Séptima Jornada

13 DE JULIO DE 1700

—¡Doña Cloridia! ¡Busco a la comadrona Cloridia! ¡Abrid!

No sé cuánto tiempo estuvieron llamando a la puerta de mi casita. Cuando por fin abrí los ojos, vi que aún era noche cerrada. Mi esposa ya se había vestido y se encaminaba a abrir la puerta.

Hice lo propio a toda prisa. Por el aire fresco y cortante deduje que estábamos en las horas inmediatamente previas al alba, cuando la temperatura es más baja. Di alcance a Cloridia. En la puerta aguardaba un muchacho que acababa de apearse de un carro; la esposa del credenciero del palacio Spada había roto aguas.

—Tenéis que ir ahora mismo, doña Cloridia —la apremió el muchacho—. Uno de los guardias del palacio Spada me ha pagado para que os lleve. La parturienta está sola con su marido, que no sabe qué hacer. Os necesitan con urgencia.

—Vaya mala pata —rezongó mi mujer dando un taconazo en el suelo, y empezó a recoger presurosa sus instrumentos—. Anda, despierta a las niñas —me ordenó—, y ven a buscarnos cuanto antes a la villa Spada.

—Querrás decir al palacio Spada —la corregí.

—He dicho a la villa. Nos encontraremos delante de la puerta de atrás. Y lleva tu capa grande de tela de yute.

—Pero no tengo frío.

—Obedéceme y no me hagas perder tiempo —replicó irritada Cloridia, a quien mi lentitud de razonamiento en las situaciones apuradas sacaba literalmente de quicio.

Aún amodorrado por el sueño, con ojos vacíos miraba a mi esposa ir de un lado a otro de la habitación para coger ya una hazaleja, ya un frasquito de aceite. Se detuvo a meditar un instante, luego extrajo del baúl una camisa y una falda que había usado cuando estuvo encinta, las envolvió en un hatillo con un par de zuecos y otras prendas, y en un santiamén ya estaba en el carro, atosigando al muchacho.

—¿También las medias de punto? Ah, eso sí que no. Pensad en otra solución, doña Cloridia.

—¿Queréis que el credenciero me pida que le explique por qué la comadre que me ayuda lleva bonitas calzas rojas de abate bajo la falda?

Cuando llegué a mi cita con Cloridia, no daba crédito a lo que el reflejo ceniciento de la luna devolvía a mis ojos: Atto, cuyo rostro lampiño y fláccido estaba medio tapado por una cofia de partera, vestía anchos atuendos femeninos, los que usara mi esposa en sus días de preñez. En ese instante trataba inútilmente de resistirse a las manos expertas de Cloridia, que le levantaban la falda del disfraz.

Cloridia lo había vestido muy bien de vieja matrona y, como acababa de descubrir que debajo de la falda se había quedado de tapadillo con sus dilectas calzas rojas, le mandaba que las reemplazase por un par de medias de cáñamo hechas de punto y muy comunes entre las pueblerinas. Eso había soliviantado a Atto. El viejo castrado, que había tenido una larga carrera en los teatros de medio mundo cantando en los más variados papeles femeninos, no se sentía muy incómodo con ropa de comadrona. Sin embargo, lo que alguien de su talla artística no podía consentir era la vulgaridad de las medias de punto, típicas de las mujeres del montón.

—¿O preferís calzar los zuecos a pie desnudo, como un harapiento? —le enjaretó Cloridia.

—Buena idea, seríais una cerretana perfecta —tercié, mofándome de Atto a manera de saludo, lo que me valió una mirada amenazadora.

Mientras el carro nos esperaba al otro lado de la verja, mi esposa hizo un rápido repaso de la situación. Sus hierbas, lamentablemente, habían surtido efecto mucho antes de lo previsto; Cloridia había supuesto que la mujer del credenciero del palacio Spada daría a luz por la tarde, de modo que habría tenido oportunidad de explicarnos bien durante la mañana cuanto había visto y examinado la víspera en el palacio.

—Ahora, en cambio, no tenemos tiempo —dijo preocupada——: De todos modos, he sabido que en la planta noble hay una cámara, cerrada con llave, que mandó construir personalmente el padre Virgilio. Contiene varios objetos, uno de los cuales es precisamente el globo flamenco del que me hablasteis ayer. Puede que en esa cámara esté lo que buscáis. El alojamiento del credenciero está en la planta baja, al lado derecho del vestíbulo de tres pequeñas naves. La escalinata está justo al lado. Lo demás os lo mostraré cuando estemos allí.

Nos dirigimos hacia la salida, seguidos por las pequeñas. En el camino Cloridia me explicó su plan.

—Diré al credenciero que, como su mujer está gorda, he precisado traer conmigo, aparte de mis hijas, a una vieja comadrona de confianza —dijo señalando a Atto—, porque necesito que el marido y otra persona sujeten a la parturienta cuando la haga parir, mientras nuestras dos niñas se ocupan de los instrumentos, las hazalejas y todo lo demás.

—¿Se tragará la píldora? —preguntó Atto mirándose dubitativo el traje.

—Sosegaos, señor abate —lo tranquilizó Cloridia con voz aflautada—. Todo saldrá bien —rubricó con una sonrisita, en la que denotaba su seguridad de que Atto no necesitaba esforzarse mucho para imitar la voz y los gestos femeninos de manera harto convincente.

Atto, pues, se haría pasar por ayudante de partera, lo que no dejaba de ser peligroso, por no mentar la repugnancia que le suscitaba el asunto. ¿Cómo había conseguido Cloridia convencerlo de que se disfrazase de esa guisa? Lamenté sobremanera no haber presenciado su labor de persuasión.

—Argumentáis bien —dijo Melani—. Sin embargo, todavía no me habéis explicado cómo voy a esfumarme del alojamiento del credenciero. No me gustaría exponerme a ser vuestro ayudante durante todo el parto para luego volver aquí con las manos vacías.

—Confiad en mí —repuso Cloridia en un susurro, pues nos hallábamos cerca de la verja—. Ya no queda tiempo para más explicaciones. Con una señal os haré saber cuándo podéis iros.

—Pero… —trató de decir Atto.

—Ya no hay más peros.

—¿Y yo? —pregunté.

—Tú finge que te despides de nosotros. Luego, en cuanto hayamos distraído al chico que conduce el carro, te enfundas bien en tu capa y subes a la parte de atrás.

Así pues, mi dulce esposa no había considerado necesario que me disfrazase. Claro, pensé con una punta de melancolía, yo podía colarme más fácilmente a escondidas gracias a mis reducidas dimensiones…

Una vez que todos hubieron subido al carro, con la máxima celeridad y prudencia me acurruqué detrás. Por suerte, me dije con una sonrisa, mis dos niñas, comedidas pero no exentas de vivacidad, ayudaban con sus cuchicheos a que el joven conductor no se percatase de mi presencia.

Cuando el carro entró en el patio del palacio, me embutí todavía más en la capa. Los guardias nos franquearon el paso.

Tal como nos había anunciado Cloridia, el credenciero y su mujer, que habían llegado de Milán para trabajar para los Spada poco antes de que ella se quedase embarazada, se alojaban temporalmente en la planta baja con el fin de vigilar la entrada del palacio, ahora que la servidumbre se había trasladado a la villa para la boda.

Esperé oculto en la cochera. Según lo acordado, pasados unos instantes Cloridia dijo que se había dejado una bolsa en el carro. Mientras el credenciero y Melani cruzaban la puerta de servicio para ir a donde se encontraba la parturienta, ella me hizo entrar a hurtadillas. Subimos al primer piso. Sin dilación puse a prueba las llaves del aro que nos había prestado Ugonio; tras contados intentos di con las precisas y las cerraduras cedieron dócilmente una tras otra.

—Espera aquí y no abras la boca —me ordenó mi mujer dándome un beso en la frente—. Dentro de poco te mandaré a la «comadre» Melani. Mira ahí fuera —dijo tras abrir una ventana del gran pasillo que daba al patio interior, aún sumido en la oscuridad de la noche—. Cuando vine ayer, se me ocurrió esto.

Desde esa ventana, me explicó Cloridia, se veía todo cuanto sucedía en la habitación de la preñada, lo cual resultaba enormemente ventajoso. En efecto, para saber durante nuestra búsqueda si teníamos campo libre, bastaba con que nos cerciorásemos de que el credenciero seguía con su esposa. Eché una ojeada: Atto y el credenciero ya estaban en el interior; en la cama yacía la mujer encinta. Ver al abate Melani ataviado de ese modo me hizo sonreír. La ausencia de Cloridia lo tenía en ascuas. Para mantener la compostura sacaba de la bolsa los instrumentos del parto, pero los sostenía con la punta de los dedos, con cara de asco, como si fuesen ratas muertas.

Cloridia bajó por las escaleras, abandonándome en la oscuridad, y entró en la vivienda del credenciero. La vi coger tres almohadas y colocarlas en el suelo. Luego, para mi gran sorpresa, hizo que la parturienta se tumbase boca arriba sobre ellas y se las acomodó bien debajo de la espalda, de manera que la cabeza quedase inclinada hacia el suelo. Aunque la postura era bastante incómoda y la pobre mujer se quejaba, Cloridia se lo puso aún más difícil, o al menos eso le pareció a mi ojo profano, al doblarle las rodillas de forma que los pies se juntasen con la espalda, como en el dibujo que figura a continuación:

—¡Qué calor hace aquí! —exclamó Cloridia, y abrió la ventana para que desde donde yo estaba no sólo pudiese ver, sino también oír, lo que ocurría en la habitación.

—¿Es imprescindible que mi esposa dé a luz así? —gimió el credenciero, que no soportaba ver a su mujer doblada de esa guisa.

—Yo, desde luego, no tengo la culpa de que tu mujer esté gorda. Toda la manteca que tiene en la barriga comprime la matriz y la hace muy angosta. Ésta es la única postura que dilata el útero lo bastante para que el parto resulte fácil, por gorda y corpulenta que sea la mujer.

—¿Y cómo? —preguntó receloso el marido dirigiéndose también a Atto, que enseguida miró a otro lado con aire ausente.

—Es muy sencillo. La gordura del cuerpo se extiende hacia los lados —respondió mi esposa sin titubear— y no impide salir a la criatura, como sí ocurre con la silla de parto, donde la barriga, la grasa y los intestinos, al colocarse encima del útero, lo comprimen y, en consecuencia, constriñen al niño a numerosas estrecheces que le impiden nacer.

Colocada la mujer gemebunda de dicha forma con la ayuda del credenciero y del abate Melani, que mantenía apartada la mirada de las vergüenzas de la parturienta, Cloridia mandó que le sujetasen los brazos y se arrodilló entre sus piernas después de haberse provisto también de una almohada.

Tapó las partes pudendas de la mujer y a continuación pidió a nuestra hija mayor una alcuza llena de aceite de lirios blancos. Se untó las manos hasta los codos y enseguida empezó a ungir el vientre y el sexo de la mujer. Luego, con enorme diligencia, introdujo la mano derecha en la matriz y ablandó sus partes internas con mucho aceite. Por último, mandó que la pusiesen de lado y le aplicó cuatro dedos de aceite en el extremo de la columna vertebral, que se llama cóccix y que en el parto se desplaza bastante hacia fuera, como yo mismo había tenido oportunidad de observar cuando Cloridia dio a luz a nuestras dos niñas. Hizo entonces una maniobra que arrancó un grito a la pobre mujer.

—Vaya, la matriz es muy angosta —gruñó Cloridia—. Comadre —dijo al abate Melani—, anda, alcánzame el aceite de violetas amarillas que está en ese pomo de cristal.

Procedió del mismo modo que antes y luego estimó oportuno impartir una pequeña lección de obstetricia a nuestras dos pequeñas.

—Si la parturienta tiene la matriz estrecha, únjasele sin límite ni medida con aceite de violetas amarillas. Como una o diez unciones no pueden suplir el defecto de la naturaleza, dense veinte o incluso treinta, hasta que, como propugnaron Hipócrates y Avicena, el arte corrija ala naturaleza. Avicena aprueba incluso que se rocíen unas gotas de aceite en la matriz, para que se relajen mejor las partes internas.

Las niñas asintieron con la cabeza. Por su parte, el credenciero y su mujer, con el rostro empapado de sudor, se miraban admirados y felices por contar con los servicios de tan excelente y renombrada comadrona.

Yo comenzaba a impacientarme, pues Cloridia había prometido que dejaría libre al abate Melani, pero éste no se movía de su sitio. Además, veía que también él estaba cada vez más nervioso y lanzaba elocuentes miradas a mi esposa.

—Ay, es poco aceite —dijo Cloridia—. Comadre, ve por la garrafa que he dejado en la bolsa.

Atto obedeció. Cuando volvió, Cloridia lo miró preocupada.

—Comadre, parecéis indispuesta.

—Bueno, yo… la verdad es que… —farfulló Atto, que no sabía adónde quería ir a parar Cloridia.

Ella lo escrutó atentamente, al tiempo que le preguntaba:

—¿Sentís acaso un leve síncope? ¿Lasitud? ¿Jaqueca?

Mientras el abate Melani, por toda respuesta a la mirada indagadora de Cloridia y a sus preguntas, ponía expresión atribulada y asentía dubitativo, mi esposa se levantó de sopetón y, abalanzándose sobre él, lo agarró del cuello. Sorprendido, con los ojos como platos, Atto trató instintivamente de defenderse, pero no pudo evitar que le desgarrase la pechera de la camisa y hundiese dentro su nariz fingiendo que le examinaba los pechos.

—Estas manchas rojas… —mascullaba ella pensativa, palpándole primero un seno y luego el otro, que no eran otra cosa que trapos, bajo la atenta mirada de la mujer del credenciero, que incluso había dejado de quejarse—. Y éstas de aquí… de color morado. ¡Ay, pobre amiga mía, me temo que tienes petequias!

—¿Pete qué? —preguntaron los otros dos al unísono.

—En Milán las llaman segni —explicó Cloridia a la pareja, que se sobresaltó.

Tras estas palabras Atto por fin comprendió lo que yo había adivinado hacía unos minutos. Lo vi cambiar de expresión y contener a duras penas un suspiro de alivio.

—Es un morbo fruto del exceso de calor y sequedad —prosiguió mi esposa—, y por lo tanto ataca facillime a los temperamentos coléricos, como el que tiene, según sé, mi comadre aquí presente. Querida, conviene que vayáis a vuestra casa lo antes posible y os aquietéis. Comed alimentos fríos, que refrescan la índole colérica, y veréis que os repondréis pronto. No os preocupéis por nosotros, que podremos arreglárnoslas sin vos.

—Podéis coger mi mula, que está en el establo de la servidumbre —ofreció el credenciero, espantado por la posibilidad del contagio—. Es el único que queda, no podéis confundiros.

—¿Y los guardias? —preguntó Atto con voz flébil.

—Tenéis razón. Os acompañaré.

—¡Ni hablar! —intervino rauda Cloridia—. Os necesito aquí. Además, debéis manteneros a resguardo de la posibilidad de contaminación. Seguramente hay una salida de servicio cuyas llaves tenéis…

Mi astuta esposa lo había contemplado y previsto todo. El credenciero abrió un cajón y extrajo una llave.

—Yo tengo una copia —dijo, titubeante, a Atto—, pero os ruego que…

—La recuperaréis muy pronto, no lo dudéis —zanjó mi esposa arrancándole la llave de la mano y entregándosela al abate.

La verdad es que no la necesitábamos, pues con toda seguridad había una copia en el aro de Ugonio, pero, naturalmente, eso no se lo podíamos decir al credenciero.

Lanzando a Cloridia una mirada airada y divertida al mismo tiempo, Melani encendió una candela y salió por la puerta a toda prisa. Me asomé un momento a la oscura escalinata para asegurarme de que Atto se acordaba de las indicaciones de Cloridia y no se equivocaba de camino.

—Tu mujer tiene ganas de bromear —comentó tan pronto como me vio—. Me cogió desprevenido con esa historia de las petequias. De todos modos, he de reconocer que tiene una excelente memoria.

En efecto, en su escenificación de las petequias Cloridia no había hecho sino citar las sentencias que oyera diecisiete años atrás a Cristofano, el médico y cirujano sienés que había estado recluido en cuarentena con todos nosotros en la posada en la que yo trabajaba y donde había conocido a Atto. Eran palabras inolvidables; todos estábamos pendientes de sus labios mientras vivíamos bajo el constante miedo al contagio.

Así pues, como no había podido concertar con Atto la estrategia, mi esposa se había valido de esas palabras para hacerle una señal muy clara. Sabía que Melani, no bien las hubiese entendido, obedecería sin chistar.

Conduje a Atto a la ventana del pasillo y le expliqué que desde ahí podríamos vigilar cómodamente la situación para no ser descubiertos.

—¡Y ahora —ordenaba imperiosamente Cloridia—, rehúyanse como la peste los chiflones! Pongamos a tu mujer junto a la ventana abierta —indicó al credenciero—, con el fin de que respire el aire sano y perfumado de la alborada, pero atranquemos bien la puerta de la habitación, pues debemos evitar las corrientes de aire. Sólo la abriremos una vez que la criatura haya nacido.

—Pero yo debo hacer mi ronda cada media hora —protestó el credenciero.

—Eso está descartado.

—Pero…

—Entenderéis la importancia, para evitar el contagio, de no inquietarse ni desasosegarse. La enfermedad seca y agota en breve tiempo la humedad radical de los cuerpos y, al cabo, puede matar —afirmó la excelente comadrona Cloridia citando una vez más, ahora por puro placer, las palabras que tantos años atrás oyera al médico en la Posada del Donzello.

El credenciero, pálido como un muerto, fue entonces a cerrar la puerta de la habitación, acompañado por la sonrisa seráfica de mi tenaz esposa, que ya estaba de nuevo de rodillas entre las piernas de la parturienta.

—Ya está.

Así comentó el abate Melani el breve movimiento de la puerta que, chirriando un poco, se abrió a una estancia oscura.

La cerramos nada más entrar. Ignorábamos de cuánto tiempo disponíamos; todo dependía de lo que durase el parto, tras el cual el credenciero llevaría a Cloridia a casa. Para entonces nosotros ya teníamos que haber acabado nuestra búsqueda y sacado la mula del establo, si no queríamos despertar sospechas en el credenciero.

Procuramos someter al gobierno de nuestros sentidos el espacio tenebroso que nos envolvía. Nos alumbrábamos con la candela de Atto, que yo mismo movía de un lado a otro en el intento de conciliar la timidez de los pasos y el frenesí de las pupilas. La sala donde nos hallábamos parecía enorme.

—No creo que ésta sea la galería que mencionó tu mujer —declaró el abate Melani.

—En cualquier caso, no hay globos —observé.

Cruzamos la sala, luego otra, y después una tercera. En todas había magníficos frescos e infinidad de cuadros que el abate contemplaba con delectación.

—Vaya, reconozco estos cuadros, son de un pintor flamenco, Van Laer, los vi hace años en la galería del cardenal Casanate, que en paz descanse —dijo quitándome la candela de la mano y deteniéndose ante cuatro pequeñas composiciones que representaban a una vaca, una posada y dos escenas de asesinato en un bosque—. Hace apenas cuatro meses que murió el cardenal y los dominicos de la Minerva, a los que legó todas sus propiedades —añadió con una risita burlona—, ya han empezado a vender su herencia.

Mientras Atto se paraba una y otra vez frente a todos los lienzos, yo volvía rápidamente sobre mis pasos, como un gato en la noche, para mirar a Cloridia desde la ventana.

Los dolores de la parturienta eran cada vez más agudos y la pobrecilla sufría mucho, mas, como había previsto mi esposa, el nacimiento de la criatura se demoraba lo suyo.

Viendo que la cosa iba para largo, y a pesar de que su mujer le rogaba que le sujetase la mano, el credenciero no había olvidado sus deberes de vigilancia e insistía otra vez en que no podía dejar de hacer su ronda por las estancias del palacio.

Así pues, desde la ventana vi y oí que Cloridia, para entretenerlo, esgrimía su tema favorito: la lactancia.

—¿Habéis dicho que queréis contratar a una nodriza? ¡Os debe de sobrar el dinero! ¿Y para qué tiene los pechos vuestra mujer, si puede saberse?

—Pero, comadre Cloridia —balbució el credenciero—, mi esposa tiene que volver pronto a servir…

—Claro, para ganar justo lo que se necesita para pagar a una nodriza. ¿No sería preferible que os quedarais con la criatura en casa?

—Bueno, ya hablaremos de eso más tarde. Ahora tengo que hacer la ronda por…

—Es increíble —exclamó mi mujer, que se apartó de la parturienta para obstruir el paso al credenciero—. Hoy día hasta las artesanas ansían que otra críe a sus hijos fuera de casa, como si todos fuésemos príncipes y delicadas princesas, quienes, en cambio, no pueden permitirse el lujo de vivir rodeados de tanto jaleo, pues ya tienen bastante con el ajetreo de los negocios públicos.

El credenciero estaba pasmado.

—¿Quién ignora, en efecto —continuó Cloridia—, que, cualquiera que sea el estado o la condición de la persona, siempre es mejor criar a los niños en casa que darlos a una nodriza? ¡El propio Aulo Gelio lo confirma!

El hombre, que seguramente no tenía ni la más remota idea de quién era Aulo Gelio, pareció atemorizado.

—Las mujeres de hoy, la verdad sea dicha, superan en esto a la naturaleza inhumana del tigre o de otras bestias aún más crueles —prosiguió Cloridia—, pues no sé de otro animal que no quiera amamantar a sus hijos. Cómo se explica que quien con su propia sangre ha alimental do de buena gana a su criatura en el vientre, cuando aún ignoraba si era varón, hembra o monstruo, lo destierre de su propio pecho y su lecho en cuanto lo ve y lo reconoce como hijo y oye sus vagidos y los suspiros que le reclaman su ayuda, contentándose con haberle dado el ser, pero negándole el bienestar, como si Dios y la naturaleza le hubiesen dado las mamas sólo para ornamento del busto, igual que al hombre, no para alimentar a sus hijos…

Había oído suficiente. Por experiencia sabía que, una vez encauzado ese tema, Cloridia conseguiría retener al credenciero un buen rato más… De nuevo con Atto, ya en las primeras luces del alba, reemprendimos nuestro camino. No tardamos en dejar atrás una larga serie de estancias soberbiamente decoradas con motivos mitológicos e históricos: la habitación de Amor y Psique, la sala de Perseo, la galería de los Estucos y las habitaciones de Calisto, de Eneas y de los Feudos.

—No hay nada que hacer. Aquí no hay el menor rastro del globo del que hablas.

En ese instante oímos una sucesión de gritos, seguidos de un chillido desgarrador e interminable que hizo que el abate Melani estuviera a punto de desmayarse. Nos acercamos corriendo a la ventana: la mujer del credenciero había dado a luz. Las hierbas empleadas por Cloridia para inducir el parto habían obtenido un resultado más rápido que nuestras pesquisas.

—Maldigo a tu mujer y el día en que nos fiamos de ella —murmuró el abate—. Ahora resulta que no podemos movernos de aquí y no hemos llegado a nada.

En ese momento Cloridia, que tenía en brazos al recién nacido, envuelto en una hazaleja y en plena llantina, miró hacia la ventana e hizo un rápido gesto con el que quería indicarnos: «Seguid, no os preocupéis».

Volvimos, pues, inseguros y cautelosos, a nuestra búsqueda. Visitamos la sala de Aquiles, el salón con las historias de la antigua Roma, el de los Cuatro Elementos y el de las Cuatro Estaciones, la gran galería, el gabinete e incluso la capilla.

—Hay algo que no me cuadra —dijo Atto—. Regresemos a la escalinata.

—¿Por qué?

—Antes, cuando subí de la planta baja, torcimos a la derecha. Ahora quiero que vayamos a la izquierda. Luego te explicaré por qué.

Como pronto comprobaría, el abate tenía buenos motivos para proceder así. En efecto, a la izquierda de la gran escalinata de entrada descubrimos enseguida una cámara que aún no habíamos explorado. La luz del día, que con el paso de los minutos se tornaba más firme y manifiesta, nos permitía observar no sólo las paredes, las puertas y las ventanas, sino también los altos techos de los que el ojo debe gozar en la planta noble de todo palacio señorial.

Nada más entrar nos topamos con un gran candelabro de pie, cuyas velas, una vez que las hubimos encendido con nuestra candela, alumbraron todo el espacio. Grande fue mi asombro al ver que estábamos en una amplia galería, llena de frescos de toda clase y decorada con obras de arte y muebles de inestimable valor.

Incluso una inteligencia roma no podía menos de percatarse de que aquélla era una de las salas más espléndidas y eminentes del palacio Spada, cuya visita el benévolo huésped debía hacer con humildad.

La galería era asaz vasta y de forma rectangular alargada. Un lado estaba cubierto de frescos y cuadros; en el frontero, en cambio, había una serie de grandes ventanas que la iluminaban durante el día, y en cada entrepaño, un noble busto de mármol. Por último, el techo lo conformaba una bóveda con un imponente fresco, cuyo orden y sentido no habría acertado a entender sin las aclaraciones del abate Melani.

Las magníficas figuras de la bóveda, explicó, representaban a la Astronomía y a la Astrología. Vi unos amorcillos que sostenían un blanco toldo en el que estaban trazadas las líneas que se intersecan en la superficie de la tierra. En un extremo del fresco estaba pintado Mercurio, que llevaba al cielo un cuadrante, mientras la asamblea de los dioses paganos lo observaba con admirado estupor. En el extremo opuesto había cuatro figuras femeninas, que simbolizaban la óptica, la Astronomía, la Cosmografía y la Geometría, y construían también un cuadrante catóptrico, además de muchas otras figuras antropomorfas muy meritorias y dignas de elogio.

En las paredes había una cantidad inusitada de cuadros excelentes, en su mayoría retratos fieles y muy veraces de hombres ilustres, cuyos rostros, aunque aún no podía distinguir los detalles, me parecían casi reales.

Ahora bien, la mayor sorpresa sobrevino cuando reparamos en que nos espiaban, y no unos ojos humanos. Un gran cangrejo de color blanquecino, encaramado en la bóveda, nos observaba con gesto hosco.

—Dios santo, señor abate. Nunca he visto un cangrejo tan grande, y que además trepe a los techos. ¡Y es blanco! —dije temblando.

—Pues bien, chico, creo que vas a tener ocasión de aprender algo. Estamos en la célebre galería del astrolabio anacámptico del palacio Spada.

—¿Astrolabio ana… qué? —traté inútilmente de repetir, sin apartar la vista del gran cangrejo, que, al menos por el momento, no mostraba intenciones de abalanzarse sobre nosotros.

—O cuadrante catóptrico, si lo prefieres, como lo llamaba el docto padre Kircher.

Me quedé boquiabierto.

—¿Habéis dicho Kircher? —pregunté al recordar que con ese personaje nos habíamos topado, y muy de cerca, en nuestra aventura de diecisiete años atrás.

—Si leyeses de vez en cuando las gacetas —se limitó a decir Melani—, sabrías algo sobre las maravillas de tu ciudad.

—Sé que el palacio Spada está lleno de maravillas arquitectónicas y que acuden personas de todo el mundo para admirarlas, pero…

—Supongo que al menos sabes qué es un cuadrante —me interrumpió el abate.

—Por supuesto, don Atto. Es un reloj solar, merced al cual puede conocerse la hora por la sombra que un objeto, como una piedra o un hierro, arroja en puntos determinados.

—Bien. Sin embargo, éste es un cuadrante especial, funciona de modo catóptrico, como dice Kircher, es decir, no por los rayos solares, sino por la reflexión. ¿Sabes que hay ahí abajo? —dijo señalando una especie de ventanuco que daba al patio.

—Lo ignoro.

—Un soporte con un espejo que refleja la luz del sol y de la luna. Los Spada tienen espejos de distintas clases y formas, los cuales devuelven los rayos solares o lunares y proyectan siluetas luminosas, como tu cangrejo blanco. Como ves, no es más que un resplandor reflejado en la bóveda de la galería, que así indica la hora exacta.

Volví a mirar hacia arriba. El abate tenía razón, el animal era blanco porque un rayo de luz lo dibujaba en la bóveda.

—¿Y señala la hora exacta? —pregunté incrédulo.

—Desde luego. Tú mismo puedes entrever esas líneas de la bóveda. Con una luz menos tenue que la de este candelabro, quien las conoce puede seguir a través de ellas el avance de las horas y los minutos en la bóveda de la galería, que por ende es también un enorme cuadrante, pero invertido, ya que el rayo no llega de arriba abajo, como en los cuadrantes convencionales, sino al revés. El cangrejo es luz lunar reflejada. Barrunto, además, que ahora se ve porque en estos días de julio estamos en el signo de Cáncer. Deben de valerse, pues, de un espejo que reproduzca esa forma.

Aunque la explicación de Atto era interesante, yo mismo la interrumpí lanzando un gritito de sorpresa.

—¡Fijaos! Ahí está el globo flamenco. Mejor dicho, son dos.

Nos acercamos para examinar mejor el hallazgo. En efecto, en una zona más interior de la galería había dos grandes globos de madera; en uno estaban representadas las regiones terrestres, y en el otro, las celestes. Leímos el nombre del fabricante, un tal Blaeu de Amsterdam.

—Ay, si éste es el globo terrestre del que has oído hablar, no tiene nada que ver con el globo de Capitor —dijo Atto con voz cansada y apagada.

—¿No es el de Capitor?

—No.

Efectivamente, la esfera que teníamos delante no guardaba gran semejanza con la del cuadro ni reposaba sobre un pedestal de oro.

—¿Entonces? —pregunté.

—Sencillamente nos hemos equivocado. Sí, hemos cometido un nuevo yerro —gimió Atto sentándose en un arcón.

De pronto levantó la vista, atraído por algo que había en el muro de enfrente. Se acercó a la serie de retratos que ornaban la pared sin ventanas y se detuvo pensativo ante uno. Era la efigie de un individuo de rostro severo, mirada firme pero dulce, frente ancha, boca decidida y barba entrecana, tocado con un tricornio como el de los jesuitas y ataviado con una muceta que a la altura del pecho tenía bordado un corazón entre dos ramas.

—Helo aquí. Te presento a Virgilio Spada. Como te he dicho, pertenecía a la orden de los oratorianos, discípulos de san Felipe Neri, y aquí está retratado conforme a sus dictados. Era un hombre sabio y muy devoto. Ayudó a su orden de muchas maneras, sobre todo materiales.

Vi alrededor otros retratos de miembros de la familia, mas Atto apenas les dedicó una mirada. Siguió meditabundo unos instantes más y luego hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No; esto no puede ser.

—¿Qué queréis decir? —pregunté sin saber hacia dónde dirigir mis pensamientos.

—Chico, ¿te has fijado en lo que nos rodea? ¿Dónde diablos está la colección de curiosidades de Virgilio? Yo no veo rastros. No hemos encontrado ni una sola pieza. Sin embargo, debería estar a la vista, pues a la familia le encanta recibir a personajes de relieve y enseñarles sus pertenencias.

—¿Y bien?

—Este retrato me dice algo.

—¿Qué?

—No lo sé. He de reflexionar, ahora estoy demasiado cansado. Vámonos, es posible que Cloridia haya terminado.

Dicho esto, se encaminó lentamente hacia la puerta, curvado bajo el peso de los años y de las pesquisas frustradas.

Siguiendo sus pasos, yo devoraba con avidez las maravillosas, y para mí impenetrables, decoraciones del cuadrante catóptrico.

—Don Atto, ¿qué son todos esos signos y números pintados allá arriba?

—Los números son las casas del Zodíaco con los cuadros astrológicos necesarios para ordenar las figuras celestes, esto es, los temas de nacimiento y de los horóscopos. Las líneas son las franjas de las horas en las distintas partes del mundo —explicó Atto deteniéndose, con la nariz empinada.

—¿El padre Virgilio se interesaba por estos asuntos? —pregunté perplejo, conocedor de los riesgos mortales que un eclesiástico podía correr si se ocupaba de horóscopos, massime cincuenta años atrás.

—Oh, has de saber que los Spada han sido grandes amantes de la ciencia celeste. Virgilio y su hermano Bernardino sentían una enorme pasión por la astrología, también por la prohibida. Como ya te he contado, yo me encontraba en Roma desde hacía un año cuando Virgilio murió, en mil seiscientos sesenta y dos. Se decía que poseía libros que el Santo Oficio había puesto en el índice, además de algunos escritos en olor de herejía, que sin embargo… —El abate se interrumpió y se quedó mirándome como capturado por un pensamiento repentino—. ¡Chico, eres un genio! —exclamó.

Lo interrogué con la mirada.

—Sé dónde encontraremos el plato de Capitor —respondió.

Melani me explicó a continuación, con voz apenas audible, que Virgilio era sobre todo un apasionado de la astrología judiciaria, vale decir, de previsiones y horóscopos. Había estudiado su propia figura celeste y también la de su padre, así como muchas otras. Sin embargo, en 1631 dicha ciencia fue oficialmente condenada por el papa Urbano VIII Barberini.

—Me acuerdo muy bien de lo que se contaba sobre ello cuando nos conocimos en el Donzello —dije.

—Entonces no te habrás olvidado del triste fin del pobre abate Morandi, cuando le descubrieron todos esos libros de astrología.

Reprimí un temblor ante el recuerdo de lo que en aquella época supe.

—En aquella ocasión muchos prelados aficionados a la materia se asustaron. Entre ellos se contaban el padre Virgilio Spada y su hermano Bernardino. Corrió el rumor de que Virgilio trasladó de noche los libros prohibidos del palacio Spada al oratorio, donde hasta su muerte los mantuvo escondidos en un gran cajón cerrado con llave.

—En una palabra, debemos buscar en la Congregación del Oratorio.

—Sí. Va a ser sumamente difícil eludir la vigilancia de los padres de San Felipe, y dudo que esta vez tu Cloridia pueda ayudarnos.

Una vez fuera de la galería del cuadrante catóptrico, nos asomamos de nuevo a la ventana para ver qué hacía mi dulce esposa. Aunque ya estaba recogiendo, limpiando y ordenando sus cosas con ayuda de nuestras dos pequeñas, seguía desplegando su encarnizada prosa para que la oyese bien el cada vez más perplejo credenciero, quien, para no perder la compostura, a la sazón acariciaba y consolaba a su extenuada mujer.

—Todavía es peor cuando, por no pagar a una nodriza o porque se ha cansado de amamantar, la madre alimenta a su hijo con leche de animales. Pues puede estar segura de que, cuando su pequeño pruebe ese veneno del alma y del cuerpo que es la leche de animal, la digerirá con dificultad y, por consiguiente, estará demasiado lleno para adherirse a su pecho, que poco a poco olvidará.

Agitamos los brazos para avisar a Cloridia de que habíamos terminado la búsqueda, aunque en vano, y que podía tranquilizarse y poner fin al río de palabras con que estaba reteniendo al credenciero. Sin embargo, arrastrada por el ímpetu de su perorata, mi mujer no nos veía. Además, debíamos cuidarnos de que no nos viesen mis niñas, quienes, en la inocencia de su edad, podían traicionarnos.

—La verdad es que la leche de cabra produce cabras, y la de vaca, bueyes. Ahora bien, ¿qué padre o qué madre desea un hijo remolón como una ternera y cornudo como una cabra? ¿O uno que tenga ambas características? El espíritu animal arraiga en la humedad radical de esos cuerpecitos y ya no los abandona hasta la muerte. ¿Cómo es el rostro de las criaturas que han recibido alimento de una vaca? Tienen la mirada acuosa y bovina, los párpados caídos, la cabeza grande, los miembros hinchados y la piel blanda y blanquecina. ¿Y cuál es la índole de estos pequeños desgraciados? Si no es sombría y taciturna, como la del macho cabrío, se revela plácida y templada, como la de la ternera. ¡Ay, lo orgullosas que se sienten de ellos sus necias madres! Claro, porque pueden actuar a su antojo sin que su estúpida criatura, bastardeada, las moleste, y miran asqueadas a las cansadas madres que amamantan y se afanan con su pequeño torbellino, incansable y avispado.

Finalmente Cloridia nos vio.

—¡Para concluir, hay que guardarse de alimentar con leche de animales a un ser al que Dios ha dado el alma! —afirmó con voz casi quebrada por el ardor, al tiempo que guardaba en la bolsa sus instrumentos—. Hasta los tres años de vida, ninguna criatura debería probar una sola gota de leche de bestia, que, todo sea dicho, no deja de perjudicarlo seriamente pasada esa edad. Todos, pues, así los padres como las madres, y sus hijos e hijas, han de mantener la boca alejada de la leche de animales durante toda la vida, si quieren vivir con buena salud y claridad de espíritu. Deo gratias, hemos terminado.

Se santiguó, como hacía siempre después de un parto, y la oímos impartir los últimos consejos a la puérpera, mientras Atto y yo nos deslizábamos hacia el establo para buscar a la mula que nos llevaría, cansados y decepcionados, a la villa Spada.

Ya estábamos en el patio interior, aún sumido en las brumas que preceden a la madrugada, y nos dirigíamos hacia las cuadras, cuando oímos un ruido siniestro e inquietante. Procedía de nuestra izquierda, donde se extendía una larguísima galería de singular magnificencia, bordeada por una vereda con setos que terminaba en un jardín.

Fue entonces cuando vislumbramos un coloso descomunal, un cuadrúpedo más alto que dos hombres y largo como una carroza, negro como la noche, cubierto de tupido e inmundo pelaje. Por unos instantes interminables (a mí al menos me lo parecieron) me quedé paralizado por el terror y como hipnotizado por aquel monstruo infernal. Lo vi saltar los setos de la vereda y galopar a una velocidad inaudita hacia nosotros, lanzando de nuevo el tronante aullido que acabábamos de oír.

Finalmente eché a correr dando brincos sobrehumanos, olvidándome incluso del abate Melani, y en un santiamén me encerré en las cuadras.

Atto ya estaba allí. Evidentemente se había alejado enseguida porque el miedo no lo había paralizado.

—El monstruo… el coloso… —dije sin resuello, con el rostro demudado.

Miré a Melani. En la cara tenía pintada una sonrisita.

—¿Qué os parece tan divertido? —pregunté irritado.

—Ahora mismo lo sabrás. Sígueme.

Unos minutos después, Atto estaba en la entrada de la galería, sentado en la base de una columna, acariciando tranquilamente al coloso. Pues coloso no era, sino un simpático perrito. Asustado por mi llegada, el animalillo, que dormía en el jardín situado en el extremo de la galería, había reaccionado primero con los típicos gruñidos caninos y luego se había acercado para espantar al intruso. Lo que yo había tomado por un monstruo descomunal era en realidad un chucho que no me llegaba a las rodillas.

—¿Lo has entendido? —preguntó Melani.

—Creo que sí, don Atto.

Empero, seguía pareciéndome increíble. La galería desde la que había llegado el perrito era una obra maestra del gran Borromini, cuyos servicios los Spada habían contratado muchas veces para mejorar y agrandar su palacio. Estaba construida de forma que engañara la mirada del observador mediante un juego de perspectivas muy hábil, y sólo quien lo conocía era capaz de descubrirlo. La galería se empequeñecía conforme el visitante se adentraba en ella: las parejas de columnas laterales se achataban, el suelo de cuadros negros subía y se estrechaba, mientras que los recuadros se hacían más pequeños, a fin de imitar así el punto de fuga hacia el infinito que los artistas saben tan bien simular en sus invenciones cuando pintan calles, ciudades y templos.

Asimismo, los estucos de la bóveda semicircular conformaban un conjunto cuadrangular cada vez menor, de modo que acompañaran el achicamiento de la propia bóveda. La galería no terminaba en un vasto jardín que se extendía hasta el horizonte, sino en un modesto patio, en el que habían puesto setos de boj de imitación, esculpidos en piedra y pintados con dos manos de color verde, que no tenían forma regular de paralelepípedo, sino que, cuanto más apartados estaban de la galería, y por tanto del observador, más bajos y estrechos eran, con lo que se creaba de manera irresistible la sensación de que se dilataban hacia el cielo. Un cielo que había creído ver detrás de los setos y que en realidad estaba pintado, con diestro y cromático artificio, pocos pasos más allá, en el muro que concluía toda la ilusión.

Entré en la galería y acaricié tímidamente la primera pareja de columnas, la segunda, luego la tercera… cada vez más angostas y bajas. El juego óptico de Borromini, por la habilidad de su construcción y ejecución, me había engañado hasta el punto de aterrorizarme. Entre los setos falsos, el perrito me había parecido un gigante, y su supuesta rapidez no era sino una ilusión fruto de la extrema cortedad de la galería. Sus gruñidos, deformados y ampliados por el eco de la bóveda, habían llegado hasta mí como rugidos de una fiera.

—Nos asusta lo que no entendemos, aquí igual que en la galería de los espejos del Navío —dijo Melani a manera de paternal amonestación, mientras trotábamos a lomos de la mula hacia la villa Spada.

—Había oído hablar de la galería de perspectivas del palacio Spada y de su maravillosa ilusión óptica. Vienen a visitarla príncipes y embajadores del mundo entero. Pero no sabía bien qué era y, al pillarme desprevenido, me he asustado… Veréis, estoy muy cansado —traté de justificarme, presa de la vergüenza.

—Has visto un pórtico inmenso, cuyas dimensiones eran en realidad mínimas. En un pequeño espacio has visto un largo sendero. Cuanto más distantes, mayores parecen los objetos pequeños, si se los coloca en el sitio debido —filosofó Atto—. La grandeza no es más que ilusión en esta tierra, y la maravilla del arte es la imagen de un mundo fatuo.

Yo sabía en qué estaba pensando en realidad: en el Navío. Pero no en la galería de los espejos. Meditaba sobre la misteriosa aparición de que habíamos sido testigos y sobre su débil esperanza de encontrar algún día una explicación racional.

Guardé silencio. La Ciudad Santa empezaba a despertar, nos cruzábamos con los primeros transeúntes, todavía medio envueltos en los anillos del sueño, y las sombras de cogitaciones informes y nocturnas dejaban su lugar al claro pensamiento.

Cuando llegamos a la villa Spada, encontramos una carta para el abate Melani, la de siempre. Su reacción, una vez que la abrió y leyó, no fue distinta de la de las ocasiones anteriores: se mostró compungido y me despidió con la excusa de que quería descansar. La verdad es que deseaba responder a la misiva, en la que la condestablesa anunciaba su enésimo retraso.

En las horas siguientes no pude disfrutar de un solo minuto de reposo, porque el programa del día contemplaba un entretenimiento de ardua preparación. El cardenal Spada había pedido infinidad de veces a don Paschatio que se ocupase de que todo saliese a la perfección, amén de advertirle que los obreros y criados que se sustrajesen a sus cometidos serían duramente castigados. Por su parte, don Paschatio había asegurado que esta vez nadie se atrevería a desertar, lo cual, ay, ya había jurado en todas las ocasiones anteriores, sin que los hechos le diesen nunca la razón. También esta vez un par de lacayos habían dejado plantado al gentilhombre de la casa declarándose enfermos (en realidad habían ido a pescar a la isla de San Bartolomé, de lo que me había enterado la víspera al oírlos hablar).

Por desgracia, el trabajo que había que hacer era excesivo y complicado. En efecto, para el entretenimiento de los huéspedes se había preparado una partida de caza de pájaros. En ella podían participar no sólo los gentilhombres y los caballeros presentes, sino también las damas, porque en la cacería de volátiles no abundan los peligros, sino la festiva recreación: una cacería alegre, en definitiva, compuesta a su vez de variados juegos y caprichos cinegéticos, como el cardenal Spada en persona había anunciado a sus huéspedes el día anterior.

El terreno de la villa Spada era, sin embargo, demasiado pequeño para la partida, que precisaba mucho espacio para esconderse, tender celadas y emboscadas a las aves. Por ello se acordó con la excelentísima casa Barberini que se llevara a cabo en la tierra vecina de su propiedad (la misma donde dos días antes el halconero había intentado en vano atrapar a César Augusto con su halcón).

Se dividiría a los invitados en grupos, según los medios que fuesen a emplear. El primero, compuesto de una decena de personas, recibiría especialísimas trampas para pájaros: matorrales simulados con un palo de madera levantado en su interior en forma de Y, que sobresalía por la punta. En cada extremo divergente del palo había un hierro; ambos, como las hojas de unas tijeras, se cerraban mediante un mecanismo que se accionaba a distancia con una cuerda larga y robusta, aplastando las patas del pájaro.

El segundo grupo de cazadores dispondría de unos árboles falsos que podían plantarse en la tierra merced a la afilada punta en que acababa su tronco. En la copa tenían un palo horizontal, muy atractivo para los volátiles deseosos de posarse. En la base del tronco se ocultaba una gran ballesta, que apuntaba hacia arriba, empulgada con una especie de rastrillo provisto de numerosas saetas. Si se disparaba en el instante preciso (en este caso también a distancia, ya que el disparador se accionaba con un robusto alambre marrón), el singular proyectil traspasaría de abajo arriba a la ingenua avecilla posada en la copa del árbol.

Para otros participantes había arcabuces especiales que se fijaban en el suelo (gracias a un mango especial con punta de hierro) y con los que se apuntaba a ramas bien visibles cuando un ave de paso se posaba en ellas. También se accionaban a distancia, en este caso con un hilo invisible.

En cambio, a los caballeros con vista más aguda les habían asignado ballestas de excelente factura y calidad, para que capturasen al vuelo a los bogadores del aire.

Para los gentilhombres más vigorosos habían preparado árboles portátiles en toda regla, capaces de esconder al cazador con su arcabuz. Confeccionados de cartón piedra recubierto de trozos de corteza y montados sobre un armazón de hierro, tenían ramas falsas y abundante follaje. El interior estaba provisto de correas de cuero, que permitían caminar llevando a hombros, dejando los brazos libres, el arbóreo simulacro. El invitado podía mirar desde dos pequeños agujeros, acercarse a placer a su víctima, apuntar con el arcabuz, sacar despacio el cañón por una abertura destinada a tal fin y disparar con éxito seguro. La idea, tomada de los consejos de caza del caballero boloñés Gioseffo Maria Mitelli, hijo de un pintor y fresquista que había trabajado mucho en el palacio Spada, suscitó tanta maravilla que reproduzco aquí abajo un dibujo.

Y aún otros, más arriesgados, lo intentarían con el llamado buey de caza, esto es, se valdrían de imponentes vacas falsas, pintadas al óleo con gran verosimilitud sobre lienzos tensados con varas de madera, que también se usarían como pantallas para aproximarse a la presa sin asustarla y luego dispararle; cual genuinas vacas de Troya, por equipararlas a más nobles ejemplos. También de este recurso he hecho un dibujo, pero por otros motivos.

En efecto, en cuanto apareció, la vaca espantó a todos los animales de la finca Barberini y también a algunas damas. Ello fue porque la efigie bovina estaba pintada al óleo, no a la aguada, como era lo propio, de modo que llameaba bajo el sol con un esplendor cegador y casi parecía un espejo ustorio. Hubo, pues, que retirarla con gran presteza, para que los pájaros no se fueran volando despavoridos.

Huelga decir que para atraer a traición a un buen número de víctimas se necesitaba que la zona de la jovial cacería estuviese bien surtida de pajaritos canoros, para que llamasen con sus gorjeos a sus semejantes.

Con este fin se habían comprado muchas jaulas repletas de pinzones y jilgueros. Como yo llevaba entonces el atuendo de maestro pajarero, don Paschatio me confió la importante misión de diseminar estratégicamente las jaulas por el terreno de los Barberini procurando que cada grupo de cazadores contase con el mismo número de reclamos y que éstos estuviesen situados de manera uniforme sobre la zona de caza. Para que el efecto de este ardid fuera mayor, tenía que poner otros pajaritos canoros en los troncos de plantas y árboles atándoles las patitas con alambre.

Mientras recogía las jaulas y las trasladaba de dos en dos a la finca de los Barberini, salió a mi encuentro don Tibaldutio. Tenía ganas de charlar un rato conmigo. Como ya he dicho, vivía aislado del resto de la villa, en un cuartito situado detrás de la capilla, y muchas veces se sentía solo.

Le propuse que me hiciese compañía mientras colocaba en el suelo, en los árboles y en los matorrales las jaulas con los reclamos.

El capellán acababa de empezar a hablar de algún tema intrascendente, cuando su presencia proba y casta reavivó, como una llama invisible, el ardiente recuerdo de la noche de la víspera.

Las memorias de Atto, me dije, serían llevadas «ad Albanum». ¡Nada menos que un cardenal movía los hilos de esos sucios negocios! ¿Qué fuerza maligna, qué cucharón infernal era capaz de mezclar en la caldera de la Ciudad Santa a un alto purpurado, brazo derecho de Su Beatitud, con las diabólicas sectas de los cerretanos? ¿Y desde cuándo pasaba eso? Recordé que Sfasciamonti había dicho en una ocasión que originalmente los cerretanos eran ex sacerdotes. Me parecía inverosímil. Sólo un hombre de iglesia podía despejar mis dudas.

Como el buen pastor que era, don Tibaldutio escuchó mis preguntas sin pestañear. Le conté que había oído rumores en la calle sobre los orígenes religiosos de las sectas de mendigos.

—La plaga es muy remota y sus orígenes están envueltos en el misterio —declaró con tono grave el carmelita.

Todo había comenzado tras las invasiones bárbaras que pusieron fin a los nueve siglos del dominio romano sobre el mundo. En aquellos tiempos oscuros la mayoría de los hombres eran pobres aldeanos y vivían aislados, en pequeñas comunidades rurales. Los caminos eran inseguros, numerosos los bandidos y soldados desbandados, que acechaban como lobos y osos en busca de presas. Los frailes y monjes estaban a salvo en sus conventos, muchos de ellos encaramados en cimas inaccesibles. Con excepción de los mercaderes, obligados a viajar por sus comercios, todos vivían en las aldeas, eran campesinos y rogaban a Dios por la próxima cosecha. Pero no siempre estaban solos: recibían visitas cada cierto tiempo.

En efecto, a las aldeas acudían unos individuos harapientos, sucios, macilentos, que pedían limosna. Llegaban de lugares oscuros, desgajados de los pueblos, de lazaretos abandonados, de pequeños amasijos de chozas, casi una civilización paralela entregada a la mugre. Eran vagabundos, guitones, galloferos, bordoneros, sopistas, faquires o mangantes. Pero no eran pobres, sólo lo aparentaban. Sabían aprovecharse de las palabras del Evangelista: date elemosynam et omnia munda sunt vobis, que impone al buen cristiano la limosna.

—Es probable que algunos fueran sacerdotes —precisó don Tibaldutio—, pero, en vez de honrar al Señor con la oración, entregaron su alma al Maligno.

Escogían a los aldeanos más humildes, ignorantes del mundo y sus insidias, y se presentaban ante ellos con ropas insólitas y un brillo en los ojos que igual podía ser de loco como de sabio. Se declaraban a un tiempo sanadores, magos y profetas, salvadores del cuerpo y del alma. Vendían talismanes, reliquias, oraciones milagrosas, fórmulas mágicas de conjuros, ungüentos y panaceas, anunciaban milagros y castigos divinos, interpretaban sueños, encontraban milagrosamente tesoros y valiosas herencias ocultas, exorcizaban y proferían anatemas, despotricaban contra los pecadores y prometían el camino del cielo a los justos. Todo lo hacían pidiendo un óbolo, que siempre obtenían.

Pedir limosna (que era tanto el fin como el medio) les permitía dominar las voluntades, embaucar, timar, como narra el docto Gnesio Basapopi. Cuando se flagelaban, hacían que de las heridas manase sangre de pollo o de gato, mas los crédulos y los simples, que eran legión, no dejaban de entregarles pingües donaciones y socorros. Por otra parte, ¿no habían tenido los sofistas fama de marrulleros y charlatanes?, ¿no la habían tenido también los mismísimos Sócrates y Platón? Ninguno de aquellos aldeanos se acordaba del obispo de Hipona, que advirtió que sólo debía darse dinero a los pobres, jamás a los histriones.

—¿Nunca los desenmascaraban? —pregunté, mientras sacaba de la jaula un jilguero, le ataba la pata a un alambre y éste a un clavo hincado en el tronco de una joven acacia.

—Claro que sí, de vez en cuando alguna víctima se encaraba a ellos, pero era excepcional. Además, cuando ocurría, esos canallas mudaban de piel con serpentina habilidad y volvían a sus antiguos oficios de juglares, tañedores de rabel o incluso de sacamuelas, porque, como dice la sentencia de Teócrito, paupertas sola est artes quae suscitat omnes: sólo la miseria despierta todos los ingenios.

Luego canturreó:

Con arte y engaño

se vive medio año;

con ingenio y falsedad

se vive la otra mitad.

—¿Qué es eso? —pregunté, mientras nos dirigíamos a la zona donde estaban situados los arcabuces.

—Una vieja canción de falsos mendigos. Para que te hagas una idea de lo corruptas que son sus almas.

Mas eso no era todo. Según rumores que circulaban con insistencia, antaño los villanos estaban reunidos en una sola secta. Luego su sumo sacerdote fundó las distintas corrientes, pero no para dividirlos con arreglo a sus especializaciones, sino con una satánica finalidad: la de imitar a las órdenes religiosas de la Iglesia católica.

Tal hipótesis no podía desecharse, puesto que Bernardino de Siena había referido que Lucifer, tras reunir un día a todos los demonios, les manifestó el deseo de crear una Iglesia que se opusiese a la de Cristo, una Ecclesia malignantium que anulase, o cuando menos mitigase, la eficacia de la otra, la celestial, pero que se modelase a partir de ésta. El propio Agripa de Nettesheim, que tan poco creía en los maleficios de las brujas, estaba hasta tal punto convencido de los poderes maléficos de los hampones que los acusaba de practicar la magia negra.

Et quaecumque ille ordinavit in ecclesia sua in bonum, ego deordinabo in ecclesia mea in malum —declamó don Tibaldutio, con gesto grave, las palabras de Bernardino.

Con el paso del tiempo las cosas se precipitaron, explicó el capellán, mientras yo comprobaba la mira de uno de los arcabuces plantados en el suelo. Los verdaderos religiosos fueron también contagiados por el escándalo. Llegó a los monasterios la fama de la libertad de que se disfrutaba en el mundo; bastaba con aparejar unas cuantas nonadas para los ingenuos. Entonces el cuerpo prevaleció sobre el espíritu, el comer y el beber sobre la oración, el ocio sobre las obras consagradas al Señor.

—Envueltos en negras vestiduras, como escribe Libanio en Pro templis, los monjes comían más que los elefantes. Tenían aspecto de hombres, pero vivían como puercos, y en público consentían y perpetraban actos atroces y nefandos. Como san Agustín sabía muy bien, los hermanos de clausura se convirtieron en una innoble y cenagosa Gehena —dijo lanzando una mirada compasiva a un petirrojo que encontré muerto en una jaula, tal vez a causa de tanto trajín.

Excomulgados por su propio obispo, monjes y supuestos monjes abandonaron la clausura para vagar por ahí a su antojo, turbando la paz de la Iglesia e introduciendo la nueva corrupción entre la gente honrada. Se sumaron a la turba de los verdaderos y falsos pordioseros, harapientos, haraganes, leprosos, gitanos, vagabundos, tullidos y paralíticos; un impuro rebaño tumbado a la entrada de las iglesias.

Todas las puertas se abrían ante su astucia. Nadie podía hacer nada contra ellos, porque eran pobres o al menos lo aparentaban y, como enseña Domingo de Soto en su Deliberatio in causa pauperum, en caso de duda siempre se ha de dar el óbolo: in dubio pro paupere.

—La práctica de la caridad no sólo borra el pecado, sino que, como dice san Juan Crisóstomo, quienes pro foribus ecclesiae sedent, stipem a nobis mendicantes, medicos vulnerum nostrorum; es decir, los miserables mendigos que, amontonados unos encima de otros, están a la entrada de las iglesias son los médicos del alma. O, como predica Pedro Crisólogo, manus pauperis est gazophilacium Christi; quia quicquid pauper accipit, Christus acceptat: cuando el pobre tiende la mano para pedir caridad, es el propio Cristo quien lo hace.

—Si os he entendido bien, resulta que el hampa es hija de la compasión, y por lo tanto, indirectamente, de la propia Iglesia —deduje sorprendido, mientras ponía unas pocas migas de pan en una jaula.

—Vaya… —titubeó don Tibaldutio—. No era mi intención decir nada semejante.

Reconoció, con todo, que había algo sumamente inquietante. Los hermanos hospitalarios de Altopascio, por ejemplo, que mendigaban salvajemente entre los castillos y las aldeas, gozaban de la autorización oficial de la Iglesia de Roma. En sus sermones aterrorizaban al pueblo con amenazas de excomunión y prometían indulgencias, y a cambio de dinero absolvían a cualquiera.

¿Acaso los Pontífices no habían sucumbido también a la equívoca fascinación de la superstición y la charlatanería? Bonifacio VIII llevaba siempre un talismán contra el mal de piedra, y Clemente V y Benedicto XII no se separaban jamás del cornu serpentinum, un amuleto en forma de serpiente que Juan XXII tenía incluso en su propia mesa, clavado en el pan y rodeado de sal.

—Ahora bien, algunos dicen —añadió bajando el tono una octava— que en los primeros tiempos los propios cerretanos contaban con una autorización oficial.

—¿En serio? ¿Y de qué clase?

—Es una historia que me contó un cofrade oriundo de aquella región. Por lo que parece (pero nadie posee pruebas, recuérdalo), en las postrimerías del siglo decimocuarto los cerretanos tenían una concesión regular para pedir limosna en Cerreto, en beneficio de los hospitales de la Orden del Beato Antonio. Dicho permiso sólo podían otorgarlo las autoridades eclesiásticas.

—¡Entonces se toleraba conscientemente a los cerretanos! Tal vez la situación no haya cambiado.

—Si ese permiso en verdad existió —se limitó a decir—, tendría que estar consignado en los estatutos de la ciudad de Cerreto.

—¿Y lo está?

—Alguien ha arrancado las páginas correspondientes a la cuestación —respondió con voz apagada.

Por otra parte, agregó de un tirón, se rumoreaba que tenían un amigo en el mismísimo Vaticano.

—¿En el Vaticano? ¿Y quién puede ser? —exclamé sin disimular mi incredulidad.

Leí en su rostro el arrepentimiento por haber hablado demasiado y el malestar por no poder dar marcha atrás.

—Bueno, verás… hay quien habla de un marquesano. Pero bien puede tratarse sólo de envidia, porque ocupa un cargo importante en la fábrica de San Pedro. Por eso lo denuestan tanto.

Así pues, dije pasmado para mis adentros, alguien de la fábrica de San Pedro (la obra perpetua de restauración y reparación de la iglesia más importante de la cristiandad) mantenía tratos con los cerretanos.

Había que profundizar más al respecto, desde luego, pero no con el capellán, que se había delatado y seguramente no iba a proporcionarme más pormenores.

Había llegado el momento de despedirse. Yo había terminado de colocar los reclamos y de revisar los arcabuces fijos, y don Tibaldutio había respondido cumplidamente a mis preguntas acerca de la antigua relación entre la Iglesia y el hampa.

¡Cuánto se parecía al oficio hábil y taimado de los truhanes la multiplicación de los años santos, que década tras década habían perdido, a los ojos de los creyentes, su esencia de fiesta de sagrada solemnidad secular para convertirse en una máquina cotidiana de hacer dinero! ¿No era ello consecuencia, aunque lejana, de los errores y las fechorías cometidos cuando, antes de la implantación del jubileo, los cerretanos, nacidos de la costilla de la Santa Madre Iglesia y alimentados por la leche sagrada de Misericordia y Caridad, vinieron al mundo? Sfasciamonti tenía razón, me dije con angustia: estábamos rodeados. La sede del papado era un fortín en el que el caballo de Troya había entrado hacía mucho tiempo.

Don Tibaldutio se sonó la nariz a manera de conclusión y, pensativo, me miró de reojo por entre los pliegues del pañuelo. Se daba cuenta de que yo me guardaba algo que no quería revelarle.

Le di las gracias y le prometí que recurriría a su doctrina si necesitaba nuevas aclaraciones sobre el tema.

Un instante antes de despedirme del capellán, me acordé de una duda que albergaba desde hacía unos días.

—Perdonad, don Tibaldutio —dije con fingida indiferencia—. ¿Alguna vez habéis oído hablar de la Cofradía de Santa Isabel?

—Por supuesto, todo el mundo la conoce —respondió el capellán, a quien la ingenuidad de la pregunta pilló desprevenido—. Es la que se encarga de dar dinero a los esbirros. ¿Por qué lo preguntas?

—La vi pasar hace unos días… No la había visto nunca. Simplemente por eso —dije con displicencia mal simulada.

No conseguía despejar la duda que empezaba a corroerme despacio y que aún no se había apoderado de mi cerebro.

Gracias al cielo, la alegre cacería había tenido un resultado asaz propicio y feliz. Damas y caballeros, en varias horas de acechos y emboscadas, habían desfogado sus instintos cinegéticos, tras lo cual regresaron al casino con contadas y esmirriadas piezas en sus morrales (perdices, gorriones, cornejas, algún sapo, dos topos y hasta un murciélago), lo que no fue óbice para que se divirtiesen a más no poder. Al final, una vez que hube retirado las jaulas con los reclamos, calculé que éstos eran mucho más numerosos que las presas capturadas.

Sólo unos pequeños incidentes (resueltos, felizmente, con prontitud por la servidumbre, que acudió en masa) turbaron en algunos momentos la diversión y causaron enormes sobresaltos al pobre don Paschatio. El príncipe Vaini, muy dado a las calaveradas, se había entretenido apuntando la ballesta contra el sombrero de Giovan Battista Marini, alguacil del Campidoglio, hasta que en una de ésas se le disparó por error la saeta, que rozó el cráneo de Marini y fue a clavarse, con el sombrero, en un árbol. El cardenal Spada, apoyado por el gentilhombre de la casa y por varios lacayos, tuvo que mediar para evitar que Vaini y su víctima llegaran a las manos. Por suerte, el duelo al que se retaron varias veces con tono airado no pasó a mayores.

Entretanto monseñor Borghese y el conde Vidaschi, a falta de presas más nobles, habían disparado el arcabuz contra un gran cuervo. El negro volátil (cuya carne es notoriamente indigesta) cayó al suelo y parecía maltrecho. Sin embargo, cuando los dos agresores se acercaron para capturarlo, levantó el vuelo, planeó de forma muy desordenada entre los otros jugadores y acabó asiéndose a la bella y sedosa cabellera de la marquesa Crescenzi, que lanzó un grito de pánico. Cuando por fin el pájaro se apartó, todo el grupo le apuntaba con sus arcabuces y ballestas, pero el pobrecillo, herido en un ala, no conseguía elevarse del suelo, donde al final un criado acabó ignominiosamente con él a escobazo limpio.

El tercer incidente, en cambio, no había sido fruto de un exceso de audacia, como en el caso del príncipe Vaini, sino de suma impericia. El marqués Scipione Lancellotti Ginnetti, conocido por su escaso ingenio y massime por su cortísima vista, creyendo que había descubierto una presa en la rama más alta de un enorme pino, había disparado su ballesta. La saeta, al clavarse en una rama, hizo que se tambalease todo el árbol y del follaje cayó una pequeña esfera blancuzca, que se hizo trizas en el suelo. Dos caballeros se acercaron.

—¡Un huevo! —exclamó el primero.

—No hay que disparar a los nidos, es inútil y cruel —añadió el otro dirigiéndose al marqués Lancellotti Ginnetti.

Acudieron más personas, todas con ganas de remarcar el error del marqués, que en aquellos días intrigaba para ser nombrado coronel del pueblo romano (antiguo y noble cargo de las instituciones comunales de la ciudad), empresa en la que muchos esperaban que fracasase. Además, era preferible distraer la atención de la cacería propiamente, dicha, a la vista de sus magros resultados. El marqués intentó disculparse afirmando que había apuntado a un gran pajarraco, mientras todos reían entre dientes, pues sabían perfectamente que Lancellotti Ginnetti no veía a un palmo de su nariz.

Mirando hacia lo alto, muchos huéspedes, sedicentes expertos en caza, trataban de discernir a qué especie de pájaro pertenecía el huevo que había caído al suelo.

—Golondrina de mar.

—Yo diría que es de faisán —aventuró monseñor Gozzadini, secretario de los Memoriales de Su Santidad.

—Pero, Excelencia, encima de un árbol…

—Sí, claro, es verdad.

—Una perdiz o una estarna —apuntó otro.

—¿Una estarna? Demasiado pequeño.

—Excusadme. Debe de ser de tórtola o, a lo sumo, de paloma torcaz. Está clarísimo.

—O de tórtola blanca…

—Un arrendajo, quizá —se atrevió a decir el marqués Lancellotti Ginnetti, que juzgaba deshonroso no opinar sobre el huevo que él mismo había hecho caer.

—¡Pero bueno, marqués! —espetó con su habitual tono insolente el príncipe Vaini—. ¿No veis que el huevo es blanco, cuando los de arrendajo tienen puntos? ¡Lo saben hasta las piedras!

Todo el grupo se ensañó con el pobre Lancellotti Ginnetti subrayando la gravedad de su error con una serie de «¡Acabáramos!», «¿En qué estaría pensando?», «Menuda locura» y así sucesivamente, todo condimentado con alusivos carraspeos.

De repente se oyó el lacerante estruendo de un arcabuz. Todos, incluido Lancellotti Ginnetti, se agacharon al punto para esquivar otros posibles disparos.

—¿Quién ha sido? —preguntó el príncipe Vaini mirando aturdido en derredor.

Por suerte no había muertos ni heridos. Luego se supo, tras una rápida comprobación, que ninguno de los caballeros allí presentes tenía en su poder un arcabuz. Los que se hallaban más lejos y sí estaban armados negaron haber disparado en los últimos minutos. Algunos de los reunidos seguían con la piel de gallina y se alejaron para reanudar la partida de caza.

El incidente, al que yo había asistido por azar mientras colocaba en un lugar mejor una jaula de reclamos, dejó en mi alma una sensación de inquietud. Disparado desde cerca, un arcabuz mataba sin remedio.

Cumpliendo con mi deber referí enseguida a don Paschatio lo ocurrido. La angustia y el terror se dibujaron por igual en su rostro. Sólo faltaba que hubiese un muerto en la fiesta cuyas riendas él dirigía, y encima de alto linaje. Comenzó a deplorar la idea de la partida de caza, argumentando que era inapropiado organizarla en esos días en que el cónclave parecía inminente y todos se detestaban. Alguien podía caer en la tentación de saldar viejas cuentas.

Pasado el miedo, conseguí sosegarme poco a poco. Tenía una sospecha. Todavía no podía imaginar hasta qué punto estaba fundada y lo oportuno que hubiese sido verificarla, pero otros asuntos urgentes ocupaban ahora mi alma y me llamaban a la acción.

Una acción de espía, para ser exacto.