad sobre su joven protegido el hilo roto de su destino.
Con tal de convencer a Maria de que se case con Lorenzo Onofrio, Mazzarino está dispuesto a hacer concesiones. La joven le pide entonces permiso para regresar a París. Así pues, vuelve a la capital, pero su tío ordena que la encierren en casa. Sin embargo, el destino dispone que, cuando Mazzarino se encuentra en el otro extremo de Francia, Maria y sus hermanas tengan que dejar el palacio de su tío a causa de ciertas obras de reforma. ¿Y dónde se alojan? En el Louvre, en los aposentos del cardenal, que, impotente, conoce la noticia por las misivas de sus informadores.
En el Louvre Maria es objeto de nuevas e inesperadas atenciones: el heredero del ducado de Lorena, Carlos, futuro héroe de la batalla de Viena, la corteja con donaire y pide su mano. Carlos es un joven de dieciocho años, apuesto, emprendedor, desbordante de ardor. Ella está dispuesta a casarse con él, lo prefiere con mucho a Colonna, a quien nunca ha visto y que la enclaustraría en Italia, donde los maridos tienen sobre las mujeres un poder absoluto. Pero Mazzarino, con distintos pretextos, se niega enérgicamente; teme que, incluso casada, Maria siga siendo peligrosa si se queda en París.
Mientras tanto se ultiman los detalles del matrimonio entre Luis y la infanta de España. Siete meses de negociaciones y preparativos antes de proceder a la ceremonia, que se desarrollará en dos tiempos, como requiere la costumbre, a ambos lados de la frontera (todos los soberanos tienen prohibido poner el pie en el reino limítrofe, gesto que equivale a una declaración de guerra).
El primer acto del tratado consiste en la renuncia solemne a la herencia sobre el trono de España que proclama la infanta María Teresa. Al día siguiente, siempre en suelo español, se celebra la boda por poderes con el Rey Cristianísimo. Don Luis de Haro, el negociador español, representa al soberano. No se admite la presencia de ningún francés, salvo el testigo de bodas de Luis, Zongo Ondedei, obispo del Fréjus y hombre de paja de Mazzarino.
Ana de Austria y el cardenal no soportan la espera. Han repetido hasta la saciedad a Luis que su prometida española es agraciada, mucho más que Maria Mancini. Es preciso que lo sea de verdad.
Así pues, enviaron de incógnito a madame de Motteville, dama de compañía de Ana, y a mademoiselle de Montpensier, prima del rey, con la misión de evaluar las virtudes femeninas de la novia. Ambas sabían que a su regreso al campamento francés en la frontera deberían responder a una sola pregunta: «Decid, ¿cómo es?».
—Trataron por todos los medios de parecer satisfechas —explicó entre risas Atto—, pero fue suficiente ver sus caras, sus sonrisas forzadas, sus gestos de circunstancias… Enseguida comprendimos la verdad.
«A decir verdad, no parece muy esbelta, tiene las piernas cortas. En una palabra, es baja», admitieron al unísono. «Sin embargo, está bastante bien hecha. Sus ojos no son demasiado pequeños, la nariz no es demasiado grande», se esforzaban en decir interrumpiéndose la una a la otra. «Tiene, eso sí, la frente un poco alta», que era una manera elegante de afirmar que tenía entradas y su cabellera no era precisamente exuberante.
Madame de Motteville tuvo el descaro de declarar: «Si tuviera los dientes más regulares, sería una de las mujeres más hermosas de Europa». A mademoiselle de Montpensier, más escrupulosa, dado que faltaba poco para que todos pudieran juzgar a la infanta por sí mismos, se le escapó, con tono desconsolado: «Da pena verla». Luego se corrigió a toda prisa explicando que se refería al horrible tocado y a esa «máquina monstruosa», el enorme guardainfante en el que la moda española constreñía el pobre cuerpecillo de María Teresa.
—Así las cosas, todos estábamos aterrorizados por la reacción de Luis cuando, al día siguiente, viera por primera vez a la infanta.
—¿Y qué sucedió?
—Nada de lo que temíamos. En el encuentro con su futura esposa cumplió el ceremonial como un perfecto comediante. Interpretó, bajo la mirada complacida de su madre, que tan encarecidamente se lo había pedido, el papel ritual del enamorado devorado por la impaciencia, como manda la tradición en las bodas reales. Incluso galopó por la orilla del río, de manera muy galante, con el sombrero en la mano, siguiendo el barco de la novia. Luis estaba espléndido, gallardo y ardiente a la grupa de su corcel, y embelesó a la pobre María Teresa.
El abate Melani se ató el lazo de un zapato, luego el otro, y por último elevó la vista al cielo.
—Pobre infanta —murmuró—. Y pobre Luis.
Con aquella conducta impecable, Luis trataba de seguir los consejos de la reina madre: refrenar su corazón y atender a razones. La veneraba y confiaba en que, junto con el cardenal, hubiera elegido lo mejor para él. Llegaba a ese extremo por la inexperiencia en las cosas de la vida y el amor a que su madre y Mazzarino lo habían condenado. Empero, ya el primer día en que vio a su prometida comenzó a devorarlo silenciosamente la carcoma de la duda, del recelo, del amargo miedo de haber sido engañado.
A partir de entonces todo en Luis fue frialdad. Su rostro, sus actos, sus palabras, de las que mil oídos estaban constantemente pendientes, no dejaban traslucir nada. Era imposible detectar la menor manifestación de flaqueza en quien, con apenas doce años, al ser sorprendido por el pueblo enfurecido durante la sublevación de la Fronda cuando se disponía a huir con su madre del palacio real, se había metido en la cama aún vestido y había fingido dormir sin abrir un ojo en toda la noche, mientras la muchedumbre furibunda desfilaba a sus pies guardando silencio por el sagrado respeto que le inspiraba el sueño inocente del rey niño. ¿Qué le habría ocurrido si alguien hubiera levantado sólo un poco las mantas y descubierto el engaño?
A sus amigos, que fueron a verlo después de la visita de María Teresa para animarlo a que abriese el corazón y le pidieron su parecer sobre la infanta, simplemente les respondió: «Fea». No hubo manera de sacarle nada más.
—¡Debía de sufrir mucho! —comenté.
—¿Por el hecho de que su futura esposa no fuese como se la imaginaba? No; no tanto como piensas. Para él eso no cambiaba mucho las cosas. Comenzaba a darse cuenta de que su corazón no atendía con docilidad a las garantías de su madre, como antaño había querido creer. Se había quedado al sol cálido de dos bellos ojos negros, náufrago en el aroma de brezo de una salvaje cabellera morena, arrullado por las frases mordaces y la risa argentina de Maria.
En las celebraciones y los festejos nupciales, el rey actuó con displicencia. Sólo intervino en un detalle: para las libreas de la recepción, eligió los colores del escudo familiar de Maria.
Cumple con su primer deber conyugal sin pestañear, pero al día siguiente, cuando la corte ya se encamina hacia la capital, se marcha y abandona a su esposa durante dos días. ¿Adónde va? Nadie deja escapar la menor insinuación, pero todos lo saben: Luis se ha desviado repentinamente de su camino y corre al galope hacia Brouage, el castillo en el que se había alojado Maria, en las tierras de la Charente, donde aún flota su recuerdo.
En Brouage el soberano llora al borde del mar. Pide que le enseñen la cama donde durmió Maria y pasa la noche en ella, sin pegar ojo.
—Pero, si vos mismo habéis dicho que nadie hablaba de eso, ¿cómo conocéis tantos detalles? —pregunté asombrado.
—Yo mismo lo entreví en aquella habitación, la de Maria. Había acudido con otros por orden de Su Eminencia. Lo encontramos en una especie de agonía. Recordaba, pensé, un Descendimiento: las mantas arrancadas del lecho, postrado en un rincón debajo de la ventana, bañado en sudor por el abatimiento en el frío amanecer de la Charente.
Salimos de nuevo a la alameda en dirección a la explanada de la entrada y la cruzamos de una punta a otra, acompañados por el murmullo de la fuente que había en el centro. Atto medía el terreno con sus pasos cansinos y lentos.
En Brouage Luis se arrancó finalmente el corazón del pecho. Allí lloró todas sus lágrimas. Allí dijo adiós para siempre al amor, sin saber que también se decía adiós a sí mismo, a su índole apacible y sosegada que había conocido y saboreado y que ya no le pertenecía.
—Nunca lo olvidaré. El rostro que se elevó para mirarme, bajo la luz cenicienta del alba, en Brouage, era el de una estatua de sal. Fue el último acto. El resto es… una ciénaga.
—¿Una ciénaga?
—Sí. La lenta pérdida de aquel amor, su interminable agonía, los dolorosos e infinitos intentos que hizo el rey por olvidar a Maria.
De vuelta en París con su esposa española, la ingenua María Teresa, Luis se entera por boca de la pérfida condesa de Soissons de que el joven y apasionado Carlos de Lorena corteja a Maria con amabilidad y, probablemente, con provecho. El rey se enfurece con Maria, la desprecia, la trata groseramente. Ella, por su parte, se muestra fría. Entonces Luis vuelve al redil y comienza a visitarla en el palacio de Mazzarino, en la rue des Petits Champs.
—Es decir, justo enfrente de mi actual vivienda —explicó Atto con calculado desenfado—. Los cortesanos, encabezados por las chismosas de madame de La Fayette y madame de Motteville, que seguían detestando a Maria por envidia, insinuaron que Luis iba allí más por la belleza de Ortensia, la menor de las Mancini, que por amor a Maria.
—¿Era verdad?
—¿Qué podía importar eso? Luis XIV ya estaba casado. Las promesas se habían roto, el sueño se había esfumado. Un año antes, los dos enamorados competían en la composición de versos; ahora se desafiaban venenosamente con pullas y piques. Se habían convertido en el eidolón, el fantasma de sí mismos. Habían dejado que se les escapara la vida para siempre.
—Perdonad, don Atto, ¿habéis dicho «la condesa de Soissons»? —pregunté para estar seguro del nombre.
—Sí. ¿Acaso la conoces? —inquirió a su vez con ironía, molesto por la interrupción—. Ahora escucha y calla.
Callé, pues, pero mi pensamiento corría hacia otra parte, hacia la carta de Maria en la que había leído sobre la peligrosa envenenadora, la misteriosa condesa de S., cuyo recuerdo tanto afligía a aquélla. ¿Se trataba de esta Soissons? El relato del abate, empero, ya galopaba más allá y me distrajo de mis reflexiones.
En el año que transcurre entre su matrimonio con María Teresa y la muerte de Mazzarino, explicaba Melani, Luis cae en la cuenta del error que ha cometido; peor aún, sabe que es irreparable. Las profecías de su madre no se han cumplido, la felicidad no ha llegado. Pero no puede volverse atrás.
—Todo o nada, así era el rey de Francia. Y sigue siendo igual. Maria lo era todo para él, y se la quitaron. A partir de entonces a Luis le quedó la nada.
—¿Qué queréis decir?
—La disolución, la destrucción, el desmantelamiento sistemático y razonado de la monarquía y de la propia figura del rey.
Con una mueca manifesté mi desacuerdo. ¿Acaso Luis XIV, Rey Cristianísimo de Francia, no era el soberano más temido de Europa? Sin embargo, no dije nada al respecto. Otras reflexiones me atribulaban el alma.
—Don Atto, ¿qué relación guarda todo esto con las apariciones del superintendente Fouquet y de Maria Mancini?
—Una relación enorme. Luis tenía casi veintidós años en mil seiscientos sesenta, cuando se casó con María Teresa. Aún era un jovenzuelo indeciso e inexperto, incapaz de oponerse a Mazzarino y a su madre.
Sin embargo, un año después, como bien sabes, festeja su vigésimo tercer cumpleaños, el cinco de septiembre, mandando arrestar al pobre Nicolas. Luego lo encierra de por vida en la remota fortaleza de Pignerol y le inflige mil padecimientos. Ahora te pregunto: ¿cómo se explica que el joven tímido y soñador que era doce meses antes se convirtiera de pronto en semejante fiera?
—La respuesta es, según vos, la pérdida de Maria Mancini —aventuré—. Ahora bien, el sentido de las dos escenas a las que hemos asistido sigue pareciéndome oscuro.
—¿Qué hemos visto hace un rato? A Nicolas entregando una bolsa de dinero a Maria. Y en su primera aparición Maria le decía: «Os guardaré gratitud toda mi vida. Sois mi mejor amigo». Pues bien, la aparición de hoy explica por qué Maria expresó aquellas palabras de afecto y gratitud a Fouquet.
—¿Es decir?
—Vayamos por partes. Tras la muerte del cardenal Mazzarino, Maria no conseguía que el heredero universal de la fortuna de Su Eminencia, el peligroso loco que era el duque de La Meilleraye, marido de su hermana Ortensia, le entregase su dote. La situación era muy penosa, pues, aparte de ese dinero, Maria no poseía absolutamente nada. Pidió ayuda a Fouquet, que había sabido apreciarla y protegerla desde su llegada a la corte. Y, precisamente gracias a la hábil intercesión del superintendente, Maria obtuvo por fin la dote de su cuñado.
—Así pues, esa bolsa de monedas y todos esos papeles eran la dote de Maria.
—Sí. Los papeles debían de ser letras de cambio o algo semejante.
—Por eso, pues, Maria, como oímos en nuestra primera visita, dijo a Fouquet: «Os guardaré gratitud toda mi vida. Sois mi mejor amigo» —concluí con vehemencia.
En ese instante me percaté de que el abate y yo estábamos hablando de esas visiones como si fueran fenómenos de lo más normales.
—Don Atto, da la sensación de que los hechos que me contáis aquí, en el Navío, convergen en este mismo lugar… y es como si vuestra narración hiciera revivir el pasado.
—El pasado, el pasado… ojalá fuera tan sencillo —gimió Atto con un suspiro—. Ese pasado nunca ha existido.
Me quedé de piedra.
—El encuentro entre Fouquet y Maria por la dote y las palabras de agradecimiento de ésta a aquél no son sólo manifestaciones de acontecimientos pasados, ¿lo entiendes? Porque Nicolas no entregó así su dote a Maria y ella no le dijo nunca esas palabras.
—¿Cómo estáis tan seguro? —pregunté dubitativo.
—Porque Maria le mandó esas frases de agradecimiento y estima en una carta, que el superintendente no leyó nunca, pues la interceptó Colbert, quien ya había destinado a Fouquet a la ruina, con la complicidad del rey. Como sabes, cuando llegó la noticia del arresto de Fouquet, Maria y yo estábamos en Roma; me enteré de la funesta novedad por una nota de mi amigo de Lyon, ministro de Su Majestad.
—¿Y la dote?
—Maria se disponía a partir hacia Italia, expulsada de París y destinada a casarse con el condestable Colonna por la voluntad del cardenal, aunque póstuma. La dote le fue enviada directamente a Roma, tanto apremiaba a la reina madre y a la corte desembarazarse de ella.
—En suma, el superintendente nunca entregó en persona su dote a Maria ni nunca pudo leer, y menos aún oír, aquellas palabras: «Os guardaré gratitud toda mi vida. Sois mi mejor amigo».
—Exacto.
—Entonces, hemos asistido a dos episodios que jamás tuvieron lugar.
—Eso es menos exacto o, mejor dicho, incompleto. Si no hubieran obligado a Maria a alejarse de París, si no hubieran arrestado a Fouquet, habrían podido encontrarse. Él le habría entregado en persona el legado de su tío y ella le habría manifestado de viva voz su agradecimiento. Por otra parte, la partida de Maria entristeció mucho a Nicolas, que preveía sus desastrosas consecuencias, aunque tengo para mí que aún no podía imaginar que él sería el primero en caer bajo el hacha del nuevo rey que había surgido de las infelices cenizas de aquel amor.
—Así pues, hemos visto lo que habría debido suceder entre Maria y Fouquet si las malignas conjuras no hubieran alterado el curso natural de sus vidas… —comprendí en una iluminación que me dejó anhelante.
—Tanto como ver… —me corrigió el abate cambiando bruscamente de tono, ahora hosco a causa del cariz que adoptaban nuestras suposiciones—. ¡Corres demasiado! Diría, más bien, que todo es fruto de nuestra imaginación. No olvides que podríamos ser, como creo, víctimas de alucinaciones provocadas por los vapores corruptos del suelo. Y quizá también espoleadas por mis relatos.
—Don Atto, lo que decís es seguramente cierto para el segundo de los tres episodios a los que hemos asistido, el de Maria Mancini en compañía del joven rey, pero no para el primero ni para el último. ¿Cómo podía yo imaginar con tanta exactitud circunstancias cuya existencia ni siquiera conocía? ¿O pretendéis decirme que nuestras alucinaciones son de índole clarividente?
—Puede que sencillamente hayas compartido una alucinación mía.
—¿Qué queréis decir?
—Podría tratarse de un episodio de transmisión del pensamiento. En Francia y en Inglaterra se han publicado recientemente varios tratados, como los del abate de Vallemont, que explican que este fenómeno es del todo real y científico, fácilmente explicable por medio de las leyes de la razón. Según dichos autores, nuestro pensamiento emite corpúsculos pequeñísimos e invisibles que topan con los de otras personas e impregnan la imaginación.
—¿Estaríamos, entonces, rodeados por las partículas invisibles de los pensamientos de otros?
—Exacto. Un poco como las exhalaciones del azogue.
—No sé nada de eso.
—Nada demuestra mejor que el azogue la sutileza de los vapores y las exhalaciones. Este metal, líquido y seco, exhala humos tan finos y penetrantes que al moverlo con una mano, teniendo con la otra bien sujeta una pieza de oro, éste se cubre de azogue. Llega a la pieza de oro aunque uno se la meta en la boca. Asimismo, si se pone en contacto con oro, plata o estaño, estos metales se ablandan hasta convertirse en una pasta, llamada amalgama. Si el azogue se introduce en un tubo de cuero y se lo calienta un poco, penetra en el cuero y sale como a través de un cedazo.
—¿De veras? —exclamé asombrado, porque nunca había oído nada semejante.
—Sí. Y lo mismo, según he leído, puede ocurrir con la imaginación.
—De modo que yo sólo habría asistido a una de vuestras fantasías involuntarias.
Atto asintió como si fuera una obviedad.
Caminamos juntos y en silencio un rato más. De vez en cuando miraba de reojo a Atto, que, con el entrecejo fruncido, parecía sumido en profundas meditaciones, de las que no me hacía partícipe.
Reflexioné largamente sobre las explicaciones del abate. Habíamos visto, pues, no lo que había ocurrido entre Maria Mancini y Fouquet, sino cuanto habría ocurrido si el destino de ambos hubiera seguido su curso natural y benévolo.
Si hubiera tenido tiempo y ocasión de filosofar, me habría preguntado: ¿hay una mano pura que reanuda en algún lugar utópico los hilos rotos de la historia? ¿Algún refugio piadoso recoge los acontecimientos que no se cumplieron?
Eran preguntas que, como las picas de un batallón en armas, parecían apuntar hacia el lugar en que nos encontrábamos.
—Fíjate —dijo de súbito el abate deteniéndose con un estremecimiento ante un amplio y bello parterre—. Mira estas plantas; cada una tiene una estaca con su nombre.
—Jacinto, violeta, rosa, loto… —leí mecánicamente—. ¿Y bien?
—Sigue: ambrosía, nepente, panacea y hasta molu —dijo empalideciendo.
Mi mirada interrogadora pasó de esos nombres al rostro de Melani.
—¿Es que no te dicen nada? —preguntó—. Son las plantas que componían los míticos jardines de Adonis.
Callé, perplejo.
—¡Sencillamente, no existen! —exclamó Atto con la voz quebrada—. La ambrosía es el alimento de los dioses del Olimpo que daba la inmortalidad. El nepente es una planta egipcia legendaria que, según las creencias de los antiguos griegos, serenaba el ánimo y hacía olvidar los dolores. La panacea…
—Don Atto…
—Calla y escucha —me cortó bruscamente, con cara de espante—. La panacea, decía, aunque esto probablemente ya lo sabes, es una planta misteriosa, que los alquimistas buscan desde hace siglos, capaz de curar todos los males y de evitar la vejez. El molu, por último, es la hierba mágica que Mercurio dio a Ulises para que fuera inmune a los filtros de la maga Circe. ¿Ya has comprendido? ¡Estas plantas no existen! ¿Quieres decirme qué hacen aquí, expuestas con su nombre?
Se volvió de repente para encaminarse con premura hacia la villa. Lo seguí. No bien le di alcance, asistimos a un espectáculo que ponía los pelos de punta.
Detrás de un almenaje que coronaba la muralla de la villa, volaba un ser céreo y espectral que tocaba un violín. En sus hombros flotaba un impalpable manto de gasa negra que, impulsado por un viento intenso y súbito, trazaba caprichosas espirales. La música que brotaba de su arco no era otra que la folía que nos había acompañado de forma tan misteriosa en nuestras numerosas peregrinaciones al interior del Navío.
Retrocedimos instintivamente, mientras advertía que mis carnes se volvían frías como el mármol. Sin embargo, poco después el abate, con el rostro térreo, avanzó unos pasos. Me quedé observándolo con la boca abierta y crispada por la consternación, como una máscara trágica.
—¡Oh, tú! —exclamó dirigiéndose a la aparición, al tiempo que blandía el bastón como si estuviese ante una visión apocalíptica—. ¿De dónde vienes? ¿De qué gente? ¿Cuáles son tus pesares? Por los númenes, o por lo que te sea más querido, te suplico: responde sin engaño a mi pregunta, para que yo al fin sepa.
—¡Soy un oficial de las fuerzas armadas holandesas! —bramó al punto el otro desde arriba sin dejar de tocar el violín, en absoluto sorprendido por nuestra presencia ni por la singular exhortación del abate.
Me pareció que Melani iba a desmayarse. Corrí a sujetarlo, pero se rehizo de inmediato.
—¡Tú, holandés volante! —vociferó Atto con toda la fuerza de su garganta, como si fuesen sus últimas palabras—. ¿De qué mundo de espectros has llegado aquí, a este Navío fantasma?
El extranjero dejó de tocar y nos escrutó en silencio. De pronto se inclinó y desapareció detrás de las almenas, para reaparecer enseguida con una rudimentaria escalera de cuerda, que desenrolló sobre el lado de la muralla.
Atto y yo permanecíamos callados, la respiración contenida. Hete aquí que el ser que se había manifestado ante nuestros ojos de aquella forma espectral y flotando libremente en el aire descendía ahora, para nuestro asombro, con el violín y el arco bajo el brazo, apoyándose con prudencia en la cuerda como cualquier mortal.
—Giovanni Henrico Albicastro, soldado y músico, para serviros —se presentó haciendo una leve reverencia al abate Melani, sin reparar aparentemente en la palidez de nuestros rostros.
El susto que acababa de pasar había dejado a Atto sin fuerzas para hacer o decir nada. Permaneció, pues, en silencio, encorvado sobre su bastón.
—Tenéis razón —continuó nuestro curioso interlocutor dirigiéndose al abate—. Esta villa del Navío es tan triste y tranquila que recuerda un fantasma. Precisamente por eso me gusta. Cuando vengo a Roma, me refugio aquí, en la cornisa de allá arriba. Tocar de pie ahí no es muy cómodo, lo reconozco, pero el panorama del que se disfruta, os lo aseguro, ofrece la mejor inspiración.
—¿Una cornisa? —preguntó el abate con un estremecimiento.
—Sí, al otro lado de los muros hay un caminito —explicó tranquilamente el otro indicando con un gesto la muralla de la que acababa de descender.
Atto bajó la vista, con aire abatido.
—¿Es vuestra la folía que tocabais hace un momento? —preguntó luego con voz queda.
Albicastro se limitó a dirigirle una mirada cortésmente interrogativa.
—Señor, tenéis el honor de hablar con el abate Atto Melani —intervine venciendo la turbación.
Al conocer el nombre de su interlocutor Albicastro asintió.
—Sí, señor abate, la he compuesto yo. Espero no haber ofendido demasiado vuestros oídos con mi violín. Parecíais muy agitado cuando me interpelasteis.
—Al contrario, señor, al contrario —repuso Melani con un hilo de voz, mientras la palidez del miedo cedía poco a poco ante el tono violáceo de la vergüenza.
—No quiero entreteneros, señor —dijo Albicastro—. Parecéis muy cansado. Con vuestra venia, me despido. Nos veremos más tarde. Al fin y al cabo, vos también estáis de visita en la villa, ¿no es verdad? Nunca se termina de descubrirla.
Tras acompañar sus palabras con una pequeña inclinación, el músico se alejó a grandes zancadas.
Una vez que nos quedamos solos, el silencio reinó durante un buen rato entre el abate y yo. Decidí ir a ver. Trepé por la escalera de cuerda que Albicastro había dejado en la muralla y, cuando llegué arriba, me asomé al otro lado.
—¿Está ahí? —preguntó Atto con cierto nerviosismo, la mirada fija en la punta de sus magníficos zapatos.
—Sí, está —respondí.
En efecto, había una cornisa. Además, no era tan estrecha. ¡Vaya con el holandés volante!
El abate callaba. Lo humillaba el recuerdo del pánico que había sentido sin motivo pocos minutos antes.
—Sea como fuere, ese holandés es un poco extravagante —observé—. Dudo que sea corriente que un violinista toque en una cornisa.
—Además, esas flores misteriosas, que me han… —apuntó el abate.
—Don Atto, con todo el respeto que os debo, permitidme decir que esas flores no son tan misteriosas como creéis.
El abate dio un respingo, como si lo hubiera mordido.
—¿Y tú qué sabes? —protestó picado.
—Ciertamente —dije con toda la modestia de que era capaz—, la ambrosía, el nepente, la panacea y el molu se hallaban, como decís, en los míticos jardines de Adonis. Tal vez por ese motivo Elpidio Benedetti eligió esas plantas. Sin embargo, no es cierto que no existan. Os hablo como simple ayudante de jardinero, y mi conocimiento procede de la humilde experiencia que he tenido en los jardines de la villa Spada y de algunos manuales de flores que me gusta leer de vez en cuando. Pues bien, os aseguro que la ambrosía, si antaño fue el alimento de los dioses del Olimpo que daba la inmortalidad, la conozco hoy como una seta, que encanta a las hormigas. Lo mismo pasa con el nepente, que los manuales describen como una planta carnívora traída por los padres jesuitas de China. Lo que ignoro es si viene de Egipto y, según las creencias de los antiguos griegos, serena el ánimo y hace olvidar los dolores. Es probable que la panacea sea buscada desde hace siglos en la alquimia, pero yo la conozco como una plantita medicinal que alivia los callos. Y el molu, por último, no es más que una especie de ajo, lo que no empece para que volviera inmune a Ulises frente a los filtros de la maga Circe, pues todo el mundo conoce sus múltiples propiedades…
Al notar la grave afrenta que ensombrecía el rostro de Atto dejé de hablar.
Pobre abate Melani. Siempre había reaccionado con escepticismo ante las misteriosas apariciones a las que habíamos asistido repetidamente en el Navío, obstinándose en achacarlas a vapores corruptos, corpúsculos, imaginaciones y otras cosas. Sin embargo, yo ahora tenía la prueba de que la tensión y el miedo habían crecido en su pecho no menos que en el mío.
No obstante, aquéllos se habían manifestado a destiempo: ante las plantas del jardín, en las que el abate había creído reconocer las flores legendarias de los jardines de Adonis, e inmediatamente después, por una extraña casualidad, ante la imagen de aquel singular individuo; Albicastro, músico y soldado, engañosamente suspendido en el vacío. En definitiva, había flaqueado por el miedo a lo desconocido justo cuando no había nada de desconocido. Se había equivocado varias veces y ahora estaba avergonzado hasta la médula.
—Eso es justo lo que quería decir —comentó por fin, quizá intuyendo mis reflexiones—. Confirma lo que te he enseñado desde el primer día que entramos aquí: la superstición es hija de la ignorancia. Todo en este mundo puede explicarse por medio de la ciencia de las cosas y de los fenómenos; si yo hubiera tenido conocimientos de floricultura, no habría caído en tan penoso equívoco.
—Desde luego, don Atto, pero permitid que os haga notar que, en mi modesta opinión, aún no hemos encontrado una explicación convincente de las apariciones que hemos presenciado.
—No la hemos encontrado debido a nuestra ignorancia. Exactamente como hace un momento, cuando hemos creído ver volar a un hombre que, en realidad, caminaba por una cornisa y era azotado por el fuerte viento.
—¿Pensáis que alguien nos ha gastado una broma?
—¿Cómo saberlo? Las posibilidades de falsear la realidad son infinitas.
Entramos enseguida en la planta baja del edificio.
—Después del susto que nos dio ayer Buvat, tendrías que haberme hecho algunas preguntas —comentó Atto.
—Sí, es verdad. ¿Cómo diantres consiguió encontrarnos y alcanzarnos sin que ninguno de los dos lo viera ni oyera? Apareció tan de repente que parecía caído del cielo.
—Tampoco yo daba crédito a mis ojos, pero luego hallé la explicación —dijo llevándome a un cuartito ubicado a la derecha de la puerta de entrada.
—¡Ahora entiendo! —exclamé.
El cuartito no era sino el hueco de una pequeña escalera de servicio. Buvat había subido por ella, no por la escalera de honor que habíamos usado nosotros, situada en el lado diametralmente opuesto del edificio (al fondo y a la izquierda de la entrada). Por eso había aparecido de forma inesperada a nuestro lado, junto al ventanal del salón de la primera planta desde donde se divisaba el Vaticano. No habíamos acertado a distinguir de dónde procedían sus pasos no sólo por el eco que producía la gran bóveda de la galería, sino además porque nos parecía imposible que hubiera otra entrada imperceptible para nuestros sentidos.
Subimos, pues, al primer piso por la escalera de servicio. Como su más espaciosa hermana, también era de caracol.
Estábamos ya en los últimos peldaños, cuando nos acometió un potente chiflido, acompañado de un estruendo profundo y amenazador. Instintivamente me tapé los oídos para protegerlos de la tremenda onda sonora.
—Maldición —imprecó el abate Melani—. ¡Otra vez esa folía!
Nos encontramos con Albicastro. Se había puesto a tocar justo en el último peldaño de la pequeña escalera de caracol, que, haciendo de caja de resonancia de su violín, transformaba los sonidos graves en gigantescos mugidos, y los agudos en vertiginosos silbidos. La música cesó.
—Parece que la folía os alegra más que cualquier otro tema musical —observó Melani claramente alterado por este nuevo sobresalto.
—Como afirmaba el gran Sófocles: «La vida es más hermosa cuando no se razona». Además, esta música se aviene bien con el Navío, stultifera navis, o nave de los necios, si preferís —afirmó animoso el holandés, que después de limpiar su instrumento se puso a afinarlo, emitiendo así una serie de maullidos cómicos y desagradables.
Atto, por toda respuesta, empezó a declamar:
Por calles y plazas los necios pululan
cometiendo por doquier locuras
y, rechazando el título que es suyo,
a sí mismos sabios se proclaman.
Por eso pensé cómo pertrechar
la nave de los necios:
galeras, fustas, carracas y cargueros,
amén de barcazas, gabarras, balleneros…
Daba la sensación de que Atto trataba de loco a Albicastro con esos versos.
—¿Conque conocéis a mi querido Sebastián Brant? —preguntó el holandés asombrado y nada ofendido.
—Con tan harta frecuencia he sido recibido en la corte de Innsbruck o por el elector de Baviera que enseguida he captado vuestra alusión a la Stultifera navis, de Brant, el libro más leído en Alemania en los últimos doscientos años. Si no se ha leído esa obra, no se puede afirmar que se conoce al pueblo alemán.
Una vez más me quedé sorprendido por el conocimiento enciclopédico de Atto. Diecisiete años atrás había comprobado que, si bien tenía ideas poco claras sobre la Biblia, en lo relativo a la política y la diplomacia lo sabía todo.
—Así pues, coincidiréis conmigo en que la Stultifera navis se compadece bien con la villa en que nos encontramos —contestó el músico, que a continuación recitó:
No hay un solo hombre vivo
que pueda preciarse de no estar chiflado,
mientras que quien se tiene por necio
pronto se convierte en sabio.
A lo que el abate replicó:
Pues tal es el defecto del necio,
que niega de qué está hecho.
Y Albicastro, observando divertido los mil flecos, bordados de cuero y cintas del traje de ceremonias de Atto, declamó:
Callo de los que, con atuendo de locos,
van por ahí seguros y tiesos
vanagloriándose de sus trajes de Leiden
y de las telas que ofrece Malinas,
piel salvaje sobre piel salvaje,
y sobre la manga, la figura de un cucú.
Pero si se les llamase mentecatos,
muchos no lo creerían.
—Lo cierto es que aquí dentro ocurren muchas cosas extrañas —tercié de inmediato, antes de que fuese a más esa lid en la que no hacían más que tildarse mutuamente de locos—. Lo que quiero decir es que —me corregí al momento, al ver que Atto reprimía a duras penas un gesto de impaciencia por mi observación—, según parece, circulan vapores corrompidos, u otras especies de exhalaciones extrañas, que… producen alucinaciones.
—¿Exhalaciones? Quizá. Es la belleza de este lugar. ¿Acaso la prudencia de la naturaleza no ha dado a los niños el sello de la locura, para despertar, endulzar y aumentar así el placer de sus maestros? Del mismo modo, esta villa aplaca los afanes de los transeúntes que en ella se cobijan.
Mientras hablaba, el holandés dejó el violín en su estuche, del que extrajo una serie de partituras.
—¿Insinuáis que el Navío posee virtudes sobrenaturales? —pregunté.
—No más que las que posee el amor.
—¿Qué queréis decir?
—¿Cupido, el dios del amor, no tiene siempre el aspecto de un amorcillo despreocupado y alocado, con el pelo revuelto? Sin embargo, el amor, como dice el poeta, mueve el sol y las estrellas.
—Habláis con enigmas.
—En absoluto, es muy sencillo: basta la inocencia de un niño para levantar el mundo. No hay nada tan poderoso.
El abate Melani enarcó las cejas con suficiencia y luego me miró de soslayo como para decirme que Albicastro estaba un poco tocado de la cabeza.
Mientras, el músico proseguía:
Alejandro sojuzgó el mundo entero:
un sirviente lo mató con un bebedizo.
Darío huyó y libre quedó de peligro:
Besso, su siervo, lo asesinó.
así es como acaba el poderío:
Ciro su propia sangre bebió.
Amigo, nunca tu poder será tanto
que su fin no encuentre a tiempo.
Y si miro los muchos imperios que ha habido,
el asirio, el meda, el persa, el macedonio y el griego,
y Cartago y el Estado romano,
descubro que todos su final han tenido.
Los versos que el holandés había recitado me turbaron sobremanera, pues recordaban mucho el relato de Melani sobre el miedo a morir que tenía el poderoso cardenal Mazzarino.
—De nuevo vuestro Brant. Siempre habláis de locura y os encanta tocar la folía… —observó el abate con un escepticismo mal disimulado.
—No despreciéis la locura, pues no es un defecto. ¿O es que no compartís lo que dice mi viejo coterráneo de Rotterdam, a saber, que muy semejante a la locura es perdonar los errores de los amigos, tratar de ocultarlos, engañarse sobre éstos y no querer verlos, y llegar incluso a apreciar y a admirar sus vicios como grandes virtudes? ¿No es la mayor sabiduría?
Atto, aunque imperceptiblemente, bajó la vista; Albicastro había dado en el clavo. Era como si estuviese al corriente de la conversación que habíamos tenido Melani y yo y de mis consideraciones sobre nuestra atormentada amistad.
El holandés volvió a fijarse en sus partituras y empezó a recitar para sí:
Ya no se ven amigos
como David y Jonatán,
como Patroclo y Aquiles,
como Orestes y Pílades.
Como Démades y Pitias
o como lo fue de Saúl su escudero
y Escipión y Lelio.
En nuestros días no hay nadie
que sepa amar al prójimo como a sí mismo,
no hay ningún Moisés ni ningún Nehemías,
ni nadie tan generoso como Tobías.
El abate tragó saliva, pero guardó silencio.
—Y si la locura es la mayor sabiduría —continuó el holandés dirigiéndose de nuevo a nosotros—, ¿dónde podría refugiarse más cómodamente que en este Navío, que, como vos mismo reconocisteis ayer, está literalmente tapizado de lemas de sabiduría?
—¿De modo que nos habéis espiado? —exclamó Atto con sorpresa y desprecio, pues empezaba a sospechar que las incómodas alusiones de Albicastro sobre la amistad no eran del todo casuales.
—Os oí cuando levantasteis la voz. Vuestras palabras resonaron en la torre —respondió el otro sin alterarse—. Pero tendréis otras cosas que hacer; permitidme, pues, que os deje.
Bajó por la escalera de caracol, e instantes después ya no oímos siquiera el eco de sus pasos. El abate Melani tenía el rostro sombrío.
—Ese holandés es francamente irritante —masculló.
—Vos no congeniáis con Holanda, don Atto —no pude menos que observar—. Si no recuerdo mal, antaño vuestro cuerpo no toleraba las telas flamencas.
—Gracias a Dios, eso ya no me pasa, desde que ese pueblo de herejes cicateros ha mejorado las técnicas de teñidura de los tejidos hasta equipararse por fin a las manufacturas reales francesas. Esta vez, sin embargo, habría preferido tener un ataque de trescientos estornudos seguidos a escuchar las insensateces del tal Albicastro.
Nos encaminamos entonces hacia la escalera de honor para ir a la planta de arriba, en la que nunca habíamos estado y donde nos esperaban no pocas sorpresas.
La primera se produjo en los mismos peldaños. Las espirales helicoidales estaban tapizadas de inscripciones:
Amigos, muchos. Un amigo, ninguno.
Que el amigo tenga tu mismo espíritu.
Corrige al amigo que yerra, pero abandona al incorregible.
Cree sólo en el amigo al que conoces desde hace mucho tiempo.
No antepongas los nuevos amigos a los viejos.
Daña más adular a los amigos que criticar a los enemigos.
Que la amistad sea inmortal y la enemistad, mortal.
Cuídate de tus enemigos, pero témeles.
Resístete a las nuevas amistades, pero luego consérvalas tenazmente.
Mientras subía por las escaleras y esas y otras máximas pasaban delante de mis ojos, volví a experimentar la extraña impresión de que algo en el Navío, como un oscuro e impersonal órgano de los sentidos, había captado mis pensamientos sobre la amistad y ahora, sin darme una respuesta, sometía a examen mis secretas reflexiones. Recordé: ¿en nuestra primera visita no había leído frases sobre la amistad grabadas en las pirámides que había en el jardín? Luego los hechos se habían encadenado, y de una forma muy clara. Primero la disputa con Atto; después las palabras y los versos de Albicastro acerca de la amistad (resultado, quizá, no tanto de un enigmático parto del azar como del fisgoneo del músico). Pero hete aquí que ahora surgían nuevas frases que parecían querer echar sal sobre mi herida interior.
Me sentía como el cardenal Mazzarino, perseguido por la pesadilla de Capitor: cuanto más rechazaba los consejos de esas sentencias, más me asediaban.
«Amigos, muchos. Un amigo, ninguno». En la villa Spada daba y recibía muchas palmaditas en el hombro, pero ciertamente no podía presumir de tener con nadie una auténtica amistad, y mucho menos con el abate Melani. «Que el amigo tenga tu mismo espíritu». ¿Atto y yo el mismo espíritu?, me decía con sarcasmo. El príncipe de los ingenuos y el rey de los intrigantes… «Corrige al amigo que yerra, pero abandona al incorregible». Qué fácil es decirlo, pero ¿acaso el abate Melani no era precisamente el típico ejemplo de amigo tan incorregible como hábil para conseguir que no se le abandone? Él, que me precedía en la escalera, seguramente había leído también aquellas máximas, pero, como yo suponía, no hizo el menor comentario.
Tan pronto como llegamos arriba topamos con otro detalle digno de atención. Una inscripción aún más singular que todas las anteriores figuraba en el pequeño arco por el que se accedía a la planta.
Sólo para tres amigos fabriqué,
pero luego no supe encontrarlos.
—Por suerte, no se nos ha escapado esta inscripción —comentó Atto para sí.
—¿Qué querría decir Benedetti?
—La inscripción dice «fabriqué…». Parece que pretende explicar las razones por las que construyó el Navío.
—¿Quiénes son los tres amigos?
—No has de pensar necesariamente en tres personas. También pueden ser…
—¿Tres objetos?
Atto me respondió con una sonrisita de satisfacción.
—¡Los regalos de Capitor! —deduje con entusiasmo—. Tenéis, pues, motivos para buscarlos aquí.
—Sería excesivo e ingenuo interpretar las palabras literalmente y dar por hecho que el Navío se construyó adrede para los tres objetos. Tengo para mí que la frase sólo significa que el edificio es, o ha sido, el refugio natural de los regalos de Capitor.
—Queda por averiguar el sentido de «no supe encontrarlos» —observé.
—Ya lo averiguaremos, chico. Una cosa cada vez —repuso mientras salíamos de la escalera.
El segundo piso estaba subdividido de forma asaz distinta de los otros dos que habíamos visitado. Desde la escalera de honor pasamos a un vestíbulo, que llevaba, a la izquierda, a una terraza que daba al sur, hacia la calle. Era la azotea del mirador cubierto de la primera planta, de cuya fuente se oía, en efecto, el elocuente murmullo. Permanecimos allí un instante para recrear nuestra vista y nuestro espíritu, pues se dominaban todos los lugares y los viñedos de alrededor, e incluso, en lontananza, el color argentino del mar.
—Es fantástico —comentó Atto—. En toda Roma jamás he disfrutado de un panorama más generoso. El Navío es único. Es tan recoleto dentro de sus muros como libre y airoso fuera.
Volvimos al interior y nos adentramos por un pasillo que conducía al extremo opuesto del edificio, el que daba al norte. En el centro de la planta había un salón oval, con ventanas en los dos lados largos. Más allá de la sala el pasillo continuaba y llevaba a una salita provista de un balcón desde el que se veían San Pedro y el Vaticano. En un rincón estaba la escalera de servicio. Regresamos al salón oval.
—En este salón debían de servirse las comidas en la estación fría. Hay cuatro estufas —observó Atto.
—No entiendo por qué es mucho más pequeño que la galería de la primera planta, que está justo debajo. Se nos ha escapado algo.
—Mira aquí.
Había acertado con mi intuición. Atto fue al primer pasillo, luego al segundo. En cada uno había dos portezuelas, que nos habían pasado inadvertidas. Descubrimos que daban a cuatro apartamentos, dos por pasillo, que tenían una alcoba, un cuarto de baño y una pequeña biblioteca.
—Cuatro alojamientos independientes. Es probable que Benedetti alojase aquí a sus amigos, como hace el cardenal Spada con sus huéspedes de relieve —conjeturé.
—Quizá. Sea como fuere, ahora sabemos por qué el salón principal es mucho más pequeño en la segunda planta que en las inferiores. En efecto, ese salón no es más que el punto de unión de los cuatro apartamentos.
Mientras explorábamos esas habitaciones llenas de polvo, allí donde mirábamos nos seguían amables las sentencias, las frases y los proverbios que en paredes, columnas y jambas había diseminado caprichosamente la mente extravagante de Benedetti. Leí al azar:
Más vale no perder la paz propia por los chismes de otros.
La nobleza poco se aprecia, si falta la riqueza.
Ni por cada mal al médico, ni por cada pleito al abogado, ni por cada sed a la jarra.
Encima de las puertas de los cuatro apartamentos había otros agudos aforismos:
La libertad holgada lo abarca todo.
Más vale poco y bueno que mucho y malo.
El sabio sabe encontrarlo todo en lo poco.
No se puede llamar poco a lo suficiente.
Busqué a Atto con la mirada. No lo encontré; se había ido a inspeccionar uno de los cuatro apartamentos. Yo también entré.
Apoyado contra la jamba de una puerta, me recibió escrutándome sin pronunciar palabra.
—Don Atto…
—Calla.
—Pero…
—Estoy pensando. Me pregunto cómo diantres es posible.
—¿A qué os referís?
—Tu papagayo. Lo he encontrado.
—¿Lo habéis encontrado? —balbucí con incredulidad.
—Está aquí, en este apartamento —dijo señalando un cuarto contiguo—. Con los regalos de Capitor.
Era verdad. Los cubría una fina capa de polvo, pero ahí estaban. También César Augusto. Los años no habían hecho mella en él. En ese sudario inmaterial, esperaba desde Dios sabía cuánto tiempo a que lo destaparan y, conforme a su naturaleza, lo admiraran.
—Tienes un gran honor, chico —agregó Atto mientras yo entraba en la estancia—. Ahora puedes tocar uno de los mayores misterios de la historia de Francia: los regalos de Capitor.
Un cuadro. Habíamos encontrado un cuadro. Era muy grande, casi un metro y medio de alto por dos de ancho. Estaba en el suelo, ignorado por todos, salvo por las paredes y las inscripciones del Navío.
Su tema eran dispares y hermosos objetos, armoniosamente dispuestos con una atinada mezcla de orden y desorden. En el centro, abajo, en primer plano, había un enorme plato de oro ricamente historiado de estilo flamenco, colocado oblicuamente sobre un escalón. Se distinguían en él dos estatuillas de plata: el dios del mar, Neptuno, empuñando el tridente, y la nereida Anfítrite, su esposa. Estaban sentados muy juntos en un carro que dos tritones arrastraban por encima de las olas. Yo sabía perfectamente de qué se trataba: uno de los regalos de Capitor, aquel donde había quemado las pastillas de incienso.
A la derecha, encima del escalón, figuraba una copa de oro, cuyo pie era un centauro con la mitad equina también de oro y la mitad humana de plata. Se trataba, naturalmente, de la reproducción de la copa llena de mirra que Capitor había entregado al cardenal.
Por último, detrás de estos dos objetos destacaba un gran globo terráqueo de madera con el pedestal de oro: el tercer regalo. Delante de él la loca española había recitado el soneto sobre la fortuna que tanto había incomodado a Su Eminencia.
En el cuadro se representaban otros objetos de factura no menos exquisita, que perfeccionaban el sentido y la composición de la imagen pictórica. Así, en segundo plano se entreveía una mesa, sobre la que reposaban un tapiz rojo, un laúd, un violón, un tamboril y un libro de notaciones musicales, abierto en no sé que página, tal vez justo en la de aquel lúgubre Pasacalle de la vida que Capitor había hecho cantar a Atto y que tanto había aterrorizado al cardenal. A la izquierda, un perro de noble raza olisqueaba el gran tapiz rojo con tímida curiosidad y la pata elegantemente doblada.
En el centro de la composición otro animal se exhibía con orgullo: un espléndido papagayo blanco, de gran cresta amarilla, posado sobre el globo lignario, también con una pata levantada y la cabeza ladeada hacia la izquierda, donde estaba el perro, como si lo remedase y marcase su indiferente superioridad. Era el fiel retrato de César Augusto, tanto que hasta reproducía su expresión burlona y altanera.
—Es el cuadro que Mazzarino encargó a aquel pintor holandés antes de deshacerse de los tres presentes de Capitor… —recordé anudando los hilos del relato de Atto en la urdimbre de los nuevos sucesos.
Consciente de la singularidad e importancia del momento, el abate guardaba silencio. Por fin dijo:
—Boel. Se llamaba Pieter Boel. Años después se convirtió en pintor oficial de la corte. Te dije que era bueno y, como puedes comprobar, no mentía.
—El cuadro es… realmente extraordinario, don Atto.
—Lo sé. Me habían hablado de él, pero nunca lo había visto. Como puedes observar, la descripción que te hice de los regalos de Capitor era fiel. La memoria no me traiciona —añadió con satisfacción mal disimulada.
—Sin embargo, yo había entendido que el cuadro se había quedado en París. ¿No habíais dicho que Mazzarino lo había conservado, consigo?
—Yo también creía que estaba en Francia. Ahora bien, a medida que exploramos el Navío, y sobre todo desde este momento, más se afianza en mí una convicción.
—¿Cuál?
—Que aquí no están los regalos de Capitor. O, al menos, que ya no están.
—¿Qué queréis decir?
—Yo también creía que el cardenal se los había confiado a Benedetti para que los guardase aquí, en el Navío. En sustitución de los regalos, Mazzarino debía quedarse con el cuadro. Pero resulta que lo que encuentro aquí es el cuadro, no los regalos. No es, desde luego, lo que esperábamos, pero siempre es mejor que nada. Como dice una de las máximas que acabamos de leer, «El sabio sabe encontrarlo todo en lo poco».
Una vez más, reflexioné con estupor, el Navío había tenido la extraña capacidad de anticiparse (y de responder) a las necesidades íntimas de los humanos que lo visitaban.
—Los presentes se enviaron a otro sitio —razonaba el abate Melani—, pero ¿adónde? El cardenal nunca dejaba nada al azar.
Volvimos de nuevo la mirada hacia aquel retrato al tiempo sublime, enigmático y nefasto.
—Es impresionante. El papagayo se parece realmente a César Augusto —observé.
—No se parece. Es César Augusto.
—¿Qué decís?
—No recordaba que fueses tan corto de entendederas. ¿Crees que puede haber un papagayo de este tipo pintado en un lienzo y un segundo, idéntico, de carne y hueso, en dos villas colindantes sin que uno sea el retrato del otro?
—Pero el cuadro se pintó en París —objeté molesto por el sarcasmo del abate.
—No puede ser mera coincidencia. Sé que una vez te conté que la loca de Capitor era una apasionada de los pájaros. Tenía siempre un…
—… grupito que le hacía compañía, es verdad, me lo habíais dicho… ¡Entonces puede que vos, hace muchos años, vierais a César Augusto! Ha pasado mucho tiempo, pero los papagayos son muy longevos.
—Claro, a lo mejor lo vi. ¿Quién sabe? La loca estaba siempre rodeada de un montón de papagayos. De todos modos, nunca me han gustado esos bichos. Para serte sincero, jamás he entendido el placer que encuentran muchos en tenerlos en casa, a pesar de la suciedad y la peste que dejan y el alboroto que arman. En fin, aunque hubiera visto a tu pájaro, sería imposible que hoy me acordara de él.
—¡Es increíble que César Augusto haya acabado en las pajareras de la villa Spada! —exclamé, todavía poco convencido del razonamiento del abate.
—¡Cielo santo, si la explicación cae por su propio peso! Es evidente que Capitor abandonó a César Augusto en París; lo que ya no sé decirte es si se lo regaló a alguien o simplemente se olvidó de él. Sea como fuere, ya puedes imaginar lo que decidió hacer Mazzarino en cuanto supo que la loca había dejado en su ciudad a aquel pajarraco.
—Pues… debió de mandarlo lo más lejos posible.
—Con los tres regalos. Por eso lo hizo retratar con ellos. Ahora dime, ¿qué sabes del papagayo?
—Sólo que hace muchos años pertenecía a monseñor Virgilio Spada, que Dios tenga en su gloria, tío del cardenal Fabrizio. Según parece, era un hombre peculiar, amante de las antigüedades y de las rarezas de la más variada índole. Sé que tenía también una colección de curiosidades naturales.
—Eso lo sé yo también. Llevaba en Roma cerca de un año cuando Virgilio Spada murió. Era un apasionado de los castrados. Había estudiado con los jesuitas, que querían que ingresara en su orden, pero Virgilio eligió la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri porque se había enamorado de la voz del gran Girolamo Rosini, el aclamado cantor del oratorio. Asimismo, Virgilio era amigo de Loreto Vittori, el maestro castrado de Cristina de Suecia, y tomó personalmente a su servicio a otro joven cantor, Domenico Tassinari, que acabó dejando la música para hacerse oratoriano, como su amo.
Mientras Atto nombraba con satisfacción las amistades que Spada había entablado con los cantores emasculados, sus semejantes, yo meditaba.
—Hay algo que no entiendo, don Atto. ¿Cómo es que César Augusto cambió de dueño, pasando de Benedetti a los Spada?
—Elpidio Benedetti y Virgilio Spada se conocían muy bien. En aquel entonces oí contar que en el Navío se aplicaron muchas ideas de Virgilio; por ejemplo, la de que una villa ha de albergar más curiosidades que lujo, o la de que ha de ser fortaleza de profundas especulaciones de fe y conocimiento para atraer con ellas al visitante e inducirlo a la reflexión.
—El Navío sería, pues, un arca y una escuela de sabiduría —comenté con una punta de sorpresa por el singular símil—. Entonces, tal vez Benedetti regaló el papagayo a monseñor Virgilio como agradecimiento por sus consejos.
—O quizá tu extravagante pájaro no huía de la villa Spada y recalaba en el Navío, sino que hacía el camino inverso, hasta que al final, con el beneplácito de Benedetti, los Spada lo adoptaron. Pero no somos adivinos y César Augusto no va a contarnos nada, sobre todo mientras siga libre. Aunque tiene las horas contadas.
—¿Cómo pensáis capturarlo? —pregunté perplejo por la seguridad del abate.
—Qué pregunta… Por ejemplo, con un reclamo para papagayos, si existe alguno. O con su comida preferida, como el chocolate. O quizá con una lora de paja, ¿eh?
Guardé silencio, estupefacto por la absoluta incompetencia de Atto en materia de pájaros.
La oscuridad, que ahora envolvía también al Navío, nos obligaba a regresar a la villa Spada. Mientras volvíamos sobre nuestros pasos, oímos a lo lejos la voz de Albicastro:
Es necio quien pretende ser sabio
sin moderación ni mesura
y quiere cazar grullas,
no con halcón, sino con cuclillo.
Melani se volvió de golpe. Luego, como si se le hubiese ocurrido una idea, sonrió y continuó andando.
—¿Cómo capturaremos a César Augusto? Bastará una pequeña ayuda. Ya sé cómo empezar y con quién.
Los dos estábamos rendidos y abatidos cuando franqueamos las verjas de la villa Spada, y no teníamos la menor gana de mezclarnos en la fiesta y en sus refinamientos triviales. Durante casi todo el camino Atto había permanecido callado. Parecía harto de husmear entre los invitados y deseoso de retirarse lo antes posible a su habitación para meditar sobre los numerosos y sorprendentes acontecimientos de ese día, que se habían multiplicado hasta el descubrimiento del cuadro de Pieter Boel.
Nos despedimos casi apresuradamente tras citarnos para el día siguiente, pero sin fijar hora. «Mejor así», pensé. Como esa mañana, quizá también a la siguiente podía apetecerme dar un paseo solo. O tal vez encontraría ocasión de ver por fin a mi Cloridia y a nuestras dos niñas. O incluso (aunque esa secreta preferencia no me atrevía a confesármela ni a mí mismo), ya que mi adorada esposa y las pequeñas no corrían ningún riesgo y Cloridia seguramente estaba muy ocupada, podría aprovechar para reflexionar a fondo sobre cuanto estaba ocurriendo. En la jornada que ahora concluía había vivido una serie de sucesos extraños y llamativos que reclamaban ser puestos en orden, aunque carecían de los elementos necesarios para su comprensión, a la manera de los niños, que olvidan su condición de tales pero exigen que se les trate como a adultos porque saben que poseen entendimiento humano.
Primero había tenido la pesadilla del viejo mendigo; luego habían seguido la procesión de la Cofradía de Santa Isabel, la breve conversación con el cura y la otra, más larga, con el posadero y el zapatero sobre los mendigos verdaderos y los falsos. Después, el nuevo relato de Atto sobre el Rey Cristianísimo y Maria Mancini, el doble encuentro con Albicastro, las inscripciones del Navío, que parecían reflejar mis pensamientos, el cuadro con los tres regalos, entre los cuales aparecía la efigie de César Augusto… Sí, el papagayo; había desaparecido con la nota de Albani y nosotros regresábamos a la villa Spada con las manos vacías.
Era demasiado, francamente demasiado, me dije mientras me vencía el sueño en mi cuartito improvisado del casino de la villa. Sólo el nuevo día me traería luz y consejo, pensaba, con una imagen más clara de las cosas, o al menos de su apariencia.
Obviamente, me engañaba.